XX
Dormí una siesta de tres horas, al cabo de las cuales desperté con la frescura de un adolescente, y sin otra molestia que la de una sed postalcohólica muy remediable, ya que se me había hecho subir al dormitorio un gran vaso de jugo de limas. ¡Qué gran bodega la del Viejo Quemador de Hombres! Bebí el jugo hasta lagrimear de pura delicia, y dediqué un agradecido recuerdo a los dos héroes del mediodía que, haciendo gala de su inmensa caballerosidad, me habían otorgado un perdón tan húmedo como ferviente y no merecido. Pero mis efusiones de la mesa, ¿respondían sólo a un reclamo del honor, o algo más alentaba en ellas? «¡Hipocresías, no!», me dije. Lo que realmente había sucedido en el living era un arranque de mi «desconcentración». ¡Y cuando yo me desconcentraba, me desconcentraba sin vuelta de hoja! ¿Qué mal había en ello? Si el carro del alma, según Platón, era tirado por dos corceles, uno de tierra y otro de cielo, ¿no quedaba una «tercera ubicación» entre las dos extremas que Pablo Inaudi me había sugerido en el calabozo? Sí, quedaba una tercera ubicación, la mía: un vaivén armonioso que iba de lo terrestre a lo celeste y de lo celeste a lo terrestre: un «movimiento de lanzadera», capaz de tejer lo alto con lo bajo y desarrollar el tapiz de una existencia humana sin contradicciones. «¡Qué útil puede ser, a ratos, la filosofía!», me dije yo en un éxtasis de la razón pura. Y aquí, desde mi caballo celeste, un sobresalto me devolvió a la tierra: ¿dónde y a qué hora ensayaría la Orquesta del Banquete? Releí el mensaje de los clowns: no lo declaraban, y salí en su busca.
Encontré a Gog junto a la puerta de la choza: los tendones de su máscara traducían la movilidad cambiante del intelecto. Magog estaba en el interior del antro, con dos auriculares puestos en sus orejas, como si acechase una transmisión inminente. Y los vi tan reales y enteros en su órbita, que sentí una efusión de mi ternura e intenté abrazarlos. Pero los clowns se mantuvieron rígidos y a distancia. ¿Qué sucedía? Dos hipótesis relampaguearon en mi mente: o estaban resentidos por mi ausencia de los últimos días, o sospechaban ya mi doblez en el enfrentamiento de las dos tendencias que jugaban en el Banquete. Les dije, a título de borrosa disculpa:
—No lo tomen a mal. El carro de Platón, ¿entienden? No es fácil andar con dos matungos de pelo tan distinto.
—El carro de Platón es una vieja matraca —repuso Gog en tren belicoso—. La tracción a sangre ha pasado a la historia.
—Vivimos en la era de los motores a retroacción y a combustibles líquidos y sólidos —refunfuñó Magog sin ocultar su desprecio.
Mi ánimo se irritó al oír tanta blasfemia:
—¡No parecían ustedes tan garifos la otra madrugada —les dije—, cuando les fracasó el motín y retrocedieron como dos agitadores atorados de gases lacrimógenos!
—¡No fue un motín! —protestó Magog sin abandonar los auriculares.
Pero Gog desertaba ya su insolencia por un interés muy vivo.
—¿Desde qué lugar nos vio usted? —me preguntó.
—Desde mi calabozo —le respondí—. O mejor dicho, asomado a su ojo de buey.
—¿Y qué hacía usted en ese calabozo?
Guardé silencio, vacilando entre la lealtad y la traición. Y me decidí por un término medio que satisfacía los resquemores de mi conciencia:
—En el calabozo —le dije— recibí los consejos de Pablo Inaudi.
—¿Quién es Pablo Inaudi? —insistió Gog.
—El que ordena las palizas y los estaqueos —le revelé yo falsamente triste.
Al oírme los dos clowns parecieron entrar en una suerte de náusea.
—¿Cómo es el tipo? —inquirió Gog, en cuya máscara se difundieron verdores de hiel.
—Según las apariencias —dije—, sólo es un mozalbete de apenas dieciocho años.
—¡Imposible! —se dolió Magog—. ¡En dieciocho años no cabría tanta maldad!
Los dos clowns estaban realmente consternados. Y el primero en recobrarse fue Gog:
—¿Qué hizo Pablo Inaudi en el calabozo? —me preguntó—. ¿Qué hizo y qué dijo?
—Sólo me dio a comer dos nueces peladas —le confesé con mentida inocencia.
—Usted recibió consejos. ¿Cuáles?
