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Salí de casa antes de lo necesario y al llegar a la escuela di la vuelta. Decidí ir a ver con quién me encontraba.

Me encontré con mucha gente, pero no me paré a hablar con nadie sino que seguí caminando hasta que por fin vi a Yershov. Él me saludó riéndose y sacó del bolsillo los poemas. Echamos a andar a paso ligero. Ya en la iglesia nos mirábamos el uno al otro y, ocultándonos tras las espaldas de quienes estaban delante para eludir la mirada de Iván Moiseich, nos desternillábamos de risa en silencio sin despegar los labios.

Después caminamos por las calles y hablamos de libros. Yershov me recomendó a Chéjov.

—¿Ése es el que critica a los telegrafistas? —pregunté yo encogiéndome de hombros.

Él me trajo La estepa a la escuela y yo la empecé a leer ahí mismo. Me quedé sorprendido. Al leerla, me parecía haberla escrito yo mismo.

Traté de que no perdiera el interés por mí. Recordé que en El adolescente salía algo sobre una parte indecorosa de Confesión y lo saqué.

—Toma, léelo —le dije.

Y de nuevo salí temprano a las Vísperas, me volví al llegar a la puerta de la escuela y caminé hasta verlo.

—¡Qué tipo! —exclamó entusiasmado, y supuse que hablaba de Rousseau. Exaltado, tomó mi mano, la elevó y la estrechó contra su cuerpo. Yo la retiré suavemente. Llevaba el abrigo de su hermano mayor, que había terminado la escuela el año pasado, y le quedaba un poco pequeño. Me parecía que había en ello algo de adorable. Le di el Club Pickwick, le dibujé una dama que llamaba a sus amables invitados a la mesa y a los ancianos que habían reavivado el desierto con su aparición.

En las notas que le enviaba durante las clases incluía cosas de catecismo o de literatura, por ejemplo: «La mejor transmisora de educación cristiana es la mirada. Por eso es el deber de las madres educadoras dirigir ésta a sus vástagos y expresar en ella los tres sentimientos principales del cristianismo» o «esta chica de alma sensible se cansó de la realidad y se entregó al ideal». Después lo invitaba a pasear conmigo por la tarde.

Un día caminamos lentamente desde el viaducto hasta la Sala de Bodas. El espolón estaba desierto, oscuro y misterioso. De vez en cuando nos caían gotas de los árboles. El camino estaba cubierto de hojas mojadas. Nos quedamos largo rato en el recodo. En las nubes se veía el resplandor de las farolas de la ciudad. A nuestros oídos llegó el ladrido de un perro desde Griva-Zemgallen.

Yershov me contó que la pasada primavera su padre había abandonado el servicio en la oficina de impuestos y se había comprado un terreno en Polatsk. Toda la familia vivía allí. Me habló poéticamente de la llegada a su hacienda de una dama polaca a la que por la tarde acompañaban al embarcadero su padre y él con faroles. Me entristeció no poder contarle ninguna historia parecida.

En la ciudad vivía solo en casa del funcionario de oficina Olejnovich, el cual lo elogiaba en las cartas de confirmación de recibo del alquiler de la habitación. Además de Yershov vivía en su casa la preceptora Edemska. Ella suspiraba cada tarde mientras tomaba el té, pues otra vez no había tenido tiempo ni sabía cuándo lo tendría para acudir finalmente a la librería Oswiata y suscribirse para seis meses a La Gaceta de los Dos Grosh.

Yershov me contaba orgulloso mirando a su alrededor que su padre era vegetariano e incluso mantenía correspondencia con Tolstói; que cuando aún trabajaba en la oficina de impuestos visitó una destilería en la que habían colado vegetales cocidos en una marmita de carne y los comió sin saberlo, pero su espíritu pronto sintió que algo estaba mal y vomitó; y que en una ocasión vio en la calle cómo un oficial abofeteaba a un soldado por no darle el saludo militar y, conmovido, se lo había contado al volver a casa.

Me sorprendió un poco la pasión que Yershov sentía por su padre y me agradó descubrir que Yershov tampoco carecía de debilidades. Eso me cautivó aún más. Recordé mis cartas a Serge y pensé que si aún las escribiera, le diría lo siguiente: «¡Ah, Serge, qué feliz puede ser a veces una persona!».

Pero todo lo que Yershov encontraba atractivo en mí desapareció. Pronto empezó a rechazar mis invitaciones a pasear por la tarde y dejó de contestar a mis notas.

—¿Quieres enviarme a freír espárragos? —le pregunté en una ocasión en la que, como siempre, me había puesto a su lado en misa. Él, desdeñoso, no me dijo nada.

Aquel día caminé largo rato por delante de la casa en la que vivía. Comenzó a nevar. Olejnovich salió a la calle encorvado vestido con una capa con capucha y un gorro de funcionario. Le dio tiempo de ir corriendo a alguna parte y volver mientras yo aún estaba ahí. Tenía una barba de cabello ralo y corto, y su cara recordaba a la de Dostoievski.

La elegante dama Edemska pasó caminando desde una esquina hasta el portal con unos bollitos envueltos en papel amarillo y un saco con flecos cosidos en la base. Ya había llegado a casa. Dejó su porte juvenil y, encogiéndose, trotó abatida hasta la entrada.

Sentí las lágrimas brotar en mis ojos y me esforcé por no dejar que cayeran. Pensé que ya nunca sabría si la dama había logrado finalmente suscribirse al periódico.

Al principio albergué largo tiempo la esperanza de que la cosa pudiera arreglarse. Leí con celo a Tolstói y a Chéjov memorizando algunos pasajes y escogiendo lo que podría decir sobre ellos si de pronto las cosas volvieran a ser como antes entre Yershov y yo.

La mañana de un día nublado en el que colgaban nubes bajas y había chispas de lluvia en el aire nos enteramos de la muerte de Tolstói. Aquel día me decidí a probar suerte:

—Ha muerto —le dije a Yershov, tras sentarme a su lado. Él me miró y yo me acordé de Richter, cuando me había dicho que era una pena que Pushkin fuera asesinado.

Aquella tarde maman fue a visitar a Siou. Ella me contó con sumo respeto que al principio el señor Siou estuvo fuera de casa largo rato y luego había llegado con dos postales: Tolstói se marcha de casa con una alforja y una vara y Tolstói baja volando del cielo y Cristo lo abraza y lo besa.

Me comunicó que habían charlado sobre mí. Los Siou habían tenido la amabilidad de preguntar si a mí me gustaba bailar y ella había dicho que no y que era una lástima, pues quien baila no se llena la cabeza de diversas ideas, como se dice. Yo me sonrojé.