Las dos parcelas favoritas

«La felicidad parece estar hecha para ser ejercida y compartida.»

David G. Myers, La búsqueda de la felicidad, 1992

A lo largo de nuestro trayecto por este mundo, casi todos vivimos situaciones muy diversas e innumerables momentos que nos alegran la vida. Excepto esas memorables ocasiones felices, programadas o imprevistas, que conscientemente grabamos para siempre en nuestra autobiografía, los instantes gratos sólo suelen dejar una huella de deleite temporal. Sin embargo, si nos paramos a pensar sobre cuáles han sido las experiencias más agradables y tratamos de identificar las parcelas primordiales de nuestra dicha, la gran mayoría de los hombres y las mujeres, independientemente de su edad, su personalidad, su estrato social o el país en el que habiten, apuntan a las relaciones afectivas con otras personas, bien sean de pareja, de familia, de amistad o de simples conocidos, con los que comparten aficiones, valores o alguna causa común. En segundo lugar suelen elegir el trabajo en el sentido amplio de la palabra; me refiero a aquellas ocupaciones o actividades gratificantes, remuneradas o no, que implican un cierto esfuerzo y el empleo de nuestras habilidades o talentos.

Relaciones afectivas

La conexión entre relaciones y autoestima es de doble dirección. Casi todas las personas que gozan de la capacidad para forjar y mantener buenas relaciones consideran que estos vínculos afectivos constituyen un componente fundamental del concepto de sí mismas y suman puntos a su autovaloración. Al mismo tiempo, las personas con una autoestima saludable suelen conectarse mejor y desarrollar buenas relaciones con los demás y se sienten más seguras y confiadas en situaciones de intimidad que quienes se infravaloran o que aquellas cuyas altas autovaloraciones están basadas en cualidades narcisistas de dominio y de poder sobre los demás.

Muchas personas son conscientes de que las relaciones gratificantes protegen su autoestima en momentos bajos o de gran vulnerabilidad. Está de sobra demostrado que desde la infancia hasta el último día de la vida las buenas relaciones afectivas constituyen el mejor antídoto contra las consecuencias nocivas de cualquier amenaza contra la propia identidad. La cohesión familiar, el amor de pareja, el espíritu fraternal y el «idealismo solidario» son factores protectores del «yo». La unión con nuestros compañeros de vida constituye un remedio eficacísimo contra todo tipo de adversidad, sea un fracaso personal, una grave enfermedad, la pérdida de un ser querido, un desastre natural, un percance imprevisto o una agresión cruel, física o mental. Los individuos que se sienten genuinamente vinculados a otros seres cercanos superan los retos y escollos que les plantea la vida mejor y más rápidamente que quienes no cuentan con el soporte emocional de algún semejante.

Esto me trae a la memoria la historia del psiquiatra francés Boris Cyrulnik. Nacido en una familia judía que emigró de Rusia a Francia, Cyrulnik escapó, cuando sólo tenía seis años, de un campo de concentración nazi, en el que perecieron todos sus familiares. Después de pasar una infancia errante en los diversos orfanatos y familias que le acogieron, estudió medicina y alcanzó el puesto de profesor de Psiquiatría de la Universidad francesa de Var, donde es un reconocido experto en los efectos de las experiencias traumáticas. Según este psiquiatra, la capacidad para resistir y superar las agresiones continuadas —lo que él y otros especialistas hoy llaman resiliencia— depende de múltiples factores innatos y adquiridos, pero uno indispensable para que cualquier víctima «pueda construir una nueva vida soportable, con sentido, e incluso hermosa» es que encuentre un cierto nivel de apoyo emocional, aunque sea de una sola persona.

La práctica de la medicina me ha proporcionado incontables oportunidades para observar a individuos desafortunados que, con la ayuda y el afecto de algún ser querido, convierten las dificultades en estímulos vitales, las desgracias en posibilidades y acaban sintiéndose orgullosos de su lucha. En la escritura china y japonesa curiosamente se utiliza el mismo símbolo para expresar «crisis» y «oportunidad».

Sentir que se pertenece a un grupo solidario revaloriza al concepto de uno mismo, y un buen concepto de uno mismo facilita a su vez la inserción en un grupo solidario. En una serie de experimentos llevados a cabo por el ya citado profesor de Psicología Mark R. Leary, con la participación de casi un millar de universitarios, los estudiantes con un buen nivel de autoestima tenían altas probabilidades de sentirse «incluidos» en el grupo y de percibir valoraciones positivas por parte de sus compañeros. Por el contrario, los estudiantes con autoestima pobre, tanto si estaba dañada por experiencias traumáticas pasadas o por estados depresivos, o si era del tipo narcisista, tenían dificultad para integrarse y se mostraban inclinados a sentirse «excluidos», o pensaban que sus comportamientos eran valorados negativamente por sus compañeros.

