V

En el día y la hora señalados un automóvil sin fastuosidad, a través del Gran Buenos Aires y sus incidencias fronterizas, me condujo hasta una propiedad de San Isidro, de las antiguamente llamadas «quintas de veraneo». Tras haber cruzado un gran portal, el vehículo se deslizó entre jardines y se detuvo frente a una residencia cuyo aspecto exterior no entraba en mis previsiones. A mi entender la casa de Severo Arcángelo debía lucir el costoso mal gusto y la falsa grandiosidad que los nuevos ricos exigen a sus arquitectos mártires. Pero aquella mansión instalaba en la luz cierta grave sencillez y cierta majestad alegre que me llenaron de asombro. Un portero bien aleccionado me hizo entrar en el vestíbulo y me presentó con el gesto a un mayordomo que, sin preguntarme nada, me invitó a tomar asiento y se desvaneció, no menos abstracto que la naturaleza muerta de Braque iluminada frente a mí. Admiré un instante la obra, y afiné luego mis oídos, curioso de sorprender las pulsaciones íntimas, los cuchicheos, los roces que se dan en una casa viviente; pero un gran silencio reinaba en toda ella, bien que un silencio extraño, ya que me pareció advertir en su fondo esa muda vitalidad de resortes y engranajes que alienta en un mecanismo bien aceitado. Meditaba yo en esa posibilidad, cuando regresó el mayordomo «no figurativo» y, sin palabras, me condujo hasta un gabinete donde todo se perdía o se mimetizaba en un tono azul disolvente. Necesité adaptar mis ojos a esa claridad de gruta marina para descubrir al hombrecito regordete y semicalvo que, a través de unos lentes espesos, me observaba desde su escritorio demasiado grande para él. Cuando entendió que yo lo había enfocado, me dijo con voz neutral:

—El estroncio 90, pese a su divulgación excesiva, no hace temblar ni un pelo de Aristóteles.

Disimulé mi sorpresa, y decidido a no ceder terreno:

—Exactamente —le respondí—. Sin embargo, el isótopo 235 del uranio intenta chamuscar la barba intocable del Hacedor.

El hombrecito soltó una carcajada que inesperadamente lo humanizó delante de mis ojos.

—¡Usted me gusta! —exclamó regocijado—. ¡Por Cristo que me gusta! Lo del estroncio, una palabra casi obscena, pertenece al alegato que hice yo ante el Consejo de la Universidad y que me valió la expulsión de la cátedra. Permítame que me presente: soy el profesor Bermúdez.

Estreché la mano fofa y a la vez aristocrática del profesor:

—Lisandro Farías —me presenté sencillamente.

—Claro, claro —dijo él—. Perdóneme lo del estroncio 90: es una fórmula que sigo utilizando para medir imbéciles, estén o no en la Universidad. Usted ha salido bien de la prueba: su contestación a base de uranio es definitiva. Pero, siéntese. ¿Qué le hago servir, café, habanos, licores?

—Nada por ahora —dije yo tomando asiento frente a Bermúdez.

Lleno de benevolencia, hojeó él un expediente que tenía bajo sus narices.

—He leído el informe de la Enviada Número Tres —me anunció)—. Usted, mediante suicidio, estaba en un tris de «arruinar su bello karma», tal como diría Pablo Inaudi. ¿Lo hubiera logrado? Me parece difícil: el revólver de su tío Lucas no hubiese matado ni a una mosca, según el juicio un tanto irónico de la Enviada.

—¿También consignó esa ironía en el informe? —rezongué yo sin ocultar mi vergüenza.

—Y ha sido multada por ello —me aseguró Bermúdez—. No toleramos que nuestras Enviadas formulen apreciaciones de carácter subjetivo.

—Pues lo lamento —dije yo—. La Enviada Número Tres, a mi juicio, es de una eficiencia conmovedora. Y añadiría que su sistema orográfico es perfectamente adorable, si no temiera profanar el austero color de este recinto.

Bermúdez me observó, entre admirativo e intrigado.

—Usted me gusta —reiteró—. Su vocación por la farsa es tremenda. ¿Le viene de adentro, como una «expiración», o la ejerce mediante un acto cerebral?

