Capítulo
10

Bethany se sentó en el taburete del cuarto de baño mientras Jace examinaba meticulosamente cada herida y corte que había en su cuerpo. Y era concienzudo. Ella estaba completamente desnuda y él no le había dejado un simple centímetro de piel sin inspeccionar.

Apretó los labios en una fina línea pero se quedó callado mientras atendía sus heridas. Bethany aún tenía frío. Por dentro. En los huesos. No estaba segura de si podría volver a sentirse bien de nuevo.

Tras pasar varios minutos con escalofríos, Jace maldijo —algo que hacía con bastante frecuencia— y la levantó del taburete.

—Voy a prepararte una buena ducha. Necesitas entrar en calor. Cuando salgas te vendaré las heridas. No creo que sea necesario poner puntos de sutura en los cortes pero te aplicaré crema antibiótica para que no se te infecten. Mientras te duchas, iré a buscar algo para cenar.

Jace no esperó a que ella aceptara. Tenía bastante gracia porque no le había pedido su opinión ni una sola vez. Él se inclinó hacia delante, abrió el grifo y luego volvió a donde ella estaba sin ninguna prenda puesta. Y pensar que a ella no se le había ocurrido que su día podría volverse incluso más raro…

Jace deslizó una mano por su brazo desnudo hasta llegar al hombro y lo apretó para darle seguridad antes de abandonar el baño. Ella se acomodó en el taburete y luego se giró para observar su reflejo en el espejo. Parecía como si la muerte hubiera pasado por ella. Cansada. Demacrada. Preocupada. Asustada.

Había un millón de palabras que se le pasaban por la cabeza.

Bethany cerró los ojos y se balanceó precariamente hasta que finalmente se agarró al borde del lavabo para volver a recuperar el equilibrio. Por esta noche, al menos, estaba segura. Aunque no tuviera ni idea de con qué se había obsesionado Jace, estaba completamente aliviada de que la hubiera traído aquí. Donde nadie podría encontrarla. Donde ni siquiera Jack sería capaz de dar con ella.

Tiempo extra. Y por muy corto que fuera, lo acogería con los brazos abiertos.

Sabiendo que estaba desperdiciando el agua caliente, se adentró en la ducha y gimió cuando el calor se precipitó como una cascada sobre su doliente cuerpo. Era puro gozo. La cosa más maravillosa que había sentido nunca.

Levantó la cabeza y dejó que el chorro de agua le cayera en la cara y en el cuello. Los cortes y las heridas le escocieron cuando el agua caliente las tocaba, pero ella las limpió con sumo cuidado.

Se quedó en la ducha hasta que el cuerpo se le hizo pesado y le flojearon las piernas al estar expuesta al intenso calor por tanto tiempo. Tras enjuagarse el pelo por última vez, de mala gana cerró el grifo y salió de la bañera.

Un aire cálido la rodeó, sorprendiéndola. Levantó la mirada y vio que Jace había encendido la calefacción del baño y tras su ducha de treinta minutos el ambiente era muy agradable y acogedor. Jace tenía toallas lujosas. Enormes y acolchadas, tan suaves que se sentía como rodeada por una nube. Podía casi enrollarse dos veces con ellas.

Era un total despilfarro pero usó dos toallas, una para el cuerpo, y la otra para la cabeza. Era un lujo frívolo que le daba una atolondrada felicidad en la que poder recrearse.

Parpadeó de sorpresa cuando se dio cuenta de que había ropa nueva sobre el taburete que antes no estaba y un grueso albornoz colgaba de los ganchos que había en la parte alta de la puerta. Había también un par de zapatillas de ir por casa. El hombre había pensado en todo.

Su mirada volvió a la ropa otra vez y frunció el ceño. ¿Tenía ropa de mujer en su apartamento así como si nada?

Cogió los vaqueros y la camiseta y rápidamente vio que eran demasiado grandes. No por mucho, aunque en realidad, un año o así atrás seguramente habrían sido de su talla. Por aquel entonces no estaba tan delgada. Tenía más carne y una mejor figura.

