27
—Bueno, yo me marcho —dijo Estefanía. Saludó con la mano de forma teatral, nos miró de perfil, como una gallina, y desapareció. Luisa se quedó, resplandeciente. Pasamos juntos por el guardarropa y nos contamos las notas que teníamos en cada asignatura.
Ella me llevó del guardarropa a la sala de baile. Allí los caballeros y las damas bailaban una Haiawatha con los brazos cruzados cerca del pecho, haciendo ochos con los pies y brincando en círculos. Se acercaban saltando, se alejaban unos de otros de perfil y girándose, se acercaban de nuevo.
Natalie pasó bailando con Lieberman a dos pasos de mí. Estaba feliz. Sus ojos marrones miraban hacia arriba a la izquierda. Su pelo estaba ondulado y ahuecado como el de una mujer adulta, y en él había fijado una violeta.
Me dieron una carta de «Correos de Cupido». Decía: «¡Ajá!». Yo recordé las anotaciones de Kondrátiev en el Zaratustra.
Luisa estudiaba en el liceo Brun y me llevaba con ella junto a diversas alumnas de allí. La mayoría de ellas estaban repitiendo el segundo curso y eran mayores. Solían emplear casi todo el tiempo paseando en grupo al aire libre. Cada tarde me juntaba con ellas y trataba de llevarlas a los sitios en los que Natalie pudiera encontrarse con nosotros. Supe que ella iba a la Sala de Bodas y Bailes de Abraham, que estaba en la curva del espolón desde la que se podían ver tres cuartos del cielo, y desde allí admiraba un cometa con los Sofronychev. Empecé a llevar a mis acompañantes y, pataleando para que no se me helaran las piernas, me quedaba allí con ellas y deliberábamos sobre el cometa. Ellas lo veían, pero por alguna razón yo no logré vislumbrarlo ni una vez.
Recibimos una postal de los Karmánov. Me invitaban a visitarlos en Maslenitsa y ver Moscú. Decidimos que podía ir. Maman así se lo comunicó y me enviaron un billete gratis. Llegué a Moscú en mitad del deshielo. El aire estaba nebuloso como en la lavandería. Las nubes colgaban.
—A Arbat, a la casa de Chulkov —dije yo, tomando asiento en un trineo.
Las casas grandes se mezclaban con las casuchas y en los muros laterales tenían pintadas direcciones de hoteles. En las proximidades sonaban las campanillas del tranvía eléctrico. Se erguían iglesias coloridas con cúpulas brillantes. Los muzhiks se santiguaban frente a ellas en medio de la calle y hacían reverencias.
El cochero tomó una curva y nos hallamos al final de una cola de carretas con cáñamo que ocupaba todo el ancho de la vía. Allí me encontré con Olga Kuskova. Ambos dimos un grito de alegría al vernos. Bajé de un salto y ella, tras comentar que yo estaba hecho todo un hombre, me prometió ir a la casa de los Karmánov.
Serge había engordado. Su boca se había vuelto carnosa y algo sombreaba ya el contorno de sus labios. Karmánova frotó sus quevedos con la punta de la chaqueta y me observó con interés; yo traté de adoptar un «aire impenetrable».
Sobre la mesa vi una fotografía cubierta con un cristal grueso: junto a su marido, rodeada simétricamente de sus tres hijos, una corpulenta Sophie de rostro aburrido se apoyaba en una barandilla tapizada con una tela de felpa con pompones. «¿Quién diría que ésta es la misma chica que hace poco se extendía hermosa a los pies de Lieberman representando con él una obra, esa que tanto maravillaba a los espectadores cuando tendía los brazos ante él, mientras que él se apartaba inexpugnable como si fuera Cristo en Noli me tangere?», pensaba yo embargado por la tristeza.
Serge me mostró las revistas Satiricón. Nunca antes las había visto. Me gustaron tremendamente y me costó mucho separarme de ellas cuando Serge insistió en llevarme a ver la ciudad.
Salimos a la calle.
—¿Sabía usted, Serge, que su mamá envió a la mía un artículo sobre los peligros de nuestra edad? —pregunté cuando nos alejamos de la casa de Chulkov. Serge se echó a reír.
—Es una gran amante de las obscenidades —dijo, y me contó que ella disfrutaba leyendo (en francés, para que él no entendiera) por ejemplo a Maupassant.
—¿Eso son lecturas indecentes? —pregunté, y él me guiñó un ojo.
Cuando regresamos me mostró el libro. Se titulaba Une vie. Tenía las pastas envueltas con un periódico que decía que por fin se había terminado el absolutismo en Turquía y que podía decirse que todos los Estados europeos eran ya constitucionales.
Por la tarde vino Olga Kuskova y nos contó un suceso de la vida de un intrépido y nos dijo que, al parecer, pronto trasladarían a los Beluguin a Petersburgo. Serge y yo la acompañamos por el camino de vuelta y ella nos explicó cómo encontrar fácilmente su casa: tras el letrero «Casa de té y mesón para cocheros» había que tomar una curva y caminar hasta el «Mesón para cocheros y dacha del té». Me susurró a hurtadillas que al día siguiente me esperaría al anochecer.
Nos despedimos. Por la callejuela pasó en nuestra dirección una aristócrata montada en un carro tirado por caballos moros con un soldado en el pescante.
—Serge, ¿recuerdas aquella canción sobre madame Chorlito que me enseñaste? —dije yo. Nos pusimos de buen humor y recordamos algunas cosas. Lo que no rememoramos fue la amistad que hubo entre nosotros.
Al día siguiente hubo tortitas en casa de los Karmánov y después de comerlas me dio pereza ir a ver a Olga Kuskova. El día después yo me marché. Desde el carro vi la Osa Mayor.
—Preciosa —le susurré. Algo en ella me recordaba a la violeta que llevaba Natalie en el pelo aquella vez.