Todas las relaciones afectivas, sean del tipo que sean, requieren «mantenimiento», adaptación y capacidad de resistencia por parte de sus integrantes. Se necesita prestar continua atención y poner esfuerzo para acomodarse a las vicisitudes y a los cambios inevitables que acompañan al paso del tiempo. En las parejas, por ejemplo, los ajustes son indispensables para responder a vicisitudes como las exigencias o los problemas de los hijos, los agobios laborales y económicos, los cambios inesperados o las enfermedades. Las personas que poseen la habilidad para sortear o superar estos obstáculos se sienten eficaces, algo que tienen en cuenta a la hora de valorarse a sí mismas. También es cierto que una autoestima saludable puede ayudar a vencer estos desafíos, pues estimula la confianza en uno mismo, la fuerza de voluntad y la esperanza.

La inseguridad de uno mismo o la insensibilidad egocéntrica socavan la capacidad para negociar las desavenencias o los conflictos entre las personas. Quienes se sienten hundidos o indignados por las pequeñas ofensas de la pareja, de un familiar o de un amigo, casi siempre terminan distanciándose. Unos, impulsados por la culpa y el auto-desprecio; otros, por la rabia y la obsesión con el desquite. Es un hecho cotidiano que los hombres y mujeres de frágil amor propio tienen gran dificultad para soportar las inevitables tensiones que caracterizan las relaciones con los demás. Incluso en las uniones que terminan en ruptura, a la penosa hora de separarse, las personas que gozan de una autoestima razonablemente sólida superan mejor el difícil trance.

Ocupaciones

La otra fuente de la que mucha gente obtiene una buena dosis de gratificación en la vida son las ocupaciones, sean responsabilidades laborales remuneradas, sean actividades creativas, intelectuales, físicas, de entretenimiento o tareas voluntarias. Son legión los que prefieren agotarse a oxidarse.

Las mejores ocupaciones son aquellas que nos plantean un desafío superable y que requieren poner a prueba nuestras aptitudes intelectuales, sociales o físicas. El conocido psicólogo laboral de la Universidad de Chicago Mihaly Csikszentmihalyi acuñó el término «fluidez mental» para referirse al estado de conciencia placentero que producen en nosotros las actividades que nos absorben y nos abstraen. El trabajo ideal nos estimula, nos implica y nos exige sin sobrepasar nuestras posibilidades.

A medida que se prolonga la duración de la vida y que, en general, se reduce la jornada laboral, la calidad de otras actividades y ocupaciones se revaloriza y su impacto en el concepto de nosotros mismos y en nuestra autoestima se hace más significativo. Hoy tenemos más tiempo libre que nunca para volcarnos en nuestras aficiones, para expresar nuestra creatividad y para llevar a la práctica nuestros valores sociales.

En el terreno del ejercicio físico, la sensación de estar conectados al propio cuerpo y la capacidad de dirigir sus movimientos y tareas también forman parte de la identidad de la persona y, a menudo, son fuentes muy ricas de gratificación. Quizá por esto, desde el amanecer de la humanidad y en todas las culturas se han inventado infinidad de juegos, danzas, deportes y actividades físicas para aprovechar las habilidades del cuerpo. Pero esto no es todo. Desde hace varias décadas se sabe que los hombres y las mujeres que hacen ejercicio regularmente no sólo viven más años, sino que disfrutan de un estado de ánimo más positivo y de una mejor imagen de sí mismos que quienes optan por el sedentarismo. Y es que la actividad física a cualquier edad nos ayuda a resistir mejor el estrés y nos protege, en gran medida, de la ansiedad y la depresión, al estimular la producción de serotonina y dopamina, sustancias que ejercen efectos antidepresivos.

En 1986, el profesor de la Universidad de Stanford Albert Bandura bautizó con el nombre de autoeficacia la convicción de que poseemos la capacidad de ejecutar las acciones necesarias para lograr lo que deseamos. Esta determinación fortalece el aprecio de uno mismo y fomenta pensamientos como «yo puedo», «estoy preparado», «tengo el talento para lograrlo». Los individuos que se consideran ineficaces en cualquier actividad que se propongan son propensos a decirse «no puedo», «estoy seguro de que fallaré», y casi siempre excluyen la parcela de las ocupaciones de su concepto personal o le quitan importancia con el fin de mantener su autoestima a un nivel aceptable.

Como ocurre con las relaciones afectivas, la conexión ocupaciones-autoestima es también de doble dirección. Las personas que se sienten eficaces y competentes en su trabajo u ocupación suelen incluir esta parcela positiva de su vida a la hora de autovalorarse. Lo opuesto también ocurre. Quienes gozan de una autoestima global saludable suelen llevar a cabo sus actividades laborales o practicar sus aficiones con más confianza, y tienen más probabilidades de conseguir y disfrutar de sus objetivos en esta parcela de la vida que quienes se infravaloran.

La valoración que hacemos de nosotros mismos moldea nuestras expectativas y aspiraciones en el mundo del trabajo y colorea la imagen que proyectamos al entorno que nos rodea. Por ejemplo, una sólida autovaloración puede estimularnos a mejorar nuestras condiciones laborales, al hacernos pensar que nos lo merecemos. Por otra parte, un mal concepto de nosotros mismos fomenta la desconfianza, el pesimismo, la resignación y la apatía. Otra diferencia interesante es que quienes se estiman a sí mismos consideran como más creíbles las opiniones positivas que las negativas que los demás expresan sobre ellos, mientras que quienes se infravaloran responden al revés; o sea, tienden a aceptar con más facilidad los comentarios negativos de otros y a cuestionar los positivos.

