XXX

¡Sólo yo solo en aquella noche final y en mi segunda excursión a la Zona Vedada! Sin el acopio de instrumentos y armas que habían llevado los clowns en la primera, yo, Lisandro Farías, me lancé a la negrura del parque, bajo un gran corimbo de estrellas que parecía relucir al alcance de mis dedos y sobre una tierra que soñaba extraviados paraísos. A mi vera sólo marchaba Psiquis, mi amiga y mi enemiga: íbamos desnudos, en silencio y talados hasta la raíz, ¡Psiquis y yo, trotadores de laberintos! ¿Qué buscábamos en la noche profunda? Una salida, como ayer y como siempre. ¡Yo te saludo, Edgard Allan Poe, solo con tu alma y en tu alameda gigante! ¡Yo te saludo, Fray Juan de la Cruz, el de las evasiones nocturnas y los amorosos escalamientos! La inmovilidad no es del hombre: su destino es el viaje, la exploración o el buceo. Nacer y morir son dos instantes críticos de una sabrosa movilidad. «Alégrate de cada otro nacimiento y no llores cada otra muerte», así dijo el profeta. ¿Qué profeta? Ninguno: ¡lo acabas de inventar!

Declamando in pectore estas tiradas y otras del mismo tenor, me lancé a la primera línea de matorrales y arbustos: no llevaba ni linterna ni brújula, pero yo tenía un instinto de orientación que me había dado en el sur mucha fama como resero nocturno y visitante furtivo de novias a medianoche. Tampoco sabía yo cómo atravesar los alambres electrizados y adormecer a los mastines, aunque mi destreza en cruzar alambradas por debajo y mi arte de seducir a los perros fuesen todavía notorios en Maipú y sus alrededores. Habiendo superado el matorral, entré luego en la jungla pantanosa, la vencí con algún trabajo y me acerqué a los límites de la Zona Vedada. Quiso mi buena suerte que desembocase, no en el alambrado, sino frente a la misma tranquera del reducto, y que uno de sus batientes apareciera del todo abierto. «Demasiado fácil», recelé yo en mi alma. Por si lo fuese, agradecí aquel golpe de fortuna; e iniciaba ya mi andar en el interior de la Zona, cuando el foco de una linterna, cayendo sobre mí, deslumbró un instante mis ojos. El desconocido manejador de la linterna desvió su foco hacia el suelo; y entonces, frente de mí, pude ver el confuso volumen de un cazador que me apuntaba con su escopeta de dos cañones.

—No diga nada —me ordenó una voz perentoria—, y marche al frente.

Obedecí, no dudando que tenía que vérmelas con el Monaguillo, cuya decisión y puntería nos fue dado conocer a los clowns y a mí en la primera escaramuza.

—¡Soy un hombre de paz! —intenté decirle.

Pero el Monaguillo, que se había colocado a mis espaldas, hundió el caño de su escopeta en mis costillas y me obligó a seguir adelante. Así avanzamos: yo al frente, gruñido por los perros del cazador que se me habían echado encima y olfateaban mis talones; y el cazador detrás, con su índice puesto en el gatillo. Al desembocar en el calvero donde se alzaba la edificación incierta que habíamos acechado ya una vez, pude observar que la ventana del Salmodiante seguía con luz, aunque todo el edificio, el calvero y sus alrededores estaban hundidos en un silencio acariciador y sedante como un bálsamo. La escopeta del Monaguillo me dirigió entonces hasta el portal de la edificación:

—Abra y entre —me dijo él con su imperioso laconismo.

Abrí el portal, entré y me vi en un salón débilmente iluminado, sólido y antiguo, donde se amontonaban sin orden muebles coloniales, platerías criollas, retratos de próceres, monturas y armas, todo entreverado como si se tratase de un museo argentino en organización o en destrucción. «Tal vez —me dije— sean colecciones atesoradas por el Viejo Fundidor en sus horas de nuevo rico, y desalojadas luego de la Casa Grande para ceder su lugar a los laboratorios del Banquete». Siempre con el Monaguillo detrás, avancé por entre objetos anarquizados, hasta una puertecita del fondo.

