Retos del estudio de la autoestima

«Todas las generalizaciones son erróneas, ésta incluida.»

Alexander Chase,

Perspectivas, 1966

Desde que comencé a trabajar en este libro, hace unos tres años, enseguida me di cuenta de que el análisis de nuestra autoestima plantea por lo menos dos interesantes desafíos. El primero tiene que ver con el propio concepto, con su definición y el significado que le damos. El segundo reto nos lo plantea el hecho de que la naturaleza de la autoestima es esencialmente subjetiva e invisible, lo que dificulta su estudio con un grado razonable de imparcialidad.

Mito y realidad

En la comunidad de psicólogos, psiquiatras y demás especialistas del ramo, todavía no hay unanimidad sobre lo que es exactamente la autoestima. Para algunos se trata de una respuesta emocional automática y global de aprecio o de rechazo hacia uno mismo. Para otros es el resultado de la suma metódica de las evaluaciones que hacemos sobre nuestra lista personal de atributos o cualidades. A mi modo de entender, la autoestima comprende ambas cosas. Es el sentimiento, placentero de afecto o desagradable de repulsa, que acompaña a la valoración global que hacemos de nosotros mismos. Pero esta autovaloración intelectual y afectiva se basa en nuestra percepción, más o menos positiva o negativa, de las diversas partes de nuestra persona y de nuestra vida que seleccionamos porque las consideramos relevantes. Según nuestras prioridades particulares, a la hora de valorarnos podemos incluir una amplia gama de factores; desde la habilidad para relacionarnos con los demás hasta la apariencia física, pasando por rasgos de nuestro carácter, la capacidad intelectual, la aptitud para llevar a cabo ciertas actividades que valoramos, los logros que cotizamos, las cosas materiales que poseemos, o la alegría que en general sentimos en la vida cotidiana.

Junto a la complicación que supone la pluralidad de definiciones del concepto de autoestima, tenemos además que enfrentarnos al mito casi universal de que la alta apreciación de uno mismo es, por definición, un atributo beneficioso que siempre se manifiesta en comportamientos constructivos, mientras que la baja autoestima es causa frecuente de conductas aberrantes o antisociales.

La verdad es que desde los principios de la psicología y la psiquiatría, hace aproximadamente un siglo y medio, los peritos en estos campos han aceptado como dogma que la alta autoestima va de la mano de un alto nivel de dicha y de la participación gratificante y útil en la sociedad. Por el contrario, la baja autoestima o el rechazo de uno mismo se ha considerado motivo de infelicidad y de conductas nocivas, actitudes intolerantes e incluso propensión a la violencia. De ahí el conocido principio de que «para descubrir en nosotros el amor lo primero es amarnos a nosotros mismos». Esta visión de la autoestima también explica que las psicoterapias, los libros de autoayuda y los profesionales dedicados a mejorar la vida a los demás insistan mucho en que debemos aprender a valorarnos y a justipreciar nuestras cualidades y virtudes. Nos aconsejan que alimentemos una imagen positiva como sea, ser benévolos con nuestras actitudes y comportamientos, y comprensivos con nuestros fallos o defectos. De acuerdo con esta creencia, la promoción al por mayor de la autoestima entre la población es invariablemente provechosa. Aumentar la autoestima se ha considerado un objetivo muy deseable, una meta muy recomendable para todas las personas.

Sin embargo, hoy sabemos que estas generalizaciones sobre el valor absoluto de la alta autoestima, y las indiscutibles ventajas de impulsar indiscriminadamente la autovaloración de las personas, más que teorías científicas válidas, son el resultado de la vieja quimera que glorifica incondicionalmente el embelesamiento con uno mismo. La utilidad de la autoestima como indicador seguro y fiable de salud psicológica y social de la persona es relativa.