—En realidad —le dije—, me enseñó veintiún silogismos para discutir si la necesidad de la escoba es anterior o posterior a la escoba misma.
—¡Estamos locos! —protestó Magog.
Sin inmutarse, Gog tomó la palabra:
—Ignorábamos la existencia de calabozos en «la central» del Viejo Cíclope —reconoció—. Le advierto que aquella noche registramos la presencia de usted en el estudio y que oímos todo el sermón de la Vida Ordinaria. No dudo que usted, pese al examen bochornoso de su existencia matrimonial, ha deducido como yo una «vida extraordinaria» que se propone organizar el Viejo contra la Vida Ordinaria, muy en relación con «la obra» que anuncia él en sus Monólogos. ¿De qué se trata? Lo ignoramos. Aunque la dialéctica de la escoba que le adelantó Inaudi nos está sugiriendo algo así como un carnaval superrealista o dadaísta.
Y añadió rencorosamente:
—Lo que ahora me interesaría es averiguar dónde se aloja el tal Inaudi.
—No lo sé —dije yo—. Apareció en el calabozo y desapareció como un fantasma.
—¡Su maldita costumbre! —volvió a protestar Magog.
—A mi entender —sugerí—, Pablo no se aloja en la Casa Grande.
—¿Y dónde se alojaría? —repuso Gog.
—En la Zona Vedada.
Una sonrisa de Gog me dio la certidumbre de que ambos habíamos coincidido en la misma sospecha. Y en ese instante nació quizás en el magín del clown la iniciativa de llevar un asalto a la Zona Vedada, escaramuza que se cumplió más tarde y que me reveló el significado aproximativo de la maquette. Pero Magog, bajo sus auriculares, daba señas de alguna excitación.
—¿Se inicia ya el ensayo? —le preguntó Gog.
Magog escuchó aún:
—Todavía no —dijo—. Están afinando algunos instrumentos.
Gog me dedicó entonces una mirada cordial: era evidente que habían enmudecido sus recelos y que otra vez me tomaba por un aliado.
—No me gustaría —dijo— que usted guardara una idea errónea de nuestro motín. En realidad sufrimos un error de cálculo.
—¿Qué se proponían ustedes?
—Explotar aquella desilusión de la Cuesta del Agua. Los infelices de la chusma parecían indignados hasta la sublevación. Nuestro plan consistía en tomar por asalto la Casa Grande y hacerla servir a nuestros fines ideológicos.
—¿Y qué sucedió? —inquirí.
—Que los muy idiotas, ya frente al enemigo, decidieron plantearle una mera cuestión gremial.
—¡Absurdo!
—¡Los muy hijitos de puta —insistió Gog—, pretextando el carácter «insalubre» de sus oficios, se hicieron pagar una ilusión muerta con un aumento de jornales!
Miré a Gog sin esconderle mi simpatía:
—Sí, un error de cálculo —admití—. Usted, como líder, no debía olvidar que la masa en sí nunca hizo una revolución.
—¡Muy cierto! —dijo Gog contristado.
Aquí mi simpatía se transmutó en solidaridad, y mi solidaridad en un fuerte impulso combativo. Puse una mano en el hombro de Gog y le dije:
—¡Camarada, no insistamos en el motín! ¡Lo que debemos hacer es una revolución de minorías!
Hurtándose a mis efusiones, Gog me contempló desde una distancia congeladora. ¡Infame payaso! (Más tarde, al evocar los prolegómenos del Banquete, me dije que sin duda Gog maduraba ya en su fantasía el plan increíble que a su hora nos amenazó a todos.) Y en aquel instante Magog nos dio la señal de alerta.
—¿Qué sucede? —inquirió Gog.
—Todos los músicos parecen estar en la bóveda. Pero el Enano Misterioso no llegó todavía.
—¿Quién es el Enano Misterioso? —pregunté yo.
—El que dirige la Orquesta —me respondió Gog—. Ya es hora de salir: vamos allá.
¿Salir? Imaginaba yo que oiríamos el ensayo desde la misma choza y a través de alguna instalación fonoeléctrica. Pero Gog no tardó en advertirme que la audición se haría in situ, vale decir en el sótano de la Casa Grande reservado a la Orquesta del Banquete y hasta el cual llegaríamos en tres minutos justos, reloj en mano. Al par que lo decía, él y Magog se enfundaban en dos overoles oscuros, y me ofrecían un tercero que me apresuré a vestir sin objeciones. Con igual premura los clowns ennegrecieron sus caras y la mía con cierto betún o tizne que guardaban en un envase de duraznos al natural. Todo ello me recordaba ciertas imágenes de guerra que había visto en el cinematógrafo; y una vez más reconocí el artificio literario y el gesto pueril que daban tan a menudo la tónica del Banquete.
