XII
Los dos primeros días (y eran tres los que faltaban aún) transcurrieron para mí en un ocio y en una soledad muy favorables a los tironeos de la impaciencia: me sentía como ajeno y olvidado en la víspera de una fecha trascendental. Recuerdo la noche que precedió al tercer día y durante la cual sólo dormí a intervalos, ya que la inminencia del acontecimiento me hacía poner el oído en el corazón de la casa tras el intento de sintonizar alguna pulsación reveladora. Me levanté al alba, y abriendo las dos hojas de mi ventanal pude advertir en el cielo dorado la promesa de un día radiante: ¡se nos daba también la condición meteorológica! Me vestí apresuradamente y bajé al living comedor: estaba desierto, como parecía estarlo el chalet en su muda totalidad. Sin embargo, la cocina me alentó con la presencia del valet: mientras bebía yo una taza de café negro, intenté sondear al hombre del chaleco rayado; pero nada sabía él en su visible inocencia. Entonces me lancé al parque matinal, a sus nacientes verdores y al clamoreo de sus pájaros recién amanecidos. «Es evidente —me dije, consolado por la hermosura edénica de los jardines—: el Viejo Cíclope, intoxicado al fin de hullas y metales, intentó parodiar aquí una suerte de Arcadia». Y si no, ¿por qué se desvanecían allí mis fundadas reservas? ¿Y por qué las admoniciones de Gog y de Magog sonaban ahora tan a hueco en mis oídos?
En el parque no se veía ni un alma: llamé a la puerta de los clowns, y no dieron señales de vida. Me dirigí entonces al garaje, donde alentaban algunos rumores de actividad: en su playa dos lavacoches hacían caer el chorro de sus mangueras en los chasis de tres automóviles embarrados. El chofer dipsómano con el cual yo había establecido relaciones en otra oportunidad me dijo que durante la noche y hasta el amanecer habían llegado a la casa muchos forasteros, y que se desconocía en el garaje la razón de un hecho tan insólito. Abandonando al chofer, me acerqué por fin a la Casa Grande: me pareció hermética y silenciosa como una ciudad alquímica. Luego, al rodear la mansión, vi la Terraza del Este (que así la nombra mi topografía), en cuyo centro se había erigido esa noche un anfiteatro de butacas azules y una tribuna o pulpito a su frente. Aquella novedad me pareció bastante significativa: muy caviloso regresé al chalet, y en su living comedor vi a Bermúdez atareado con un suculento desayuno. El profesor mostraba el semblante marchito, como si hubiera pasado muchas horas en algún calabozo; pero todo en él traducía la satisfacción de una jornada meritoria. Tomé asiento en la mesa y le dije:
—¿Qué significado tienen las butacas azules y la tribuna del parque?
Detrás de sus gruesos vidrios los ojos de Bermúdez chisporrotearon su malicia:
—Esta noche —me respondió— Frobenius ha de lanzarse al espacio.
—Naturalmente —repuse con sangre fría—. La Musa Urania estará probándole ahora su casco espacial y su traje de berilio contra las radiaciones.
Bermúdez me clavó una mirada entre socarrona y admirativa:
—No crea usted —me dijo— que Severo dejó de pensar en un traje cósmico. Pero el doctor Frobenius ha rechazado ese recurso teatral con respetuosa energía.
—¿Y cuándo se hará ese lanzamiento?
—A medianoche —respondió Bermúdez enfrentándose con una tortilla de acelgas.
Y al observar que yo permanecía inactivo ante los platos, me aconsejó:
—Es necesario que coma usted. Hoy no habrá en la casa ni almuerzo ni cena.
—¿Por qué razón? —inquirí.
—Porque los asistentes al Concilio deberán estar en riguroso ayuno.
