Narcisismo y violencia
«Muchas personas que están convencidas de su gran valía utilizan la crueldad como herramienta preferida para demostrar su convencimiento.»
Roy F. Baumeister, Egotismo y agresión, 1999
Desde un punto de vista práctico, la ineficacia de las conductas agresivas y violentas que persiguen obtener beneficios tangibles y perdurables es bastante obvia. Nadie pone en duda que las guerras son humanamente devastadoras para la población y para los combatientes de ambas partes. La mayoría de los delitos por la fuerza no aportan ganancias económicas, el terrorismo casi nunca consigue los cambios políticos buscados, las violaciones no suelen generar placer sexual, las torturas de prisioneros raramente logran sonsacar información veraz o útil, el vengativo «ojo por ojo» termina dejándonos ciegos a todos, y la mayoría de los asesinos —incluso los que no sienten remordimiento— acaba admitiendo que su crimen fue un desatino.
Ante un balance tan negativo sobre la utilidad de la violencia, cabe preguntarse: ¿Qué motiva a los seres humanos a recurrir a la agresión cruel contra sus semejantes?
Numerosos estudios demuestran que el sentido de superioridad y su consiguiente mantenimiento son una de las razones más comunes que impulsan a las personas a utilizar el combustible de la violencia. Las pruebas científicas de este hecho son recientes. Como apunté al explicar los desafíos que nos plantea el estudio del significado de la autoestima, en el mundo de la psicología y la psiquiatría se han idealizado los beneficios de la alta autovaloración y, paralelamente, también se han exagerado los efectos malignos de la infravaloración de uno mismo. La mayoría de los expertos asumía hasta no hace mucho que los perpetradores de casi todos los actos violentos son individuos con complejo de inferioridad, gente frustrada consigo misma, que busca apaciguar su autodesprecio agrediendo a personas vulnerables. Pero, poco a poco, una creciente acumulación de evidencia científica indica que la propensión al despotismo, al crimen y a la violencia cruel es una característica bastante común de individuos narcisistas con un alto nivel de autoestima.
Por esto, como señalé al principio, debemos hacer una clara distinción entre la alta autoestima saludable o constructiva y la alta autoestima narcisista o destructiva. Mientras la primera refleja una razonable autovaloración global positiva que hace la persona de sus virtudes, capacidades y comportamientos gratificantes que alimentan su sano bienestar y desarrollo, y el de los demás, la segunda se basa en las habilidades y talentos que nutren el sentimiento narcisista de superioridad, poder, dominio y supremacía sobre otros.
Según el mito griego, Narciso era un joven de gran belleza cuya exagerada opinión de sí mismo le llevó a despreciar a todas las ninfas que se le acercaban buscando su atención. Como venganza, las ninfas más atrevidas se confabularon con Némesis, la diosa de la justa revancha, e incitaron a Narciso a que se enamorara de su propio reflejo en el agua de un lago. El se embelesó de tal manera con su imagen que no pudo apartar la vista de ella y hasta dejó de comer y dormir. Finalmente, atrapado por su hermosura, intentó acariciar aquella figura que destellaba en la superficie del lago, con tan mala fortuna que cayó al agua y se ahogó. El protagonista de esta fábula ha servido para dar nombre al trastorno de personalidad narcisista.
Los individuos narcisistas son egocéntricos, egoístas con fuerte tendencia a vanagloriarse de sus propias aptitudes y a tratar a los demás con desprecio, como seres inferiores. Algunos son verdaderos ególatras que no ocultan la veneración que sienten hacia sí mismos. Esta forma de ser suele ponerse de manifiesto durante la adolescencia y normalmente persiste a lo largo de la vida.
