La introspección

«Para poder estudiarnos a nosotros mismos tenemos primero que salir de nosotros mismos.»

Morris Rosenberg, Concebir el yo, 1979

Si la luz de la conciencia es un instrumento prodigioso, poder pensar sobre cómo pensamos y poder sentir cómo nos sentimos no es menos asombroso. René Descartes, buscando la prueba lógica de su existencia, exclamó: «¡Pienso, luego existo!». Sin embargo, este influyente filósofo francés del siglo xvii no pareció captar el hecho extraordinario de que podía «salirse de sí mismo», y observarse como un ser que siente y que piensa.

Una buena parte de nuestra introspección la llevamos a cabo en conversaciones privadas con nosotros mismos. Casi sin darnos cuenta, nos hablamos y oímos cómo pensamos. Por ejemplo, al levantarnos por la mañana nos decimos: «Hoy te has levantado con el pie izquierdo»; o antes de salir de casa nos preguntamos: «¿Me pongo el abrigo?», y nos contestamos: «¡No; por la tarde hará calor!».

En general, la mayoría de las personas recurren a la introspección movidas por la necesidad de identificar las causas de sus sentimientos o conductas, o de encontrar explicaciones a los sucesos que les afectan. Igualmente, recapacitan cuando se enfrentan a decisiones importantes, o buscan formas de mejorar su bienestar. Con todo, para adquirir una eficaz capacidad de introspección se precisa una dosis abundante de esfuerzo, una actitud abierta, y, sobre todo, se requiere constancia en la práctica. Naturalmente, las personas que son conscientes de los beneficios de analizarse a sí mismas practican con más interés y regularidad esta tarea.

Gracias a la facultad de poder distanciarnos mentalmente de nosotros mismos y actuar simultáneamente de protagonistas y de espectadores, podemos estudiarnos y conocernos mejor. Y no cabe duda de que aquellos que mejor conocen sus habilidades y limitaciones llevan ventaja a la hora de calibrar razonablemente sus posibilidades y ordenar sus prioridades. De ahí quizá la clásica y atinada recomendación de «¡Conócete a ti mismo!». Según algunos expertos en historia, los antiguos griegos atribuyeron este gran consejo a varios de sus sabios —Chilón de Esparta, Tales de Mileto, Sócrates, Pitágoras y Solón de Atenas, entre otros— y lo inscribieron con letras de oro en el dintel de la entrada del templo de Apolo, en el monte Parnaso. El poeta romano Juvenal aseguró posteriormente que el prudente aviso había «caído del cielo». Yo me inclino a pensar que la advertencia es tan básica y sensata que seguramente formaba parte del recetario de los chamanes dedicados a guiar a nuestros semejantes prehistóricos.

Trastornos de la visión interior

La capacidad de introspección puede dañarse por defecto y por exceso. Aparte de la pérdida de esta aptitud de observación interna a causa de disfunciones cerebrales permanentes, como en el caso ya mencionado de las demencias, un motivo de alteración temporal de esta facultad, bastante frecuente en nuestra cultura, es la intoxicación por bebidas alcohólicas. Bajo los efectos del alcohol —y de las drogas— la capacidad de observarnos y analizarnos se daña, aunque nos mantengamos conscientes.

El alcohol etílico, por ejemplo, de cualquier bebida es absorbido por los pulmones, la mucosa bucal y el estómago en cuestión de segundos, y viaja en el flujo sanguíneo y se distribuye por todos los órganos del cuerpo. Una vez en el cerebro, reduce, sin que la persona intoxicada se dé cuenta, la aptitud para observarse. El motivo es que el alcohol interrumpe la actividad de la zona prefrontal, encargada de asegurar la aceptabilidad social de las manifestaciones de lo que uno desea, siente y piensa. El alcohol disminuye también la eficacia de las zonas del cerebro que modulan la percepción del mundo circundante a través de los sentidos. El resultado es el debilitamiento de las inhibiciones psicológicas y motoras de la persona.

En las naciones de Occidente, donde tomar copas es algo tan aceptado y cotidiano como la puesta de sol, muchos hombres y mujeres usan la bebida en dosis moderadas como «lubricante» de sus relaciones sociales. En estos casos se debilita la capacidad de introspección y los consumidores se sienten más relajados, lo que les facilita el trato con los demás y les añade espontaneidad y soltura. No obstante, hay gente que tiene «mal beber». Para estas personas, normalmente agradables y sensatas, el impacto de un par de tragos es suficiente para que aflore en ellas un humor cargante, fastidioso, que incluso les induce a mostrarse como seres hostiles, suspicaces y agresivos.

En algún momento, casi todos hemos comprobado en nosotros mismos o en algún ser querido que la ingestión excesiva de alcohol nos impulsa a decir o hacer cosas que en estado de sobriedad no diríamos ni haríamos. Hay gente que está de acuerdo con el dicho latino in vino veritas (cuando se bebe se dice la verdad) y afirman convencidos que en estas circunstancias las personas tienden a expresar lo que realmente sienten, a manifestar su «yo» verdadero. Yo me inclino a favor de los versos que el escritor gaditano Pedro Muñoz Seca puso en boca de Don Mendo, cuando éste se justificó con: «que no fui yo, no fui; fue el maldito cariñena que se apoderó de mí...». De hecho, se acepta desde tiempos inmemoriales que el alcohol no sólo colorea nuestro lenguaje, sino que incluso influye de forma determinante en el comportamiento humano. Un clásico ejemplo: nos cuenta la Biblia (Génesis, 19,31) que las dos hijas de Lot, preocupadas porque ningún hombre del pueblo de Soar las iba a fecundar, emborracharon con vino a su padre —y probablemente también se intoxicaron ellas— con el fin de tener relaciones sexuales con él, «sin que Lot se enterase de cuándo ellas se acostaron ni cuándo se levantaron». Como resultado de esta estratagema, los tres quebrantaron el gran tabú del incesto, y ambas jóvenes quedaron encintas de su padre y dieron a luz sendos hijos.

