Claridad interior

«Eva tomó la fruta del árbol prohibido y comió. Seguidamente, le ofreció a Adán, y él también comió.

De inmediato, los ojos de ambos se abrieron y se dieron cuenta de que estaban desnudos. Cosieron apresuradamente unas hojas de higuera en forma de ceñidores y se cubrieron.»

Génesis, 3 (h. 440 a. C.)

Verdaderamente, nadie o casi nadie se para a pensar sobre el sorprendente fulgor mental que nos hace visibles a nuestros propios ojos.

En el marco de los millones de años con que cuenta nuestra especie, la capacidad de ser consciente de uno mismo es relativamente nueva. Si bien sólo podemos especular sobre cómo eran nuestros antepasados remotos que no dejaron rastro escrito, la mayoría de los expertos está de acuerdo en que gracias al lento pero evidente desarrollo evolutivo del cerebro humano —en número de neuronas y de conexiones o sinapsis entre ellas— hace sólo cincuenta mil años que se prendió en la mente humana la bombilla de la conciencia. Esta claridad interior permitió a nuestros lejanos parientes verse a sí mismos como entes diferenciados de las demás criaturas.

Me figuro que el primer símbolo o concepto que crearon nuestros ancestros al percibirse como individuos fue el «yo» o el «mí». Seguidamente, inventarían el resto de los pronombres personales para representar a los demás, y los pronombres posesivos, sobre todo «mío» y «nuestro», para denotar lo que les pertenecía a ellos y no a los otros.

La luz de la conciencia les facultó, además, para adoptar una perspectiva del tiempo en los tres contextos —el pasado, el presente y el futuro—, y les proporcionó el sentido del espacio, o de la posición que ocupaban con respecto a las cosas que les rodeaban y al horizonte. Más impresionante aún, el primer viso imaginable de conciencia humana hizo posible que los hombres y mujeres que poblaban el planeta pudiesen observarse y analizar sus propios pensamientos, emociones y conductas.

Los arqueólogos sospechan que fue en esa época cuando aparecieron por vez primera los adornos personales, como pulseras y collares. Esto sugiere que nuestros antepasados del Paleolítico podían cuestionarse cómo eran percibidos por los demás y habían desarrollado el sentido de la diferenciación entre semejantes por razones de casta o de poder. De esa misma era son también los primeros enterramientos donde se sepultaba a los difuntos con bienes y provisiones, lo que parece indicar su preocupación por la muerte y la otra vida.

Para Antonio R. Damasio, profesor de Neurología de la Universidad estadounidense de Iowa, la conciencia es «el sentimiento totalmente individual y reservado de primera persona, un sentimiento fundamental en ese flujo de sensaciones íntimas que configuran nuestra mente». Este reconocido científico portugués describe la aparición de la conciencia como si de repente los seres humanos se hubiesen percatado de que en su cerebro se estaba rodando una película de la que eran al mismo tiempo guionistas, actores y espectadores.

Es posible que algunos mamíferos superiores cuyas hembras poseen placenta —lo que permite que el desarrollo intrauterino del embrión sea prolongado— gocen de una capacidad rudimentaria para percibirse como entidades separadas de otras criaturas y de su entorno, e incluso ser mínimamente conscientes de sí mismos. A simple vista, parece que los chimpancés, los orangutanes y los gorilas —nuestros parientes más cercanos, que en el largo viaje evolutivo dejamos atrás hace seis o siete millones de años— son capaces de observarse y de cuestionarse algunas de sus percepciones. Por ejemplo, si se miran en un espejo reconocen que la figura que observan es la de ellos mismos y no la de otro animal.

En un curioso experimento, el experto en primates Gordon Gallup, con la ayuda de otros investigadores, pintaron de color blanco las orejas de un grupo de monos mientras dormían. Una vez despiertos, los situaron uno a uno frente a un espejo. La mayoría de los monos reaccionaron con sorpresa e inmediatamente intentaron limpiarse sus teñidas orejas. De hecho, bastantes simios usan el espejo para explorar partes de su cuerpo que no pueden ver directamente, para lavarse los dientes o acicalarse, como hacemos los humanos. Sin embargo, el talento de los monos para crear símbolos y comunicar sus experiencias es tan ínfimo que, de momento, nadie ha podido demostrar con certeza científica que estén facultados para practicar la introspección.

La aptitud para ser conscientes de nosotros mismos o la percepción de la propia individualidad parece ser un atributo exclusivo y esencial de la especie humana.