—Abra y entre —me volvió a ordenar el Monaguillo.

Así lo hice. Y esperaba que mi conductor entrase a su vez, cuando el Monaguillo, sin hacerlo, cerró la puertecita con dos vueltas de llave y me dejó solo; yo era un prisionero. Diré ahora que, pese a mi sensibilidad poética, nunca obedecí a los tirones del pánico, ni siquiera en las dos o tres instancias verdaderamente peligrosas a que me había llevado mi destino. Sin conmoción alguna, me di, pues, a estudiar el ambiente nuevo en que me veía y que ya consideraba mi cárcel. Era un recinto muy angosto, de techo alto y desnudas paredes, cuyo moblaje se reducía, con franciscano rigor, a un catre de campaña sin duda militar y proveniente del museo vecino, a un destartalado cajón de sidra que oficiaba de mesa de luz, y a una esterilla de rafia ordenadamente puesta junto al catre. Lo que desentonaba en el cubículo era un gran atril, al parecer de oro, sobre el cual, y abierta en el Apocalipsis, descansaba una Biblia de notable antigüedad. El atril y el libro me sugirieron que no estaba yo en un calabozo, sino tal vez en una celda monacal; y el Salmodiante de la Ventana se me impuso entonces como habitante posible del cuchitril. Lo fuese o no, sólo me quedaba esperar al responsable de mi cautiverio, ya que según entendí, el Monaguillo era sólo un ayudante cazurro y una bestia integral, como todos los de su oficio que yo había tratado. Y aguantaba filosóficamente mi espera, cuando una segunda puertecita que no advertí en el recinto se abrió para dar acceso a un hombre que se me acercó y se puso a mirarme con atención estudiosa.

Me resulta difícil pintar al Salmodiante de la Ventana, ya que traía dos aspectos distintos y muy contradictorios: el de su exterior, crudamente visible, y el de su interior sólo alcanzable por las antenas del alma. Era un hombrote robusto, de mediana estatura y edad incalculable, vestido con un traje civil muy baqueteado: lucía un chaleco de lana verde, tejido por manos caseras, y una corbata roja, sujeta con un broche de metal ordinario. No obstante, pese al atuendo que lo calumniaba, el semblante del hombre, y más aun sus ojos de un celeste dorado, traslucían una luz interna casi terrible. Sus manos, callosas de faenas y teñidas aún de materiales terrestres, eran, empero, manos de bendecir y de curar; y eso lo veía cualquiera, si necesitaba una cura o una bendición. Ahora bien, sin saberlo (¿y cuándo lo sabe uno?) yo había llegado a la Zona Vedada con una y otra necesidad. Y junto al Salmodiante, pese a las muchas consignas, escepticismos y desconfianzas que yo me había impuesto en lo tocante al Banquete, sentí que todas mis resistencias aflojaban de pronto y se caían.

—Por segunda vez te has acercado a este lugar —me dijo el hombre al cabo de su examen.

—Sí, señor —le respondí en mi aturdimiento.

—No soy tu señor —me objetó él sin dureza.

—Sí, padre —me corregí yo.

—No soy tu padre.

—Sí, maestro.

—No soy tu maestro —volvió a objetar el Salmodiante de la Ventana.

Y advirtiendo mi confusión, dijo con extrema dulzura:

—Soy tu hermano, y Pedro es mi nombre.

«Hermano». Alguna vez había oído yo esa palabra en ciertas bocas frutales del sur: en hombres de a pie, junto a borregos en esquila; en hombres de a caballo que redoblaban la llanura. Después callaron esas bocas; y para mí se abrieron otros labios, gritones de peleas y de insultos, en la ciudad y sus hombres que mostraban dientes de perro. Y no volví a escuchar ese vocablo que ahora, en el Salmodiante, recobraba una sencillez de navidad y una frescura de reciente diluvio.

—Por segunda vez te has acercado a este lugar —volvió a decirme el hombre.

—Sí, hermano —asentí yo.

—¿Y en la primera qué lograste?

—Una voz en una ventana.

