CRISIS DE LA MORAL DEMOCRÁTICA

Para asegurar el triunfo de sus intereses en las grandes cuestiones, las clases dominantes se ven obligadas a hacer concesiones en las cuestiones secundarías; claro que hasta la medida en que esas concesiones quepan dentro de su contabilidad. En la época del ascenso capitalista, sobre todo, durante las últimas decenas de años anteriores a la guerra, esas concesiones, por lo menos en lo que concierne a las capas superiores del proletariado, tuvieron un carácter enteramente real. La industria de esas épocas progresaba sin cesar. El bienestar de las naciones civilizadas, parcialmente también el de las masas obreras, se acrecentaba. La democracia parecía inquebrantable. Las organizaciones obreras crecían. Al mismo tiempo que ellas, crecían también las tendencias reformistas. Las relaciones entre las clases, por lo menos exteriormente, se suavizaban. Así se establecían en las relaciones sociales, junto a las normas de la democracia y a los hábitos de paz social, ciertas reglas elementales de moral. Se forjaba la impresión de una sociedad cada día más libre, justa y humana. La curva ascendente del progreso parecía infinita al "sentido común".

En lugar de eso, estalló la guerra, con su cortejo de conmociones violentas, de crisis, de catástrofes, de epidemias, de saltos atrás. La vida económica de la humanidad se encontró en un callejón sin salida. Los antagonismos de clase se exacerbaron y se manifestaron a plena luz. Los mecanismos de seguridad de la democracia comenzaron a hacer explosión uno tras otro. Las reglas elementales de la moral se revelaron todavía más frágiles que las instituciones de la democracia y las ilusiones del reformismo. La mentira, la calumnia, la venalidad, la corrupción, la violencia, el asesinato cobraron proporciones inauditas. A los espíritus sencillos y abatidos pareció que semejantes inconvenientes era resultado momentáneo de la guerra. En realidad, eran y siguen siendo manifestaciones de decadencia del imperialismo. La putrefacción del capitalismo significa la putrefacción de la sociedad contemporánea, con su derecho y con su moral.

La "síntesis" del horror imperialista es el fascismo, nacido directamente de la bancarrota de la democracia burguesa ante las tareas de la época imperialista. Restos de democracia ya sólo se sostienen entre las aristocracias capitalistas más ricas. Por cada "demócrata" de Inglaterra, de Francia de Holanda, de Bélgica, es preciso contar varios esclavos coloniales; la democracia de los Estados Unidos está manejada por "sesenta familias", etc. En todas las democracias, por lo demás, crecen rápidamente elementos de fascismo. El stalinismo es, a su vez, producto de la presión del imperialismo sobre un Estado obrero atrasado y aislado y, a su modo, es un complemento simétrico del fascismo. En tanto que los filisteos idealistas-y, naturalmente, los anarquistas en primer lugar- denuncian sin descanso la "amoralidad" marxista en su prensa, los trusts norteamericanos gastan-según palabras de John Lewis (C.I.O.)-, no menos de ochenta millones de dólares anuales en la lucha práctica contra la "desmoralización" revolucionaria, es decir, en gastos de espionaje, de corrupción de obreros, de falsificaciones judiciales y de asesinatos a mansalva. ¡El imperativo categórico sigue a veces, para triunfar, rutas bastante sinuosas!

Observemos -por escrúpulo de equidad - que los más sinceros y también los más limitados de los moralistas pequeño-burgueses viven, todavía hoy de los recuerdos idealizados del ayer y de las esperanzas de un retorno a ese ayer. No comprenden que la moral es función de la lucha de clases; que la moral democrática correspondía a la época del capitalismo liberal progresista; que la exacerbación de la lucha de clases, que domina toda la época reciente, ha destruido definitiva y completamente esa moral; que su sitio ha sido tomado, de un lado por la moral del fascismo y de otro, por la moral de la revolución proletaria.