XVI

El sueño de aquella noche me indujo en una pesadilla reiteradora: soñé que Thelma Foussat era pulverizada en un mortero gigante, sometida luego a enérgicas disoluciones y destilada por fin en un alambique monstruoso: cuando me angustiaba en espera de la nueva forma que tomaría la Viuda, estallaba el alambique, y la operación se repetía obstinadamente una vez y otra. Y escuchaba o me parecía escuchar en sueños las voces de algunos personajes terribles que yo había visto en los grabados de un libro de Alquimia tragado y nunca digerido por mí durante mi feroz autodidáctica. Y los personajes decían ritualmente: «solvemus, putrefacemus, sublimemus».

Al colorear de la aurora, me despertó un batir de alas. Abrí los ojos, miré hacia el ventanal que yo había dejado abierto la noche anterior, y vi dos palomas que se acababan de posar en el alféizar y seguían arrullándose como en un dúo ya iniciado en los jardines exteriores. Traté de no aventurar ningún movimiento, a fin de no interrumpir el idilio de las aves: desde mi cama vi cómo la luz matinal reía en sus buches atornasolados, y gocé la paz de sus arrullos viejos y flamantes como la tierra. De pronto algo entró zumbando por el ventanal, ahuyentó a las palomas y cayó sobre mi frazada: era un cascote de ladrillo, atado al cual venía un papel cuya función y origen me resultaron evidentes. Maldije a los clowns por su doble herejía de asustar a las palomas y distraer mi ensueño. Y desatando el papel vi que se trataba, en efecto, de un mensaje de Gog, cuya garabateada letra decía lo siguiente: «El Vulcano en Pantuflas acaba de recitar su tercer Monólogo. Reunión y crítica hoy, a la hora de la siesta. Es para llorar».

Confieso que la perspectiva de hallarme otra vez con Gog y Magog en tan breve plazo me resultaba desagradable: la frecuentación de los clowns ya me había enseñado que, pese a la variedad cambiante de sus gestos exteriores, Gog y Magog actuaban sólo con dos o tres recursos primarios que se hacían aburridos en su reiteración. Por otra parte, sin dudar que Severo Arcángelo hubiera dicho su tercer Monólogo Clave, sospechaba yo que la urgencia de Gog no se debía tanto a su fiebre investigadora, cuanto a su rencoroso afán de reivindicarse frente a mí, luego del triunfo que yo le había refregado en las narices al interpretar la maquette. Sin embargo, la importancia de los Monólogos Claves era tan evidente para mí, que sacrifiqué mis prejuicios y resolví no faltar a la cita.

Después del mediodía y de haber almorzado solo en el living comedor, llamé a la puerta de la choza y me abrió un Magog ceremonioso que me condujo hasta la mesa, donde me fue dado ver el aparato grabador en cuya cinta se registraban sin duda los Monólogos, tres pocilios destinados al café, una botella de coñac en sus alambres y tres copas ventrudas. Busqué a Gog en el recinto penumbroso, y lo vi acostado en su catre de campaña, inmóvil todo él y con una bolsa de hielo en la cabeza.

—¿Está enfermo? —le pregunté a Magog.

—Recibimos y grabamos el Monólogo a las veintitrés de anoche —me respondió él—. En seguida el Maestro se acostó para entregarse al raciocinio. El Maestro no ha pegado un ojo desde aquella hora, y le cambio el hielo cada treinta minutos.

Aunque no ignoraba yo el desnivel jerárquico establecido entre los clowns, me asombró la nueva de que Magog diese ahora el pomposo título de Maestro a su yacente camarada. Pero Gog, que había registrado mi presencia, abandonó simultáneamente su bolsa de hielo, su raciocinio y su catre de campaña:

—Siéntese —me dijo en tono cortante, y se dejó caer en una de las sillas que rodeaban la mesa.