—Nunca me lo he preguntado —le dije—. Sólo sé que en los trances más dramáticos o solemnes de mi vida siento una furia interior, poética y a la vez destructora, que me incita de pronto a una liberación por lo absurdo.

—¡Qué síntoma! —exclamó Bermúdez al parecer deleitado—. El maestro Inaudi vería en él una «calificación para el salto metafísico».

—Me gustaría saber —le dije yo— si mis condiciones de farsante vocacional han de servir a los fines de Severo Arcángelo.

Por vez primera yo dejaba caer ese nombre que, según mis cálculos, debía tener allí un valor hermético. Estudié la cara de Bermúdez y no vi en ella ningún gesto de sobresalto.

—No lo sé —me respondió, traduciendo una viviente perplejidad—. Ignoro todavía si lo que viene tramando el Viejo es una farsa o un cataclismo.

Y mudó bruscamente de tema:

—La Enviada Número Tres —me dijo— ha observado en usted alguna inclinación a la dipsomanía.

—¡Es una mujer admirable! —ponderé yo—. Tiene las ubres de una vaquillona sagrada. ¡Profesor, usted la conoce!

Bermúdez rio discretamente:

—¡Qué hombre! —dijo—. ¡Entre usted y yo hubiéramos demolido la Universidad! No conozco a la Enviada Número Tres, digo en sus particularidades anatómicas. La que me tocó en suerte fue la Número Uno.

—Pelirroja, ¿verdad? —inquirí yo exaltado—. ¿Con unos ojos verdebotella que parecen grandes esmeraldas de utilería?

—No, señor —me dijo Bermúdez—. La Enviada Número Uno es castaña, ojinegra y fuerte como una Juno del panteón griego. ¡Qué mujer! Tiene una mano de ángel para ceñirle a uno el chaleco de fuerza.

—¡Profesor! —me dolí yo al sorprender en sus lentes algo así como el relampagueo de una locura superada.

—No se alarme —dijo él—. Cuando me abordó la Enviada Número Uno yo estaba en mi frontera, como usted en la suya. Y mi clima fronterizo reclamaba un chaleco de fuerza, técnicamente hablando.

—¿Cómo había llegado usted a esa región de frontera? Digo, si no es una indiscreción.

—En absoluto —me aseguró Bermúdez—. Tengo que decírselo: es de ritual. Al fin y al cabo navegaremos en la misma piragua. Con todo, no se ilusione mucho: además de la mía sólo conocerá la historia del doctor Frobenius. Los otros expedientes revisten el carácter de una inviolabilidad sin rotura posible. Oiga: yo era profesor de filosofía en la Universidad de Buenos Aires; y en el transcurso de no pocos años gané bastante reputación como tragalibros y polilla de biblioteca. Dígame ¿usted ha sido alguna vez universitario?

—Nunca —le confesé yo sin recatar mi desventaja.

—¡Que Dios lo conserve así! —exclamó él bendiciéndome con su diestra—. Una noche, con los ojos turbios y las espaldas rotas, yo traducía cierto infolio de tamaño gigante, cuando tuve de pronto una iluminación que hizo trastabillar a mi alma. ¡No me interrumpa! Fue una iluminación dolorosa y edificante a la vez. ¡No me interrumpa!

—No he dicho nada —le hice notar piadosamente.

—¡Una revelación gratis data! —insistió Bremúdez que no me había escuchado—. ¿Y sabe lo que me anunciaba esa revelación? Que yo sólo era un devorador de «letra muerta», que yo roía y tragaba letra muerta en papeles muertos. Asustado ante aquella súbita noción de mí mismo, corrí a un espejo y estudié mi cara: ¡sí, yo tenía el semblante de un roedor, los dientes filosos, el bigote lacio y el aire furtivo de una rata nocturna!

—¡Profesor! —volví a decirle yo en una suerte de lamento.

Bermúdez, que no me oía, se pasó una mano por la cara, temeroso de palpar aún en ella los distintivos del roedor.