Casi todos hemos tenido la oportunidad de conocer hombres y mujeres narcisistas que poseen un sentimiento inflado de sí mismos. Confían excesivamente en sus aptitudes, son petulantes, engreídos, desdeñosos. Estas personas mantienen un «gran ego» que alimentan a base de dirigir exclusivamente su afecto y admiración hacia sí mismos, aunque carezcan de motivos o logros objetivos para hacerlo. Ensimismados, son incapaces de liberarse de los sentimientos de grandiosidad que les separan de los demás mortales. Un grave problema de estas personas es que son incapaces de amar; tampoco sienten empatía, por lo que no pueden participar genuinamente en la realidad ajena, ni entrar con aprecio y comprensión en el sentir de los demás. Esta cualidad natural es precisamente la que permite a las personas amarse, convivir y relacionarse afectivamente unas con otras.
Prepotencia y abuso de poder
La personalidad narcisista deriva en la prepotencia. Así, estas personas no dudan en utilizar la fuerza física o mental, el poder económico o político, o la información que poseen, cuando se proponen subyugar y humillar a sus semejantes. Individuos que emiten rayos de autosuficiencia, de invulnerabilidad y de poderío existen en todos los niveles y ámbitos sociales, pero sus comportamientos suelen ser más visibles en ambientes donde reina la competitividad pura y dura, como es el caso de las implacables luchas jerárquicas en los órganos de gobierno de la clase política, en las relaciones laborales de las grandes empresas y centros académicos, en las organizaciones religiosas, en los clubes deportivos o en los grupos dedicados al crimen organizado. Aunque más ocultos, no faltan también tipos narcisistas que hacen estragos en el seno familiar y en el ámbito escolar. Incluso los hay que funcionan por libre.
En los anales de la Historia es fácil encontrar tiranos, déspotas, oligarcas y dictadores que han gobernado motivados por ideologías cimentadas en su supuesta superioridad personal sobre los ciudadanos. Algunos conocidos ejemplos del último siglo incluyen a Nicolás II, Adolfo Hitler, Mao Zedong, Josip Stalin, Benito Mussolini, Chiang Kai-shek, Francisco Franco, Pol Pot, Tito y Radovan Karadzic. Sus inclinaciones violentas salían a la luz tan pronto percibían la menor crítica o les parecía que no eran respetados como debían serlo. Esta presunta supremacía moral o biológica y el orgullo de estar siempre en posesión de la verdad han servido y aún sirven de justificación a todo tipo de atrocidades y exterminios de grupos humanos por motivos de política, religión o raza.
Precisamente, todos los manuales de entrenamiento para «cuerpos especiales» de individuos violentos tratan de convencer a los aprendices de «matón» de que son seres únicos y afortunados por pertenecer a una élite selecta, superior. La práctica se ha extendido mucho en años recientes y forma parte de programas secretos de instrucción de grupos militares selectos como los «boinas verdes» estadounidenses, de los torturadores de prisioneros y de detenidos en centros de confinamiento de presuntos terroristas.
Con respecto a los terroristas, creo que hoy no es razonable catalogarlos —como han hecho algunos— de individuos con baja autoestima, que tratan de compensar su sentimiento de inferioridad con sus ataques mortíferos e indiscriminados. A mi parecer, todos los hombres y mujeres que perpetúan estas agresiones contra personas inocentes consideran que están en posesión de la verdad. Una verdad que los sitúa también a ellos entre los triunfadores, en el selecto club de los elegidos. Justifican sus crímenes brutales con una meta superior que vinculan íntimamente con su misión especial en este mundo. Utilizan una lógica grandiosa y desprovista de compasión que aderezan con excusas políticas o religiosas, eludiendo el inmenso mar de sufrimientos que ahoga a sus víctimas. En general, los ataques terroristas del último siglo han sido impulsados por toda una cascada de fantasías y de ansias de supremacía nacionalista. Más recientemente, el motor del terrorismo se alimenta del fanatismo religioso. Quienes están convencidos de que sólo siguen el mandato de Dios para eliminar a los «infieles» se sienten superiores.