—Si es una «operación de comandos» —aventuré— y si esta noche no habrá luna, ¿con qué objeto nos tiznamos las caras?
Gog y Magog, sin abandonar la prisa ni el silencio, me sacaron fuera de la choza; y una vez allí, me susurraron al oído que no les «perdiese pisada». La noche había cerrado, a cuyo favor nos escurrimos a lo víbora, de mata en mata, de árbol en árbol. Así conseguimos tocar un frente de la Casa Grande, que exploramos de rodillas, hasta dar con un tragaluz abierto al ras de la tierra y que destinaban, según lo vi muy luego, a la introducción de combustibles. Uno tras otro, los clowns y yo nos metimos por el tragaluz y nos deslizamos en una suerte de tobogán, hasta cierta fosa del subsuelo donde se amontonaban el carbón y la leña. Desde allí, a instancias de Magog, pasamos a un recinto de calderas y tuberías cuya temperatura sofocaba. Magog se dirigió entonces a una puerta de metal que abrió con su propia llave, y los tres nos internamos en un laberinto de sótanos y galerías. Muy pronto, y a favor de la acústica subterránea, oímos un lejano estridor de instrumentos musicales: bajo la guía experta de Magog fuimos acercándonos al foco del sonido, hasta dar con una puertecita bien acolchada que Magog abrió sigilosamente. Nos deslizamos a una especie de bóveda o auditórium, Magog cerró la puertecita, y nos acurrucamos aturdidos en la zona oscura del salón, frente a un gran palco escénico donde músicos helados rascaban sus maderas y soplaban sus cobres.
La Orquesta del Banquete, a la luz de los focos implacables que la herían desde lo alto, mostraba un aspecto de gruesa brutalidad: los músicos vestían chaqués abigarrados, pantalones clownescos, galeras estrafalarias y botines monstruosos, todo lo cual sugería en ellos el tenor de una murga carnavalesca. Del traje de los músicos pasé a observar sus rostros: eran muy diferentes entre sí, pero los identificaba el denominador común de una deshonra crudamente visible. Y una sospecha me asaltó allí mismo: ¿se intentaba figurar en ellos a los Siete Pecados Capitales? «¡No —me dije—, sería un recurso de baja literatura!». Luego puse mi atención en la masa de sonidos que producía la Orquesta: «sí, un caos musical, anterior a la sinfonía, obra de instrumentos anarquizados aún». De pronto un hombrecito avanzó desde foro e izquierda, trepó ágilmente a la tarima del director y esgrimiendo una batuta ridículamente grande para su talla, dio tres golpes en el atril.
—Es el Enano Misterioso —me sopló Gog tendido a mi derecha.
—Un feto —me susurró Magog a la izquierda—: un duende lanzado con abortivos por el Conservatorio Nacional de Música.
Visto de atrás el Enano sólo mostraba una calvicie reluciente, con dos o tres mechones de pelo rojizo que le caían sobre las espaldas estrechas; un frac negro y cortísimo, adornado con dos grandes botones de latón, y unas piernas endebles que concluían en esterilizadas botas de cirujano. Al advertir que los músicos no cejaban en su ruidoso escarceo, el Enano volvió a golpear el atril con su batuta:
—¡Silencio! —chilló—. ¿Qué murga es ésta? ¡Silencio todos!
Respondió la voz entre digna y medrosa de un primer violín:
—Señor —le dijo—, los maestros están afinando.
—¡Maestros! —rezongó el Enano—. ¿Qué maestros? ¡Afinar! ¿Quién habla de afinar aquí? ¡La Orquesta del Banquete ha de ser una desafinación absoluta!
Los músicos guardaron una inmovilidad y un silencio expectantes. Y entonces le pregunté a Gog:
—¿Qué partitura van a ensayar esos alcornoques? No veo nada en los atriles.
—Los alcornoques deben improvisar —me contestó Gog sobriamente.
Pero el Enano alzaba la batuta:
—¡Da capo tinto! —gritó—. ¡Ya!
Se levantó de la orquesta una especie de brulote sinfónico hecho de notas desgarrantes y percusiones ensordecedoras, cuyo trámite siguió el Enano con visible delicia. Pero gritó de súbito:
—¡Alto! ¡Alto ahí!
Enmudeció la orquesta, y el Enano dijo:
—Alguien acaba de introducir en este bodrio un tema de Juan Sebastián. ¿Quién fue?