—Naturalmente —dijo ya tranquilizado—, me guardé in pectore aquella revelación inquietante. Y no salió de mi fuero íntimo hasta que se produjo la segunda. Yo estaba en clase, frente a una veintena de alumnos que, dispuestos en anfiteatro, seguían mi disertación con la mirada floja y los maxilares quietos. De pronto vi que los maxilares entraban en actividad, que los ojos traducían un resplandor angurriento, y que los veinte alumnos eran, en sus pupitres, veinte ratas que deglutían «letra muerta», la que yo les arrojaba desde mi estrado profesoral. Enloquecido entonces les arrojé a la cabeza mis libros, mis papeles y mis fichas: «¡Traguen! —les grité—. ¡Ahí tienen las habas resecas de Pitágoras, el queso rancio de Anaxímenes, las berzas marchitas de Empédocles!». Los alumnos despavoridos corrieron al Decanato. Y la Junta de Profesores dictaminó lo siguiente: a) yo era víctima de un terrible surmenage debido al estudio intenso de los filósofos presocráticos; b) se me concedía un mes de licencia para restablecer el equilibrio de mis facultades.

En este punto Bermúdez esbozó una sonrisa llena de travesura:

—¿Le va interesando? —me preguntó—. Se lo cuento para que no tenga frente a mí ningún complejo de inferioridad, usted, que intentó matarse con un revólver sin gatillo.

—¡Mi revólver tenía gatillo! —protesté yo en defensa de mi tío Lucas.

—Lo sé —rio Bermúdez—: acabo de usar una hipérbole. ¿Sabe usted lo que me ocurrió en el transcurso de mi licencia? La pasé internado en una clínica de reposo; y allí, gradualmente, mi aridez interna fue cediendo lugar a una increíble «frescura dionisíaca». ¿Lo entiende?

—No, señor.

—Pues verá —dijo Bermúdez—. Ya devuelto a mi cátedra, se me vio lucir trajes y camisas de tonos agresivos. Los alumnos de la Facultad me sorprendieron en los corredores esbozando piruetas de ballet clásico. Durante una reunión de profesores me comí devotamente las tres rosas que languidecían en el florero del Rector. Por último, ante un auditorio de jóvenes universitarias, las incité fervientemente a enterrar a Demócrito y a seguir la clamorosa didáctica de la primavera. Fue mi última clase magistral: llamado a juicio, pedagogos llenos de benevolencia me condenaron a la exoneración, atribuyéndome una «satiriasis prematura» que jamás tuve, ya que, mucho tiempo atrás, yo había quemado mi sexo en la llama divina del inmortal Heráclito. Pero antes de condenarme debieron escuchar mi autodefensa, en la cual el estroncio figuró activamente, bien que sin eficacia, ya que mis colegas lo tomaron por un metafísico griego sin mayor bibliografía.

Guardó Bermúdez unos instantes de silencio; y la figura del doctor Bournichon expulsándome de su oficina se me hizo presente con toda su risible dramaticidad. Cierto paralelismo se daba entre la historia del profesor y la mía: ¿era casual o deliberado? Intentaba yo ahondar en ese interrogante cuando Bermúdez retomó el hilo de su relato.

—Libre ya de mis obligaciones consuetudinarias —dijo—, conocí el sabor picante de la libertad, y me lancé a la vida nocturna de Buenos Aires más como espectador que como actor. En un bar de la calle Maipú donde se congregaban al amanecer los sobrevivientes del «Pigalle», di una vez con cierta «barra» de hombres y mujeres que fortalecían allí sus borracheras declinantes. Frente a mi décima coca-cola los estudié con irrefrenable simpatía. Y de pronto les dirigí un discurso por el cual los exhortaba cariñosamente a templar los excesos de Baco en el agua fresca de la sabiduría, como lo hicieron los epicúreos que, pese a su mala reputación, no vacilaron en lanzarse al terreno de las especulaciones atomísticas. El jefe de la «barra», conmovido hasta la raíz, lloró sobre mi hombro derecho y me propuso llanamente instalar una escuela de filosofía yogui en cierta isla del Tigre que usufructuaba en propiedad. Le dije que la filosofía yogui no entraba en mi asignatura; pero él insistió con tal acopio de llanto, que acompañé a la «barra» primero en una carrera de automóvil y después en otra de lancha. Llegamos a la isla con la aurora, el jefe nos introdujo en un chalet casi en ruinas; y mis discípulos «yoguis», tras una libación final, cayeron dormidos en las esteras de junco. Utilicé la mañana en preparar mis lecciones, no dudando que los primitivos griegos ejercerían una virtud refrescante sobre aquellas almas tormentosas. Y recorriendo la isla, que me pareció ideal en sus fragosidades, me animé a concebir la ilusión de practicar en ella un «robinsonismo» filosófico de nueva hechura. Mis alumnos «yoguis» despertaron a media tarde; y cuando me disponía yo a iniciarlos en la escuela milesia, corrieron a sus asadores, descorcharon botellas, pusieron un disco en su fonógrafo y se lanzaron a bailar un rock and roll que hizo enmudecer a todos los pájaros de la isla. Los exhorté a la templanza, y me sonrieron con infinita comprensión: «No hay duda —reflexioné yo—, que están despidiéndose ahora de sus “hombres viejos”, y mañana sus “hombres nuevos” entrarán en mi órbita». Con tan dulce pensamiento me dormí en el altillo que me habían asignado. Y al día siguiente, no bien desperté, me vi solo en el chalet y en la isla: los «yoguis» habían partido según la ley de sus naturalezas erráticas. Un pescador de río, que vio mi camisa enarbolada en un palo, me recogió en su bote y me devolvió al mundo. Entré luego en mi crepúsculo.