—¿Qué decía la voz?

—Me pareció que recitaba una parte del Antiguo Testamento.

—¿Qué parte?

—La construcción del Arca, y sus medidas.

—¿Y eso te intrigó? —repuso el Salmodiante.

—Sí, hermano —le dije.

—¿Por qué?

—Porque alguien, aquí, está construyendo un Arca o algo que se le parece.

—¿Y te asombra?

—¡Me revienta!

—¿Por qué razón?

—¡Todo lo que no entiendo me revienta! —le declaré yo casi en un grito.

El Salmodiante puso en mí sus ojos aureocelestes.

—Robot —dijo, como si me definiera.

—¿Con qué derecho ese Fundidor me ha enredado en su Banquete absurdo? —protesté—. ¿Con qué derecho está forzando maquinarias y retorciendo criaturas? ¿Y quién es él, para barajar monstruos que parecen símbolos o símbolos que parecen monstruos?

—Robot —insistió en decir Pedro, estudiándome atentamente.

—¿Le parezco un robot?

—No del todo —vaciló él—: casi un robot. Pero se acerca la hora de los robots absolutos. ¿Cómo definirías al robot?

—Un mecanismo —le respondí vagamente.

—Un ser mecánico —asintió él—. Cumple la serie de movimientos que le ha fijado su constructor; pero lo hace mecánicamente, sin tener conciencia del «por qué» y el «para qué», ni conciencia de sí mismo ni conciencia del ingeniero que lo ha fabricado.

—Eso es el robot industrial —objeté yo.

—Y el único inocente —admitió Pedro—, ya que ha nacido robot y no puede ser más que robot. Pero el Robot Humano es otro cantar: él no fue creado robot. Él se ha convertido en robot: él no es inocente.

—¿Sería yo un Robot Humano? —le pregunté de nuevo.

—Casi un robot —me dijo él—. Un robot absoluto no se podría sentar en el Banquete de Severo Arcángelo.

Sobre mis dudas íntimas cruzó entonces un relámpago de iluminación:

—¡Ya lo veo! —me alegré—. ¡Sí, lo había presentido en mi Sainete de la Ratonera!

—¿Qué ratonera? —me preguntó el Salmodiante.

—Mi Ratonera de la Vida Ordinaria. Imagínese que hay un pasaje donde me creo el Superhombre. ¿Sabe por qué? Porque, junto a Cora Ferri, estoy asando un pollo en nuestra supercocina infrarroja de regulación automática.

—¿Y se creyó el Superhombre?

—Naturalmente. Yo gobernaba mi supercocina en un supermundo robótico: yo era, pues, el Superhombre. ¿Se da cuenta de mi ridículo?

Pedro sonrió en este punto. Y aquella sonrisa debió de ser algo más que una concesión al humorismo, ya que la luz de sus ojos pareció humedecerse. (¿Lágrimas, acaso?).

—Farías —me dijo—, llegó la hora de pasar al Embudo.

—¿Al Embudo? —me sorprendí.

—Lo llamamos el Embudo Gracioso de la Síntesis. ¿Quiere pasar a él?

Y sin aguardar mi licencia, Pedro se dirigió a la segunda puertecita, abrió su hoja única y desapareció. Lo seguí hasta el nuevo escenario, y comprobé que el Embudo Gracioso de la Síntesis nada tenía de un embudo, al menos en su estructura material, sino que se limitaba estrechamente a un prisma cuadrado, vacío del todo y en una media luz fría pero sedante. Me acerqué a Pedro, el cual se mantenía de pie frente a una cruz del tamaño de un hombre y pintada con alquitrán en una de las paredes. Observé que la cruz llevaba tres argollas de metal embutidas en el muro, la primera en el extremo del brazo derecho, la segunda en el extremo del brazo izquierdo y la tercera en el mismo pie de la cruz. Y conjeturaba yo cuál sería el objeto de aquel símbolo, cuando Pedro, arrancándose de su abstracción, me hizo un leve saludo, me tomó de la mano y me llevó hasta la cruz así dibujada y así dispuesta. Luego, poniéndome de espaldas contra el muro, hizo que mi vertical de hombre coincidiese con la vertical de la cruz, y mediante unas correas ató mis manos y mis pies a las argollas metálicas; de modo tal que, rápida y escuetamente, me vi crucificado. Tras de lo cual mi ejecutante se sentó en un banquillo enfrente de mí.

