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La capitana ayudante Chiguildéieva vivía encima de nosotros en la buhardilla, y al final del invierno la conocimos y fuimos con ella al cementerio en el mismo coche. Cuando el verano llegó, nuestro trato con ella se volvió más cercano. Por las mañanas ella bajaba al jardín. Tras observar el parterre, tomaba asiento en una silla plegable de madera y se trasladaba con ella cuando se movía la sombra. Huesuda, envuelta en una bata marrón con flores amarillas y cuello de tul amarillo, se parecía a un cuadro con la inscripción «Todo en el pasado».
—¿Qué estás leyendo? —me preguntaba a veces, y yo se lo mostraba.
—Esto son libros de mayores —me dijo una vez, y subió a su buhardilla y me trajo un libro para niños—. Amabilidad por amabilidad —se llamaba el libro de cubierta dorada. Tenía una dedicatoria que decía que había sido entregado como reconocimiento de sus méritos a una alumna que había terminado el tercer curso. El libro contaba que los padres de Susanna eran personas ilustres. Que, como hacía buen tiempo, habían decidido organizar un picnic. La hija del alcalde, Elizaveta, también había sido invitada a pesar de no ser noble. Lo había pasado bien allí. Cuando la emperatriz expresó su intención de visitar la ciudad, el alcalde se encargó de que permitieran a Susanna dar el mensaje de bienvenida y entregarle las flores.
Los días pasaban, monótonos. Rosalía nos dejó.
—Adoctrináis demasiado —declaró.
Nosotros nos enojamos con ella por esto y, en el momento de hacer la liquidación, le retuvimos el coste de los zuecos que le habíamos regalado por Semana Santa. Después de ella vino Eugenia, que era ortodoxa y una pelota.
Cercaron el bosque que comenzaba detrás de la calle Viliéiskaia. Quedaba cerca de nuestra casa, por lo que nos llegaban los ruidos de hachas desde la mañana hasta la noche. Maman supo por alguien que ahí iban a poner una exposición. Esto nos interesó profundamente y, cuando la abrieron, fuimos a verla.
El sol de después del almuerzo nos calentaba. En un extremo del cielo había una nubecilla inmóvil con forma de arenque. Chiguildéieva se abanicaba. Maman no llevaba sombrero. Nos adelantaban personas vestidas con ropas elegantes. Un terrateniente pasó a toda prisa en su drozhki, bajó de un salto junto a la exposición, se volvió, dijo «permítame» y sentó a su mujer, que llevaba mitones y anteojos. En el escudo que había sobre la entrada había un jinete galopando. Llevaba yelmo y cota de malla. Sonaba una marcha.
Contemplamos el ganado, los sacos de harina y un pájaro, los objetos expuestos por el conde Pliater-Ziberg y los expuestos por la condesa Anna Broel-Pliater, nos dirigimos al pabellón de artículos religiosos y elegimos un icono de recuerdo cada uno. Cuando salíamos, nos quedamos un rato junto a un estanque con una fuente y un sauce. Sus hojas comenzaban ya a caer.
—El otoño, se acerca el otoño —dijimos cabeceando.
De repente, sonó una campanilla y en el cobertizo, desde cuyas puertas gritaban «¡Pasen y vean!», se encendió una inscripción de fuegos de colores: «Fotografía viva». Para eso había que comprar entradas aparte, nosotros deliberamos y decidimos comprar.
Dentro había sillas, y delante de ellas colgaba un lienzo y, cuando todos nos hubimos sentado, la luz se apagó, comenzaron a sonar el piano de cola y el violín, y vimos Judith y Holofernes, un drama histórico en pintura. Pasmados, nos miramos los unos a los otros. Las personas dibujadas en el cuadro se movían, y también las ramas de los árboles.
Por la mañana, cuando me disponía a escribir a Serge sobre Judith, entró Eugenia y me dio una nota metida en un tubito. «¿Qué les ha parecido la fotografía viva?», decía la nota. «Yo estaba sentada detrás de ustedes. Permítanme conocerlos. S.».
La autora de esta carta esperaba una respuesta sentada en un banco delante de nuestra casa y, cuando salí por el portón, se levantó.
—Soy Estefanía Grikiúpel —se presentó, y dimos un pequeño paseo.
Contemplamos el prétzel de cobre sobre la puerta de la panadería y la iglesia católica de azúcar.
—Mi amigo Serge se ha marchado a Yalta —le conté—, y Andréi Kondrátiev está en los barracones. Yo podría pasar una temporada allí, pero Andréi no me conviene demasiado porque se pone a deliberar sobre todo.
Resultó que Estefanía Grikiúpel también había hecho el examen de acceso a la escuela y tenía un miedo terrible de que fuera a resultarle difícil: los números árabes, escribir redacciones…
Contentos el uno con el otro, nos despedimos. Cuando llegaba a mi puerta, vi un entierro: hombres de antorcha con trajes talares blancos, un coche fúnebre con una cúpula decorada con una corona, y la viuda caminando detrás. La llevaba Vasia Strizhkin.
Cuando maman volvió, salí volando a su encuentro. Ella me prohibió volver a encontrarme con Estefanía y apodó a Estefanía como «la libertina». Chiguildéieva, que vino a escuchar, intercedió por mí.
—Pero es algo tan natural… —dijo ella, y se quedó pensativa. Sonriendo, subió y trajo de su apartamento Amabilidad por amabilidad.
—Te lo regalo —me dijo.