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Yo QUERÍA PREGUNTAR AL MONJE SI DlOS ACCEDERÍA A enviar a alguien al infierno si uno rezaba bien por ello y para lograr un encuentro con el monje, pensé en trabar amistad con Martinkévich. No tuve tiempo de hacerlo, porque regresaron nuestros regimientos y aquellos que los sustituían se marcharon, y el monje se fue con ellos.

Los oficiales volvieron de Asia con muchos y diversos artilugios. Kondrátiev nos trajo unas cosas interesantes para colgar en la pared. Sobre su mesa, donde antaño había estado el Zaratustra, ahora resplandecía La risa roja. Nos lo dio a leer.

Poco después estuvimos también con Alexandra Lvovna. Había envejecido. Nos contó que se había ocupado de cuidar al doctor Váguel, que había tenido una contusión en la cabeza, e insinuó que quizá ya no se separara de él. Nosotros nos quedamos agradablemente impresionados.

La iglesia a la que tanto le gustaba acudir a Karmánova cuando estaba el monje resultó ser desmontable. La desatornillaron y la enviaron a la zona de Jekabpils, donde una parte de los letones eran ortodoxos. En su lugar iban a construir una «catedral de guarnición». Nosotros esperamos con interés a ver cómo sería.

Una tarde soleada, cuando maman y yo tomábamos el té, se presentó en nuestra casa Chaplinski. Nos comunicó muy agitado que alguien había disparado a Karmánov en el camino de la oficina a casa y que había muerto al cabo de un cuarto de hora.

Empezaron a venir a vernos señoras curiosas para interrogarnos sobre los Karmánov. Nosotros respondíamos a sus preguntas. Sobre la mujer del ingeniero maman les contó que hacía ya varios años que no vivía con él. Yo me asombré y la corregí, pero ella me ordenó que no me inmiscuyera en las conversaciones de los mayores.

Me constipé inesperadamente, así que no tuve que ir al entierro. Los observé por la ventana. Maman caminaba junto a Karmánova tocada con un sombrero estilo «submarino» que había pasado de moda tras el final de la guerra. Tapaban a Serge de mi vista. Eso sí, entre la multitud vi a Túsenka. Me pareció notar que me lanzaba una mirada imperceptible.

Serge me contó más tarde que se había jurado a sí mismo vengar la muerte de su padre. Yo le estreché la mano y no me atreví a decirle lo difícil que es la venganza.

Poco tiempo después tuve que despedirme de él. Se marchaba para siempre. La mujer del ingeniero había estado en Moscú y había encontrado un apartamento. Aplazaron el viaje hasta el comienzo de las vacaciones. La soledad me aguardaba.

Comenzó la construcción de la catedral. Cavaban la tierra, transportaban guijarros. En el barrio que estaba detrás de la iglesia luterana empezaron a construir una iglesia católica. Los viejos creyentes incorporaron un campanario a la capilla. El padre Nikolái nos aclaró que daban libertad a todas las religiones, pero que esto no significaba nada y que la principal seguía siendo la nuestra.

Los Karmánov tomaron asiento en el vagón. El tren se puso en marcha. Nosotros agitamos la mano tras él. «Serge, Serge, ah, Serge… ¿me recordarás como yo te recordaré a ti?», no llegué yo a decirle.

Desde Jelgava los Beluguin vinieron a pasar el verano en Shavskie Drozhki. Los visitamos. Se me hizo raro ver el kursaal y el parque y saber que ya no pasearía por allí con Serge. Maman también estaba triste.

En la casa de los Beluguin nos encontramos a Siou, el padre de Túsenka. Tenía barba y llevaba gafas. Recordaba a un retrato de Petrunkévich.

—¿Ha leído usted el discurso de Múromtsev? —inquirió a maman con rostro benevolente.

La hija y el hijo de los Beluguin eran un poco menores que yo. Empecé a ir a visitarlos a Shavskie Drozhki. La señora Belúguina era una dama enjuta que llevaba anteojos y tenía marcas de viruela. Pasaba el tiempo meciéndose en una hamaca y leyendo el periódico bajo los pinos. Beluguin, su marido, iba a pescar. Su hermana, Olga Kuskova, nos llevaba al bosque. Una vez caminamos hasta las vías del ferrocarril y vimos un tren con soldados. Iba en dirección a Jekabpils. Los oficiales nos miraron desde los vagones de pasajeros.

—Es una brigada punitiva —nos explicó Olga Kuskova.

Durante mis visitas a casa de los Beluguin coincidía de vez en cuando con Túsenka, pero se hacía la importante en mi presencia y me hablaba de usted.

Cuando no estaba allí, leía a Dostoievski. Me causó gran impresión, y durante la comida maman decía que parecía escaldado.

Pasaron los días. En el río ya aparecían bancos de arena y el Progress tenía que maniobrar para no encallar en ellos. Un recuadro negro del Dvina comunicaba la muerte prematura del profesor de caligrafía.

Un día me encontré con Osip. Fue amable conmigo. Se ofreció a mostrarme dónde enterraban a los ahorcados. Le conté el caso del profesor.

—Osip —dije yo—, ¿tú habrías accedido a matarlo si no se hubiera muerto?

Tomé su mano y lo miré nervioso. Me respondió que por un conocido se puede hacer cualquier cosa. Me dio pena haber tardado tanto en encontrármelo.