—Yo, maestro —se acusó un oboe de cavadas ojeras.
—¿Por qué?
—Me pareció que una «fuga» daría cierta unidad al bodrio.
—¡Gran idiota! —lo apostrofó el Enano—. Juan Sebastián era un hombre que armonizaba el jamón, la cerveza y el Nuevo Testamento en un acorde celestial felizmente superado.
—¡El maestro blasfema! —exclamó el oboe dolorido.
Algunos rumores de protesta se dejaron oír entre los músicos. Pero el Enano los amenazó con la batuta:
—¡Borrachines! —los increpó—. ¡Todavía se agarran a la Edad Media! Estamos haciendo música para Robot; y Robot nada tiene de intelectual entre pecho y espalda, sino un mazo de fichas en orden riguroso por asignaturas.
Clavó en la orquesta sus ojos de basilisco, y ordenó:
—¡Da capo!
La murga volvió a rechinar con fragores de chatarra. Pero el Enano la enmudeció en seco:
—¡Ja! —rio sin alegría—. ¡Y ahora Beethoven! ¿Quién ha insinuado el tema de la Coral? ¡Estamos fritos!
—¿Qué hay con Beethoven? —le preguntó un fagot de tres papadas.
—Beethoven no era ya «el hombre inteligente» —le respondió el Enano.
Conmovido en su tubo y sus llaves, el fagot se puso de pie:
—¡Oiga! —lloriqueó—. ¡El que se tira con Beethoven se tira conmigo! ¡Beethoven es mi padre!
—Beethoven murió soltero —les recordó el Enano a los músicos—. Ahora bien, según lo declarado por el fagot, o el fagot miente o el fagot es un hijo de puta.
Insultado en su honra, el fagot avanzó hacia la tarima del Enano con propósitos beligerantes. Pero fue detenido por un corno inglés y un trombón de vara.
—¡Perros! —les gritó el Enano—. Dije que Beethoven no era ya el «hombre inteligente». Pero todavía era el «hombre pasional»: escribió con el hígado y los riñones del alma. Felizmente, su generación también reposa ya bajo los eucaliptos. Y Robot, nuestro héroe, usa un hígado a transistores: en el amor y el odio, Robot está controlado por endocrinólogos y psiquiatras de la mayor eficiencia.
Y ordenó, en su fuego sectario:
—¡Andante con moto! ¡Ya!
Más que un andante, lo que se oyó entonces fue algo así como una estampida de búfalos, o una batalla de perros entre latas de basura. El Enano zapateaba de gusto en la tarima, con sus botas risibles de cirujano. Hasta que volvió a gritar su descontento:
—¡No y no! —vociferó—. ¡Han mechado recién un sollozo del romanticismo! ¿Por qué no van ustedes y le lloran a la madre que los parió? ¡Y ese otro animal que deslizó el tema de la Walkyria! ¡Debe de ser un triste nazi conservado en aguardiente catamarqueño! Algo más: la segunda viola se atrevió a sugerir un devaneo impresionista de Claudio Aquiles, y la primera flauta entró de pronto en una diarrea del dodecafonismo. ¡Sarta de borrachos anacrónicos! ¡Lo que ustedes acaban de tocar es una Historia de la Música!
Los profesores, en sus disfraces murguescos, escondían detrás de los atriles sus cabezas apostrofadas. Y sólo el tercer violoncelo, flaco y retorcido como una de sus cuerdas, gimió entonces esta observación o elegía:
—¡Maestro, desafinamos hasta el martirio!
—¡No es verdad! —replicó el Enano—. Y ahora escuchen: los arranqué de night clubs miserables y orquestitas de mala muerte, para embarcarlos en la gran aventura musical. ¿Y ustedes qué me hacen? ¡Vienen y se me ponen a cavar cementerios antiguos, para desenterrar el tallado sarcófago de Igor Stravinsky o la momia fragante de Khachaturian! ¡Y todo en la misma cara de Robot!
—¡Robot! —gritaron los músicos ahora—. ¿Quién es Robot? ¡Muéstrenos a Robot, y lo adoraremos!
El Enano cayó en un éxtasis repentino, del cual salió al fin como iluminado:
—Robot —expuso— es el adolescente de hoy y el hombre de mañana, exaltado en su puro, solo y brillante automatismo. Inútil es pedirle a Robot un intelecto, una pasión o una sentimentalidad: los nervios de Robot están construidos en fibras de nylon, y sus neuronas a base de células fotoeléctricas.
—¿Y qué debemos hacer nosotros, la Orquesta del Banquete? —preguntaron los músicos.