La aparición de la luz de la conciencia y la creación de símbolos con los que designar y comunicar los diversos aspectos de nuestro ser aumentaron extraordinariamente el papel de la memoria en nuestra especie. La gran mayoría de los miembros del reino animal necesitan la memoria para sobrevivir. En nuestro caso, la memoria es mucho más. Se trata de una potencia del alma que depende de una masa de neuronas, desparramadas por el cerebro, en las que registramos no sólo hechos concretos, sino nuestras interpretaciones personales de los hechos y los sentimientos y emociones que los acompañan. Por eso los recuerdos tienen el poder de hacernos llorar, reír y temblar. Las reminiscencias del ayer definen gran parte de nuestra personalidad y determinan nuestra visión del presente y del mañana. La memoria es selectiva. El olvido, por ejemplo, cura muchas heridas de la vida y nos ayuda a distorsionar inconscientemente los recuerdos para que confirmen las explicaciones de la realidad que más nos convienen.

La conciencia, el lenguaje y la memoria nos permiten mantener un diálogo con nosotros mismos sobre todo lo que nos sucede. Un ejemplo sencillo y cotidiano sirve para ilustrar esta capacidad maravillosa. Es sábado por la tarde y estoy clavando un gancho para colgar un cuadro en casa. De repente, me doy un martillazo en un dedo sin querer, siento dolor, me enojo por mi torpeza y me digo algo así como: «¡Vaya!, Luis, aquí estás, dolorido y enfadado contigo mismo por tu mala puntería». Seguidamente, me explico: «Es que hoy estoy cansado y este martillo es demasiado pesado». Accedo a información que he almacenado en la memoria y añado: «Pero ya es la segunda vez que me pasa en una semana, ¿no estaré perdiendo concentración y reflejos?». Y tomo una decisión: «Ahora lo que tengo que hacer es ponerme hielo en el dedo y dejar el cuadro para mañana; si no, me temo que llegaré tarde al cine».

En condiciones normales, el nivel de conciencia varía según las circunstancias. Por ejemplo, cuando nos despertamos por la mañana la luz de la conciencia se enciende, pero no alumbra la totalidad de nuestro ser. Normalmente notamos las sensaciones corporales de calor o frío, de energía o de cansancio, de tranquilidad o de inquietud. Llevamos a cabo automáticamente tareas rutinarias como asearnos, desplazarnos al trabajo, comer o hacer ejercicio físico, sin pararnos a pensar y sin alcanzar una conciencia plena de lo que estamos haciendo.

Por lo general, no somos conscientes del funcionamiento del cuerpo. De hecho, somos mucho más sensibles a las averías de los órganos internos que a sus actividades normales. Pero habitualmente utilizamos la luz de la conciencia cuando nos enfrentamos a decisiones importantes, analizamos nuestras relaciones afectivas, cuidamos nuestra imagen pública, programamos nuestro futuro, tratamos de entender nuestros deseos o comportamientos, examinamos nuestra biografía o reflexionamos sobre el significado de la vida y nuestro papel en este mundo.

Desde la perspectiva de la psiconeurología y la medicina, la capacidad de ser consciente de uno mismo tiene aspectos interesantes que me gustaría resaltar. Por ejemplo, para tener conciencia de uno mismo y del entorno hay que estar despierto. Cuando soñamos podemos representarnos en situaciones más o menos posibles, pero no percibimos nuestro estado físico real ni el medio que nos rodea. Igualmente, las personas sonámbulas pueden llevar a cabo, mientras duermen, actos relativamente complejos, como vestirse, comer, conversar o incluso salir de casa y darse un breve paseo, aunque sin ser conscientes de lo que hacen. Por ello, al despertar no recuerdan nada de lo que han hecho. Otros trances patológicos temporales en los que la persona parece estar despierta, pero sus comportamientos no son voluntarios, son causados por trastornos epilépticos que afectan a la actividad eléctrica del lóbulo frontal del cerebro.

Aunque aún no se conocen todos los mecanismos neurológicos que regulan nuestro nivel de lucidez, gracias a las investigaciones en la década de los cuarenta del italiano Giuseppe Moruzzi y el estadounidense Horace Magoun se sabe que lo que nos mantiene despiertos gran parte de nuestra vida es la actividad estimulante de una red difusa de tejido nervioso desparramada por el cerebro, que estos científicos denominaron sistema reticular. Las lesiones cerebrales que dañan gravemente el sistema reticular producen coma, un estado de inconsciencia o de sopor profundo que, sin embargo, no altera necesariamente funciones vitales como la circulatoria y la respiratoria. Hay personas en coma por conmoción cerebral, intoxicación de drogas o alcohol que despiertan y se recuperan.

Con todo, una cosa es estar despierto y otra distinta es ser consciente de uno mismo. Para ser conscientes no bastan los estímulos del sistema reticular, sino que se requiere además el buen funcionamiento de otras áreas del cerebro, como la corteza y el tálamo, y las múltiples conexiones que existen entre ellas.