Aunque inmolarse en nombre de un poder superior ha sido desde la Antigüedad una forma honrosa de salir de este mundo y de aniquilar al enemigo, en la actualidad se ha convertido en el arma principal de docenas de grupos fanáticos que no dudan en hacer la ofrenda máxima de la propia vida por la causa. En la mente de estos fundamentalistas devotos y violentos, matar por una causa divina es garantía de una existencia dichosa y eterna en el más allá. El testamento que dejó escrito Mohamed Atta, cabecilla del grupo que llevó a cabo los ataques del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, y que pilotaba y estrelló el avión de American Airlines contra una de las Torres Gemelas, ilustra este punto. Atta se sentía merecedor de la recompensa que el Corán reserva únicamente para los mártires. Su reproducción de salmos del texto sagrado, publicados en la prensa, incluía pasajes como éste: «Los jardines del edén nos están esperando como héroes con toda su hermosura, y las vírgenes del paraíso, vestidas con las prendas más bellas, nos aguardan deseosas».
Orgullos heridos
La autovaloración narcisista, sin embargo, es muy vulnerable. De hecho, hay personas de alta pero frágil autoestima que tienden a responder con violencia cuando alguien cuestiona su valía intelectual. Aunque una respuesta física violenta contra alguien que ha puesto en entredicho sus atributos mentales difícilmente sirve para demostrar ningún nivel de inteligencia, sí les ayuda a compensar de momento la humillación.
Las heridas del «ego» narcisista son siempre lacerantes y peligrosas, sobre todo si ocurren en público. Basta ver las frecuentes noticias de automovilistas airados que llegan a cometer actos de gran violencia contra sus supuestos adversarios simplemente porque no se sintieron respetados. Muchos casos de la llamada «furia de carretera» ocurren cuando un conductor interpreta el comportamiento al volante de otro como un insulto personal, una humillación que requiere un desquite y un escarmiento inmediatos. Convencido de su valía y de cómo debe ser tratado, cualquier gesto irrespetuoso, aunque no tenga la más mínima consecuencia, se convierte en un ultraje imperdonable, una auténtica deshonra. Lo último que se le ocurre pensar al automovilista humillado es que el comportamiento del desconocido compañero de carretera no es personal, que no tiene nada que ver con él.
Recuerdo que en 1992 el entonces alcalde de Nueva York, David Dinkins, pidió a los profesionales del Departamento Municipal de Salud Mental, que yo entonces dirigía, que estudiásemos la terrible ola de actos violentos que sacudía a los institutos de enseñanza secundaria de la ciudad. La conclusión de este estudio fue que la causa más frecuente de agresiones graves entre los alumnos era el sentimiento de que un compañero les había «faltado al respeto». Un leve empujón, una mirada, un gesto desdeñoso eran suficientes para provocar represalias feroces, en algunos casos fatales. Aunque la tasa de violencia escolar en España no es tan alta ni las consecuencias tan mortíferas como en Estados Unidos, donde el acceso a las armas de fuego es relativamente fácil, las causas son muy parecidas. En un reciente artículo de fondo del diario El País sobre este problema, un joven acosador de diecisiete años explicaba: «La vida es una cuestión de respeto, y a veces se gana a hostias. Si te ven que eres el más achantao, van por ti... Aquí pisas o te pisan».
La verdad es que todos sufrimos cuando hacemos el ridículo o nos encontramos en una situación vergonzosa que provoca la risa y la burla de los demás. Sin embargo, para los caracteres narcisistas, exponerse al menosprecio de alguien supone una ofensa inolvidable e imperdonable. El orgullo narcisista herido se convierte en una especie de bomba de relojería. Me imagino que casi todos recordamos situaciones en las que personas que se consideraban moralmente superiores respondieron con una agresividad sorprendente cuando recibieron evaluaciones por debajo de las que ellos se habían otorgado de antemano. Es verdad que el aguante a la burla tiene un límite, o como advierte el refrán, «Burla con daño, no cumple el año». Pero en el caso de los caracteres narcisistas la tolerancia es cero, y las consecuencias, imprevisibles.