Vertió Magog un café aromático en los pocilios y una dosis de coñac en las copas. Entonces Gog, que rezumaba en sí todo el sudor especulativo de la hermenéutica, inició el exordio siguiente:

—Óigame bien. Y no me diga Maestro. Es imposible considerar la substancia de los Monólogos que ha de oír usted ahora sin antes conocer la esencia del Viejo Truchimán que los ha recitado. Y no me diga Maestro, por favor.

—No le dije Maestro —le advertí yo serenamente—. ¿Cuál es, a su juicio, la esencia del monologador?

—El Viejo Cíclope —definió Gog— es un farsante nato.

Y dirigiéndose a Magog le hizo esta pregunta conminatoria:

—¿Es o no un farsante vocacional?

—Un actorzuelo de mala muerte —le aseguró Magog, copa en mano.

—¡Júralo!

—¡Sí, juro!

—Está jurado —me acotó Gog en un despunte de fanatismo—. Ahora bien, según la documentación obtenida en el archivo donde guarda o entierra él su oscuro pasado, el Viejo Truchimán desarrolló ese berretín histriónico desde su primera juventud.

—¿Qué documentación hay en ese archivo? —le pregunté.

—Viejos programas de funciones teatrales que se realizaron en tabladillos de mala reputación cultural. Y recortes del periodicucho de barrio donde se comentan esos «divismos» del Vulcano en Pantuflas.

Entre consternado y humorístico, Gog expuso ese risible historial de Severo Arcángelo, no con el fin de aclarar los Monólogos (que según vi luego no lo necesitaban), sino con la intención maligna de arrojar otra botella de alquitrán sobre la fama del Viejo Metalúrgico. El cual había hecho su debut a los dieciséis años, en un teatrito de Quilmes, donde protagonizó al Juan José del español Dicenta con tal exceso de patetismo que le valió una generosa cosecha de tomates y demás frutos de la estación. Dos años más tarde Severo había encarnado al héroe de La Cena de las Burlas, en un sótano del Gran Buenos Aires: El Eco de Lanús refirió que media platea lloraba honradamente las desventuras del personaje, y que a su vez la otra media reía sin pudor ninguno; y como la mitad llorante se creyera burlada por la mitad riente, una y otra mitad se vinieron a las manos, en plena función; de modo tal que la cortina debió ser interpuesta entre los actores de la obra y sus espectadores en batalla. Pese a su adversidad, Severo acariciaba desde hacía tiempo el designio ambicioso de vestirse con la ropa y el drama de Hamlet. Lo concretó al fin en una sala de Avellaneda, con un elenco «experimental» y frente a un auditorio integrado casi enteramente por los obreros de la fundición y sus abigarradas parentelas. Y sucedió que la mayoría dormitó beatíficamente durante los cuatro primeros actos, al par que una minoría en consternación trataba de seguir los incidentes de la tragedia con el alma en un hilo. Todo fue bien hasta que Severo, en el monólogo de Yorik, avanzó hacia el proscenio con una calavera en la mano: se aterrorizó la minoría expectante, y al huir despertó a la mayoría durmiente que la siguió en su pánico; y el drama no llegó a la carnicería del acto quinto. Ese Hamlet había terminado con la carrera teatral de Severo, el cual, bajo las amenazas de su colérico progenitor, hubo de renunciar a las tablas y volver a la «Fundición Arcángelo».

—Esa locura histriónica no lo abandonó jamás —concluyó Gog—, y explica los tres Monólogos que usted ha de oír. ¿Sabe cómo los pronunció el Viejo Cretino? Absolutamente solo en su estudio, él y su alma corrompida, frente a un gran espejo.

—Vestido hasta los pies con una túnica griega y coronado de laureles —añadió Magog ensombrecido.

—¿Cómo lo saben? —inquirí yo sin lograr digerir la túnica ni los laureles.

—Nos lo contó un espía que tenemos en la Casa Grande —me dijo Gog.

—Lo de la túnica —le sugerí—, ¿no será una «idea estética» de Papagiorgiou?