Vidas sin conciencia

Hay casos de personas que sufren daños cerebrales irreversibles que yacen en la cama con los ojos abiertos cuando están despiertas y cerrados cuando duermen; respiran por su cuenta, mueven sin ningún propósito los músculos del rostro o los miembros. Incontinentes, mantienen una vida puramente física, desprovista de pensamientos y emociones. Conocido en medicina por estado vegetal persistente, este terrible cuadro patológico puede ser para los familiares enormemente desconcertante, pues el enfermo a menudo muestra expresiones faciales que, aunque son gestos involuntarios y no tienen valor comunicativo, engañan a los familiares y alimentan inútilmente su esperanza, al llevarles a darles significado. Con frecuencia, las circunstancias de estos pacientes dan lugar a profundas discusiones éticas, legales o religiosas, y a veces provocan amargas polémicas sobre el significado de la vida y de la muerte, y la opción de mantener o no la tecnología médica que permite alargar artificialmente el funcionamiento de los órganos vitales de estos dolientes.

Una ilustración de las intensas controversias que se pueden producir como consecuencia de estos estados de inconsciencia es el caso de Terri Schiavo. En febrero de 1990 esta joven de veintiséis años, residente en Florida, sufrió un infarto cerebral masivo cuando su corazón estuvo más de cinco minutos sin latir. Terri pasó varios años hospitalizada en centros de rehabilitación, pero su cerebro nunca se recuperó. En 1998, Michael, su marido, pidió a un juez que permitiese a los médicos quitarle el tubo gástrico de alimentación, alegando que ella le había dicho antes de enfermar que no quería ser mantenida viva artificialmente en esas condiciones. Sus padres, sin embargo, se opusieron. En 2003 los médicos le quitaron a Terri la sonda gástrica después de que un magistrado dictaminase que la joven se encontraba en estado vegetal persistente. Sin embargo, seis días más tarde se la volvieron a poner cuando los legisladores del estado de Florida votaron «la ley de Terri», que autorizaba al gobernador, Jeb Bush —hermano del presidente George W. Bush—, a decidir. La ley fue más tarde anulada por tribunales superiores, y en 2005 los médicos volvieron a extraerle la sonda alimentadora.

La conmoción invadió al país entero cuando el Congreso estadounidense se reunió en sesión especial de emergencia y con la firma del presidente decretaron que el Tribunal Supremo revisara el caso. Los jueces máximos se negaron a intervenir y Terri falleció dos semanas más tarde, a los cuarenta y un años, quince después de sufrir el accidente cerebrovascular que la sumió en el coma fatal. La autopsia reveló que su cerebro se había atrofiado a menos de la mitad del tamaño normal.

A medida que se alarga la vida aumentan los trastornos de la conciencia asociados con el envejecimiento de las neuronas. Quizá el ejemplo más claro y temido en la actualidad sea la demencia de Alzheimer. Esta incurable y nefasta enfermedad, descrita en 1906 por el psiquiatra alemán Alois Alzheimer, consiste en la degeneración y atrofia progresivas e irreversibles del cerebro.

Es verdaderamente difícil imaginar una vida sin conciencia de uno mismo. Una vida sin recuerdos, sin sentido del tiempo ni del espacio, en la que los símbolos no tengan significado. Una vida sin autobiografía, donde las personas más queridas nos parezcan seres extraños. Hoy por hoy, éste es desafortunadamente el destino de los afligidos por el cruel alzheimer. Todos terminan en un estado vegetal, despojados de las facultades del alma que los definían como seres humanos.

El sufrimiento y la ruina asociados a esta dolencia incurable explican que tantos enfermos, al enterarse de su terrible prognosis, se despidan de este mundo para siempre, como hacen los moribundos en el lecho de muerte. Y es que, dado que esta aflicción cerebral no daña el músculo cardíaco ni otros órganos vitales, los afectados se mantienen vivos un promedio de nueve años. Pienso que la dilatada e indigna agonía que padecen tantas víctimas de demencia, y el calvario que causan sin darse cuenta a sus seres queridos, obligan a la sociedad a establecer mecanismos que otorguen a las personas que lo pidan el derecho a declarar su voluntad anticipada de acortar estas insufribles existencias sin conciencia. Porque, realmente, una vida sin conciencia de uno mismo no es vida.

Cada día vivimos más, y gracias a los avances de la medicina las demencias relacionadas con la edad de las neuronas se diagnostican con mayor frecuencia. Con todo, el porcentaje de personas entre ochenta y cinco y cien años que padecen estas dolencias no alcanza al 40 por 100. Por otra parte, los espectaculares adelantos en ingeniería genética y el uso terapéutico de células madre, los avances en inmunología y el descubrimiento en el laboratorio de la capacidad regenerativa de algunas de las neuronas encargadas de alimentar la luz de la conciencia dan esperanza a la posibilidad de encontrar un día no muy lejano la forma de prevenir o curar estos males tan devastadores.

Como hemos visto, encender la bombilla que nos permite observarnos y ser conscientes de nosotros mismos es un don maravilloso. Es también el primer requisito en la construcción de nuestro «yo». El paso siguiente es la introspección, la capacidad de examinarnos internamente y analizar nuestras ideas, nuestras emociones y nuestros actos.