—Esa posición en que ahora estás —me dijo— no es la de una tortura ni la de una mortificación.

—No me siento mortificado —le respondí casi alegremente.

—Y no podrías. Alguien, de una sola vez, agotó la «posibilidad terrible» del símbolo.

—¿El Nazareno?

—El Cristo —asintió el Salmodiante de la Ventana—: un Nombre que se nos reveló como superior a todo nombre proferido antes del suyo. ¿Y qué nos queda ya de un nombre que se fue gastando y muriendo en las bocas mecánicas? También el Cristo es una «palabra perdida».

Lo anunció con firmeza, pero sin dolor alguno.

—¿Y qué hay que hacer? —le dije yo desde mi cruz pintada.

—Volver a encontrar ese Nombre —me respondió el Salmodiante.

—¿Usted lo ha encontrado?

—Lo busqué y lo hallé.

—¿Dónde lo halló?

—En una cámara congeladora. Yo era capataz en un frigorífico de La Ensenada, y el Nombre se me reveló entre medias reses de vacunos.

—¿Cómo era? —insistí.

—De fuego —me contestó él—. Porque hay fuego en el Cristo, y el fuego se muestra bien en las cosas heladas.

Fijo de pies y manos, yo sentía un despunte de la beatitud, o una grata sueñera entre cuyos vapores la historia del Salmodiante me llegaba como desde sabrosas lejanías.

—¿Y luego? —le dije, ronroneante ya como un niño que se duerme.

—Luego me fui a Ciudadela —prosiguió él—. ¿Has estado en Ciudadela?

—Más allá de Liniers —le respondí nebulosamente.

—Un arrabal sin color ni sonido —aprobó el Salmodiante—: casitas y almas de techo bajo. Así es la Ciudadela visible. Pero a ciertas horas, en un reducto no más grande que una nuez vacía, estallan voces e himnos que perforan el techo bajo del hombre y el techo bajo de su alma, y que abren allá escondidos tragaluces. ¿Quiénes hablan así en la nuez vacía de Ciudadela? Los que hallaron el Nombre perdido y a él se agarran como a un barril flotante. ¿De dónde vienen ellos? De Avellaneda y sus fundiciones quemantes, del Riachuelo y sus orillas grasosas, de los talleres en escarcha o en fuego, del hambre y el sudor. ¿Qué los anima? La promesa de una Ciudad Cuadrada, el pan y el vino de la exaltación en los blancos manteles del Reino.

Sus últimas palabras rodaron en el vacío: me dormí profundamente, y en sueños me pareció que descendía yo a grandes y tranquilizadoras honduras. Al despertar, vi a Pedro que me contemplaba desde su taburete; y me vi a mí mismo crucificado en la pared, lo cual no me produjo ni consternación ni maravilla, como si estuviera yo en una posición del todo «normal».

—¿Cuánto has dormido? —me preguntó el Salmodiante, reloj en mano.

—Tres horas o tres días —calculé yo en alas de cierta frescura matinal.

—Tres minutos exactos —me corrigió él—. ¿Y qué sientes ahora?

—Una gran inmovilidad.

—¿Externa o interna?

—Es una inmovilidad absoluta.

—¿Incómoda?

—No, señor: muy confortable.

—¿Y no te parece una contradicción?

Me sentí desorientado:

—¿Qué contradicción? —le dije.

—La de que te halles absolutamente inmóvil en el propio símbolo de la «movilidad» —me contestó el Salmodiante.

—¿La cruz?

—El signo de la «expansión».

Abandonó su taburete; y acercándose a mi anatomía calcificada, me dijo, trazando con un puntero escolar las direcciones que sugería:

—Expansión a la izquierda y a la derecha, por su rama horizontal; expansión hacia lo bajo y lo alto, por su rama vertical.