Ahora estaba reducida a unos pechos y poco más. No tenía caderas, ni tampoco un buen trasero. Tenía rasgos angulosos debido a la pérdida de peso. La vida en las calles era dura. Envejecía a la persona antes de que tuviera que hacerlo.

Después de tomarse su tiempo secándose por completo, se puso las braguitas que estaban entre los vaqueros y la camiseta, avergonzada de estar cogiendo prestada la ropa interior de alguna otra mujer. No había nigún sujetador, pero ella pensó que no era imprescindible. Solo tenía dos y ambos estaban ya destrozados. El que se había quitado —o más bien, Jace le había quitado— estaba sucio y roto. No podría volver a usarlo.

¿Acaso no había estado lo suficientemente cerca y de una forma muy íntima como para no saber cómo eran sus pechos? Verla sin sujetador no sería un trauma.

Se puso la camiseta por encima de la cabeza y vio como le quedaba colgando por las caderas. No se ceñía siquiera a sus pechos, así que significaba que fuera de quien fuera la camiseta estaba aún más dotada que ella.

Tras ponerse los pantalones, se quitó la toalla de la cabeza y pasó los dedos por entre los mechones en un intento de cambiar un poco ese aspecto de gato mojado y desaliñado. Lo consiguió a medias, ya que tampoco iba a rebuscar en los cajones de Jace para encontrar un cepillo.

Respiró hondo, echó los hombros hacia atrás y luego se dio la vuelta hacia la puerta. Allí vaciló con la mano colocada sobre el pomo. Era una gallina total. La idea de enfrentarse a Jace la aterrorizaba. No porque pensara que le fuera a hacer daño, sino porque sabía que no tendría ninguna oportunidad contra él.

Peor aún, no estaba segura de si quería enfrentarse a él. Era mucho más fácil dejar que llevara el mando. Que alguien cuidara de ella era una situación tan extraña que la simple posibilidad le agradaba. La incentivaba de la misma manera que la zanahoria incentivaba al burro del dicho popular.

Bethany dio un brinco cuando la puerta vibró en su mano.

—¿Bethany? ¿Has terminado?

Tragando saliva, abrió la puerta y se encontró a Jace a unos pocos centímetros de distancia. Él bajó la mirada hasta su cuerpo y frunció el ceño.

—Necesito que te quites esos vaqueros otra vez. Se suponía que iba a vendarte antes de que te vistieras.

—Se me olvidó —dijo en voz baja—. Asumí que como me habías dejado la ropa ahí querías que me vistiera.

—No pasa nada. Ven al salón. Lo haremos allí.

Jace alargó la mano para cogerla del codo y luego la guio fuera del baño hasta el dormitorio y desde ahí hasta el gran salón.

Tenía una vista espectacular de la ciudad con esos ventanales.

—Quítate los pantalones —le dijo—. Y luego ponte cómoda en el sofá. La cena está casi lista. Cuando haya terminado contigo, podremos comer.

Sabiendo que era inútil discutir, ella se desabrochó los pantalones y dejó que se deslizaran por sus piernas hasta caer en el suelo.

—Sé que son demasiado grandes —admitió Jace mientras los apartaba. Le tendió la mano y luego la sentó a su lado en el sofá—. Iremos mañana a comprarte lo que necesites. Lo primero será un abrigo. Está helando fuera y has estado por ahí dando vueltas por la ciudad sin la ropa adecuada. Eso termina hoy.

Su tono era de acero y aun así parte del atrincherado frío que sentía comenzó a disiparse al escuchar la preocupación que denotaba su voz. Hablaba como un hombre que genuinamente se preocupaba de su bienestar.

Mentalmente Bethany se sacudió porque esa clase de fantasía era terreno peligroso. Ya había aprendido por las malas que no se podía confiar en absolutamente nadie excepto en sí misma para cuidarse. E incluso ella misma había sido capaz de defraudarse. Igual que todos los demás.