Un aspecto a tener en cuenta cuando reflexionamos sobre la alta autoestima narcisista es que sus heridas a veces llegan a ser tan profundas e irreparables que para los afligidos la única opción digna es desaparecer. Las inmolaciones narcisistas ocurren con más frecuencia en las culturas donde se sobrestima o se da gran relieve social al «honor». Recordemos que a lo largo de la Historia el suicidio ha sido considerado una alternativa digna a la ignominia, como demostraron Cleopatra, Isócrates, Demóstenes, Sócrates, Séneca y otros famosos de la Antigüedad. Y aunque durante dos milenios el cristianismo ha rechazado de plano el suicidio, al garantizar a los mártires honor, santificación y la felicidad eterna, quizá sin proponérselo ha ofrecido también un incentivo para el suicidio camuflado de martirio. A veces la autoinmolación tiene incluso un aura romántica, como en la sociedad japonesa, donde se aceptó durante siglos el rito mortal del harakiri, acto mediante el cual los honorables samurais o militares al servicio de la nobleza se abrían las entrañas con un cuchillo antes de aceptar la deshonra.
Verdugos soberbios
El equipo del ya citado profesor de Psicología Roy F. Baumeister ha analizado metódicamente decenas de investigaciones que confirman la alta autovaloración de sí mismos que muestran jóvenes y adultos con una fuerte inclinación a conductas antisociales. Examinando las historias de estos hombres y mujeres me da la impresión de que mantienen su capital de autoestima a costa de robársela a otros. Éste es el caso de muchos maltratadores en la intimidad, de violadores, de acosadores escolares y de criminales sádicos.
Los tipos antisociales que se autovaloran altamente se distinguen por su fuerte propensión y habilidad para el engaño, la manipulación psicológica de los demás y la racionalización de sus actos criminales. Ignoran los derechos de los demás sin escrúpulos, ni compasión, ni culpa, ni remordimiento. Buscan situaciones de protagonismo en el contexto de la explotación de la víctima. Su objetivo es el control sobre la vida de seres que consideran vulnerables. Para estos psicópatas narcisistas forzar a alguien a soportar dolor y humillación sin que pueda defenderse es una de las fuentes más gratificantes de poder, pues convierte a la víctima en una posesión, una propiedad.
Numerosos ejemplos se encuentran en el siniestro mundo de la violencia doméstica, porque la motivación fundamental del verdugo es satisfacer el ansia de dominio sobre la otra persona, imponiéndose a la fuerza y provocando su absoluta sumisión y obediencia. Un ingrediente frecuente de los malos tratos en la intimidad son los celos, que combinan la sospecha de infidelidad con el derecho de poseer en exclusiva a la pareja. Estos celosos graves niegan la identidad y la autonomía de la otra persona. No pasan muchos minutos sin que se imponga la fuerza más bruta y letal en algún lugar del mundo a causa de una herida a la autoestima narcisista de los amantes celosos. No pocos llegan incluso a matar a su «media naranja» y seguidamente a quitarse la vida, para así evitar la ignominia de tener que vivir con el orgullo ofendido. Quienes quieran familiarizarse con las consecuencias mortíferas de las heridas de la autoestima narcisista en el mundo de las relaciones de pareja no tienen más que dirigirse a la sección de sucesos de cualquier medio de comunicación.
A lo largo de la Historia, las hazañas masculinas de valor a menudo han ido de la mano de la violencia contra la mujer. De ahí el mito ancestral del hombre valiente y conquistador que se apodera de las mujeres por la fuerza. Es bien sabido que en las guerras el acceso sexual al cuerpo de la mujer del pueblo derrotado ha sido considerado parte integrante del botín de los triunfadores. En estas circunstancias, la violación representa una acción emblemática del poderoso, del vencedor.
