XXII
Yo, Lisandro Farías, juro que todo lo que pinto ahora y pintaré hasta el fin es verdadero y sucedió en la casa de Severo Arcángelo. Vuelvo a decir que la Vida Ordinaria se ajusta siempre a esquemas tan convencionales, que cualquier «hecho libre» o fuera de sus previsiones la sume, ya en el pavor si es catastrófico, ya en la incredulidad si no lo es. Y sin embargo, los hechos libres (o aparentemente libres) no son tan excepcionales como lo podría entender el hombre cotidiano.
El Segundo Concilio del Banquete se reunió dentro de la Casa Grande y en un salón de líneas muy severas y acústica excelente que me hizo recordar los microcines de las empresas fumadoras. Curado ya de asombros, envuelto en mi cogulla y defendido por mi antifaz, me vi en una butaca de tercera fila, entre un cónclave de silenciosos encapuchados que aguardaban frente a un telón de felpa roja, bien corrido aún pero alumbrado ya con difusas candilejas. A decir verdad, aquel era el único iluminante del recinto, cuyo silencio, aliado con semejante penumbra, inventaba un clima de modorra o de fascinación que me fue ganando como a los demás. Cierto redoble de timbales nos arrancó súbitamente de nuestro marasmo: cesó el redoble y se reconstruyó el silencio, en el cual oímos, detrás de la cortina, los tres golpes de bastón en el suelo con que se iniciaban los antiguos espectáculos teatrales. Y el telón fue levantándose lentamente.
A foro y centro del escenario se mostraba un gran pino de utilería, o mejor aun, cierto esquema de pino, con su eje vertical y tres o cuatro ramas horizontales. Exactamente al pie del árbol se erguía la majestuosa estatura de un hombre vestido solamente con una malla de oro. Si bien se observaba, este hombre constituía el vértice a de un pentágono regular, en cuyo punto b se alzaba un hombre plateado, en el c un hombre de malla rojiza y en el d un hombre de malla negra como la noche. Sólo el punto e de la figura carecía de su hombre correspondiente, lo cual estaba gritando un «vacío» que los espectadores advirtieron sin duda. Un minuto duró la silenciosa exhibición de aquel pentágono humano; tras del cual, y saliendo a escena por el lateral izquierdo, el profesor Bermúdez avanzó hasta las candilejas y saludó con flexiones de torso a los encapuchados que lo ignoraban y se ignoraban entre sí. Con toda la solemnidad que le permitían su talla módica y el anacrónico chaqué universitario que lo envainaba, el profesor Bermúdez habló así:
—Señores, en su Primer Concilio la organización del Banquete se propuso y logró ubicar al Hombre en las inmensidades del Espacio. Cábeme ahora la responsabilidad y el honor de ubicarlo en el Tiempo, cuya duración para el hombre terrestre, a contar de su origen, es tan indefinida y pavorosa como la dimensión del espacio sideral.
Se oyeron murmullos ahogados en las capuchas, entre los cuales me pareció distinguir una risita sorda que alguien, trataba de estrangular en el sector derecho del cónclave.
—La presente humanidad —continuó Bermúdez— ha vivido ya cuatro edades que aquí están simbolizadas por estos hombres metálicos: el Hombre de Oro, el Hombre de Plata, el Hombre de Cobre y el Hombre de Hierro, es decir el actual, cuya degeneración asombrosa conoceremos en seguida, ya que vive y habla, mientras que los otros yacen en sus tumbas prehistóricas desde hace millones de años.
Un gruñido, uno solo, pero sublime de protesta se hizo escuchar en el sector izquierdo. Y Bermúdez, estirando su cogote hacia la platea, trató de individualizar al encapuchado que acababa de gruñir.
—Siga, profesor —le dijo entonces una voz autoritaria de la primera fila.
Oído lo cual, y abandonando las candilejas, Bermúdez, con expresión reverencial, se dirigió al árbol y se detuvo frente al Hombre de Oro.
—¡Señores —exclamó—, he aquí al Adán Primero, nacido junto al árbol primordial! Obra reciente del Demiurgo, quiero decir obra divina, el Hombre de Oro tiene y ejerce la perfección del estado humano. Y conservará esa perfección, que trae de su origen, hasta que abandone la ubicación central o paradisíaca en que fue instalado.
—¡No estoy de acuerdo! —gritó una voz fanática de la segunda fila (¿no era la de Papagiorgiou?).
—¿En qué no está de acuerdo? —le preguntó Bermúdez con parsimonia.
—Se nos está embarcando en una leyenda sin base crítico-histórica —dijo la voz ya indudable de Papagiorgiou—. ¡Y falseada para colmo!
—¿Dónde ve la falsedad?
—En ese árbol de la escenografía. ¿No quiere ser un pino?
—Es un pino —admitió Bermúdez—, aunque abstracto. El nuestro es un escenógrafo de vanguardia.
—Vanguardia o no —dijo el refutante—, si ese muñeco de oro es o quiere ser Adán, habría que ponerlo junto a un manzano. ¡Eso lo sabe hasta el cura de La Boca!