Jace se inclinó hacia la mesita donde había un botiquín de primeros auxilios. Pasó largo rato en silencio mientras le aplicaba la pomada a todos y cada uno de sus arañazos y luego tapaba con una gasa los más grandes y con una tirita los cortes más pequeños.

Antes de que Bethany se percatara de sus intenciones, él la empujó hacia atrás en el sofá y le levantó la camiseta.

—¡No tengo heridas ahí! —gritó ella cuando la mano de Jace le recorría la tripa.

Su expresión era asesina mientras alzaba su mirada hasta la de ella.

—No, pero tienes moratones. ¿Qué te ha pasado ahí fuera, Bethany? ¿Quién te ha hecho esto?

Sonaba tan enfadado que ella empalideció ante la furia que denotaba su voz. Era instintivo retraerse. Supervivencia.

Un grave siseo se escapó de los labios apretados de Jace.

—Maldita sea, Bethany, no voy a hacerte daño. Nunca te haré daño. Pero quiero saber quién es el maldito capullo que te ha hecho esto.

—Estás muy enfadado.

—Joder, y tanto. ¡Estoy furioso! Pero no contigo, nena. —Su voz se suavizó cuando la llamó «nena», y algo en el interior de Bethany se suavizó también—. Estoy enfadado con el cabrón que te puso las manos encima. Y me vas a decir exactamente cómo ocurrió.

Ella empalideció y abrió los ojos como platos.

Entonces, cuando ella pensaba que Jace ya no podría hacer nada más para sorprenderla, se echó hacia delante y bajó la cabeza hasta sus costillas. Depositó un beso tan tierno en cada moratón que ella apenas sintió la presión en la piel.

Dios… ¿Cómo se suponía que iba a resistirse a este hombre?

—¿Necesitas algo para el dolor? —le preguntó.

—Estoy bien —susurró—. Solo tengo hambre.

Él inmediatamente levantó la cabeza y apretó la mandíbula una vez más.

—¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que has comido? Y no me mientas.

Ella tragó saliva con fuerza, pero no le mintió.

—Tres días.

—¡Maldita sea!

La mandíbula le sobresalía de lo apretada que la tenía y luego Jace se giró como si tuviera que recomponerse antes de poder enfrentarse a ella de nuevo. Cuando volvió a mirarla a los ojos, había fuego en los suyos y aún parecía como si estuviera a punto de explotar en cualquier momento.

—Dame un minuto —murmuró.

Jace inspiró y exhaló exageradamente por la nariz antes de levantarse del sofá. Le tendió la mano con la palma hacia arriba y esperó a que ella se la cogiera y se levantara también. Cuando Bethany dejó que la ayudara a levantarse, Jace se agachó para coger de nuevo los pantalones que se había quitado antes. Luego le puso la mano sobre su brazo y le dijo que esperara mientras ella metía los pies por las aberturas de los vaqueros.

Después de abrocharle la cremallera, Jace la tomó de la mano y la guio hasta la cocina. Todo el apartamento era un concepto abierto de una habitación que dejaba paso a la siguiente con fluidez. El comedor, o mejor dicho, la zona para comer, estaba frente a la cocina y en el lateral del salón. Había una combinación entre mesa y barra de cocina que permitía que fuera quien fuera la persona que estuviera cocinando pudiera ver tanto el comedor como el salón.

Jace la sentó en uno de los asientos de la mesa y luego caminó hasta la vitrocerámica donde había una olla y unas sartenes en las que estaba cocinando algo. Bethany observó con interés cómo escurría la pasta y luego la echaba dentro de una sartén con la salsa. Le dio como un toque experto y añadió las especias antes de servir dos platos. Por último, pinchó con un tenedor los filetes de pollo, que habían estado salteándose en la última sartén y los troceó en finos trozos antes de echarlos por encima de la pasta.

Voilà —pronunció mientras le pasaba el plato por encima de la barra.

