III

Algunas veces —comenzó a decir Farías— he pensado que la concepción del Banquete monstruoso, tal como se dio en Severo Arcángelo, sólo pudo cuajar en Buenos Aires. Porque Buenos Aires, en razón de su origen y de sus todavía frescos aluviones, no es una sola ciudad sino treinta ciudades adyacentes y distintas, cada una de las cuales aprieta su mazorca de hombres y destinos en interrogación. Sólo un alma bruja como la de Severo Arcángelo pudo entresacar hombres y mujeres de tan diversos mundos, para unirlos en un collar armónico y sentarlos a la mesa de un Banquete que tanto se pareció a un aquelarre. Si gracias a usted la historia se publicase algún día, muchos entenderán por qué una quinta de San Isidro quedó súbitamente abandonada, sin otro huésped que un suicida recostado aún en una fastuosa mesa de festín y dos clowns vivos y encadenados en las perreras de la casa; y sabrán asimismo por qué, desde cierta noche crítica, un número de personas aparentemente no relacionadas entre sí desaparecieron de la urbe sin dejar ningún rastro. Pero antes es útil que yo le diga brevemente quién soy y en qué circunstancia me dejé ganar por la empresa del Viejo Cíclope.

Ya sabe usted que mi nombre verdadero es Lisandro Farías, aunque me dieron otro en la Cuesta del Agua, otro nombre que perdí seguramente cuando usé «los talones de la fuga», como habrá dicho Pablo Inaudi, lo juraría. Nacido en la pampa de Buenos Aires, pude ser un criador de novillos (tal era el voto ferviente de mis progenitores). No obstante, y desde la niñez, mi alma pareció sensible a otros tironeos de rienda: usted mismo, con bastantes precisiones, ha señalado alguna vez el influjo de la soledad y la «gravitación de cielo» sobre los hombres de la llanura. Yo había leído mucho, aunque sin método; y desde la escuela rural mis aptitudes literarias habían suscitado el orgullo único de mi maestro y la hostilidad colectiva de mis familiares. Así fue como, sobre la ilusión chillona que tejían afuera hombres y brutos, yo era feliz en mis bien trabajadas concentraciones. Pero no había yo descubierto aún el doble, alternativo y peligroso juego de la concentración y la expansión, que se daría en mi existencia con una regularidad casi respiratoria: cierta vez Pablo Inaudi me dijo que, si yo me afianzaba en la concentración, vería «doce frutas de oro» en el Jacarandá plantado sobre la colina. Me fue imposible conseguirlo, y por eso estoy aquí, lejos de la Cuesta del Agua y cerca de una muerte a la cual, según veo, no le faltarán desodorantes.

Y la primera de mis expansiones ocurrió justamente cuando, resuelto a partir aquel horizonte que me ceñía en el sur, abandoné la llanura para reclamarle a la metrópoli un destino que a mi entender se me debía. El primer año de mi residencia en Buenos Aires tuvo por signo el caos de las relaciones nuevas entre las cuales me di a practicar un «tremendismo» que sólo era, en el fondo, una gimnasia de mi alegre indeterminación. Pero un hombre y una mujer no tardaron en cimentar la arquitectura de mi destino: eran el doctor Bournichon y la muchacha Cora Ferri. El doctor Bournichon dirigía un importante rotativo a cuya redacción ingresé condicionalmente; pues bien, la necrología irónica de un filántropo y el panegírico malicioso de un legislador, obras de mi pluma rentada, sumieron al doctor Bournichon en un éxtasis profundo del cual salió muy luego para diagnosticarme una carrera vertiginosa en el velódromo del periodismo. Algo después Cora Ferri, a mí presentada en un Congreso de Mujeres Libres, me invitó sin ambages al idilio, a la exaltación de la poesía y al riesgo heroico de la libertad; y naturalmente, como era fatal y previsible, me casé con ella.

Los resultados no se hicieron esperar: a la sombra benéfica del entusiasta Bournichon me convertí en una máquina de referir y adobar lo múltiple cotidiano. Por su parte Cora Ferri, en una inédita fase de sí misma, pulverizó al Idilio en su licuadora mecánica, degolló y desplumó a la Lírica junto a sus asaderas y narcotizó a la Libertad entre sartenes oleosas y artefactos eléctricos. En resumen, uno y otra forjaron para mí esa especie de gallinero confortable que se ha dado en llamar «la Vida Ordinaria». ¿Se ríe usted? ¡Hace mal! Yo afirmo que «la Vida Ordinaria», sea o no comparable con un gallinero, tiene la virtud funesta de construir para sus adherentes una ilusión de seguridad que a menudo linda con la insolencia. Y yo engordaba en mi corral estable, apuntalado noche y día con los mismos rostros, los mismos hechos y las mismas palabras cuya reiteración engañosa era la más firme garantía de mi estabilidad. Naturalmente, para existir en tales condiciones es necesario renunciar a todo «hecho libre», interior o exterior, capaz de abatir inesperadamente las estructuras del gallinero; y no sólo renunciar a esas interferencias que pueden ser del orden humano o del querer divino, sino también, y sobre todo, negarlas en su posibilidad. Severo Arcángelo, durante su inquisitoria de la Casa Grande, me abrió los ojos hasta la rotura en lo que se refiere a «la Vida Ordinaria», la cual es una hebra de las muchas con que se urdió la complicada estofa del Banquete, junto con la del Robot Humano, su hebra consecutiva.