Al filo de la medianoche, y envuelto en una oscuridad absoluta, fui llevado a la Terraza del Este por el mismo Bermúdez, el cual me instaló al tanteo en una de las butacas y tomó asiento a mi derecha. Un rumor de conversaciones en sordina me dio a entender que muchos asistentes nos rodeaban ya en el anfiteatro; pero la sombra era tan densa que me resultó imposible distinguir sus rostros ni aun sus figuras. Ahora bien, si la noche, abajo, lo disolvía todo en una suerte de caos universal, manifestaba en las alturas un cielo pavoroso de estrellas, y lo hacía con el nítido rigor de un mapa celeste. Aguardábamos la iniciación del espectáculo, ceremonia o ritual (aún ignoraba yo qué se traían ellos), cuando se produjo el primer incidente del Concilio. Dos flashs relampagueantes, unidos a sus cámaras fotográficas, rompieron de súbito la tiniebla y agitaron en sus butacas a los incógnitos asistentes.
—Gog y Magog en la lucha —me sopló Bermúdez al oído.
No dudé que los clowns intentaban fotografiar a los del anfiteatro, con vías a ominosas identificaciones y al chantaje subsiguiente. Pero no lo concretaron, ya que agentes del orden, según entendí, los arrancaron de la platea y los devolvieron al exterior, insensibles a sus airadas protestas que resonaron en la noche. Restablecidos la calma y el rumoreo del anfiteatro, le susurré a Bermúdez, con alguna impaciencia:
—¿Se hará o no ese lanzamiento?
—Estamos por alcanzar el segundo crítico —me respondió él.
Y en efecto, de pronto, en lo alto de la tribuna que teníamos al frente, se encendió una lamparilla semejante a las que alumbran el atril de los directores de orquesta. Seguidamente, oímos un fragmento de música electrónica integrado por cierto ulular de válvulas y filtros. Y a continuación, en un ambiente de tensa expectativa, nos fue dado ver al doctor Frobenius que se presentaba en la tribuna vestido con un impecable overol blanco. Cesó al punto la disonancia electrónica; y a favor de un silencio total el astrofísico habló de la siguiente manera:
—Señores aspirantes al Banquete: no hay duda de que nosotros, los bípedos humanos, constituimos una especie cuya dignidad (exaltada, como es notorio, por sus mismos detentores) le ha valido el indiscutible liderazgo del planeta Tierra. Ignoro a qué grado de vanidad pomposa o de ingenua ilusión pudo llevarnos esa gratuita jefatura. Pero, señores, aun en el caso de que fuese verdadera, ¿cuál es el decoro efectivo del planeta que habitamos? Nuestro mundo es un pequeño sólido mineral que, según las últimas investigaciones, no tiene ya la gracia esferoidal que alabaron los pitagóricos, sino la forma decepcionante de una pera Williams; (Conato de hilaridad en la platea.)
En este punto Bermúdez exteriorizó alguna inquietud:
—Frobenius está descarrilándose —me susurró—. ¿Le habrá escondido Urania la botella, tal como se le había ordenado?
Una voz tranquilamente imperiosa se dirigió al conferenciante:
—Doctor —le dijo—. No se pierda en divagaciones. Y si alguna resultase necesaria, que sea poética y no irónica. ¡Prego!
—Así lo haré —contestó Frobenius desde su tribuna.
Y volviéndose a la platea retomó su discurso:
—¿Ustedes han reído? —preguntó—. Yo no lo haré. O esferoide o pera, el agreste cascote que habitamos, junto con ocho planetas no más felices, constituye el Sistema Solar de cuyo centro, el sol, estamos a una distancia de 150 millones de kilómetros. Nuestro sol, estrella de quinta magnitud, unido a otros 200 000 millones de soles, integra la Vía Láctea, simple coágulo de materia cósmica, la cual, sin abuso de lenguaje, constituye nuestro vecindario íntimo, aunque sus estrellas ardan a miles de años luz de nosotros. Para calcular la distancia de un año-luz, reduzcan ustedes un año a segundos y multipliquen esa cifra por 300 000 kilómetros o sea la velocidad de la luz. (Murmullos en el anfiteatro.) Ahora bien, la galaxia que integramos es una de las tantas que, todavía en número desconocido, llenan el espacio sideral a distancias literalmente astronómicas. La galaxia 221, por ejemplo, se mueve a 700 000 años luz de nosotros; la 4473 a seis millones de años luz, y la 319 a 23 millones de años. En el observatorio de Mullard se captaron ondas de galaxias que se ubican a 8000 millones de años luz, vale decir, casi en el límite del Universo cuya extensión total se calcula en 10 000 millones de años lumínicos.