Una alta autovaloración no es siempre un dato psicológico saludable, mientras que una baja valoración de uno mismo no es necesariamente causa de inadaptación o de tendencias antisociales. Lo importante a la hora de catalogar la apreciación que las personas hacen de sí mismas es examinar la calidad de los ingredientes que consideran relevantes para medir su valía y el empleo que hacen de estos ingredientes en el día a día. Por ejemplo, según sus biografías, bastantes personajes diabólicos de la Historia, como Calígula, Gengis Kan, Jack el Destripador o Idi Amin, no tenían problema de baja autoestima, sino todo lo contrario. La cuestión es que un alto aprecio a uno mismo puede acarrear consecuencias destructivas cuando este aprecio está basado en tendencias egocéntricas y prepotentes. Por eso, fomentar indiscriminadamente la autovaloración positiva en este tipo de personas puede ser peligroso.

Cuando hablamos, pues, de alta autoestima es importante distinguir la autoestima saludable o constructiva de la autoestima narcisista o destructiva. La autoestima saludable consiste en la valoración global positiva, razonable y optimista que hace la persona de sí misma. Para hacer esta autovaloración la persona elige y sopesa sus virtudes, defectos, capacidades, limitaciones, y también las consecuencias gratificantes de sus comportamientos para su sano bienestar y desarrollo, y el de los demás. Por el contrario, la alta autoestima narcisista o destructiva se basa en valorar, en exclusiva, las capacidades y talentos que alimentan el sentimiento de superioridad o de poder sobre el prójimo, y las conductas placenteras que resultan del ejercicio o la puesta en práctica de dicho dominio o supremacía sobre otros.

Las semillas de la tesis revisionista de la autoestima que apoya esta distinción entre la alta autovaloración saludable y la enfermiza fueron sembradas hace unos veinte años en California, como consecuencia de un insólito movimiento político. Se trata de un acontecimiento ciertamente curioso e inolvidable, por lo menos para mí y para muchos colegas de mi gremio. El episodio en cuestión tuvo lugar en 1988, cuando los legisladores californianos votaron por unanimidad una ley de la autoestima. Cuatro años antes, el veterano y persuasivo senador californiano John Vasconcellos había presentado en la legislatura de aquel estado un inédito proyecto de ley destinado a crear una «Comisión para aumentar la autoestima de los ciudadanos». La premisa de esta política era que la baja autoestima constituía la causa fundamental de la falta de responsabilidad personal y social en la población. Por ello, el objetivo de esta ley consistía sencillamente en impulsar entre los ciudadanos una valoración positiva de sí mismos, lo que previsiblemente conllevaría la disminución de seis graves lacras sociales de la América urbana del siglo xx: el crimen violento, el maltrato doméstico, el abuso de alcohol y otras drogas, los embarazos en adolescentes, el fracaso escolar y la dependencia crónica de las prestaciones de la Seguridad Social.

La singular iniciativa de Vasconcellos arrancó de sus convicciones personales. De hecho, el senador a menudo exponía públicamente que su excelente forma física y mental se debía exclusivamente a que gozaba de una buena autoestima. Nacido en Estados Unidos de padre portugués y madre alemana, estudió derecho, pero siempre mostró un profundo interés por la psicología. Elegido en 1967 como representante en el Parlamento de California, este político carismático y de inagotable energía se dedicó obsesivamente a promover la idea de que aumentar la autoestima de los ciudadanos, sobre todo entre los jóvenes, era una especie de «vacuna social» que serviría para disminuir o incluso erradicar numerosos problemas sociales. Al final logró su objetivo y, una vez aprobada la nueva ley, se crearon y financiaron con fondos públicos una serie de programas educacionales, en especial en los colegios públicos, destinados a incrementar la autoestima del pueblo.

Con Hollywood a dos pasos, la promoción de la autoestima se convirtió en un fenómeno de la cultura pop, glorificado como una moda en los medios de comunicación, en el mundo de la psicología, de la enseñanza y de la política. Tener una autoestima alta se transformó en una meta dorada ansiada por todos, en una mercancía tan codiciada como el elixir de la eterna juventud. Sin embargo, pese al entusiasmo con que se puso en práctica esta célebre y original iniciativa pro autoestima entre la población californiana, la experiencia terminó mostrando un resultado muy distinto del que en principio se esperaba. El célebre movimiento no amainó en lo más mínimo la marea de males que buscaba resolver.