—La Sinfonía de Robot —dijo el Enano—. Yo tuve una visión, ¿entienden?
Se irguió todo lo que pudo en sus botas quirúrgicas, alzó la batuta y ritmó con ella el curso de sus palabras:
—Desde que me expulsaron del Conservatorio —narró—, me dediqué a estudiar el sonido, las escalas, los contrapuntos, las arritmias, los concertino y los tutti de la humanidad presente. ¿Dónde?, me dirán. En las calles, en los mercados, en las Bolsas de Comercio, en las Entidades Empresarias, en las Juntas de Carne y Granos, en las Organizaciones Gremiales, en los periódicos, en las mesas redondas, en los discursos políticos, en los congresos nacionales e internacionales. ¡Y un día tuve la gran visión!
—Maestro, ¿qué visión? —exclamaron los músicos a una.
—Toda la humanidad se me apareció como un enorme aparato digestivo, exactamente igual al de las láminas de colegio, muy bien dibujado en su faringe y en su esófago y en su gaita gallega estomacal y en sus intestinos delgado y grueso. Encajada en la boca del aparato, vi una gran trompeta de bronce que resonaba estridentemente al recoger y traducir la satisfacción o el malestar de cada órgano. ¿Y saben lo que reconocí en aquel solo de trompeta? ¡La Sinfonía de Robot!
Exultante, patético, el Enano levantó sobre los músicos una diestra de apóstol:
—¡Bestias inenarrables! —los aduló—. ¡Hijitos míos! ¿Quieren ayudar a papá en este milagro sinfónico?
Al oírlo, y como en fascinación, los músicos ajustaron sus instrumentos.
—¡Atentti! —les gritó el Enano—. ¡Tutti!
La orquesta empezó a tocar bajo el imperio de una batuta que sugería y amenazaba:
—Un andante cantabile —ordenó el Enano—. Las cuerdas en sordina traducen la fácil secreción de un hígado armonioso y un páncreas en obediencia, unidas a los timbales que ritman los movimientos peristálticos del intestino. ¡Aleluya! ¡El gran «tema de la felicidad»! ¡Suben las acciones en la Bolsa, y hay parrilladas en los sindicatos! Pero ¿qué sucede ahora? ¡La congestión!
El andante cantabile cede lugar a un allegro ma non troppo que anuncia con las trompas el accidente gástrico, y los trombones gritan su alarma. ¡Bravo! De pronto revienta la tempestad en un crescendo sublime: retortijones de cólico, dados por los clarinetes; un largo silbido intestinal en los oboes, el eructo en los contrabajos, el hipo en el corno inglés. ¡Así! ¡Venga en los flautines la ventosidad sutil de las muchachas! «¡Valladoliiid!», como decía mi abuela. Y ahora en los timbales la ventosidad explosiva de la senectud: «¡Pamplooona!», como decía mi abuelo. ¡Un tutu, señores! ¡Aquí lo quisiera ver a Pitágoras y al musicólogo Archytas! Y ahora la trompeta de Robot: ¡hosanna in profundis!
Bajo la conducción del Enano que zapateaba y reía como un demonio, la Orquesta del Banquete rechinaba por todos y cada uno de sus instrumentos. Y la bóveda parecía querer hundirse ahora sobre los músicos y nosotros los oyentes furtivos, cuando me arrastré hasta la puertecita y salí huyendo por los corredores. Gog y Magog me acompañaban en la fuga: desandamos el camino hasta la leñera y el tragaluz; salimos al parque y regresamos a la choza de los clowns. Mientras nos quitábamos los overoles y nos lavábamos las caras en el fregadero de la cocina, le pregunté a Gog:
—¿Qué opina usted del gran bodrio?
—La Orquesta —me respondió— está bajo el mismo sello de todo el Banquete.
—¿Qué sello?
—El de la «descomposición».
Al decirlo, Gog se frotaba las manos con una satisfacción tan visible, que volví a preguntarle:
—¿Y usted se alegra?
—Naturalmente —dijo él, intercambiando con Magog una sonrisa enigmática.
—Entonces, ¿por qué se alistaron ustedes en la Oposición?
—Porque nos revienta que Otro maneje la batuta —respondió Gog altanero.
—Y a propósito —intervino Magog—, ¿el sastre no le ha tomado a usted las medidas?
—¿Para qué? —le dije yo sin asombro.
—Para su Traje de Banquete.
—¿Habrá un traje oficial del Banquete?
—El Viejo Pagano —me aclaró Gog— se muere por la escenografía. No habrá un traje oficial del Banquete, sino un traje distinto para cada uno de los comensales.