En aquel instante una voz amplificada con un megáfono y proveniente de afuera gritó:
—¡Almas excelentes, no escuchéis a ese astrofísico de utilería! ¡Trabaja con números falsos!
—¡Miente! —respondió Frobenius, dirigiéndose a la voz que había resonado a su derecha.
Pero una segunda voz, lanzada con megáfono desde la izquierda, explicó irónicamente:
—Sus guarismos no sirven. Nosotros, los de la Oposición, hemos deteriorado su computadora electrónica.
En las dos voces reconocí a Gog y a Magog que volvían a la carga. Y en el semblante del astrofísico vi cómo se traducía el azoramiento.
—¿Cuándo se realizó ese acto de sabotaje? —preguntó él a la voz de la izquierda.
—Hace quince días —le respondió Magog—. Yo mismo alteré las conexiones eléctricas.
Trasudando de angustia Frobenius releyó las anotaciones que tenía en su atril:
—¡No puede ser! —exclamó—. Los guarismos que obtuve yo en esa computadora son exactamente iguales a los de Cambridge.
—¡Cambridge es una mula! —vociferó Gog desde su tiniebla—. Y aunque los guarismos coincidan, usted no tiene derecho a encajarles esa puñalada numeral a unos infelices hotentotes engatusados con la ilusión de un Banquete pantagruélico.
Sentí que a mi alrededor se alborotaban los del anfiteatro; y no pude contener la ola de solidaridad que las observaciones de Gog habían levantado en mí.
—¡Tiene razón el oponente! —grité, sobre los tormentosos murmullos de mis vecinos.
—¡Gracias, pueblo! —me saludó Gog alborozado.
—¡La ciencia moderna —insistí— nos tiene hartos con sus guarismos de veinte ceros!
—¡Que se levante la sesión! —propuso a la izquierda el grito estereofónico de Magog.
—¡Que los echen! —exclamaron en torno de mí algunas voces indignadas—. ¡Afuera con los agitadores!
Un timbre de alarma comenzó a sonar al pie de la tribuna, mientras que la Voz Tranquilamente Imperiosa ordenaba:
—¡Silencio los del anfiteatro! ¡Silencio los de la Oposición! No estamos en una mesa redonda. ¡Que prosiga el disertante!
Restablecida la calma, Frobenius pudo continuar:
—Señores —dijo—, he revelado esas magnitudes enormes con el solo fin de patentizar un contraste realista. Traduzcan ustedes en metros los 10 000 millones de años luz, y comparen la cifra obtenida con la estatura media del bípedo humano, un metro sesenta, o con la longitud normal de su paso, que sólo cubre una distancia de setenta centímetros. La desproporción es aterradora. ¿No debería el bípedo humano reducirse a la más estricta modestia, frente a la inmensidad aplastante del cosmos?
Desde sus negruras derecha e izquierda respectivamente, Gog y Magog lanzaron dos resonantes carcajadas.
—Ese astrofísico de opereta —rio Gog— hubiera debido formular tan sabias comparaciones a su mujer Berta Schultze, antes de que la infortunada le decorase la frente, según es notorio, con una cornamenta digna de los más robustos cabrones renanos. (Murmullos y risas en la platea.)
—Su propio veneno derrotista, lanzado a la noble humanidad —explicó Magog a su vez—, está revelando en ese doctor el resentimiento típico de los cornudos inefables. (¡Muy bien! ¡Muy bien!) ¿Por qué no se lanza él al espacio en un cohete Mercury? Nos dejaría en paz, uniéndose a los cosmonautas de U. S. A. cuyos frontales están igualmente comprometidos.
