17

De nuevo me tocó ir a tomar clases con Gorshkova. Cuando llegamos a la ciudad, maman me envió a que estudiara francés.

—Es una lengua difícil —decía Gorshkova—. Todas las letras se escriben de un modo y se leen de otro.

Para tratar de animarme, ella fijó su mirada en mis manos para tomarlas y estrecharlas, pero yo logré retirarlas a tiempo y, rápidamente, me senté sobre ellas. Gorshkova no me gustaba demasiado. Su piel me recordaba al interior de una corteza de pan, harinosa y áspera.

Era un día caluroso. El sol no se veía. De los jardines salía olor a manzanas. De camino a las clases vi a un chaval que vendía el Dvina.

—¡Se ha firmado la paz! —exclamaba.

Le pregunté si eso era cierto y él me mostró el titular.

Gorshkova aún no sabía nada de la paz, y yo no se lo dije para evitar que se emocionara y se lanzara a estrujarme.

Nos alegramos mucho por la firma de paz, pero Karmánova, que había vuelto de Eupatoria, nos lanzó un jarro de agua fría:

—Si hubiéramos seguido luchando, habríamos ganado —dijo—. Witte ha hecho todo esto adrede porque está casado con una judía que lo estaba instigando.

Serge me mostró una maqueta de madera de la dacha con cristales de verdad en las ventanas. Estaban pintando la escuela, por lo que el comienzo del curso se había retrasado dos semanas, pero él ya se pavoneaba con su uniforme.

Ese año le compré los libros de texto a Yampolski. Por fin yo también tenía un Calendario. Dejé de pasar por delante de la tienda de L. Kusman. En cualquier momento podía abrir la puerta y, cubriéndose el pecho con su pañuelo, mirarme y preguntar por qué aún no había ido por mis libros.

Ahora Serge y Andréi estaban ambos en primer curso. Serge estaba en A y Andréi, en B. En las clases de catecismo estaban en el mismo grupo y se sentaban juntos. Una vez, en clase de catecismo Andréi hizo un dibujo. Se titulaba «Pasen a la mesa, mis queridos invitados». Karmánova no se puso nada contenta cuando lo vio.

—¡Qué clase de difamación es esta! —dijo ella, asqueada—. Para poder criticar hay que ser perfecto.

Ordenó que Serge se cambiara de sitio.

Celebramos el santo del heredero y asistimos al Te Deum por el aniversario del milagro de Borki. Al día siguiente, cuando hubo sonado la sirena y el profesor entró atusándose la barba y, tras santiguarse, se detuvo junto a una imagen y el guarda comenzó a leer el Dios Misericordioso, de repente una bomba estalló cerca con un terrible estruendo. Aquel día cerraron la escuela por un tiempo indefinido.

Cuando estábamos almorzando, de pronto en los talleres saltaron las sirenas con un sonido diferente al habitual. Mientras esperábamos, oímos disparos. Ya de noche Eugenia averiguó que habían disparado a cuatro hombres. Los amotinados los habían agarrado y los paseaban por las calles a la luz de las antorchas para asustar a la gente.

Fuimos a ver su entierro. Los prestes católicos encabezaban el séquito fúnebre con rostros solemnes.

—Tremendos canallas —dijo Karmánova, y nos explicó que por religión deben apoyar al gobierno, pero que ellos odiaban Rusia y estaban dispuestos a todo con tal de perjudicarnos. Por detrás de los féretros tocaban las orquestas de artesanos y de bomberos. Las banderas bamboleantes y las pancartas con inscripciones siguieron moviéndose durante casi una hora después de que nosotros perdiéramos ya el interés. Más tarde nos enteramos de que en el cementerio había tenido lugar un tiroteo en el cual Vasia Strizhkin había resultado herido por un perdigón. Pobrecito, hasta que se curara no podría ni tumbarse boca arriba ni sentarse.

Para que yo no molestara, maman me ordenó leer la obra completa de Turguénev. La leí aplicado, pero no me interesó particularmente.

Más de una vez volvimos a estudiar y de nuevo se cancelaron las clases. Comenzamos a utilizar las palabras mitin, centurias negras, naranja[14] y tocino[15]. En una ocasión, cuando volvíamos a estar en huelga, vinieron a verme Serge y Andréi y me contaron que habían asaltado la escuela alemana y se habían llevado la lista de alumnos de una clase. Ésta comenzaba así: Anójina, Boldyreva,… Yo me reí, pero por la tarde me puse triste. Pensé en que todos hacían algo interesante pero a mí nunca se me ocurría nada.

Maman a veces también tenía huelgas en el trabajo. Ella era «de derechas», pero hacía huelga de buena gana. Un día me contó que su jefe había estado en un mitin y había decidido no volver porque, mientras estaba ahí, sentía que apoyaba razonamientos inadmisibles. Nosotros lo elogiamos.

Yampolski y Livshits daban con cada compra talones por una suma y, cuando alguien les entregaba talones por la suma de diez rublos, le regalaban algo. El alumno Martinkévich, al cual mi padre enviaba a comprar sus efectos de escritorio, recibió de Yampolski un cuaderno para escribir poemas. En la escuela pedía a los demás que escribieran en él. Yo me quedé el cuaderno mucho tiempo y sufría porque no sabía qué escribir. En él encontré un poema llamado Medicina de salvación. Comenzaba así:

«Tome una onza de humildad

Y añada dos de longanimidad».

La dedicatoria decía: «Con mis bendiciones, el hieromonje Gabriel». Resultó que el monje de la iglesia frente a mi casa era pariente de Martinkévich.