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El ángel del comedor les gustó. La mujer del ingeniero lo observó a través de sus quevedos con diligencia y declaró que era extranjero. Yo estaba contento. Ella miraba con benevolencia. Llevaba una chaqueta de terciopelo azul con lentejuelas, un broche que reflejaba El encuentro del amor y un cinturón con la hebilla en forma de lira.

—¿Suelen ir a la fortaleza? —preguntó—. Allí los sábados se celebran acatistas.

Serge llevaba un traje verde. Me tomó de la mano y, llevándome aparte, me mostró que tenía la cremallera de los pantalones en la parte delantera.

—Como los mayores —dije yo, asombrado. Charlamos un ratito.

—Serge —pregunté, mirándolo de reojo—, ¿fuiste tú quien una vez me hizo una mueca horrible?

Él juró que no. Eso significó mucho para mí.

Cuando los invitados se hubieron marchado, mi padre entró a tomar el té. Maman, que no cabía en sí de gozo, canturreaba y reía con aire astuto.

—¿Sabes? —comentó—. Hemos acordado leer juntas a Leikin.

Yo también estaba alegre. Los dejé y me retiré silenciosamente al salón. Allí me apacigüé junto a la chimenea y oí caer el follaje de los pinos. Una farola iluminaba una rama de abeto a través de la ventana. La lluvia plateada brillaba sobre ella.

—Serge, Serge, ah, Serge… —repetía yo.

Más adelante fuimos a visitarlos maman y yo. Nos besamos en el recibidor. La mujer del ingeniero nos presentó a su hija Sophie Samokvásova, que estudiaba en el liceo.

—Mucho gusto —dijo Sophie.

Tomándose mutuamente de la cintura, las damas pasaron a la habitación de la mujer del ingeniero, que se llamaba boudoir. Yo estreché la mano de Serge.

—Tú y yo somos como Manílov y Chíchikov.

Él no había leído sobre ellos. Yo le relaté cómo se habían hecho amigos y habían querido vivir juntos y dedicarse a las ciencias. Serge abrió el armario y sacó sus libros. Nos pusimos a examinarlos.

—Éste es Don Quijote —me mostró Serge—, era un tonto.

Antes de la hora del té, Sophie Samokvásova bailó para nosotros con un echarpe.

—Excelente —decía maman mientras aplaudía.

—¿Serge es buen chico? —me preguntó cuando regresábamos.

—Sí, es muy educado —respondí yo.

Esta vez, cuando Alexandra Lvovna entró corriendo en nuestra casa, nosotros la recibimos sin mucho interés. Ella prometió conseguirnos un álbum con muestras de indianas de la fábrica de Sarátov. Nosotros le hablamos de nuestra amistad con los Karmánov.

Al cabo de varios días acudimos con ellos a la bendición del agua. El sol ya calentaba un poco. Nosotros entornábamos los ojos desde el espolón. Por debajo se agitaban los confalones. Destacaban los atuendos de los clérigos. Los abetos se oscurecían. Cuando dispararon los cañones, Sophie Samokvásova apareció corriendo, trayendo consigo al ingeniero Karmánov. Él medía menos que las damas.

—¡Un placer! —exclamó él, haciendo reverencias. Llevaba un gorro de uniforme. En los botones tenía anclas y hachas. Su barba estaba revuelta y parecía que no se la había peinado.

—La ceremonia de la bendición del agua ha sido deliciosa —dijo, y me guiñó un ojo a través de los quevedos. Cuando nos despedíamos, me invitó a la función de las oficinas ferroviarias.

Tras su marcha, nosotros cinco paseamos por el espolón y nos dirigimos a la fortaleza. Se veía su catedral blanca con las dos torres. Eran tan estrechas que de lejos parecían velas.

—Dicen que antes era una iglesia católica —comentó Sophie Samokvásova.

Las damas, absortas en su conversación sobre temas religiosos, se rezagaron. Yo charlaba con Serge entre risitas. Por nuestro lado pasó a toda prisa sobre el pescante una aristócrata con un soldado. Nos miramos el uno al otro y nos reímos, y Serge me enseñó una cancioncilla:

«Madame Chorlito

Sólo piensa en modelitos

Qué vestido se pondrá

Mañana para cenar»

Mi padre estaba de viaje aquel día. A la hora de comer, maman callaba. Perdida en agradables pensamientos, sonreía de vez en cuando.

—Los días se han vuelto notablemente más largos —dijo.

Se presentó un hombre de los Karmánov. Lo interrogamos y descubrimos que se llamaba Ludwig Chaplinski y que trabajaba en el depósito de trenes. Me llevó con él. Serge y el ingeniero me aguardaban.

Nos dirigimos al teatro en ese mismo coche. La orquesta militar estaba tocando allí bajo la dirección del señor Schmidt. En el abeto había lamparitas de diversos colores. El ingeniero nos informó de que eran eléctricas. Nos transportaron en caballos de juguete y después enviamos a Chaplinski a que los dejara en casa.

Serge ya estaba ahí. Él lo conocía todo bien. Me llevó al escenario y me contó que la imagen del telón se llamaba El castillo de Chillón.

—Escucha —me dijo de repente—, fui yo quien te hizo esa mueca horrible aquella vez.

Más tarde juró que no había sido él.