—Estoy impresionada —dijo ella con sinceridad—. Tiene una pinta estupenda y huele maravillosamente. No habría pensado nunca que cocinabas.

Él levantó una ceja.

—¿Por qué no?

Bethany sintió cómo el calor se instalaba en sus mejillas.

—No veo a muchos solteros ricos cocinar.

Él se rio.

—Yo crie a mi hermana pequeña y en aquel entonces no nos podíamos permitir comer fuera o pagar a alguien para que nos cocinara. Yo solo era un estudiante de universidad pobre intentando sobrevivir.

—¿Dónde estaban tus padres?

Sus ojos parpadearon.

—Murieron en un accidente de coche cuando Mia tenía seis años.

Bethany frunció el ceño con cierto pesar.

—Debes de ser mucho mayor que ella si entonces ya estabas en la universidad.

—Catorce años —confirmó él—. Mia vino de sorpresa cuando mi madre estaba en los cuarenta. Ella me tuvo bastante joven y pensaron que ya habían tenido suficiente.

—Es impresionante que hayas criado a tu hermana —dijo con voz queda.

Él se encogió de hombros.

—No tenía más opción. No iba a abandonarla. Yo soy la única familia que tiene.

Jace se acercó hasta donde estaba ella y se sentó en el taburete a su lado. Le echó una mirada y vio que no había pegado bocado, entonces frunció el ceño.

—Come, Bethany.

Ella hundió el tenedor en la suculenta pasta y la olió mientras se lo llevaba a los labios. Olía divinamente.

Cuando tocó su lengua, Bethany cerró los ojos y suspiró.

—¿Buena?

—Deliciosa —contestó.

De repente Jace se levantó y Bethany lo vio volver al otro lado de la cocina para coger dos vasos que estaban en la encimera. Puso un vaso de zumo de naranja frente a ella y Bethany se derritió. Se había acordado de que había pedido zumo de naranja la otra vez.

Bethany saboreó cada bocado, cada sorbo hasta que se sintió más que llena. Apartó el plato y soltó un suspiro de satisfacción.

—Gracias, Jace. Ha sido maravilloso.

Él se la quedó mirando un largo y silencioso momento.

—Me gusta cómo dices mi nombre.

Ella frunció el ceño. ¿Qué se suponía que debía contestar a eso?

Sabiendo que tenían mucho de lo que hablar —¡le tenía que decir sí o sí que no podía instalarse en el apartamento de su hermana!— entrelazó los dedos nerviosamente y le echó un vistazo a Jace.

—¿Jace? —dijo suavemente—. Tenemos que hablar.

Él asintió y apretó los labios con firmeza.

—Desde luego. Volvamos al salón. Hay preguntas a las que aún no tengo respuesta.

Bethany parpadeó y luego levantó ambas cejas. Antes de que pudiera decirle que ella era la que planeaba hacerle las preguntas, él la urgió a levantarse de la silla y le puso una mano firmemente en la espalda para guiarla hasta el salón.

Después de dejarla en el sofá, Jace encendió la chimenea. Ella suspiró cuando las llamas comenzaron a surgir. Le daba a la habitación ese punto hogareño, pero luego sacudió la cabeza ante ese pensamiento tan absurdo. ¿Qué iba a saber ella de cómo era un hogar? Un hogar era lo que uno quisiera que fuera, y ella y Jack habían llamado hogar a bastantes sitios de mala muerte.

Desoladamente, Bethany pensó en aquellos lugares, o más bien escondrijos, que habían considerado como hogar durante años. En unos pocos casos, ella había tenido la suerte de conseguir un trabajo por un período de tiempo más largo y habían llegado a vivir en un motel degradado. No había sido mucho, pero había estado encantada de poder tener una residencia permanente y no una de la que tenían que ir o venir dependiendo de la ocupación que tuvieran.

—¿Por qué estás negando con la cabeza? —preguntó Jace con el ceño fruncido.

