EL SICOFANTE SOUVARINE
El ex pacifista, el ex comunista, el ex trotskysta, el ex demócrata-comunista, el ex marxista… casi el ex-Souvarine, ataca la revolución proletaria y a los revolucionarios con una impudicia tanto mayor cuanto menos sabe él lo que quiere. Este individuo gusta y sabe escoger las citas, los documentos, las comas y las comillas, formar expedientes y, además, sabe manejar la pluma. Primero, esperó que este acervo le bastaría para toda la vida; pero bien pronto se vió obligado a convencerse de que además era necesario saber pensar… Su libro sobre Stalin, a pesar de la abundancia de citas y de hechos interesantes, es un autotestimonio de su propia pobreza. Souvarine no comprende ni lo que es la revolución ni lo que es la contrarrevolución. Aplica al proceso histórico los criterios de un pequeño razonador, enojado, de una vez por todas, con la humanidad viciosa. La desproporción entre su espíritu crítico y su impotencia creadora lo corroe como un ácido. De ahí, su continua exasperación y su falta de honradez elemental en la apreciación de ideas, individuos, acontecimientos; todo ello cubierto con un seco moralismo. Como todos los misántropos y los cínicos, Souvarine se siente orgánicamente atraído por la reacción.
¿Ha roto Souvarine abiertamente con el marxismo? Jamás hemos oído decir nada semejante. Prefiere el equívoco: es su elemento natural. "Trotsky,- escribe, en su crítica de nuestro libro-, se aferra de nuevo a su caballito de batalla de la lucha de clases". Para el marxista de ayer, la lucha de clases es… el "caballito de batalla de Trotsky". Nada tiene de asombroso que Souvarine, por su cuenta, prefiera aferrarse al perro muerto de la moral eterna. A la concepción marxista, opone él un "sentimiento de la justicia… no obstante las distinciones de clases". Es cuando menos consolador saber que nuestra sociedad está fundada sobre el "sentimiento de la justicia". Durante la próxima guerra, Souvarine irá, sin duda, a exponer su descubrimiento a los soldados en las trincheras; mientras tanto, puede exponerlo a los inválidos de la última guerra, a los desocupados, a los niños abandonados y a las prostitutas. Confesémoslo de antemano: si recibe una paliza, nuestro "sentimiento de la justicia" no estará de su parte…
La nota crítica de este impúdico apologista de la justicia burguesa, "no obstante las distinciones de clases", se apoya enteramente sobre… el prospecto inspirado por Víctor Serge. Este, a su vez, en todos sus ensayos "teóricos" no va más allá de préstamos híbridos tomados de Souvarine. Pero después de todo, el último tiene una ventaja: dice hasta el fin lo que Víctor Serge no se atreve todavía a enunciar.
Con una fingida indignación - nada hay en este individuo que sea real-, Souvarine escribe que, puesto que Trotsky condena la moral de los demócratas, reformistas, stalinistas y anarquistas, hay que deducir que el único representante de la moral es el "partido de Trotsky", y puesto que este partido "no existe", en resumidas cuentas, la encarnación de la moral es el propio Trotsky. ¿Cómo no pelar los dientes ante esto? Souvarine imagina, a lo que parece, que sabe distinguir lo que existe de lo que no existe. Esto es muy sencillo cuando se trata de una tortilla de huevos o de un par de tirantes; pero a la escala de proceso histórico, semejante distinción está evidentemente por encima de Souvarine. "Lo que existe", nace o muere, se desarrolla o se disgrega. Sólo puede comprender lo que existe, quien comprenda sus tendencias internas.
El número de personas que desde el comienzo de la última guerra imperialista ocuparon una posición revolucionaria puede contarse con los dedos. Los diferentes matices de patrioterismo se habían apoderado casi totalmente del terreno de la política oficial. Liebknecht, Luxemburgo, Lenin semejaban impotentes solitarios. Sin embargo, ¿podemos poner en duda que su moral estuviera por encima de la moral servil de la "unión sagrada"? La política revolucionaria de Liebknecht de ningún modo era "individualista", como le parecía entonces al filisteo patriota medio. Por el contrario, Liebknecht, y sólo él, reflejaba y pronunciaba las hondas tendencias subterráneas de las masas. La marcha posterior de los acontecimientos confirmó enteramente este hecho. No temer ahora una ruptura completa con la opinión pública oficial, a fin de conquistar para sí el derecho de dar mañana expresión a los pensamientos y a los sentimientos de las masas insurgentes, es una forma particular de existencia que se distingue de la existencia empírica del pequeño-burgués rutinario. Bajo las ruinas de la catástrofe que se acerca perecerán todos los partidos de la sociedad capitalista, todos sus moralistas y todos sus sicofantes. El único partido que sobrevivirá es el partido de la revolución socialista mundial, aunque parezca hoy inexistente a los razonadores ciegos, lo mismo que durante la última guerra parecía inexistente el partido de Lenin y de Liebknecht.