Pocos años después, una gran mayoría de expertos y analistas llegaron a la conclusión de que el experimento de ingeniería social fue un verdadero desatino, poco menos que una fantasía de una mente calenturienta, aunque bien intencionada. Pienso que este resultado constituye una prueba más que confirma la advertencia que en su día hiciera el carismático presidente John F. Kennedy: «El gran enemigo de la verdad no es la mentira deliberada y artificiosa, sino el mito persistente y persuasivo» (discurso en la Universidad de Yale, 1l de junio de 1962).

Estudios posteriores revelaron dos motivos del fracaso de la ley de la autoestima. El primero fue que la baja autoestima no era necesariamente la causa principal, ni siquiera secundaria, de los males sociales identificados por los legisladores, como el crimen violento, el fracaso escolar o la dependencia crónica de prestaciones estatales. El segundo motivo fue la superficialidad y la falta de especificidad de las medidas adoptadas, ya que los programas que se diseñaron y pusieron en práctica ignoraban las bases legítimas que configuran la autoestima saludable. Me refiero a cualidades positivas concretas, como el cultivo de relaciones gratificantes, conseguir objetivos válidos a base de un esfuerzo consciente o poner en marcha los talentos naturales. La ley californiana se tradujo en meras intervenciones que consistían, casi exclusivamente, en tratar de borrar sentimientos como «no me gusto» o «soy inferior», a base de mensajes simplistas y eslóganes mágicos del corte de «eres especial», «¡quiérete a ti mismo!» o «siéntete bien como sea». Este tipo de fórmulas facilonas descartaron el valor de la autodisciplina o del tesón personal y pasaron por alto la competición sana y la capacidad de aprender de los propios fallos.

La otra cara de la moneda fue el efecto positivo que tuvo en Estados Unidos y en otros países la amplia difusión del fallido experimento. Concretamente, despertó el interés en muchas instituciones académicas por analizar el significado de la autoestima, aumentó los recursos públicos y privados para investigar esta característica de la naturaleza humana, y motivó a varios grupos de científicos a estudiar la posible relación entre autoestima, personalidad y adaptación social.

Ejemplos de este nuevo interés son las investigaciones llevadas a cabo por Roy F. Baumeister, profesor de Psicología de la Universidad de Case Western, en Ohio, y Nicholas Emler, otro psicólogo de la Facultad de Economía de Londres. Los resultados de estos estudios demostraron que ciertos individuos con altos índices de autoestima en las pruebas psicológicas sufren serios problemas de personalidad e inadaptación social. Con frecuencia son personas engreídas, arrogantes y prepotentes, con una clara predisposición a utilizar los medios sociales, económicos o físicos a su alcance para dominar o subyugar a otros. Por lo tanto, como ya he comentado, no tiene sentido impulsar la auto-valoración narcisista y destructiva de estos sujetos, cuyos problemas de personalidad y de conducta radican precisamente en su exagerado egocentrismo.

Un valor secreto

El segundo desafío que plantea el estudio de la autoestima reside en el hecho de que la valoración que los seres humanos hacemos de nosotros mismos es el resultado de millones de interacciones neuronales que tienen lugar en el cerebro, el superprotegido centro vital y estratégico de nuestro ser que no se presta al examen directo ni a su cuantificación objetiva. De momento, pues, no podemos medirla como hacemos con la presión arterial, con el nivel de colesterol en la sangre o con la temperatura del cuerpo. La cantidad y calidad de nuestra autoestima es algo esencialmente íntimo, personal y subjetivo.

La intimidad de la autoestima se refleja en el hecho de que la gran mayoría de los hombres y las mujeres, mayores y pequeños, prefieren mantener la consideración y el aprecio o rechazo de sí mismos en privado, cuando no en secreto. Cómo se valoran es un tema del que no suelen hablar, sobre todo si la valoración es razonablemente positiva y se gustan. Las personas con una autoestima saludable, que son la mayoría, tienden a pasar inadvertidas.