Escrutó mi semblante, para ver cómo asimilaba yo ese trozo de geometría. Y no debió quedar satisfecho, pues me dijo, en una mezcla de rezongo y lamentación:

—Y, sin embargo, la cruz de la expansión está dibujada en el mismo comienzo de la humanidad terrestre.

—¿Dónde? —le pregunté.

—Los cuatro ríos del Paraíso ya trazan la expansión crucial hacia cuatro direcciones del Espacio y cuatro eras del Tiempo. Y justamente allí, en el punto central donde nacen los cuatro ríos, hay un Adán inmóvil, pero como ya tentado a la expansión o a la fuga.

—¡El Hombre de Oro! —exclamé, al recordar el «pentágono humano» de Bermúdez.

Mi exclamación no halló ningún eco en el Salmodiante, como no fuera cierto relámpago de humorismo que adiviné más que vi en sus ojos aureocelestes. Y me dije que, ya lo hubieran descubierto en una cámara congeladora de La Ensenada, ya en una nuez vacía de Ciudadela, el Salmodiante no era tan «simple» como lo hacían entender su traje rústico y su prensacorbata de metal dorado.

—¿Te das cuenta? —me dijo.

—¿De qué? —repuse yo.

—Si de un Adán inmóvil hacemos un Adán fugitivo, el teorema quedará planteado en la cruz de la movilidad.

—¿Qué teorema?

—El del Hombre lanzado al movimiento, a la fuga de su Paraíso, a la exterioridad cambiante, a las negras lejanías. El movimiento no es una bendición.

—¿Y entonces? —insistí.

—El teorema —dijo el Salmodiante— quedó planteado en la cruz del movimiento, y se resolvería en la «cruz de la inmovilidad». Si un símbolo mostró su cara negativa, debe mostrar también su cara positiva. Y era necesario que Alguien tomara la cruz en expansión y detuviera su movimiento.

—¡El Cristo! —volví a gritar—. ¡El Hombre de Sangre!

Abstracto en su geometría, el Salmodiante usó nuevamente su puntero sobre mi humanidad fija en la pared.

—Sí —declaró—. Él detuvo la expansión horizontal hacia la derecha por la fijación de Su mano derecha; Él detuvo la expansión horizontal hacia la izquierda por la fijación de Su mano izquierda; Él detuvo la expansión vertical hacia lo bajo por la fijación de Sus pies. ¿Y qué ha dejado libre? La cabeza.

Y dio en la mía un golpe de puntero.

—A un hombre bien crucificado —añadió— le queda un solo movimiento posible: el de su cabeza en la vertical de la exaltación.

Regresó a su taburete, abandonó el puntero; y considerando el total de mi figura en cruz:

—¿Es pesada? —inquirió estudiosamente.

—No, hermano —le respondí yo, que venía sintiendo una extraña euforia en aquella posición.

—Es natural —me dijo el Salmodiante—: ya no actúa en esa cruz la gravitación de «abajo», sino el tironeo de Arriba.

Y deponiendo su rigor de geómetra, empezó a canturrear en el ritmo salmódico que ya le conocía:

—Desde antes de Babel y su torre orgullosa, ¿no estaba la tierra como en expectativa de un sacrificio inmenso? Desde antes del Arca flotante en su diluvio, ¿no alentaba en el mar algo así como la promesa de un increíble sacrificio? Desde antes que se alejara el Hombre del árbol primero, ¿no latía en el jardín la esperanza de un sacrificio doloroso? Desde antes que profiriera el Verbo lo suyo proferible, ¿no punzaba ya en Él algo así como la angustia de un necesario sacrificio?

El reposo crucial en que me hallaba y la voz tranquila del recitador hicieron que por segunda vez me adormeciera en el Embudo Gracioso de la Síntesis. Cuando volví a despertar, el Salmodiante se mantenía de pie a mi vera, con un tazón de café negro en una mano y una cuchara en la otra. No bien me vio despierto, llenó de café humeante su cuchara, la sopló al modo rústico y la llevó a mis labios. Acepté aquella cucharada inicial y las otras que le siguieron. Después el Salmodiante bebió el resto de la taza, dejó en el suelo el recipiente y se instaló una vez más en su banquillo.