En su inesperada y cruenta vulgaridad, la muerte de Cora Ferri se me presentó como el «hecho libre» (y en cierta manera irónico) destinado a malograr toda la legislación de pequeños actos que constituía mi existencia y la suya. La versión de que, al marchar detrás de su carroza fúnebre, tenía yo en los talones algo así «como un paso de baile» sólo es una especie calumniosa difundida por mis enemigos de la Redacción. Lo que jamás he negado es que, al verme solo entre ollas heladas y artefactos inmóviles, el andamiaje de mi estabilidad cayó a tierra, y que allí mismo, sobre las baldosas de la cocina, solté mi viejo y duro cascarón y me sentí con una piel nueva y extrañamente sensible. Gasté los tres días de luto que me otorgaba el rotativo en analizar mis emociones; y, como las hallase gratamente consoladoras, resolví, en un despunte de mi audacia, completar esa demolición que la muerte había iniciado sin mi consentimiento. Por segunda vez, tras la concentración venía una expansión de mi alma, y su poder centrífugo era incalculable. Yo necesitaba zafarme ahora del periódico y de sus bonancibles tiranías, pero sin insultar la fe de Bournichon que había cifrado en mí sus gratas ilusiones de linotipo. Vuelto a la Redacción incurrí en deliberadas haraganerías, descuidos e incoherencias, y esperé, vigilante. ¡Nada! La fe de Bournichon era inconmovible. A mi estratégica benignidad sucedió entonces una furia que mi ansia de libertad convertía en poética: fríamente aguardé la ocasión de ubicar un golpe definitivo, y ella se me dio cuando uno de nuestros fotógrafos resultó herido por la policía en un tumulto callejero. ¡La libertad de información había sido vulnerada! Pálido y digno a la vez el doctor Bournichon me hizo comparecer en su oficina para otorgarme «la responsabilidad y el honor» de un artículo reivindicatorío cuyos ingredientes quedaban librados a mi «reconocida prudencia». Con un temblor en el árbol interno de mi sangre, me senté a la máquina de escribir e inicié un alegato vibrante, dolorido, lacrimógeno en favor de la libertad conculcada. Y al final del artículo, perversamente, deslicé la fábula que sigue: «La cotorra le preguntó al búho: ¿qué cosa es un periodista? Y el búho, tras reflexionar un instante, le respondió: el periodista es un ente que, por fatalidad de oficio, está condenado a escribir todo de todo, sin saber nada de nada». Tras enviar a las linotipos aquella bomba de tiempo, me lancé a la calle y volví a medianoche. La primera señal de tormenta me la dio el regente Quintanillas, un ser de antimonio, el cual, traduciendo una emoción que nadie hubiera previsto en ese metaloide, me dijo:

—El director lo espera. Es urgente, ¿sabe?

Al entrar en la oficina de Bournichon lo vi sentado frente a galeradas de pruebas, en una de las cuales, bien lo sabía yo, estaba mi artículo bomba con su final subrayado en lápiz rojo.

—Farías —me dijo con un resto de conmiseración—, ni siquiera un duelo reciente podría justificar el exabrupto que usted ha mechado en este artículo.

—Es una fábula que venía muy al caso —le respondí.

—¡No es verdad! —tronó él—. Muchacho, ¿se ha vuelto loco?

—Estoy cuerdo hasta la resurrección —le repliqué con extrema dulzura—. El tornillo de Arquímedes guarda una lógica inexorable.

Bournichon se puso de pie, violentamente:

—¿Qué tiene que ver el tornillo de Arquímedes? —inquirió temblando como una hoja.

—Yo soy el tornillo —le dije—. Y usted es el Gran Icosaedro.

Un minuto le llevó al hombre digerir aquella metafísica, tras el cual Bournichon me planteó el siguiente dilema:

—Farías, o usted ha perdido la razón, o se burla de mí. En cualquiera de los dos casos, ¡está cesante!

La última visión que tuve de aquel hombre pundonoroso fue la de su índice rígido que me señalaba una puerta, y la de su espina dorsal agobiada como bajo los escombros de una ilusión en derrumbe.