Las personas que se aprecian a sí mismas prefieren centrarse en sus capacidades o virtudes potenciales y no se obsesionan con sus limitaciones o defectos. Como resultado, dedican más esfuerzo a las cosas que se les dan bien, con lo que se hacen más resistentes y menos predispuestas a tirar la toalla. Se imaginan y se visualizan venciendo la adversidad. Como los buenos deportistas, se imaginan una y otra vez ganando las competiciones. Varios experimentos en los que se comparan personas de alta y baja autoestima que tienen que superar una serie de pruebas revelan que las personas de autoestima saludable que fallan la primera prueba no pierden el entusiasmo o la motivación ante nuevos problemas. Por el contrario, los participantes de baja autoestima que no superan la primera prueba se sienten defraudados y rehúyen abordar los problemas posteriores.

Con todo, el nivel numérico de la autoestima global de la persona no es necesariamente un indicador de sus aspiraciones. Hay gente que se siente muy bien consigo misma y que albergan pocas expectativas, y otras que sin valorarse mucho anhelan grandes cosas, sueñan con paraísos lejanos.

Aquí me gustaría hacer un breve inciso para mencionar ese grupo reducido pero patético de individuos que parecen ser «adictos al fracaso». No suelen ser personas deprimidas ni poseen un historial de maltrato; tampoco han sufrido muchas experiencias adversas. Se trata de hombres y mujeres que desde la adolescencia nunca alcanzaron sus proyectos o sus metas, aunque poseen el talento y los recursos para conseguirlos. Cuando uno escucha detenidamente a estos «perdedores natos» da la impresión de que, más que tener el cenizo o ser gafes, ellos mismos han elegido libremente el sino de la derrota y una pobre autoestima. Muy necesitados de amor y de reconocimiento, siempre se las arreglan para pedirlos de las formas más ineptas y repelentes. Incluso cuando se les presenta una fácil oportunidad de obtener algo que realmente desean, se las apañan para no llegar a buen fin. Sin proponérselo, son especialistas en montar enredos y en la práctica de estrategias contraproducentes, algo que lamentablemente los lleva a involucrarse en relaciones o actividades incompatibles que complican sus vidas y sólo les aportan decepciones. Ayudan a otros —a menudo, más de lo que exige la situación—, pero no se ayudan a sí mismos. Y si alguien intenta apoyarles, inconscientemente bloquean, rechazan o neutralizan el gesto.

No hay que perder de vista que, para mucha gente, la parte más gratificante de su trabajo o tarea durante el tiempo libre es el componente social, la oportunidad de relacionarse y compartir su tiempo o actividad con otras personas, sean compañeros de trabajo, clientes, socios o colegas de equipo. Precisamente, una actividad que va en aumento en el mundo occidental, y cuyo efecto beneficioso en la autoestima de sus practicantes han demostrado numerosos estudios, es el voluntariado. Esta tendencia es una buena noticia, porque las tareas que canalizan nuestra solidaridad y bondad hacia los demás, aparte de su valor como mecanismo natural de supervivencia de la especie y de la ayuda que aportan a sus receptores, son muy saludables para quienes las ejecutan. Está demostrado que las personas que practican actividades de voluntariado, aunque sólo sea una hora a la semana, sufren menos ansiedad, duermen mejor, superan con mayor tino las circunstancias desfavorables de su vida cotidiana y tienen una autoestima más alta que quienes no las practican.

Según este creciente ejército de voluntarios, lo más gratificante de su actividad altruista es el sentimiento de compartir sus recursos emocionales y físicos y de conectarse con otras personas. Además, voluntariar les ofrece la oportunidad de diversificar sus fuentes de satisfacción con la vida.

No quiero dejar también de resaltar los beneficios protectores de la autoestima que ofrece la diversificación de nuestras parcelas preferidas. Lo mismo que los inversores protegen su capital diversificándolo o colocándolo en distintos negocios o títulos en Bolsa, es posible proteger nuestro «yo» repartiendo nuestro capital de autoestima entre las diversas áreas que valoramos positivamente en nuestra vida. Por ejemplo, llevar a cabo con éxito una ocupación o actividad que nos gusta y valoramos puede amortiguar el golpe de un descalabro en el escenario de las relaciones familiares. Y viceversa, la pérdida inesperada de un trabajo que nos satisface es menos devastadora si contamos con relaciones afectivas que apreciamos.

Siempre que trato sobre este tema pienso en la receta que Simone de Beauvoir prescribía para mantenernos contentos con nosotros mismos pese a nuestra ineludible caducidad: «Fijaros metas diversas que den significado a vuestra existencia; esto es, dedicaros a personas, grupos o causas. Sumergiros en el trabajo social, político, intelectual o artístico. Desead pasiones lo suficientemente intensas que os impidan cerraros en vosotros mismos. Apreciad a los demás a través del amor, de la amistad; y vivid una vida activa de proyectos con significado».