—¿No estaremos frente a una tragicomedia? —me preguntó receloso.

—¿Cuál? —dije yo sin entender.

—La del Adán huyente. Si bien se mira, es una fuga que va desde un Jardín en círculo a una Ciudad Cuadrada.

—Y entre los dos puntos límites, la tragicomedia del Hombre —aventuré yo cautamente.

—¡Muy exacto! —aprobó él, tendiendo hacia mi efigie crucificada su mano de bendecir—. Pero ¡atención! También el círculo es figura del movimiento; y el cuadrado es figura de la «estabilidad». La solución del teorema humano estaría, pues, en la cuadratura del círculo.

«¿Y por qué no?», me dije. Yo me sentía eufórico en la cruz dibujada. «¿Y por qué no también la difícil y antigua inmortalidad del cangrejo?». Siempre fui un «hincha» de lo hermoso posible y de lo posible hermoso: yo estaba como borracho en la pared, y el teorema del Salmodiante me parecía traslúcido como un juego de niños.

—Una tragicomedia —subrayó él—. Pero ¿con qué finalidad?

—¿Y qué importa? —le grité yo en mi borrachera—. ¿Qué importa la finalidad si el drama es picante y lírico, además de necesario? ¿Qué importa el fin, si en el drama entran de igual modo las glicinas del sur y la llorada tumba de Cora Ferri?

—No pierdas la cabeza —me amonestó él, tendiéndome ahora su mano de curar—. Estamos en la Síntesis del Embudo, y no en los juegos florales de Morón. Hablábamos de la Ciudad Cuadrada, o mejor dicho «cúbica». ¿Y a qué se parecería esa construcción del Apocalipsis? A un gran silo.

—¿Cómo a un silo? —repliqué yo.

—A un silo de guardar cosechas —explicó el Salmodiante—. Lo que al fin se guardará en aquel silo es una cosecha humana.

Todo el misterio del Hombre se resuelve así en un trabajo de agricultura divina.

—¿Eso lo vio usted en la cámara congeladora del frigorífico? —le pregunté.

—No, hermano.

—¿En la nuez vacía de Ciudadela?

—Tampoco. Lo vi con claridad en el Embudo Gracioso de la Síntesis. Ahora bien, en su traslación desde el Jardín en círculo a la Ciudad Cúbica, el hombre ha perdido algo que debe recobrar. O lo recobra o no entra en el cubo.

—¿La llave? —me adelanté yo imprudentemente.

—¡No, hermano! —protestó él—. La llave de la Ciudad es el Cristo, y la tenemos. Lo que ha perdido el Adán en fuga es la «orientación».

Confieso que no me sedujo la introducción de aquella novedad en un teorema que yo daba por felizmente demostrado. Por otra parte, si mi vertical en la cruz se mantenía firme y sin otro inconveniente que la ligadura de mis tobillos, la distensión de mis brazos amenazaba ya con hacérseme dolorosa.

—¿Qué orientación? —le dije, menos por interés que por cortesía.

El Salmodiante se puso de pie y recorrió el Embudo con los pasos discretos de la lógica.

—He llegado a la siguiente conclusión —me dijo—. La criatura Hombre tiene una «realidad inteligible» sólo cuando actúan en él tres conciencias en armonía: la conciencia que el Hacedor tiene de su criatura Hombre, la conciencia que la criatura Hombre tiene de su Hacedor, y la conciencia que la criatura Hombre tiene de sí misma. De las tres conciencias, la del Hacedor es rigurosamente «absoluta» y es la sola «necesaria»: las otras dos, que atañen a la criatura Hombre, son «relativas» o existen sólo en relación con la primera. Einstein no calculó esta «relatividad».

Se detuvo enfrente de mí:

—¿Está claro? —me preguntó—. «¡Como la misma noche!», me dirías. No es fácil entender ahora lo elemental.

—¿Y quién ha dicho algo? —protesté yo en mi inocencia.

