XV
Ignoraba yo los efectos que la interpelación del navegante habría conseguido en los huéspedes incógnitos de la Casa Grande, a cuya intimidad yo no pertenecía de momento. En cambio, y durante cuarenta horas más, pude advertir cómo se adensaba en sus hombres externos la atmósfera de iracundo vacío que los envolvió, según dije, al finalizar el Primer Concilio del Banquete.
Y de pronto algo nuevo comenzó a bullir en la casa. Fue al principio un rumor elogioso de origen ignorado, que iba trenzándose a otros rumores igualmente felices y que los hombres de cocina dejaban caer en la oreja de los choferes y éstos en la de los mucamos y los peones de jardín. Esa gran ilusión tenía su nombre, y acaso no era más que un nombre: la Cuesta del Agua. Tras la sensación de oquedad que había dejado en las almas el discurso de Frobenius, la gente parecía entregarse a esa ilusión con el alivio del náufrago que se agarra de pronto a un barril flotante.
La Cuesta del Agua, según comprobé muy luego, tenía para todos la significación de un lugar geográfico, entendido como existente, pero dudoso en su verdadera ubicación. Lo que generalmente importaba era el carácter «edénico» asignado a la Cuesta por los rumores, y la noción de frescura dichosa que sugería inevitablemente. Lo que diversificaba esa noción era la obra personal de fantasía que todos y cada uno edificaban sobre tan débil soporte: por el momento, la Cuesta del Agua sólo tenía la endeble consistencia de un substrátum ofrecido a las arquitecturas de lo posible. Más tarde registré dos modificaciones que se introdujeron en tan vaga ilusión: según la primera (que se dio no bien los moradores afianzaron sus íntimas credulidades), la Cuesta del Agua ya no era un paraíso teórico regalado a los ensueños de la imaginación, sino una realidad tangible que podía merecerse y alcanzarse. Algún tiempo después una segunda modificación vino a complicar el dibujo: la Cuesta del Agua, si poseía una entidad concreta, no se daba ya como una fundación reciente que se pareciera, en cierto modo, a una colonia de vacaciones, sino como una heredad perdida y olvidada, en cuyo descubrimiento y restauración estarían trabajando ahora competentes arqueólogos.
Aquella novedad me sorprendió en circunstancias desventajosas: Bermúdez no salía del eclipse o encierro que me anunciara él mismo en su almuerzo final; también había desaparecido el doctor Frobenius, reclamado, según los choferes, por actividades externas. No me quedaban, pues, otros agentes informativos que los clowns, y los busqué un atardecer en las inmediaciones del gallinero: no estaban allí, pero en la choza, cuya puerta se veía cerrada, me pareció advertir los ecos de una gran actividad interior. Llamé a la puerta, y mi llamado resultó inútil. Entonces volví al chalet, que usufructuaba yo ahora exclusivamente, y en su living comedor tejí las deducciones que siguen:
a) La Cuesta del Agua se resolvía en una leyenda cuya «fabricación» resultaba indiscutible. b) Su germen inicial provenía de la Casa Grande (activo laboratorio del Banquete), y desde allí se lo había lanzado al exterior, por el vehículo de las «sugestiones» controladas. c) Base del operativo era la vocación natural del hombre por la felicidad, revelada en sus búsquedas repugnantes o sublimes, como habría dicho Papagiorgiou, y que tradicionalmente se manifestaba en la noción de una tierra dichosa o en la de un vaso escondido y no roto de la delicia. d) Luego, en el origen íntimo de la idea, en su transmisión oral efectuada por los inocentes destinatarios y en el tiempo de germinación que se le había concedido afuera se revelaba un «método» tan seguro como inexorable. e) En la Cuesta del Agua (frescuras y verdores) aparecía otra vez la «obsesión arcádica» del Viejo Pelasgo, del Metalúrgico estéril, de aquel Cíclope tambaleante que se llamaba Severo Arcángelo. f) Y la Cuesta del Agua, con su terrible fuerza de ilusión, no podía tener más objetivos que los de «canalizar» nuestras esperanzas en la dirección de un intento cuya esencia ignorábamos aún.