—¡Es una calumnia! —se dolió Frobenius—. ¡Y una parcialidad antiyanqui! También los rusos viajan al espacio exterior.
—Pero se casan al regresar del viaje —le replicó Gog lleno de cordura.
Protestas, risas y silencios anunciaban en el anfiteatro la división de los asistentes en tres grupos ideológicos: la «derecha» o sector oficialista del Banquete; la «izquierda» opositora, excitada ya por las intervenciones de los clowns; y el sector del «centro», dubitativo y cambiante. Observando Frobenius aquella fluidez de clima, dijo con melancólica dignidad:
—Señores, la calumnia y la risa fueron y serán dos acicates de la ciencia. Y pregunto: ¿una verdad científica deja de ser verdad porque se haya revelado a fuerza de cuernos? En cuanto a la risa, es un recurso fácil que suele utilizar el hombre para esconder sus miedos ante lo pavoroso. ¿Se han asustado los unos y reído los otros al escuchar mis cifras? Oigan: hay algo más terrible que las dimensiones del espacio. ¡Levanten sus ojos a las estrellas!
Tuve la impresión de que todas las narices, en torno mío, dibujaban un arco hacia la bóveda celeste.
—¡Ahí están! —exclamó Frobenius—. ¡Astros y galaxias! En su aparente quietud los teólogos y los poetas vieron una imagen de la estabilidad consoladora, frente a las trágicas mutaciones que conmovían al bípedo humano. ¡Qué ilusos! Porque todo, señores, está en movimiento, arriba y abajo, en lo microscópico y en lo macroscópico, desde los electrones del átomo que giran en torno de sus núcleos hasta las nebulosas que huyen en el espacio a velocidades increíbles. La galaxia 221, por ejemplo, se mueve a razón de 191 kilómetros por segundo; la 4473 a 2250 kilómetros y la 319 a 5500 kilómetros por segundo.
La noción de tan altas velocidades hundió a los del anfiteatro en un clima de vértigo; y hasta los clowns enmudecían en sus tinieblas exteriores.
—¿Cuándo se inició este movimiento? —preguntó Frobenius—. ¿Y cuándo terminará? He ahí el interrogante que nos planteamos los astrofísicos. Y nos respondemos con dos teorías, una dinámica y otra estática. Nuestra lección dinámica, que llamaremos «explosiva», concibe un gigantesco átomo primordial cuyo diámetro era de unos 500 millones de kilómetros, y cuya densidad era tan formidable que su materia pesaba 250 millones de toneladas por centímetro cúbico, a una temperatura de millones de grados. No bien este núcleo gigante alcanzó el punto crítico de su densidad y temperatura, el gran estallido se produjo: la materia cósmica, lanzada violentamente al espacio, se dividió en pregalaxias y en galaxias, con sus millones de soles, de sistemas planetarios y de mundos que siguen expandiéndose como las esquirlas de una granada, y seguirán haciéndolo hasta llegar al límite último de su expansión. Ahora bien, cuando ese límite universal haya sido alcanzado, las galaxias iniciarán su movimiento de retorno al centro inicial de la explosión, hasta reunirse todas y reconstituir el átomo primero.
Era obvio que los oyentes de la platea, sin dejar de admirar el bien aceitado mecanismo de aquella doctrina, experimentaban ya en sus huesos el frío inherente a toda maquinaria. Y no lo era menos que los clowns, en sus negruras de la izquierda y la derecha, iban levantando una presión manifestada en gruñidos y risas cuya densidad creciente sólo era comparable a la del átomo que acababa de pintar el doctor Frobenius tan a lo vivo.
—Esta enseñanza —prosiguió el astrofísico— tiene un solo defecto: no explica el origen de la materia cósmica, ya que la da como eterna en el átomo primordial. Afortunadamente, nuestra segunda teoría salva tan desagradable omisión: el origen de la materia está en el átomo de hidrógeno, que nace en el espacio yo diría que por generación espontánea.