—Nadie —admitió el teólogo del Embudo—. Veamos ya las dos conciencias típicas del Hombre: la que alcanza él de sí mismo y la que alcanza de su Hacedor. La primera se hace inteligible sólo en relación con la segunda, como el «efecto» se hace inteligible sólo en relación con su «causa». Una y otra conciencias, al interpenetrarse mutuamente, logran un «equilibrio» por el cual el Hombre tiene una razón inteligible y un estado inteligente que yo diría «normal».

Clavó en mi semblante sus ojos desconfiados:

—¡Estás dormido! —me acusó.

—¡No estoy dormido! —le dije.

Por las dudas, el Salmodiante me cacheteó ambas mejillas con sus manos de bendecir y de curar. Luego prosiguió así:

—Ahora bien, el equilibrio de las dos conciencias en el Hombre puede quebrarse o por «arriba» o por «abajo». Se quiebra por arriba cuando el Hombre, ante la conciencia de su Hacedor «absoluto», ve cómo disminuye y se anonada su propio ser de criatura en «relatividad». Es un desequilibrio por «ascenso». Y se quiebra por abajo si el Hombre, atento sólo a la conciencia de sí mismo, pierde al fin la conciencia de su absoluto Hacedor. Es un desequilibrio por «descenso». Y entonces, ¿qué sucede?

Me sobrevino un golpe de risa, crucificado como estaba.

—¡Estoy olfateando a Robot! —le dije.

—Y olfateaste bien —aprobó el Salmodiante—. Robot es el final obligatorio del Hombre descendente: ya desconectado de su Principio, Robot no es más que un fantasma lleno de vistosidades externas. ¡Y no te rías! ¡Es una ilusión con traje de marinero! ¡Y no te rías, hombre!

Lo dijo sin cólera, pero con tanta fuerza, que me mordí los labios y empecé a lagrimear.

—Yo parezco un robot —admití lealmente.

—No del todo —me dijo él—. Por eso te sentarás en el Banquete de Severo Arcángelo.

—¿Asistirá usted al Banquete?

—No, hermano: yo me voy a la Cuesta del Agua.

Volví a lagrimear, en una suerte de pueril desconsuelo:

—¡Han levantado allá una construcción en forma de Arca! —le advertí.

—¿Y te asombra? —me dijo él.

—No lo entiendo: es como si esperaran una catástrofe.

Por segunda vez el teólogo se detuvo frente a mi crucifixión, y con un gran pañuelo de colores restañó las lágrimas que corrían por mis cachetes.

—El Hombre tiene una función central y centralizadora en este mundo —rezongó—, y los desequilibrios del Hombre inciden en el medio cósmico. Si el desequilibrio alcanza el grado tope, la catástrofe se desencadena.

—¿Y qué hacer entonces? —le pregunté yo.

—Equilibrar de nuevo al Robot Humano. Digo, si queda tiempo.

Mientras hablaba, el Salmodiante iba soltando las ataduras que fijaban mis pies y mis muñecas a las argollas de la cruz.

—Oiga —le dije—. ¿Cuántos han pasado ya por el Embudo?

—Treinta y tres —me respondió, aflojando la última correa.

No bien me sentí libre, aventuré dos pasos entumecidos. Entonces el Salmodiante me tomó de la cintura y me sacó fuera del Embudo, hasta el cubículo donde se alzaba el atril con su Biblia. Tomó allá de una redoma cierta grasa o linimento con que me frotó enérgicamente los tobillos y las muñecas. Después me acostó en su catre militar, y me abrigó con un vasto poncho cordobés que provenía, según entendí yo, del museo colindante. Por último se dirigió a la ventana desde la cual había salmodiado una vez, y se instaló allí, frente a la noche.

—¿Ha oído hablar del Retrógrado? —le pregunté desde mi catre y ya en la frontera del sueño.

—El Minotauro en su laberinto —refunfuñó él—. Una oligarquía venerable: sí, la vieja retaguardia.

Y añadió:

—Yo estoy en la vanguardia final.

—¿El Cristo? —balbucí entre neblinas.

—El Demócrata del Reino.