Las horas que siguieron no podían sino extremar las efusiones de aquella esperanza: los hombres de cocina desertaron sus ollas y sartenes; abandonaron sus herramientas los peones de jardín; en el garaje los choferes y los mecánicos desatendían sus oficios para salir al aire libre y juntarse con sus camaradas de ilusión. Los espié a todos, y los vi reunidos a la sombra de los bosquetes y entregados a pláticas lírico-grotescas en las cuales debatían su fervor colectivo. Mediante una transposición de mi fantasía, los imaginé vestidos con los trajes de la égloga literaria, y el efecto me resultó dramático y risible a la vez. Les faltaba sólo la música (zamponas y caramillos); y la tuvieron cuando, sobre todo al alba y al atardecer, grabaciones fonoeléctricas empezaron a difundirse con intervalos e intensidades bien calculadas. Traté de identificar los trozos; y no lo conseguí, a pesar de que sus estilos me resultaran vagamente familiares (luego supe, merced a los clowns, que sólo era un potpourri de melodías arcaicas frangolladas por cierto músico del Conservatorio Nacional). Durante la última transmisión fueron insinuados en el potpourri algunos ritmos folklóricos del norte. ¿Qué se pretendía? ¿Sugerir indirectamente una «localización» de la Cuesta del Agua? Lo cierto fue que yo mismo concluí por abandonarme a tan pegajosa ilusión, y en mi cuaderno de notas la describí entonces con las palabras que siguen: «Es como si, de pronto, lo arrancasen a uno de las contingencias del siglo, para llevarlo a ciertas fuentes olvidadas, en un regreso matinal». Nuestra sugestión colectiva llegó a tal extremo, que las últimas horas de la «operación» me hallaron en la cocina del chalet, discurriendo a lo sublime con el mucamo de turno, hasta llorar de gloria en su chaleco a rayas negras y amarillas.
Aquella locura sufrió un tirón de riendas cuando, en la mañana siguiente, los panfletos de Gog y Magog aparecieron clavados a los árboles y distribuidos con profusión en todos los sectores de la casa. Era un volante impreso al mimeógrafo, y decía lo siguiente:
MANIFIESTO
«Se hace saber a los desprevenidos habitantes que la Cuesta del Agua no existe. Sólo es una engañifa cocinada por el Viejo Explotador de Hombres, con el fin de adormecer a la masa y hacerla servir a su plan tenebroso. ¿Qué se desea sugerir con el mito ingenuo de una Cuesta del Agua? La promesa de una rica pensión final, en pago de servicios humillantes. Así obra el Capitalismo Burgués: un sector minoritario copa y usufructúa el Festín de la Vida, y a los trabajadores le arrojan el hueso pelado, la cáscara vacía de una ilusión jubilatoria. ¡Compañeros, no se dejen pescar con tan sucia lombriz! La Cuesta del Agua es el opio del pueblo. Y el Banquete del Viejo Crápula, si es que se realiza, no tendrá ningún sobreviviente. Firmado: Gog y Magog».
Dediqué toda esa mañana y esa tarde a la captación de los impactos que aquel Manifiesto de los clowns hubiera conseguido en los habitantes de la casa. Lo primero que advertí en ellos fue la nublazón de la duda: se habría dicho que una serpiente sutil acababa de instalarse recién en el paraíso teórico de aquellos hombres. Unos mostraban semblantes abatidos, como si alguien les hubiera robado un juguete sublime; otros parecían trastabillar en una cuerda floja, oscilantes aún entre su desilusión y su esperanza; y algunos, ya decididos a la rebelión, exteriorizaban su furia y tendían puños amenazadores a la Casa Grande. Solidario con tanta inquietud, aguardé la hora oportuna, resuelto a entrevistarme con los clowns, así tuviera que arrancar la puerta de la choza.
No fue necesario. Al caer de la tarde los encontré junto a un macizo de tacuaras que erguían sus lanzones frente al gallinero. Los clowns, instalados en familiares reposeras, tomaban mate con la beatitud silenciosa de dos caudillos en vacaciones: Gog tenía en la diestra un porongo misionero, con su bombilla de latón; a los pies de Magog yacía una gran pava de culo tiznado. Y es verdad que sus aires tranquilos y socarrones evocaban ahora la inocencia de dos malevos frutales en tren de picnic.
Me tendí junto a ellos en la verde gramilla, y les dije:
—Sí, el Manifiesto es contundente.
Gog y Magog no dieron señales de haberme oído siquiera.
—Pero confuso —añadí en son de crítica.
Tras una chupada sonora, Gog devolvió el recipiente vacío.
—Magog —le preguntó con dulzura—, ¿no te parece que Farías es «el asco»?
—Sí —admitió Magog—, Farías puede ser «el asco».