Bermúdez calló, y le pregunté, solidario:

—¿Hasta que oyó los tres golpes?

—Eso —me respondió él—: hasta que oí los tres llamados en mi puerta.

—¿Era la Enviada Número Uno?

—Me tomó por asalto —dijo Bermúdez— e intentó forzar mi alma no sé yo con qué ganzúas. La acusé de ser la Cortesana de Alejandría, y me lancé contra ella, verdaderamente furioso. Me hizo una «llave japonesa», entramos en clinch; y la Enviada, con una pericia increíble, me ajustó un chaleco de fuerza que nadie habría previsto en sus manos angelicales. Entonces me envolvió su perfume.

—¡Sí —exclamé yo exaltado—, un aroma de glicinas!

—¿Cómo de glicinas? —preguntó Bermúdez.

—¡Un olor de glicinas arracimadas, allá, en el Sur!

—Ahora caigo —rio Bermúdez—. No, señor. El perfume que traía mi Enviada era de heliotropo: yo había descubierto en mi juventud que el heliotropo da el aroma cabal de la inteligencia.

Y añadió al observar mi desencanto:

—No se deje ganar por las apariencias de misterio: todo aquí se desenvuelve según un plan exacto como el álgebra. ¿Observó usted en el vestíbulo la naturaleza muerta de Braque?

—Es una obra exquisita —le dije yo.

—A usted le gusta Braque, ¿no es verdad?

—Naturalmente.

—Y es por eso que hoy, día de su llegada, un Braque figura en el vestíbulo. Cuando yo entré allí por vez primera, colgaron un Brueghel. De igual manera, y según las aficiones del «invitado», usted podrá ver en el hall un cromo abominable o la fotografía de un team de fútbol.

Al advertir el carácter dubitativo de mi silencio Bermúdez recorrió todo el ámbito con su mirada:

—Observe usted la residencia de Severo Arcángelo —me invitó—, y aguce los oídos: no verá nada, ¿entiende?, ni escuchará rumor ninguno. Sin embargo hay aquí puertas que se abren y se cierran con metódica discreción; hombres y mujeres que circulan y se detienen en un corredor o una escalera, obedeciendo a señales preestablecidas; conciliábulos en habitaciones acolchadas y laboratorios donde algo se destila sigilosamente. ¡Oh, no me interrumpa! Y escuche. Cierta vez, en París, visité un prostíbulo de alcurnia: era una gran mansión de la rué Provence a la que acudía un mundo lujoso de hombres y mujeres internacionales. Y sin embargo, cada individuo gozaba en ella de una discreción absoluta, ya que cierto sistema de luces, como el de los bulevares, dirigía el tránsito de los clientes para que no se encontraran en los pasillos y salones. Algo semejante ocurre en esta casa.

—¿Y qué se anda organizando aquí? —pregunté yo, seguro de que Bermúdez eludiría la respuesta.

Y él me contestó a boca de jarro:

—El Banquete.

Lo miré a fondo:

—¿Qué Banquete? —le dije.

—Lo que se organiza en esta casa es un Banquete —insistió Bermúdez con admirable sencillez.

—¡Profesor! —le dije—. ¿Me hará creer que se ha montado aquí toda esta máquina formidable sólo para organizar un banquete?