—El griego chiflado no está en la Junta del Banquete —me respondió Gog—. No, los Monólogos y su mise en scéne son obra exclusiva del Vulcano en Pantuflas. ¡Y ahí metió las de andar hasta el encuentro!

—¿Por qué? —le dije yo.

—¡Porque, sin darse cuenta, vomitó su entripado! —exclamó Gog—. ¿No le dije a usted que se trataba de monólogos claves?

Magog levantó aquí un índice profesoral:

—El pez muere por su boca —sentenció—, y el estilo es el hombre.

—Oigamos esos Monólogos —los urgí sin comprometerme.

Fue Magog, el técnico de la pareja, quien hizo andar el aparato grabador. Y al instante oí la voz de Severo Arcángelo grabada con mucha nitidez en la cinta magnetofónica:

«¿Volveré a jugar mi alma? ¿La jugaré a estos dados brillantes? Mi vida entre la espada y la pared: entre una espada hostil que me acosa de frente y una pared idiota que me agarra de atrás. ¿Y si diese yo el brinco de costado, a la derecha o a la izquierda? Nunca me gustó la oblicua ni el camino más corto entre dos puntos: la mía es una raza constructora de laberintos para héroes astutos que traen ya su carretel del hilo conductor, y para necios que deambulan estrellándose contra los muros y los enigmas. Yo prefiero salir con la hebra de Ariadna, y no con el dudoso armatoste de Ícaro. Severo Arcángelo me llaman, o el Quemador de Hombres: deberían saber que sólo yo fui el quemado absoluto, y que sólo importa el bello monstruo que nacerá de mi ceniza. ¿La estirpe de Caín? Ella descubrió la metalurgia y edificó la ciudad secreta: Caín mató, y “el que mate a Caín será castigado siete veces”. ¿Volveré a jugar mi alma? ¿La jugaré a estos naipes de colores? Feliz el que interprete un día este Monólogo del Fundidor».

Concluida la primera pieza, Magog detuvo la máquina.

—En este Monólogo —dijo Gog— se traduce la soberbia del Viejo Truchimán, revelada en una megalomanía que no deja de tener sus ribetes cómicos. ¿No pretende, acaso, vincularse a ilustres dinastías mitológicas? Ya lo sabíamos de antemano: el Viejo es un mitómano sin abuela. ¿Observó usted ese hipo de remordimiento que se deja oír entre líneas? Pues bien, lejos de turbar su conciencia, ¡ese hipo le da ocasión de inflar el buche de su orgullo!

Como yo nada le objetase, Gog ordenó a Magog que volviese a poner en marcha la grabadora. Y oímos el segundo Monólogo, que decía lo siguiente:

«La persona que más odio se llama Severo Arcángelo. Desde que abrí mis ojos a este mundo la estudié yo en mil espejos exteriores e interiores. Admiré primero su estructura sólida y su tiranía ejercitada en longitud, en latitud y en profundidad: yo era Severo Arcángelo, y me admiré a mí mismo, ¡vidalitay! Hasta que descubrí la verdad aterradora: Severo Arcángelo sólo era un número en solidificación o un garabato de la ontología. Y al despreciar su esencia me desprecié a mí mismo, ¡ay vidita! Y estoy de nuevo entre la espada y la pared, yo, el quemado absoluto, y con los ojos puestos en mi ceniza. Lo que importa es el monstruo admirable que ha de nacer allí, ¡vidalitay!».

Detenida otra vez la grabadora, Gog me consultó con su mirada. Y ante mi silencio dijo en tono fanático:

—Sí, el segundo Monólogo nos da ya una clave preciosa, descontando ese folklorismo de mal gusto que se intercala en la pieza oratoria. El Viejo Truchimán está revelando aquí un impulso «autodestructivo» que abre a nuestras investigaciones una puerta segura. ¿Entiende?

—No —les dije yo, en el comienzo de un indefinible malestar.

