XIX
El hecho de que al día siguiente despertara yo no en el calabozo de la Casa Grande sino en mi habitación del chalet, y las circunstancias enigmáticas en que dicha translación se había operado, contribuyeron no poco a exaltar la corriente «mística» en que me lancé yo desde que el Metalúrgico de Avellaneda y Pablo Inaudi me sometieron a la doble «purgación» ya referida. Cierto es que los clowns, mediante una epístola voladora, intentaron enfriar mis ilusiones al sostener que un narcótico había sido puesto en las nueces, y que habían presenciado ellos cómo se me trasladaba en una parihuela, desde la Casa Grande hasta el chalet, según estrategias a las que no fue ajeno el Sonoro Alcahuete (se referían a Impaglione). Sin embargo, aquella explicación tristemente realista no logró su objeto: Gog y Magog ignoraban que me había metido yo en una «concentración» rigurosa de la cual esperaba los mejores frutos.
En el día y la noche que siguieron no bajé al living comedor. La pintura de mi Vida Ordinaria, que con tan implacable nitidez había reconstruido Severo Arcángelo, y la enumeración que Pablo Inaudi había hecho de mis traiciones y frustraciones me lanzaban a tal desprecio de mí mismo, que atiné al fin con una salida: «escupir» afuera todo aquel pasado vergonzoso, y «castigarme» por él, según las más austeras mortificaciones. Al mismo tiempo, y en el polo contrario de mi indignidad, veía yo aclararse, como entre relámpagos, la naturaleza del Banquete y su gloria indubitable. Con lo cual me dio en seguida por enaltecer y canonizar a todos y cada uno de los héroes que trabajaban en su organización. Y al recordar a Impaglione sentí que me devoraba el remordimiento: ¿quién había sido yo para insultar y escarnecer a un siervo que, como Impaglione, escondía bajo su natural modestia los quilates de un alma probablemente sublime? Al reflexionar en ello, concebí de pronto una idea generosa: buscaría yo a Impaglione, caería de hinojos a sus pies y le rogaría que me hiciera el honor y la gracia de azotarme con el cinturón de Severo Arcángelo. Pero entonces me asaltó un escrúpulo: ¿era yo digno de recibir azotes con la misma lonja que había lacerado la carne del Viejo Fundidor? ¡No lo era! Por tanto, yo mismo, en soledad y sin alharacas, debería cumplir ese acto de flagelación indispensable.
Cuando el valet subió el almuerzo hasta mi dormitorio, y no bien hubo dispuesto en mi mesa la serie de manjares que lo integraban, lo miré consternado: ¡el infeliz ni sospechaba el rigor penitencial a que me sometería yo en adelante! Aparté una zanahoria y dos acelgas hervidas, y le ordené que se llevara el resto. El valet obedeció, y antes de su mutis le pedí que me trajera luego un pedazo de soga fuerte. Se marchó al fin, sin dar señales de asombro, y comí devotamente mi zanahoria y mis acelgas. El resto de aquel día lo consagré al montaje del aparato mortificador que me proponía utilizar con fines de ascética. Vino la noche, y con ella el valet que me traía la cena y tres pedazos de soga de grosor diferente. Comí una papa hervida y un gajo de pomelo. Tras de lo cual, solo y desnudo hasta los riñones, tomé la soga más gruesa y me apliqué dos latigazos en la espalda. O lo había hecho con excesivo fervor o el calibre de la soga resultaba exagerado, pues el gran dolor que sentí me pareció no conveniente a mi naturaleza de disciplinante novel; atento a lo cual tomé la soga mediana y me di con ella cinco golpes de excelente factura. Pero todavía, y en razón de un exceso mortificante, no lograba yo el equilibrio que debe reinar entre la penuria del cuerpo y la exquisitez del alma; visto lo cual empuñé la soga menor (era casi un piolín) y estuve mosqueándome con ella lomos y espaldas, ya olvidé cuánto tiempo. Me acosté finalmente y me dormí con el «sueño de los justos».
Al siguiente día, tras un desayuno de pan mojado en agua, me sentí casi en la órbita de la santificación. Pero no era tanta mi beatitud que olvidase mis obligaciones para con Severo Arcángelo: sí, escribiría mi número para el show del Banquete, sucio menester que cumpliría yo en virtud de «santa obediencia» y con el solo móvil de añadir un abrojo más a mi estilizada corona de martirio. El Metalúrgico de Avellaneda me había exigido una «dramatización» de la Vida Ordinaria; y habiéndola comparado con una ratonera, ¿qué recurso mejor se me ofrecía que instalar en el escenario del Banquete una ratonera de grandes proporciones? ¡Bravo! La ratonera sería un recinto lujoso, hermético y confortable, de modo tal que los ratones ignoraran su triste cautividad. Cierto es que yo mismo y Cora Ferri deberíamos contarnos entre los ratones y desnudar en público todas las ridiculeces de nuestra Vida Ordinaria. Pero tendría yo, en cambio, el gusto de meter en la ratonera, y contra su voluntad, a todos mis enemigos de ayer, a los que me torturaron con su juiciosa imbecilidad o me hirieron con su estúpida suficiencia: los haría cumplir gestos de un ridículo inexorable, y los encararía en diálogos y monólogos de sesudos ratones, cuyo poder hilarante fuera capaz de hacer que la Mesa del Banquete se desmoronara de risa.