Ella alzó la mirada y vio que él se había sentado a su lado en el sofá. Estaban muy cerca —casi tocándose— y el calor y el olor de Jace la rodeó y la llenó de cariño de dentro a fuera.

Sin pensar en las consecuencias, fue instintivamente honesta.

—Estaba pensando en cómo el fuego hacía que la habitación pareciera tan hogareña, y luego me di cuenta de lo ridículo que era ese pensamiento ya que yo no tengo ni idea de lo que significa tener un hogar.

Bethany escuchó la tristeza en su voz antes de que pudiera darse cuenta de que estaba ahí. Al instante se mordió el labio y supo que no debería haber dicho nada.

Jace parecía como si alguien le hubiera dado un puñetazo en la cara. Luego soltó otra maldición. Esta fue larga y produjo un escalofrío en el menudo cuerpo de Bethany.

La joven se encogió de dolor cuando Jace alargó la mano para tocarle la mejilla y luego la bajó hasta su cintura, donde la camiseta cubría los moratones. Encontró el lugar exacto donde dolía más y descansó la palma sobre él.

—¿Quién te hizo esto, Bethany? ¿Qué te ha pasado ahí fuera? Y no me mientas. Quiero saber toda la cruda verdad.

Ella inspiró y lo miró con intensidad. No podía contárselo. ¿Cómo podría? La echaría de aquí tan rápido que la cabeza le daría vueltas. ¿Pero no era eso lo que ella quería? ¿Poder irse? Él no podría quedarse con ella. Pero incluso pensándolo, tenía sus dudas. Jace parecía tener tanta… determinación.

Jace la estaba mirando con mucha fuerza, en silencio y expectante. No iba a dejar que se escaqueara.

—No te lo puedo contar —dijo con voz ahogada—. Por favor, no me preguntes, Jace.

Este apretó los labios todavía más y la furia inundó sus ojos.

—Dejemos algunas cosas claras, ¿de acuerdo? Ya sé un montón de cosas sobre ti. No tienes casa. Tienes antecedentes por posesión de drogas. No has comido en tres días. No tienes dinero, ni un lugar donde dormir y alguien ahí fuera te ha puesto las manos encima.

Toda la sangre se le fue de la cara. El estómago se le encogió con fuerza y la vergüenza apareció tan pesada como siempre sobre sus hombros y la agarró del cuello. Bethany le echó una mirada apenada a Jace, la humillación era patente en sus ojos llorosos.

Jace movió la mano de su abdomen hasta su mejilla. La acarició suavemente con el dedo pulgar en los pómulos y su mirada se suavizó cuando percibió el miedo que ella tenía.

—Bethany —dijo con voz queda—. Ya sabía todo esto antes de ir a por ti. ¿No te dice eso nada?

—No sé —susurró sin poder mirarlo a los ojos por más tiempo.

Bajó la mirada y cerró los ojos. Se sentía tan… indigna, y odiaba ese sentimiento. Lo odiaba con pasión. Se había pasado toda una vida sintiéndose no merecedora, odiosa. Poca cosa.

—Mírame —dijo Jace con firmeza.

Cuando ella vaciló, él le alzó el mentón con su mano hasta que su rostro estuvo justo frente al de él. Sin embargo, los ojos aún los tenía cerrados.

—Abre los ojos, nena.

Cuando lo hizo, su visión estaba oscurecida debido a las lágrimas que amenazaban con caer.

—No llores —le pidió con voz ronca—. Lo que quiero decir es que no me importa. Ya sabía eso sobre ti y aun así fui al centro de acogida de mujeres. He estado buscándote durante dos semanas enteras. He rastreado cada maldito refugio que pude encontrar, esperando encontrarte en alguno de ellos. Y cuando no di contigo en ningún sitio, me puse lívido porque sabía que estabas ahí fuera en las calles, pasando frío, hambre y sola. En algún lugar donde yo no podía protegerte. Donde no podía cerciorarme de que tuvieras suficiente para comer. Donde no tenías siquiera un abrigo que te mantuviera caliente.