—El que se autodestruye —me explicó Gog— se autodesespera. Y la desesperación le obliga entonces a dar el gran salto. ¡Qué formidable cretino! ¡Y oiga las consecuencias!

Arrebatado en su fiebre, Gog hizo andar por sí mismo la máquina, y se abrazó a ella como si quisiese tragarse la cinta magnetofónica. Entonces oí el tercer Monólogo que decía:

«Todas las palabras han perdido ya su valor originario, su tremenda eficacia de afirmar o negar; todos los gestos han perdido su energía ritual o su fuerza mágica. Lo perdieron en nosotros; en nuestras bocas que hoy parecen duras cajas de ruidos y en nuestros pies de bailarines automáticos. No obstante, las palabras de vida están aún en nosotros, ¿lo están o no, mi alma? Sí, lo están, pero como en instrumentos grabadores que las repiten mecánicamente sin entenderlas ya, sin morder su vieja pulpa inteligible. ¿Qué hará Severo Arcángelo? ¿Qué haría él para resucitar las muertas raíces del júbilo? Crear otras palabras, que digan lo mismo, pero sin lastres de cansancio: inventar otros gestos, que digan lo mismo, pero con fuerza de liturgia. Entre la espada y la pared, Severo Arcángelo medita su gran obra en laberinto».

Detuvo Gog la máquina y se volvió a mí con aire de triunfo:

—¿Se da cuenta? —me dijo—. ¡La «gran obra» del Viejo Truchimán! Estos Monólogos alborotarían a Freud en su tumba.

Sentí que mi desazón aumentaba, y le pregunté:

—¿Me dirá que ha gastado usted esas bolsas de hielo para llegar a una versión psicoanalista de los Tres Monólogos?

—No, señor —protestó él, como si yo acabase de insultar su inteligencia—. Ni Magog ni yo digerimos a los psicoanalistas: entendemos que su negocio es bastante rudimentario.

—Su negocio consiste —me explicó Magog— en hacerles creer a las viejas platudas que tienen aún problemas de orden sexual. Por eso, una vez, Gog y yo arrancamos en Buenos Aires las chapas de bronce de todos los psicoanalistas y las vendimos como chatarra.

—Mi versión de los Tres Monólogos —aclaró Gog todavía lastimado— se basa en la Historia Universal de la Pornografía.

—¿Quiere decir que volvemos al Hijodeputismo? —inquirí yo desolado.

—Naturalmente —asintió Gog—. El Hijodeputismo, como toda filosofía natural, no es un sistema cerrado, sino abierto y perfectible.

—¿Cómo perfectible?

—Se perfecciona en la medida en que los hombres van haciéndose más hijodeputizantes.

—¿Y es el caso del Viejo Fundidor? —le pregunté sólo por tirarle la lengua.

Olfateó Magog en su copa ventruda la nueva dosis de brandy que acababa de servirle Gog, el cual se mantenía de pie a su lado como un discípulo junto a su maestro.

—En alguna oportunidad —me recordó Gog— le comuniqué mi pensamiento acerca de la Pornografía en su relación histórica con el Capitalismo Burgués. Es peligroso democratizar un arte minoritario, como lo es la Pornografía; y el Capitalismo, ansioso de refinamientos, lo consiguió totalmente. ¡No me interrumpa! Estamos en el reino universal de la Pornografía. ¡No me interrumpa, señor!

—No lo interrumpo —le hice notar en mi desconcierto.

—Y no crea —me advirtió Gog sin escucharme— que le formulo aquí una simple cuestión de moralismo: ni Magog ni yo estamos con la moralina.

—La moralina —pontificó Magog— es el antibiótico en grajeas del burgués taciturno.

—Tampoco —insistió Gog noblemente—, al hablar del Hijodeputismo, entiendo rozar ni con la uña el honor de las abnegadas matronas que nos llevaron nueve meses en sus flancos bienhechores.