—¡El átomo de hidrógeno es un pez indigerible! —tronó Gog desde su frontera.
—¡Pero cómodo! —ironizó Magog desde la suya.
Risas de la «izquierda» saludaron aquel nuevo ataque.
—No crean ustedes —explicó Frobenius— que el átomo de hidrógeno se da en el espacio con tanta facilidad. Por ejemplo: en el vacío de una botella común se produciría un átomo de hidrógeno cada 500 000 años.
—¿Qué botella? —protestó Gog ofendido—. ¡Abajo la condenada botella!
—¡Estrangulemos al átomo de hidrógeno! —vociferó un Magog solidario.
—Ahora bien —concluyó Frobenius—. En un espacio cuya extensión se calcula en 10 000 millones de años luz, nacen 100 mil sextillones de toneladas de hidrógeno por segundo.
Los del anfiteatro tuvimos la impresión agobiante de que todas esas toneladas caían sobre nuestros hombros. Pero los clowns habían llegado al límite de sus paciencias:
—¡Imbéciles! —nos apostrofó Gog desde su atalaya invisible—. ¿Hasta cuándo soportarán esa grotesca danza de sextillones? ¿No ven ustedes que un astrofísico a sueldo, y por otra parte absolutamente mamado, quiere atomizar en su computadora la salud mental del presente Concilio?
—¡Muchachos! —nos arengó entonces Magog—. ¡No sean los idiotas útiles de un Régimen podrido hasta la médula!
Volvió a sonar la campanilla de alarma, y la Voz Tranquilamente Imperiosa dijo:
—¡Silencio afuera! ¡Que la Oposición se limite a la órbita puramente científica del asunto!
Aquella voz aún sin identificar pareció herir a los clowns en sus fibras más hondas.
—Ese que habla —preguntó Gog—, ¿no es un tal Severo Arcángelo, que mató a su mujer y la enterró secretamente junto al tercer eucalipto de la izquierda? ¿No es el mismo que organiza un Banquete inmundo para estrangular las voces de una conciencia tan abominable como el origen de su fortuna?
—¡Diga el acusado —gritó Magog a su turno— si es verdad que reúne a una pandilla de hombres obtusos y mujeres livianas, con el solo fin de iniciarlos en las degeneraciones antiguas!
Reinó en el anfiteatro un silencio tirante, a cuyo auspicio habló de nuevo la Voz Tranquilamente Imperiosa:
—La Oposición abusa de sus fueros —dijo—. ¡Que se la desaloje de sus bases!
—¿No estamos en una democracia? —protestó Gog con fines demagógicos.
—Estamos en una democracia —repuso la Voz—. Y cultivamos todas las libertades.
—¡Hasta la de fusilamiento! —le censuró Magog enardecido.
Desde nuestras butacas entendimos cómo invisibles agentes perseguían a los clowns, les daban caza en la noche y los hacían desaparecer en un mutis violento. La última voz que oí fue la de Magog que protestaba:
—¡Nos retiramos al imperio de las bayonetas!
Junto a mí Bermúdez rio discretamente:
—El clown exagera —me sopló—. No hay en toda la casa ni un triste matagatos.
Pero el astrofísico retomaba su discurso:
—Bien, señores —explicó—: el hidrógeno, constituido en unidad de la materia, producirá el helio, el litio, el carbono, el oxígeno, todos los elementos, en fin, que se ordenan en la Tabla periódica de Mendelejev; y así se forman las galaxias integrantes del Universo. Como ustedes ven, esta segunda teoría es muy completa. Y trae una ventaja más: no sólo explica el origen de la materia cósmica, sino también su disipación final. Ya dijimos que las galaxias huyen en el espacio a velocidades asombrosas. También lo admite nuestra segunda teoría, pero con un añadido: esa velocidad inquietante va in crescendo, a medida que las galaxias se aproximan al límite de la expansión universal. Ahora bien, está probado que un sólido en movimiento contrae su masa en razón directa de su velocidad. Y el punto máximo de su contracción se daría cuando el móvil alcanzase la velocidad de la luz, vale decir 300 000 kilómetros por segundo entonces el móvil perdería literalmente una dimensión, y no entraría ya en el mundo corpóreo, que se manifiesta por tres dimensiones. Quiero decir que las galaxias en fuga, no bien alcanzan la velocidad de la luz, abandonan su estado corporal y entran en la cuarta dimensión.