Los enfrenté sin ira:
—Oigan —les dije—, ¿cuándo van a perder ese feo hábito de correr a la gente con la vaina? Ya resulta monótono.
—¿Cree usted —me censuró Gog— que habrían podido televisar al griego del bote, si la Casa Grande no hubiese contado con un sistema electrógeno independiente?
No cabía duda: Gog estaba refiriéndose a Papagiorgiou, a la sesión televisada y a mi flagrante «deslealtad» para con ellos, mis fieles aliados. Intenté urdir algunas razones que justificasen mi conducta; pero Gog las rechazó con un ademán altivo.
—En esta pelea —me aclaró— luchamos nosotros, los «comprometidos». Usted es un «no comprometido»: en buen criollo, usted no es ni chicha ni limonada, ¿entiende? Y no crea que nos asombra: la de ser «no comprometido» es una vocación natural, como la de ser morocho, inteligente o cornudo. Pero ¡atención! El «no comprometido» está en el centro de la batalla, y recibe «leña» de los dos bandos en trifulca.
Me sentí rabioso, no tanto por el son amenazante de sus últimas palabras, cuanto por la definición (¡tan certera!) que había dado Gog de mi actitud en los planteos del Banquete.
—Y ya delimitadas nuestras posiciones —concluyó él—, díganos: ¿qué ve de confuso en el Manifiesto?
—El Manifiesto —le respondí venenosamente— no es más que un pastiche de literatura roja, con lugares comunes que ya no usaría ni el ácrata más obtuso de Mataderos. Además, ¿por qué aseguran ustedes en el Manifiesto que nadie ha de sobrevivir al Banquete?
—«Si es que se realiza» —me recordó Magog en tono premonitorio.
—¿No se realizará? —le pregunté.
Recelando tal vez una indiscreción de su adlátere, Gog se apresuró a decirme:
—No tenemos la bola de cristal. Pero, haya o no haya Banquete, nosotros no seremos idiotas útiles.
—Y si hay que ser idiotas —añadió Magog con arrogancia—, ¡seremos idiotas libres!
Dicho lo cual volvió a llenar el mate a lo resero.
—Por lo pronto —me anunció Gog—, hace dos noches entramos de nuevo en la Casa Grande, hasta el atelier del Viejo Gorila.
—Desconectamos los timbres de alarma, y las ganzúas hicieron lo suyo —explicó Magog ofreciéndome su mate.
Rechacé la calabaza y di señales de una indiferencia que no dejó de inquietar a los clowns.
—¡Hemos fotografiado la maquette! —insistió Magog con una punta de ansiedad.
—Y abrimos el archivero metálico —añadió Gog—. Allí estaba su famosa Operación Cybeles: es una ficha rosada que tomamos en microfilm. Yo que usted no me haría ilusiones con ese documento.
Me puse de pie y fingí un bostezo de can aburrido:
—¿Qué contiene la ficha? —pregunté sin entusiasmo.
—Un bodrio —me dijo Gog, abandonando su reposera y encaminándose a la choza.
Magog y yo lo seguimos hasta los interiores de la casucha. Mientras que Gog buscaba en una carpeta y Magog escondía los chirimbolos del mate, descubrí el mimeógrafo en el cual se había tirado el Manifiesto y a cuyo pie se amontonaban aún las copias inservibles.
—Aquí está —dijo Gog al fin, tendiéndome una fotografía de la tarjeta rosada—. Si consigue sacar algo en limpio, no le ocultaré mi admiración.
Guardé la fotografía en mi bolsillo.
—Y aquí está la maquette —volvió a decir, presentándome otra fotografía sin ocultar su desconcierto.
Reconocí la masa de arquitectura que yo había entrevisto en el atelier de Severo Arcángelo; y el microfilm en ampliación destacaba los relieves comunes de un edificio, con sus plantas, accesos y ventanales. Ahora bien, lo que sorprendía y desconcertaba era la «forma» increíble de aquella edificación potencial, sus volúmenes, ángulos y líneas que no se ajustaban a ningún estilo arquitectónico ni tradicional ni moderno.
—¿Qué le sugiere? —me preguntó Gog abismado.
—Por ahora, nada —le contesté—. O es un feto de la Arquitectura o una pesadilla del vanguardismo abstracto.
—Usted ha sido periodista —me rogó el clown—; ha utilizado archivos con millares de fotos. Concéntrese.
Volví a estudiar la maquette. Y una luz muy vaga se hizo de pronto en mis recuerdos:
—Acaso lo tenga —dije—. ¡No! Sería fantástico.