En todo caso, el consumo de bebidas alcohólicas en suficiente medida tiene el poder de desarreglar las mentes de los consumidores, hasta el punto de hacerlos desbarrar en términos incompatibles con su personalidad normal.

Como inciso recordaré que el alcohol es un ingrediente fundamental a la hora de explicar muchas muertes prematuras por enfermedades crónicas, accidentes y actos de violencia. Además, uno de los problemas de salud pública más preocupantes de nuestro tiempo es el consumo por los jóvenes. Cualquier persona razonable que repase brevemente los datos al respecto estará de acuerdo con que esta preocupación está de sobra justificada. Por ejemplo, en la actualidad, las edades de mayor consumo de alcohol en España se concentran entre los dieciséis y los veinticinco años. La ingesta persistente durante la adolescencia o el período de desarrollo del carácter tiene consecuencias nefastas para los hombres y las mujeres del mañana. La razón es que el alcohol obnubila y roba a los jóvenes la capacidad para captar las vicisitudes de la vida y para aprender a sopesar las opciones a su alcance y las consecuencias de sus decisiones y conductas. Ciertas experiencias repercuten en nuestra identidad, dejan residuo y configuran nuestro mundo del mañana. Aprender de situaciones pasadas nos ayuda a conocernos, a cambiar y a madurar. Mas para poder aprender del pasado necesitamos lucidez, motivación y una buena memoria; tres cualidades que son incompatibles con el alcohol.

La capacidad de observarnos internamente también puede alterarse por exceso. La introspección obsesiva, intensa y constante paraliza a las personas. Como advierte el viejo refrán, «quien sobreanaliza, mal fuego atiza». Y, según las palabras de Fiodor Dostoievski en Memorias del subsuelo (1864), «Ser demasiado conscientes de nosotros mismos es una verdadera enfermedad». Este mismo escritor reflexionaba agudamente sobre la conciencia exagerada de nuestro aspecto físico en su obra El idiota (1868) y hacía la siguiente observación: «Si un día te sale una verruga en la punta de la nariz o en la frente, no puedes evitar imaginarte que nadie en el mundo tiene otra cosa que hacer más que mirar fijamente a tu verruga, reírse de ella y condenarte por tenerla, incluso aunque seas el descubridor de América».

La persona que está constantemente pendiente de sus pensamientos, palabras y movimientos, o de la impresión que causan en los demás, pierde la espontaneidad y la concentración en las tareas que está realizando y tiene dificultad para decidir y actuar con eficacia. Le ocurre como al ciempiés del cuento, que caminaba feliz hasta que un día una rana le preguntó: «¿Cómo sabes qué pata mover en cada momento?». Desde ese instante, el ciempiés no pudo parar de pensar cómo se las arreglaba para andar con tantas patas y no se movió más.

Además, quienes se observan a sí mismos intensamente o sienten que les están observando mientras tratan de resolver un problema no pueden concentrarse en el problema, por lo que tienen menos probabilidades de conseguir solucionarlo que aquellos que se olvidan de sí mismos o que piensan que pasan inadvertidos. En algunos casos, incluso acciones tan naturales y automáticas como andar se convierten en movimientos torpes o descoordinados cuando la persona intenta con los cinco sentidos caminar «con naturalidad», mientras se observa intensamente a sí misma. Muchos individuos se cohíben, se cortan o se desorientan cuando se ven observados o les invade el temor de «qué pensarán». Otros se incomodan, se ruborizan y se aturullan en situaciones normalmente placenteras que requieren espontaneidad, y son incapaces de relajarse y disfrutar. Estas personas tienen averiado el termostato de la introspección. «No puedo dejar de observarme ni de pensar que me están observando y hacerme reproches por todo», suelen decir.

Precisamente, en la lista de diagnósticos psiquiátricos encontramos la fobia social. Este trastorno comienza a manifestarse en la adolescencia y el síntoma principal es el miedo cerval a las situaciones sociales. Los afectados están convencidos de que harán el ridículo y se sentirán humillados y rechazados. Para evitar esta angustiosa situación, tienden a evadir actividades como hablar en público, participar en grupos o asistir a reuniones en las que puedan ser sometidos a preguntas o invitados a intervenir. Algunos terminan llevando una vida de extremo aislamiento.

Aparte de estos trastornos por defecto y por exceso de introspección, la realidad es que la mayoría de la gente capta en algún momento de sus vidas la utilidad de observarse razonablemente a sí mismas y de conocerse lo suficiente. Se dan cuenta de los beneficios y las ventajas que aporta saber cuáles son los sentimientos y conductas que les hacen sufrir y los que les hacen sentirse dichosas. Es de sentido común que cuanto más sepamos de nosotros mismos más fácil nos resultará identificar correctamente los talentos naturales o rasgos de nuestra personalidad que nos conviene cultivar y practicar, y las peculiaridades que debemos minimizar o eliminar. El conocimiento de cómo somos nos aporta una visión realista de nuestras aptitudes y defectos, y aumenta las probabilidades de acertar en las relaciones con los demás y en las ocupaciones. Todos necesitamos encontrar y aprender a utilizar nuestras herramientas naturales físicas, psicológicas y sociales para poder adaptarnos a los cambios, superar las adversidades, y forjar y dirigir razonablemente nuestro programa de vida.