La autoestima es algo personal en el sentido de que cada uno construye el concepto de su «yo» con distintos ingredientes. Recuerdo que hace unos meses estaba cenando en casa de unos buenos amigos y surgió en la conversación el tema de la autoestima. Aproveché la ocasión para preguntarle a su simpática y habladora hija Anya, de doce años, que nos acompañaba: «¿A ver, Anya: del cero al diez, en cuánto te valoras a ti misma?». La pequeña se concentró unos segundos y me respondió sin vacilar: «Un nueve». «¿Y por qué un número tan alto?», insistí. A lo que ella me respondió con una expresiva sonrisa y los ojos bien abiertos: «Mira, Luis, tengo unos padres que me quieren, voy a un colegio estupendo, soy bastante lista y cuando estudio saco buenas notas». Después de una pausa, añadió: «¡Ah!, y estoy viva». La verdad es que me sorprendió la facilidad con la que Anya identificó los ingredientes de su fórmula de la autoestima. Días después le hice una pregunta similar a Jennifer, una niña de la misma edad, hija de otros amigos: «¿Para ti y tus compañeras de colegio, qué cosas son las más importantes a la hora de sentiros bien con vosotras mismas?». Su respuesta fue inmediata: «Ser guapa, tener éxito entre las chicas y los chicos».

Al ser un fenómeno tan íntimo y personal, el estudio de la autoestima casi siempre está impregnado de subjetividad. La verdad es que todos enjuiciamos y explicamos nuestro mundo y el mundo de los demás a nuestra manera o, como asegura el viejo refrán, «cada cual cuenta la feria según le va en ella». Nuestras experiencias pasadas, nuestros valores y nuestras expectativas moldean nuestras opiniones, especialmente sobre ideas abstractas o temas tan emocionalmente cercanos e importantes para nosotros como la propia valoración de lo que somos.

En el campo de las ciencias, el factor subjetividad está aceptado, sobre todo desde que el físico alemán Albert Einstein formulase la teoría especial de la relatividad, hace poco más de un siglo. Esta teoría transformó conceptos que se consideraban absolutos, como los del tiempo y el espacio, en fenómenos relativos que dependían del lugar concreto donde se situara el observador. Pienso que el gran regalo de Einstein ha sido advertirnos de que el punto de mira del observador moldea inevitablemente su percepción de las cosas. Esta revolucionaria revelación científica se plasma en la actualidad en el campo de la física cuántica, donde se ha llegado a comprobar que los movimientos de las más ínfimas partículas que componen los átomos de la materia son susceptibles de verse alterados por la sutil y subjetiva disposición psíquica del propio observador o investigador.

Mi perspectiva de la autoestima está seguramente influida por mi trabajo en el mundo de la medicina y la psiquiatría, y por los mensajes que emanan de la sociedad urbana neoyorquina. Por cierto, yo diría que vivir en una cultura individualista como Nueva York me ha dado la oportunidad de ser testigo del protagonismo que ejerce el aprecio de uno mismo a la hora de sacarle a la vida lo mejor que ofrece. A la vez, he podido observar de cerca los efectos perniciosos del narcisismo y las consecuencias devastadoras de la autoestima dañada por los avatares de la vida en este tipo de sociedad, cada día más frecuente y universal, donde, para bien y para mal, la importancia del «yo» supera con mucho a la del «nosotros».

A un nivel más personal, he de confesar que desde niño me ha picado la curiosidad por entender cómo las personas construimos el concepto de nosotros mismos. Lo que originalmente alimentó en mí este interés fueron las escaramuzas y pequeñas batallas que mi autoestima y yo libramos durante los primeros diecisiete años de mi vida.

Sin duda, los cristales de mi observatorio están teñidos por esas vicisitudes tempranas. Por este motivo, creo que para hacer más transparente mi discurso puede resultar oportuno que comparta brevemente con vosotros, amables lectores, algunas notas personales antes de entrar en materia.