En este punto de mi estro literario me sobresalté de pronto: ¿no traducía mi plan cierto furor vengativo que desentonaba con mis recién adquiridas perfecciones? Lleno de contrición abandoné la mesa de trabajo, tomé la soga o piolín de la víspera y me administré un castigo tonificante. Pero —me dije—, ¿no había Dante Alighieri ubicado a toda su generación en el Infierno? Quería decir entonces que hay una razón justificante, sobre las desvergüenzas de la literatura. ¿Cuál sería esa razón? ¡La didáctica! En virtud de «santa Pedagogía» resolví conservar mi ratonera y sus desdichados cautivos. Ahora bien, era necesario que Alguien, desde afuera, concibiese y organizase la vida espectral de los ratones, de modo tal que los mismos, a pesar de ser «teleguiados», conservaran insolentemente la ilusión de su «autosuficiencia». Entonces imaginé un círculo de joviales demonios, instalados en el perímetro exterior de la ratonera, los cuales, entre irónicos y obscenos, manejarían el escenario y sus títeres. Pero algo faltaba en el conjunto del sainete; y lo resolví cuando se me ocurrió poner en las alturas del escenario un ángel con su trompeta, el cual anunciaría en su hora el final de la Vida Ordinaria, la destrucción de la ratonera y el pánico de los ratones. ¡Eureka! Me di por bien servido; y hasta dibujé algunos proyectos de la ratonera y de los trajes que usarían los roedores, destinados a los escenógrafos del Banquete.
Guardé mis apuntes, consulté mi reloj y vi que se acercaba la hora del almuerzo: ¿bajaría yo al living comedor o insistiría en mi piadosa clausura? Decidí bajar al comedor, ya que, según lo recordé a tiempo, la existencia del ermitaño no era compatible con la organización del Banquete. Me vestí entonces con el traje más oscuro de mi guardarropa, en la intención de asumir algo parecido al aire de un «hombre de iglesia»; y descendí al living comedor, muy resuelto a disimular las huellas que seguramente habían dejado en mí tantas mortificaciones.
El profesor Bermúdez estaba ya sentado a la mesa: vestía, como yo, a lo monástico, y su persona entera revelaba una beatitud que sin duda no era de este mundo. Me senté a su lado: no hubo entre nosotros conversación alguna, sino un intercambio de miradas y sonrisas que, según me dije, bastaban a la comunicación de dos espíritus embarcados en la misma excelsitud. Casi en seguida se nos reunió el doctor Frobenius: con indulgencia observé su atuendo en desorden, sus ojeras inquietantes y su brusca movilidad, atribuibles —pensé yo— a un remanente de la vida licenciosa que recién abandonaba.
El valet no tardó en cubrir la mesa de platos abundantes y salsas exquisitas. Yo me serví un ascético panaché de legumbres, y me disponía santamente a ingerirlo, cuando me detuvo y escandalizó un espectáculo nada edificante: Bermúdez atacaba las fuentes, lo mordía y tragaba todo con una desesperación de huérfano; el astrofísico deglutía las carnes, chupaba los huesos y bebía tinto y blanco alternativamente, como un nibelungo de la mejor época. Entristecido hasta la muerte, abandoné mi panaché, no sin preguntarme cómo podían aquellos hombres deshonrar así la investidura que les otorgara el Banquete. Mi angustia creció de punto cuando Urania (o como se llamase) descendió por la escalera y se unió a nosotros con el aire y el vestido sintético de una puta pagana. ¡Maldición! En los ojos de Bermúdez, ¿no ardía ya un chisporroteo de Gomorra? Las libertades que se tomaba el astrofísico junto a la musa, ¿no parecían fuera de lugar, ya que su lanzamiento al espacio estaba concluido? Y en última instancia, ¿nos encontrábamos en Babilonia o en la organización de un Banquete filosófico?
Asqueado hasta la médula, me puse de pie y les dije:
—Soy un gusano de la tierra, y me agarraré a patadas con cualquiera que ose tener más imperfecciones que yo. Pero no autorizaré con mi silencio tanto libertinaje.
Abandonando el living comedor, subí a mi dormitorio. Ya en su intimidad, y desnudándome hasta la cintura, requerí la soga o piolín consabido y me acomodé treinta latigazos: diez por Bermúdez, diez por Frobenius y diez por mí, testigo inocente de sus depravaciones. En seguida, volviendo a rumiar el tema de la Vida Ordinaria, me resolví a desertar el género frivolo del sainete y a tratar el asunto bajo la forma del drama. Naturalmente, la ratonera ya no me servía; pero me quedaba el recurso de apelar al Hombre Robot que Severo Arcángelo me había sugerido igualmente. Una ciudad entera de hombres y mujeres robots, manejados a control remoto por entidades electrónicas de la peor calaña. Organización y seguridad: llaveros y policías, muebles e ideas standard: nivelación, por decreto, de los «horizontes mentales». Realidad única y bien aceitada: lo que no entra en ella es inconcebible o fantástico: lo que no entra en la órbita de robot «no existe». ¡Bravo! Eso convenía igualmente a mi dignidad penitencial y al decoro de la materia.