Me sentí dominado por una furia que nacía de tres factores: el asombro, la incredulidad y el desasosiego:

—¿Y qué hacen —inquirí— esas Enviadas en serie que visten como hetairas de lujo y gastan un dineral en extractos franceses?

Bermúdez rio desde su apacible gordura:

—No las trate así —me rogó—. Ellas forman un equipo muy bien organizado: costó mucho elegirlas y entrenarlas para su no fácil misión.

—¿Qué misión?

—A usted le quitaron un revólver —dijo Bermúdez— y a mí me vistieron con una camisa de fuerza. Cada una tiene su especialidad, y todas bajan con sus «anzuelos» a los cuarenta barrios de Buenos Aires para pescar a los elegidos.

—¿Con qué fin?

—Ellas deben «atraer a los posibles comensales del Banquete».

Mi conato de furia se transmutó en cierta inquietud inexplicable.

—¿Y qué se propone Severo Arcángelo con semejante Banquete? —pregunté.

—Si usted me lo dijera se lo agradecería —me respondió Bermúdez nublándose de repente.

—¿No lo saben los Maestros? —insistí—. La Enviada Número Tres me habló de los Maestros.

Bermúdez, al oírme, pareció consternado:

—¿Se refirió al maestro Inaudi? —me preguntó en voz baja.

—No, señor.

—Al Maestro no hay que nombrarlo indebidamente. Una vez yo lo hice, y él me puso de rodillas en un rincón del laboratorio, ¡a mí, un profesor universitario! ¿Se da cuenta de mi enorme ridículo?

Aquel había sido el primer sobresalto del profesor Bermúdez: el segundo que advertí en su desmedrada estructura se dio cuando un ojo de luz amarilla parpadeó tres veces en un tablero que Bermúdez: tenía frente a sí.

—El Viejo Fundidor está pronto a recibirlo —me anunció gravemente.

—¿Severo Arcángelo?

—Lo llevaré a su estudio cuando se encienda la luz verde.

Y se puso de pie con aire de circunstancia.

—¿Cómo es el hombre? —le pregunté yo sin abandonar mi asiento.

—Usted lo verá y juzgará —me respondió Bermúdez—. Y he de transmitirle dos consignas fundamentales. Primera: usted no ha de manifestar ningún asombro, pues «el asombro y el miedo son dos frutos de la ignorancia».

—¿Quién lo dijo? —le repliqué yo desafiante.

—El Maestro —respondió él con una reverencia que me pareció hipócrita.

Y añadió:

—Segunda: usted no formulará preguntas, ya que «la pregunta es el eructo de un alma dubitativa».

—¿Quién lo dijo? —insistí.

—El Maestro.

—Y el Maestro —insinué yo con malevolencia—, ¿no será el increíble señor Inaudi?

Retrocedió Bermúdez ante mí como frente a un demonio:

—¡No lo nombre! —rogó—. ¡Lo pondrá de rodillas, con un grano de maíz en cada rótula!

Le sonreí aviesamente, sin sospechar que Pablo Inaudi me castigaría en su hora, que me llamaría Padre de los Piojos y Abuelo de la Nada, y que su castigo sería para mí tan dulce como los panales del norte y las higueras del sur.

—Profesor —le dije a un Bermúdez todavía en alarma—. Si no debo asombrarme ni preguntar, ¿qué demonios haré yo frente a ese metalúrgico enrevesado?

—Escuchar su historia —me respondió Bermúdez.

—¿Y qué tengo yo que ver con la historia de Severo Arcángelo?

—Absolutamente nada. No es usted el «destinatario» de su historia: usted sólo ha de prestarle dos orejas abstractas.

—Entonces, ¿a quién le contará su historia el Viejo Fundidor?

—Se la contará él a sí mismo: lo hace ritualmente con todos y cada uno de los invitados.

—Todo esto es absurdo —comenté—. ¡Una patraña de millonario aburrido!

—Señor Farías —me aclaró Bermúdez con penetrante frialdad—: usted ya es un «invitado», pero todavía no es un «elegido» Si desea retroceder, hágalo.

En aquel instante parpadeó el ojo de luz verde.

—¿Me sigue? —preguntó Bermúdez.

Y lo seguí.