—¿Qué hay en la cuarta dimensión? —preguntó la Voz Tranquilamente Imperiosa.
—No lo sabemos —respondió el astrofísico, revelando en su tono viejas y enconadas angustias.
Los desconocidos oyentes del anfiteatro parecieron abismarse ahora en el enigma de aquellas aniquilaciones galácticas. Hasta entonces los dos clowns, en su opositora tenacidad, habían servido a los oyentes como dos anclas que los retenían y los afirmaban en este mundo. Pero Gog y Magog habían sido eliminados, y la platea navegaba sin lastres hacia el vértigo de una dimensión abismal. Y el pánico de los navegantes aumentó cuando Frobenius, al transmutar su angustia en cierto encono retrospectivo, nos aclaró lo siguiente:
—Podría suceder que ustedes, arrellanados en sus butacas lujosas, permanecieran aún en la ilusión de ser ajenos al drama estelar que acabo de referirles, tal como si asistiesen divertidos a la función mecánica de un planetario. ¡Y no es así! Porque todos nosotros, aquí y ahora, volamos rumbo a la nada y a una velocidad de miles de kilómetros por segundo.
—¿Por qué y para qué? —volvió a inquirir la Voz Tranquilamente Imperiosa.
—Lo ignoramos —rezongó Frobenius desde su tribuna.
Y en aquel instante se alzó una voz entre patética y falsa que lloriqueó en tono de elegía:
—¡Hemos inventado ultramundos y dioses para combatir esta frialdad cósmica y este vacío en que nos agitamos! ¡Y ahora resulta que nuestro dios único y verdadero es el átomo de hidrógeno!
Sentí en mi alma el fuego de la cólera que habría dominado a Gog y a Magog si hubiesen permanecido en escena. Porque, ¿no era la de Impaglione aquella voz de falsete que parecía levantar antífona en una liturgia mecanizada? Otra voz que llamaré «de tuba», y no menos artificial que la del Alcahuete en Fa Sostenido, se lamentó entonces:
—¡Ante su increíble finitud, el bípedo humano (que así lo llamó con justo desprecio el sabio de la tribuna) concibió un Infinito donde reparar su lamentable naturaleza!
—¡Los infinitos no existen! —le gritó Frobenius iracundo.
—¿Y los del Tiempo y el Espacio? —inquirió la Voz de Tuba.
—El Espacio y el Tiempo —rezongó Frobenius— no existen sin la materia que se instala y dura en ellos. Cuando toda la materia se destruya, el Espacio y el Tiempo volverán a la nada.
Se disponía él a nuevas argumentaciones, cuando una explosión formidable sacudió la terraza, hizo bambolear la tribuna y dio con el astrofísico en el suelo. Gog y Magog habían lanzado su ataque final. La ola expansiva del estallido nos conmovió a todos en nuestras butacas: oí voces de pánico y un redoblar de talones en fuga. Como pude, me libré de un asiento que me oprimía, y salí fuera de la terraza, buscando en la noche los caminos del chalet. Al entrar en el living comedor no vi a nadie. Y sin esperar el regreso de los sobrevivientes, tomé una botella de whisky, subí a mi dormitorio y me asomé a la ventana: luces de antorchas corrían en el parque, buscando, según deduje, a las víctimas de la explosión. Entonces me serví una doble medida de whisky, lo apuré con furia y me dejé caer en la cama, entre divertido, maldiciente y roto.