En este punto Bermúdez abandonó su estudiosa continencia, y dirigiéndose a Papagiorgiou le dijo:
—¡Señor, lo desafío a que me demuestre, con algún texto respetable, que tal manzano existió en la leyenda escrita! Y si así fuese, ¿qué importa? Lo que nos interesa es definir el simbolismo de la vertical en su relación con el Hombre de Oro. ¿Entiende?
—¡Ni jota! —se vanaglorió el navegante solitario—. ¡Yo soy un hijo de la Ciencia!
Otro asistente de la primera fila tomó aquí la palabra:
—Según veo —dijo sin ocultar su inquietud—, el encapuchado arguyente se debate aún en el flujo y reflujo del materialismo histórico. Y sin embargo, debería estar secándose a estas horas en las arenas de la playa. ¡Señores, esto no camina!
Fuese llamado al orden o amenaza oculta, la intervención del asistente logró intimidar a Papagiorgiou, el cual pareció digerir en silencio el tropo balneario de que fuera víctima y en el que no dejaba él de recelar una humillante alusión a sus descalabros marítimos. Circunstancia favorable que aprovechó Bermúdez para volver al Hombre de Oro.
—La perfección del estado humano —dijo— está condicionada por la residencia de Adán en el centro. Si se aparta del árbol central, el Hombre de Oro ha de lanzarse a un ciclo «descendente», con respecto a su altura originaria, y a un ciclo de «oscurecimiento» gradual, en la medida en que se aleja él de su punto de origen y foco natural de su iluminación. De tal manera, por lejanía y oscuridad, el Hombre de Oro se transmuta en el Hombre de Plata, luego en el Hombre de Cobre, y por fin en el Hombre de Hierro, última degradación del bípedo ilustre.
Mientras hablaba, el profesor iba recorriendo el pentágono: se detuvo ante cada Hombre y lo saludó con una reverencia decreciente; hasta que, ya enfrentado con el de Hierro, le dio una seca bofetada. Y aquí fue donde la voz del encapuchado que había gruñido en el sector izquierdo estalló como una bomba:
—¡No admitiré —protestó— que se abofetee a un hombre desarmado, aunque sea de hierro, por el solo delito de figurar, probablemente asalariado, en esta solemne macana filosófica!
—¿Macana? —le gritó Bermúdez—. ¿Ha leído usted a Hesíodo? ¿Profundizó usted las Escrituras de Oriente y de Occidente? ¡No! Usted es un naturista ingenuo.
—Señor mío —le replicó el encapuchado—, nosotros, los paleontólogos, hemos cavado la tierra; y no dimos con ningún hombre de oro ni de plata ni de cualquier otro metal. Hemos encontrado, sí, al Hombre de Rodesia y al Hombre de Neardenthal; pero sólo tenían la luz necesaria para construir una flecha de sílex y hundírsela en el ojo a un iguanodonte; bárbaros estupendos, en suma, que devoraban tranquilamente su costilla de mamut, esperando que millones de años después Aristóteles y Platón les inventaran la metafísica. Señores del Concilio —añadió volviéndose a nosotros—, tal vez yo sea un naturista ingenuo, como dijo ese triste disertante de la nada que se pavonea en el escenario. Lo que no seré nunca es un papamoscas de los que se creen todavía en la edad de Esopo y en el tiempo feliz en que los almirantes hablaban.
—¿Qué tienen que ver los almirantes? —le preguntó Bermúdez alarmado.
—Señor, nada —le respondió su contrincante—. Sólo es una alusión política, y de bastante mala leche, debo admitirlo.
A juzgar por los rumores y bisbiseos que se levantaban del cónclave, no había duda que los argumentos del encapuchado incógnito amenazaban con hacer trastabillar al Concilio. Y era también indudable que al profesor Bermúdez le había salido un polemizador muy resbaloso, un hombre de retortas y probetas que no cedería jamás a una barra de soñadores cavernarios el terreno augusto de la Ciencia con mayúscula. Pero los del cónclave ignoraban aún la verdadera talla de Bermúdez, el cual, reconstruyéndose ahora de su aparente ceniza, dijo lo que sigue:
—Señores, nos encontramos, a mi entender, frente a un científico de los que saben que respiran sólo cuando han medido el volumen de aire que les llena los pulmones.
—¿Se refiere a mí? —cacareó su antagonista.
—Usted lo ha dicho —le respondió Bermúdez—. Estos Hombres metálicos no se encuentran con un pico y una pala. Señor, le daré un consejo saludable: la tarea de juntar e inspeccionar huesos fósiles no es higiénica, sobre todo si se la realiza en los húmedos terrenos de la Gran Bretaña.
—¡Señores! —gritó aquí el encapuchado incógnito—. ¡Se acaba de insultar a mister Darwin!