—¡Dígalo! —volvió a pedirme Gog como sobre ascuas.
—Esta mole —aventuré yo— se parece a la de un gran barco en construcción fotografiado en su astillero.
—¡Estamos locos! —protestó Magog desconsoladamente.
Pero Gog consideraba otra vez la fotografía.
—Sí —dijo—, se parece a una construcción naval. ¿Para qué demonios querrá el Viejo Mandinga una casa en forma de barco?
—No lo sé todavía —respondí—. Pero no lo duden: la clave de todo se halla en esta maquette.
Sin darle trascendencia, pero consciente del triunfo que yo acababa de lograr ante sus ojos, felicité a los clowns y les agradecí el modesto aporte que habían hecho a la investigación del caso. E intentaba ya un mutis de Gran Jefe, cuando Gog me detuvo en el umbral de la choza:
—¿Le interesaría conocer —me preguntó adulatoriamente— la última novedad que registramos en nuestros micrófonos?
—¿Vale la pena? —inquirí en mi abstracción.
—Los rascatripas han llegado a la Casa Grande.
—¿Qué rascatripas?
—Los que han de integrar la Orquesta del Banquete.
—¿No es demasiado pronto?
—Usted comprenderá —me dijo Gog— que no se trata de una murga cualquiera. Ensayarán en el subsuelo de la Casa Grande.
Salí de la choza; y bajo un cielo crepuscular me dirigí al chalet por entre los jardines que ya se vestían de sombra. Pensaba yo que aún tendría esa noche de soledad para la meditación de los hechos, ya que Bermúdez proseguía en su clausura y el doctor Frobenius en su ausencia. Pero al entrar en el living comedor me hallé con el astrofísico ya sentado a la mesa. No lo había vuelto a encontrar desde su justa con Papagiorgiou; y me cuidé muy mucho de aludir al Navegante Solitario. Políticamente, le di mi congratulación por su regreso al chalet; y el astrofísico, que no estaba de buen talante, se rindió empero a las leyes de la urbanidad.
—He pasado estos días en la Fundición Arcángelo —me dijo sobriamente.
—¿Qué hacen allá? —le pregunté como al descuido.
—Están construyendo la Mesa del Banquete.
No pestañé siquiera.
—¿Y qué tiene que hacer un astrofísico en esa operación? —inquirí sin interés visible.
—La Mesa del Banquete —me respondió Frobenius— ha de ajustarse a ciertos «ritmos planetarios».
No dijo más; y la cena que fue breve, transcurrió en un silencio muy agradable. Tras de beber una infusión de boldo, el astrofísico subió a sus habitaciones. Lo imité al punto; y encerrado en mi dormitorio leí la ficha de la Operación Cybeles que guardaba en el bolsillo. He aquí su texto escrito en menuda letra dactilográfica:
«El Sujeto, desprovisto ya de casi todas las diferenciaciones individuales, está muy cerca de reducirse a la substancia pura que necesitamos presentar en el Banquete. Hay que despojar al Sujeto de sus últimos vestigios esenciales, para que la substancia, ya en estado absoluto de “no determinación”, adquiera su máximo de receptividad».
Volví a leer la ficha una y otra vez, comparando su texto con la imagen de Thelma Foussat que yo evocaba minuciosamente. ¿Sería ella el Sujeto de la operación que se ordenaba en la tarjeta y cuyo trámite se asemejaba tanto a una «putrefacción alquímica»? ¿O era sólo un jeroglífico-trampa destinado humorísticamente a los clowns y a su despiste? Una congoja mortal se abatió de pronto sobre mi ánimo, al verme preso de un Banquete que se resolvía en fórmulas abstractas y en mecanismos helados. Abandoné la ficha, me dirigí al ventanal, y abriendo sus dos hojas me asomé a la noche de primavera. Ceceos de follaje, aromas de flores mojadas, bullir de golondrinas que se agitaban en sueños, allí cerca, en el tejado del chalet; toda esa gracia viviente me llegó como un bálsamo de antiguas y entrañables farmacopeas. E hizo más honda mi soledad, ya que me trajo un recuerdo de noches parecidas, y gozadas a la vera de mujeres y hombres tan lejanos ahora. ¿Por qué la Enviada Número Tres no vendría esa noche hasta mi desconsuelo, fresca y sedante como un racimo de glicinas bajo la lluvia? Fue mi primera crisis, y mi primera tentación de renunciar al Banquete.