En tales especulaciones me sorprendió el atardecer, hora en que una flecha de los clowns, al entrar por mi ventana, me trajo un nuevo mensaje: Gog y Magog requerían mi presencia en la choza con el fin de hacerme «importantes revelaciones». ¡Gran Dios, qué imbéciles me resultaban ahora las intrigas de aquellos opositores rentados! Hice añicos la flecha con su mensaje, roí una manzana que había yo reservado en el almuerzo, me acosté orgullosamente sobre la madera del parquet y me dormí en la contemplación y leticia de mis propias virtudes.
Algo que rodaba con estrépito en mi dormitorio me despertó al amanecer: era una cacerola en desuso, que los clowns me arrojaban por el ventanal a guisa de correo y despertador, y en cuyo mango venía este mensaje: «La Orquesta del Banquete realizará hoy un ensayo definitivo». Cosa extraña: las insistencias de Gog y de Magog no me parecieron ya tan insolentes. Me asomé a la ventana, y algo así como un requerimiento primaveral llegó desde los jardines recién amanecidos hasta los arenales de mi aridez interna. Preocupado ante aquellas dos novedades, me vestí maquinalmente; y advertí, como tercera novedad, que maquinalmente había desechado yo mi ropa eclesiástica. El cuarto asombro se me dio en el desayuno: al ingerir mi pan mojado en agua tuve la sensación, ¡oh, levísima!, de prestarme a una broma de mal gusto.
Desazonado por aquellos desniveles de mi alma, salí al parque matinal, escurriéndome por la escalera del chalet aún silencioso. Y ante la gracia de las formas que resplandecían ya bajo el sol, padre de la inteligibilidad, me sobrecogió un deslumbramiento. ¿Agradable? ¡Confiésalo: tremendamente agradable! Después vi a las palomas que se arrullaban, con sus buches esponjados: ¿qué terrible naturalidad parecía contradecir en ellas el artificio de mis gesticulaciones abstractas? Luego me aproximé al Circo de los Gorriones: se revolcaban en el polvo ya caliente, dignos hasta el escándalo en la libertad de sus gestos. Y mi alma se avergonzó, no sabía por qué. De súbito una sospecha cruel se apoderó de mí, luchó a brazo partido con mi orgullo y se afirmó en esta certidumbre: yo era un asceta prefabricado: mis literarias mortificaciones no trascendían el límite de lo paródico, y se instalaban con holgura en la más ruidosa comicidad. Por otra parte, mis reacciones de la víspera contra la gula de Bermúdez y la concupiscencia de Frobenius habían resultado una obra maestra de la mojigatería beata.
En primer lugar, me quedé aterrado; en segundo, me puse a digerir mi vergüenza; y en el último término me sentí libre al fin, como si, a la manera de una serpiente, acabara yo de abandonar mi ridícula peladura en los jardines de Severo Arcángelo. Mi sublime «concentración» había durado exactamente cuarenta y ocho horas: ¡cómo estaría riéndose Pablo Inaudi en algún lugar de la casa! Pero ¿existía realmente Pablo Inaudi? ¿Mi prisión en el calabozo habría sido algo más que un sueño?
En la búsqueda inútil de los clowns vagué por la residencia casi hasta el mediodía. Y un propósito caballeresco se asentó en mi alma: yo debía una explicación tanto a Bermúdez cuanto al astrofísico. A la hora del almuerzo regresé al living comedor, y sorprendí a los dos héroes en el instante crítico en que se sentaban a la mesa. En mi carácter de ofensor intenté darles algunas explicaciones acerca de mi gesto agresivo de la víspera; mas ellos las rechazaron con una dignidad que me llenó los ojos de lágrimas. Entonces les ofrecí una «reparación por la botella», expediente que no menoscababa el código del honor y que uno y otro aceptaron con visible delicia. Las botellas fueron descorchadas, y el vino desbordó en las copas, y menudearon los brindis por el Banquete, por la física nuclear, por los filósofos presocráticos, por la Musa Urania, por el átomo de hidrógeno y por las bellas en general. Recuerdo que, a cierta altura de las acciones, desafié tiernamente al astrofísico a sostener una pulseada criolla; y lo dejé triunfar, según la cortesía. Luego, y en un nivel más alto, invité a Bermúdez a bailar conmigo un malambo sureño, oferta que declinó él por ignorar, según dijo, las leyes más elementales de la coreografía. Después, bebedores, living comedor, chalet y mundo se desvanecieron para mí en el caos de tan científica borrachera.