Una mezcla de travesura y malignidad se tradujo en la sonrisa que Bermúdez esbozó para su enemigo:
—Nosotros los geólogos —expuso con zumbona entonación— bien sabemos que la Tierra (este «cascote giratorio», como la definió en su hora el astrofísico de la casa) es un escenario múltiple y cambiante: hunde aquí uno de sus continentes, levanta otro más allá, según lo va requiriendo el drama humano que se representa en él. Luego, si mi contrincante, dada su notoria vocación de sepulturero, deseara encontrar la osamenta de alguno de estos actores metálicos ya desaparecidos, tendría que buscarla en las honduras del Pacífico y del Atlántico, labor no imposible, ahora que tenemos el batiscafo de monsieur Piccard.
Al oír tan formidable argumento el Concilio pareció recobrar su fe tambaleante, a juzgar por los murmullos aprobatorios que circulaban en la asamblea. El simbolismo teatral que Bermúdez había utilizado con tan picante acierto resolvió no pocas dudas y a la vez hirió en lo íntimo al encapuchado incógnito. El cual, poniéndose ahora de pie y dirigiéndose al cónclave todo:
—¡Runfla de literatoides! —apostrofó—. ¡No lograrán ponerle cogulla y antifaz a la Ciencia! ¡Yo soy un hombre de laboratorio!
—¿Podría usted identificarse? —lo tentó Bermúdez con sospechosa benignidad.
El encapuchado vaciló un instante. Luego, como tirando por la borda el último lastre de su prudencia, irguió una talla de paladín:
—Señores —dijo—, yo podría seguir aferrándome, como ustedes, a este cómodo y triste anonimato. ¡Pero no lo haré! Desde la tenebrosa Edad Media vengo lidiando con la hipocresía de los bailes de máscaras.
Y arrancándose de un tirón antifaz y capucha, dejó ver a los asistentes un rostro patético en el que la fiereza y el martirio se dibujaban con las tintas más fuertes. Exclamaciones de asombro se levantaron en la sala; palideció Bermúdez a la luz de las candilejas; y yo mismo no disimulé mi excitación al identificar en aquel semblante recién develado la efigie ácida de Gog, su jeta de payaso beligerante. Al mismo tiempo, y en el sector de la derecha, se puso de pie otro asistente, quizás el que había reído al iniciarse la sesión.
—¡Te juego —lo desafió Gog— a quién tiene más ganas de llorar!
—¡Pago! —le contestó el asistente de la derecha.
Y despojándose a su vez de la capucha y el antifaz, puso de manifiesto la noble cabeza de Magog, tranquila, sí, pero afirmada en una decisión inquebrantable.
La presencia de los dos clowns en el recinto puso en juego un sistema de alarma que no tardó en atraer a la Policía del Banquete; la cual, irrumpiendo en el Concilio tras un Impaglione sulfurado, se lanzó a la caza de los intrusos. Como Impaglione tratara de poner su mano sobre Gog, éste lo rechazó con un gesto paralizante:
—Señores del Concilio —amenazó—, no permitiré que un alcahuete vulgar, como Impaglione, sea quien ponga en mí sus dedos mercenarios. Vean en mí y en mi lugarteniente Magog a dos patriotas que abandonarán esta sala por sus propios medios y no bajo la fuerza de la tiranía.
—¡La Revolución Francesa es un hecho indudable y hasta creíble! —sentenció Magog en apoyo de su jefe.
Desde las candilejas el profesor Bermúdez intervino con premura:
—¡Sáquenlos afuera —ordenó— antes de que sigan disparatando! ¿No ven ustedes que son un par de analfabetos? Pero Gog no había terminado:
—Señores —añadió—, si entre ustedes, y bien disimulado en su cogulla, está el organizador de este confuso lenocinio, yo le aconsejaría que no debatiera sus asuntos en una campana pneumática, y que su Concilio se transformase ya en una Mesa Redonda.
Se oyó un cuchicheo deliberativo entre las cogullas de la primera fila.
—¿Y por qué no? —dije yo, al amparo de mi antifaz—. ¿Por qué no conceder a estos dos herejes los beneficios de la democracia?
—Por dos razones —me contestó Bermúdez en su escenario—. Esos dos heresiarcas, por la natural estrechez de sus horizontes mentales, no podrían entender jamás las difíciles asignaturas que se tratarán en este Concilio. Además, por vocación y destino, esos dos heresiarcas no han de sentarse a la mesa del Banquete. Señores —concluyó, dirigiéndose a los de primera fila—, yo creo en la democracia, pero en la democracia inter pares.
—¡Magog! —exclamó Gog dolorido—. ¿No te parece oír la voz cascada y flemosa de la Oligarquía?
—Estoy oliendo su lujoso cadáver —asintió Magog en tono de fatalismo.
Escoltados por los guardias, uno y otro clown se dirigieron a la salida. Ya en la puerta, se arrancaron los ropones, muy dignamente, como si abominaran de una librea indigna, y los arrojaron a la cara de Impaglione, que no dio señales de acusar el insulto. Después, volviendo su jeta urticante a los del recinto:
—¡Cavernarios, temblad! —los amenazó Gog.
E hizo un mutis orgulloso, con su lugarteniente y camarada.