La invasión violenta del cuerpo de otra persona supone un ultraje deliberado contra la integridad física y emocional de un ser humano. Es un asalto aterrador y degradante que daña gravemente el equilibrio corporal y psicológico de la víctima. Al mismo tiempo, el violador, más que buscar el placer sexual, se deleita principalmente con el sufrimiento, el terror y la vejación de su presa indefensa. La sensación de poder y dominio que se genera en el agresor nutre su autoestima narcisista destructiva.
La relación entre la autoestima narcisista y la violencia está también representada de forma colectiva en la historia de muchas naciones. Por ejemplo, en Estados Unidos, las décadas en que los hombres blancos tuvieron la autoestima más alta y se sintieron la raza superior fueron las más violentas en su trato con la minoría de raza negra. De hecho, durante los casi cien años que duró la esclavitud legal (1776-1865), el problema no sólo fue una cuestión de superioridad racista de los blancos sobre los negros, sino que también supuso la opresión sexual de la mujer de raza negra por el hombre blanco. Es un dato histórico que el control de la procreación de estas mujeres, aparte de alimentar el orgullo viril de sus dueños, significaba el suministro regular de niños esclavos, mano de obra segura y barata.
El acoso escolar es otra forma de violencia en la que la alta autoestima narcisista destructiva juega un papel fundamental, como demuestran los estudios ya aludidos de Roy Baumeister. Pese a ser un viejo y grave problema, sólo en las tres últimas décadas ha recibido atención este tipo de violencia por los efectos nocivos que provoca. Bullying es el término anglosajón —hoy día muy divulgado— que en los años setenta Dan Olweus, profesor de Psicología de la Universidad de Bergen (Noruega), aplicó al hostigamiento de alumnos por sus compañeros. Las agresiones pueden ser muy variadas, desde empujones, collejas, patadas o abusos sexuales, hasta insultos o burlas humillantes, pasando por gesticulaciones hostiles y vejatorias, robos, marginación o exclusión social, bromas crueles, difusión de rumores denigrantes o acusaciones falsas.
Los acosadores suelen ser chicos y chicas provocadores que se autovaloran, en gran medida, por su capacidad de dominar física o emocionalmente a sus condiscípulos. Los varones acosadores tienden a utilizar la agresión física y verbal. Las chicas también participan, pero suelen recurrir a la marginación, los bulos y la manipulación de las relaciones personales. El hostigamiento prolongado de alumnos por sus compañeros casi siempre se acalla o se mantiene encubierto con una espesa nube de tabú, de miedo y de silencio. El estigma de inferioridad y de impotencia, que marca a los niños acosados, explica el hecho de que no se atrevan a revelar su situación a sus familiares y mucho menos a denunciar a sus verdugos ante las autoridades del colegio. La mayoría de las víctimas del ensañamiento escolar son muchachos y muchachas pacíficos, tímidos, introvertidos y, sobre todo, vulnerables. En el capítulo que sigue describiré cómo el miedo crónico y el sentimiento de indefensión socavan seriamente la autoestima y el equilibrio emocional de estos jóvenes.
Antes de finalizar el tema de la relación entre autoestima y violencia, me gustaría hacer dos breves aclaraciones. La primera es que la asociación que hemos visto entre la alta autoestima narcisista y la inclinación a la violencia cruel no implica una relación causa-efecto, sino una correlación, o una relación de compañía o de correspondencia recíproca entre las dos. En otras palabras, la personalidad narcisista no es necesariamente causa de violencia, pero ambas suelen ir de la mano.
La segunda puntualización, tan reconfortante como cierta, es que la inmensa mayoría de las personas, con independencia de su nivel de autoestima, son compasivas y pacíficas. De hecho, el rechazo de la violencia es uno de los atributos humanos más comunes y generalizados. De no ser así, ¿cómo explicar la supervivencia, la proliferación y la evolución para bien de nuestra especie durante cientos de milenios? La realidad es que los violentos narcisistas son minoría, aunque las consecuencias de su presencia entre nosotros son tan trágicas, tan llamativas y tan conmovedoras que a primera vista parecen legión.