10
Por encima de la cama pendían una alfombra con una mujer y unos hombres españoles que tocaban la guitarra y una cubierta azul de reloj con Conchitas pegadas. Mademoiselle Gorshkova de vez en cuando se acostaba y fumaba, lánguida.
—El paraguas del borreguero —dictaba, y después soltaba el humo en anillos— está en el paragüero.
Osip, el hijo de la guarda, hacía rechinar la tiza contra el pizarrín. Escribía ahí para no gastar los cuadernos. Sinítsina derramaba manchas de tinta sobre su papel e, inclinándose, las lamía. La guarda entraba, encendía la lámpara y la pantalla de cartón dejaba nuestros rostros en la sombra. Entonces, acercándose a mí con la silla, mademoiselle Gorshkova asía mi mano bajo la mesa y no la soltaba.
A veces, cuando iba a clase, me encontraba con los Pferdchen. Envueltos en abrigos de piel con esclavinas, caminaban al paso. En una ocasión vi a Pshiborovski. Él reparó en mí desde lejos y se metió por una portezuela. Cuando la hube pasado, él salió.
Otro día también me crucé con Vasia Strizhkin. Pensé que después de aquello sucedería algo bueno. Y efectivamente, aquella tarde me salió bien la caligrafía, y al día siguiente mademoiselle Gorshkova me puso un sobresaliente.
Una vez, Alexandra Lvovna Ley me paró por la calle.
—Son las estrellas de la Gran Cuaresma —comentó con voz de bajo mirando al cielo, y a continuación me preguntó cuándo venía a visitarnos la mujer del ingeniero.
La nieve ya comenzaba a derretirse. El gallo y las gallinas caminaban por el patio con sus crestas rojas y emitían cacareos primaverales. Por el día de mi santo recibí una carta de Vítebsk. Vinieron los Karmánov, y Alexandra Lvovna Ley se puso a interrogarlos sobre el estado de Sophie.
—Pues vaya a visitarla —dijo la mujer del ingeniero.
Llegaron los Kondrátiev Andréi, en lugar de felicitarme «por el día de tu ángel» lo hizo «por el día de tu santo».
—Los ángeles son otra cosa totalmente distinta —aclaró.
Las damas estaban descontentas.
—Eso no lo debes juzgar tú —le dijeron.
Karmánova se mostró indignada.
—Mira que fustigar al chico y hacer sangre de esas tonterías —las regañó ella más tarde.
El 1 de abril[10] estábamos libres y fuimos a visitarla. Era gracioso caminar por las calles.
—¡Tiene usted un gusano en la cabeza! —se gastaba bromas la gente.
Entre cuchicheos sobre Sophie y Alexandra Lvovna Ley, misteriosas, las damas se retiraron al boudoir y nos soltaron a Serge y a mí en el jardín. Allí, igual que aquella vez, bajo los castaños estaban sentadas las niñeras. Desde el patio, los porteros miraban a través de la valla.
—Qué tontos —dijimos de ellos.
De repente, Edith Pferdchen llegó corriendo jadeante.
—Señores —gritó ella, gesticulando—. Van a pegar a Karl. ¿Quién quiere escuchar? He abierto la ventana.
Nosotros nos precipitamos tras ella. De una portezuela salió en nuestra dirección una chica delgadita y se quedó mirando con asombro. Algo en ella me recordó a la virgen de la iglesia de la prisión y a la de la marmolería fúnebre de I. Stúpel. La interina francesa madame Sourire la acompañaba.
—¿Quién es esa? —le pregunté a Serge mientras corríamos.
—Túsenka Siou —respondió él.
Cuando volví a casa con maman ya estaba oscuro. En el cielo, como en el techo de la catedral, había nubes y estrellas. Nos topamos con Kolia Lieberman en el viaducto. Estaba parado de pie, con aspecto rígido, mirando las llamas de debajo, y yo me imaginé a Túsenka Siou arrodillada, contemplándome con mirada triste y exclamando: «¡Alexánder, oh, perdóname!».
Poco después me la presentaron. Un día Chaplinski llamó a nuestra puerta después de la comida. Nos comunicó que Sophie había dado a luz a un niño. Entusiasmados, nos vestimos a todo correr y enviamos a buscar un coche.
De nuevo maman y la mujer del ingeniero se fueron al boudoir y nos enviaron a Serge y a mí al jardín. Igual que la otra vez, apareció Túsenka acompañada por la madame. Serge la saludó. Ella le devolvió el saludo, sonrojada. La sombra de una rama con brotes abiertos caía sobre ella. Yo miré a Serge.
—Éste es el hijo de una telegrafista —me presentó.
El día antes de los exámenes mademoiselle Gorshkova me contó que desde nuestro primer encuentro ella ya sintió que yo acudiría a ella. En su rostro se reflejó una expresión poética. Dijo que se aburriría sin mí.
—Vamos al jardín —me llamó después de despedir a Sinítsina y Ósip—. Observe, los manzanos están floreciendo.
—No, debo irme, gracias —respondí yo.
Ella salió a despedirme. Al volver la esquina miré hacia atrás y ella seguía en el porche, imponente y afligida, soltando el humo en anillos.
Maman estaba de guardia. Rosalía me dio té. Temblando, salí rumbo al examen. El sol ya abrasaba. El polvo volaba en susurros.
Los vendedores de helados esperaban en las esquinas con sus delantales. Alas puertas de la charcutería vi a madame Strauss. El director de orquesta Schmidt charlaba bajito con ella. Los cubría un brillante jamón dorado. Vasia Strizhkin, con una ramita de lila tras la oreja, se paró a observarlos. Yo le recé.
—Ay, Vasia —dije yo, y me santigüé imperceptiblemente—, ayúdame.