A pesar de la orden de que no llorara, una lágrima se le escapó y cayó por su mejilla hasta caer en la mano de Jace. Él se inclinó hacia delante y depositó un beso en su rostro. Luego fue subiendo y borró el rastro salado que había dejado su lágrima.

—Ahora dime quién te ha hecho esto —insistió con el enfado haciéndose patente en la voz otra vez—. Quiero saberlo todo. Voy a cuidar de ti, Bethany, pero tengo que saber en dónde me estoy metiendo.

Ella sacudió la cabeza con un ademán de incomodidad.

—No puedes. Jace, no puedo instalarme en el apartamento de tu hermana. No puedes simplemente entrar en mi vida y llevar las riendas. La vida no funciona así. Nunca lo ha hecho.

La impaciencia se hizo eco en esos ojos oscuros.

—La vida funciona como tú quieras que funcione. Y claro que puedo llevar las riendas. No es por herir tus sentimientos, nena, pero no has estado haciendo un buen trabajo en lo que a cuidarte se refiere. Voy a cambiar eso.

—¿Pero por qué? —soltó ella—. No lo pillo. Yo solo fui un lío de una noche para ti y Ash. No puedo hacer eso de nuevo. Fuiste mi recaída. No puedo volver por ese camino. No lo haré. He trabajado muy duro para llegar a donde he llegado.

Bethany estaba temblando cuando terminó de hablar. Y terriblemente avergonzada de lo que acababa de soltar. ¿No era ya bastante malo que supiera del arresto? Ahora pensaría que era una puta además de una drogata.

—¿Y adónde has llegado? —inquirió Jace—. ¿A una situación en la que no tienes casa? ¿Ni nada para comer?

—A una situación en la que me puedo ganar de nuevo el respeto —respondió quedamente.

Bethany se echó hacia atrás en el sofá, preparada para salir disparada hasta la puerta. Jace pareció saber exactamente qué era lo que estaba planeando. Se movió rápido, antes incluso de que ella pudiera parpadear. De repente estaba justo a su lado de nuevo, con un brazo alrededor de su cintura. Atrapada. No se iba a ir a ninguna parte.

—Empieza a hablar. Todo, Bethany. Cuéntame lo que quieres decir con «recaída». Y luego vas a dejar de evitar la pregunta que te he hecho ya cuatro veces. Quiero saber quién te ha puesto las manos encima —comentó amenazante.

Sin saber qué más hacer, Bethany se hundió en su pecho y escondió el rostro en su hombro. Jace pareció sorprenderse pero seguidamente la rodeó con ambos brazos firmemente y por lo tanto con su fuerza y su calor. Le acarició la espalda con una mano y depositó pequeños besos en su cabeza.

Y esperó. Se quedó ahí sentado con ella fuertemente entre sus brazos, ambos se quedaron callados, casi como si él pudiera ver lo mucho que le estaba costando sacar el coraje para decirle lo que quería saber.

No podía ser que Jace la siguiera queriendo después de contárselo todo. Imposible. Una parte de ella estaba aliviada. Resolvería el problema de que él se metiera en su vida y cogiera las riendas de la misma. Pero una gran parte de ella estaba devastada.

Jace era pura tentación. Hacía y decía todo lo correcto. Cosas que le llegaban a Bethany al corazón, y peor aún, que le inspiraban lo que ya había dejado de tener una vez. Esperanza.

—Es una larga historia —dijo contra su cuello.

—No voy a irme a ningún lado, nena. Tenemos toda la noche. Estoy aquí. Te escucho.

Dios mío, era demasiado bueno como para ser cierto. Bethany cerró los ojos e inspiró con fuerza para inhalar el olor de Jace. Y luego finalmente se apartó.

—¿Por qué no me dejas que vaya a por una manta? Nos pondremos cómodos en el sofá y nos sentaremos frente al fuego. Tú hablas y yo escucho. ¿De acuerdo?

Ella respiró hondo y acabó cediendo.

—Está bien.