—Madre hay una sola —lloriqueó Magog con una lágrima en cada ojo.

—Lo que sí he de sostener a muerte —dijo Gog— es que la Pornografía, en su democratización burguesa, lo ha invadido todo: las artes, las literaturas, las filosofías, las modas y las costumbres. Es una Pornografía standard y «en cadena», según los métodos burgueses de la industria.

Lo vi desnudo y brutal en su fanatismo de sistema:

—¿No está exagerando la nota? —le pregunté—. ¡Usted no me ha dejado títere con cabeza! ¿Es que todo cayó bajo la Pornografía universalizante?

—¡Imbécil! —me insultó Gog en su entusiasmo—. No he dicho que todo: faltaba la Ciencia. ¡Y el Viejo Truchimán Libidinoso está metiéndola en la Pornografía!

Sudaba Gog y se estremecía en su furor especulativo:

—¡Ahí tiene usted el «gran brinco» —me reveló—, la «gran Obra», el «gesto nuevo» que intenta el Vulcano en Pantuflas! El muy ladino, en su ansia escandalosa de organizar un Banquete, sabe muy bien que la ingenua pornografía francesa, la visceral pornografía germánica, la solemne pornografía inglesa y la fúnebre pornografía española ya no conmueven ni a los niños de jardín de infantes, hoy sólo interesados en la fisión nuclear. ¿Y entonces qué hace? ¡Acude a la Ciencia! ¿No ha observado usted el arsenal de recursos científicos que aporta el Viejo Truchimán a la organización del Banquete?

Peligroso en su frenesí, Gog me dirigió un zarpazo a la cara, tal como si desease arrancar de mis ojos una telaraña invisible:

—¡Oiga, sordo y ciego! —me apostrofó—. ¡El Banquete será una orgía científica, una bacanal innoble, a base de electroshocks e isótopos radiactivos!

Se derrumbó sobre la mesa y su frente resonó en los duros tablones. Entre Magog y yo lo arrastramos hasta su catre de campaña: lo acosté y abrigué con las cobijas, al par que Magog, llorando de piedad, renovaba en la heladera los cubos de la bolsa.

Dejé a los clowns en su cabaña y salí al parque desierto a esa hora de la siesta. El sol, en su equinoccio primaveral, ardía lo bastante como para derretir ya en aromas las resinas y suscitar un preludio temprano de cigarras. Me tendí al pie de un cedro, con el fin de meditar a solas en los tres Monólogos de Severo Arcángelo: siempre fui vulnerable a las primeras impresiones, en cierta blandura de mi alma que me había llevado a frecuentes equívocos; hasta que la prudencia me aconsejó al fin el hábito de no aceptar ningún hecho sino a través de un análisis a posteriori, tal como se habrá notado en lo que llevo de mi narración y se notará en lo que sigue. No me asombraba la interpretación, a mi entender fantasiosa, que Gog había dado a los Monólogos: el clown, en su aparatosidad endeble, había tejido, como de costumbre, una hipótesis a base de lo más externo y literal. Por mi parte, sin desconocer la inferioridad y nebulosa en que mi autodidáctica me había dejado, no había podido menos que advertir en los Monólogos cierta filiación con algunos textos que yo había transitado en mi juventud, bien que sin entender una jota y a la manera de un turista ciego. Y el malestar indefinible que yo había sentido ante la perorata de Gog era muy semejante (ahora lo veía claro) al que uno siente cuando sospecha la profanación o el manoseo de una substancia cuya virtud se desconoce. Lo que me resultaba claro en los Monólogos era el anuncio de una construcción en forma de «laberinto». El Banquete de Severo Arcángelo, ¿no venía presentándose a nosotros como un laberinto al cual se nos había lanzado y que ahora recorríamos a ciegas? Y entrar, correr y salir del laberinto, ¿no era una experiencia individual e intransferible que cada uno de nosotros debería realizar por sí? Desde aquella tarde anduve con más tiento en las cosas del Banquete.