No crea usted inútil o excesiva la prolijidad con que voy describiendo mis acciones y mis reacciones. ¿O imagina tal vez que uno puede sentarse a la mesa del Banquete sin haber llegado a su propia frontera con la nada? Sin saberlo yo estaba dirigiéndome a ese deslinde fatal. Consagré los días que siguieron a la frecuentación de la ciudad en sus lugares menos conocidos y a las horas más desacostumbradas: era mi desquite sobre el Espacio burgués y el Tiempo convencional que me habían ceñido hasta entonces. Fumé opio en tabucos miserables, aposté a los gallos de riña en los Mataderos, manejé títeres en la Boca, frecuenté a los hombres lisos de remolcador y a los pegajosos borrachos de taberna. La euforia inconsciente de aquellos días no tardó en ceder terreno a una sensación de vacío en el cual la imagen de Cora Ferri se me fue presentando con relieves entrañables y alarmantemente poéticos; y me di entonces al loco afán de reconstruirla en sus encantos y evocarla en sus graciosas y ¡ay!, perimidas gesticulaciones. Un compinche de bar, atento a mis nostalgias, me recomendó un centro espiritista de Almagro, en el cual, según lo aseguraba, me sería dable obtener una comunicación patente con mi difunta. Me dirigí al centro, y durante cuatro sesiones estuve palmeándome los muslos, con mis hermanos, en tren de imantación, ante cinco videntes que se aletargaban: tuve la fortuna de oír las voces filosóficas de Confucio y el Mahatma Gandhi, y los gritos despóticos de Julio César y un cacique ranquel; pero mi llorada Cora no dio señales de habitar el espacio etérico, visto lo cual resolví librarme a mi propia ciencia. Acuciado a la vez por la soledad y el género lírico, cierta medianoche, en la penumbra de mi escritorio, se me dio por invocar el alma sublime de Cora, deseoso de trabar con ella un diálogo que, a mi entender, haría lagrimear a los ángeles. La conjuré a que se presentara; y aguardé frente al balcón, sin dudar que el cuervo de Poe llegaría desde la tiniebla para instalarse, no en el busto de Palas, que nunca tuve, sino en cualquier otro soporte igualmente favorable al coloquio metafísico. Por desgracia Cora no respondió a mi llamado, y era muy natural, según lo advertí más tarde: pese a su mérito en otras asignaturas, Cora no mostró jamás la pasta de las heroínas; más aun, con todo el calcio de sus huesos no se hubiera podido construir ni una sola falange de Leonore, y la suma de su fósforo no habría dado ni una célula nerviosa de las que usó Ligeia. Fracasada mi tentativa de irrupción en la sobrenatura, el ocio y la vacuidad me llevaron a una tarea que se inició como pasatiempo y acabó en el fanatismo: encerrado en mi casa, y en horas de fervor creciente, me puse a fregar y pulir cacerolas, fuentones, cubiertos, bandejas, toda la utilería de metal que Cora y yo habíamos atesorado; y el hecho de que yo la realizara con utensilios para mí sin futuro, conferían a mi operación una gratuidad que casi rayaba en la mística, sobre todo cuando me pareció intuir que el espectro doméstico de Cora Ferri me observaba y me bendecía desde los rincones. Tiempo después, en el Diálogo del Calabozo, Pablo Inaudi me reveló el significado real de aquellas fregaduras.

Súbitamente, agotadas mis reservas de la Caja de Ahorros, me vi ante un reclamo, el de mi subsistencia material. No sin algún heroísmo yo había renunciado a la «vida ordinaria», con juramento solemne de no reincidir en sus lugares comunes; pero el «orden extraordinario» en que yo suponía vivir no suministra los recursos tangibles que hacen desarrugar la frente de los caseros y proveedores. Yo necesitaba encontrar un sistema económico intermedio, y me pareció hallarlo en los concursos de preguntas y respuestas que había lanzado la televisión. Esos concursos armonizaban en sí los factores de azar, peligro y aventura que requería mi nueva piel; y me inscribí en la nómina de postulante libre de todo remordimiento. La buena suerte, mi versatilidad periodística o ambas cosas a la vez me hicieron triunfar durante ocho semanas consecutivas, hasta la pregunta final que satisfice con la modestia de un sabio antiguo, frente a las cámaras busconas y los aplausos aduladores. Estreché manos, firmé autógrafos, aparecí en las revistas especializadas; y dos quincenas más tarde volví al anonimato. Pero lo esencial, el dinero, estaba en mis manos; y se habría desvanecido en ellas metódicamente si un ex compañero de redacción, el de Finanzas, estimulando en mí cierto delirio de grandeza que siempre tuve, no me hubiese instado a jugar en la Bolsa y a perder todo el fruto de mi erudición.

Desconcertado ante un revés tan imprevisto, quise regresar a las justas televisivas; pero se me consideraba ya como un «fuera de concurso», demasiado glorioso para rebajarme frente a competidores novatos. Descendí entonces al infierno de las broadcastings humildes, allá, donde se abrían encuestas de ingenio y buen humor que se premiaban con artículos de bazar o de lencería: por primera vez en mi existencia conocí la miel y la hiel de los clowns, al recibir en mis manos, en mi cabeza y en mis hombros las ollas, los ralladores de queso, los trapos de piso, las frazadas, los rollos de papel higiénico, los panes de jabón amarillo que me arrojaba un locutor endemoniado ante la risa brutal y pura de los asistentes. Yo recogía mi botín, lo trajinaba por las calles y se lo vendía finalmente a un cambalachero amigo. Y cuando esas últimas posibilidades fueron agotadas, me crucé de brazos y miré a mi alrededor: sin duda, me hallaba en una zona desconocida.