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—La palabra «ortodoxia» —nos dijo el padre Nikolái en la clase de catecismo— viene del griego antiguo y significa «la creencia correcta».

Por el camino de vuelta a casa se lo comuniqué a Budrij. Intenté persuadirlo para que se pasara a la ortodoxia, y él comenzó a evitarme. Así que cuando Serge me preguntó si había hecho algún amigo en el colegio, pude responderle francamente que no. Para convencerlo, le hablé poco favorablemente de mis compañeros.

—Siempre tienen las uñas sucias —le dije—, y no se lavan los dientes. Dicen «setiembre», «andé», «dijistes» y «haiga».

—¡Qué tontos! —reímos, y nos pusimos de buen humor.

Mientras tomábamos el té, las letras en la caja de galletas nos recordaron a Túsenka. Nos guiñamos el ojo y nos pasamos la tarde repitiendo, como si fuera un verso:

«Siouy compañía, Moscú,

Siouy compañía, Moscú[12]».

Al cabo de varios días, me la encontré en la iglesia de la escuela. De la ventana llegaban rayos de luz bañados en polvo. El tiempo pasaba muy lentamente. Por fin, Golovniov salió del altar con la tetera y fue a buscar agua hirviendo para la comunión. Yo me volví para seguirlo con la mirada y entonces la vi a ella. Después de la misa no pude correr tras ella y seguirla desde lejos porque Iván Moiseich nos llevó con el inspector a pasar lista.

El inspector, el marido de Sophie, fue trasladado a Liepaja, y Sophie se marchó con él. Un día nublado, poco antes de que cayera la tarde, cuando a la espera de que encendieran las lámparas yo dejé por un minuto de estudiar qué es una suma, ella llamó a nuestra puerta para despedirse. Voluminosa, tocada con un sombrero con pluma y un velo moteado, tenía un aire melancólico. Maman le contó que Eugenia era demasiado lisonjera, por lo que no inspiraba confianza, y estábamos pensando echarla. Cuando nos despedíamos, Sophie me regaló un libro sobre Mowgli que me gustó mucho. Lo leí unas cuantas veces. Chiguildéieva, cuando venía a visitarnos, se acercaba cautelosamente y trataba de ver si era Amabilidad por amabilidad lo que estaba leyendo.

—Hoy —declaró Karmánova una vez, cuando Serge y yo mirábamos embobados por la ventana— será la «noche terrible» —y nos recomendó ir al río y mirar cómo los judíos se apiñaban y se sacudían los pecados. Bajo la protección de Chaplinski, corrimos allí. Nos partimos de risa. Chaplinski nos contó que cada primavera desaparecían niños cristianos, y nos enseñó a mostrar una «oreja de cerdo».

Ya helaba. Maman, cuando salía a la calle, ya se ponía los pantalones de lana. Chiguildéieva cerró su buhardilla y se marchó a Yaroslavl al bautismo del bebé de su sobrina. Murió allí. Me dejó trescientos rublos, y maman me ordenó que no lo fuera contando por ahí.

Llegó el invierno. Era la tarde de un sábado. La luna brillaba y sobre la iglesia luterana relucían las agujas doradas del reloj. Desde el viaducto yo veía las hogueras en los caminos y un haz de chispas sobre los baños públicos. Un trineo de cochero pasó a toda velocidad. En él iba sentado Vasia Strizhkin vestido con un capote del color de un oficial. Los cascabeles tintineaban. Esperé durante días la alegría que este encuentro debía traerme. Y finalmente una mañana, cuando llegamos a la escuela, el guarda de noche nos dijo que el padre Fiódor estaba enfermo y que aquel día sólo tendríamos cuatro clases.

«Espectáculo para niños», anunciaban los carteles. Yo me imaginé una bellísima doncella con los brazos extendidos ante un joven imponente y exclamando «¡Oh, Alexánder!». Chaplinski nos trajo entradas. El teatro estaba lleno. La orquesta militar resonaba dirigida por el señor Schmidt. Ante nosotros colgaba el telón con el castillo. Esperamos a que se alzara mascando dulces. Estefanía Grikiúpel surgió de la nada y, antes de que yo pudiera apartar la vista, me saludó. Me alegré de que maman y los Karmánov en aquel momento estuvieran observando la entrada de madame Strauss en la sala.

La Navidad pasó volando. El número extraordinario del periódico Dvina informaba de que Japón nos había atacado. Los servicios eclesiásticos se volvieron aún más largos. Cuando terminaba la misa, comenzaba una plegaria «por la concesión de la victoria». En la vitrina de L. Kusman aparecieron las Cartas abiertas patrióticas. Serge comenzó a recortar del Nueva Era fotografías de acorazados y portaaviones y a pegarlas en su cuaderno de apuntes en sucio. Maman y yo una vez visitamos a los Karmánov. Las damas hablaron de que ahora en la guerra ya no se utilizaba la hila y las mujeres nobles ya no se juntaban para picarla.

Aquella tarde vino a casa de los Karmánov Túsenka con su madre. Serge habló un rato con ella y corrió a su habitación para traer su cuaderno. Túsenka y yo nos quedamos solos al fondo del salón. En el pasado Sophie había representado con sus amigos en ese mismo sitio una obra de la cual yo había visto una escena. Quise contárselo a Túsenka. «¡Ah, Natalie!», quería decirle.

Los dos guardamos silencio, y yo oí cómo Serge volvía ya.

—¿Has leído el libro Chéjov? —preguntó ella finalmente, sonrojándose.