Dejó el pueblo un lunes por la mañana. Era otoño y las avispas escarbaban en el orujo amontonado a la puerta de los lagares. Teresina, la chica de la mercería, contó luego que se habían cruzado cuando él salía de casa. Su madre le despedía desde la puerta, siguiéndole con la vista mientras él se alejaba con paso firme, sin mirar atrás una sola vez. Llevaba un traje claro y holgado, corbata color crema, un llavero colgando de la cintura y la insignia del Barcelona C. de F. prendida en la solapa. Después se cruzó con el colchonero, cuando entraba en el estanco a comprar tabaco y, al salir, también le vieron Adrián y Rosita y el panadero, blanco y panzudo, que tomaba el fresco en camiseta, asomado a la calle.
La noticia corrió en seguida. A media mañana ya estaba enterado todo el mundo. Se comentaba en el mercado y la barbería, en el Centro Recreativo, en el Bar Roig, entre los chicos de la escuela y las viejas que hacían encaje sentadas ante los portales, a todo lo largo de las aceras. «Se ha ido —dirían— Alvarito, el hijo del médico, ha vuelto esta mañana a Barcelona, en el primer autocar.»
Los autocares que enlazaban con el ferrocarril de la costa salían de la plaza de la iglesia. Cuando Alvarito llegó ya faltaba muy poco para la salida. El chófer daba palmadas parado ante el coche, un viejo trasto de color gris sucio. Alvarito se fue a sentar junto a la ventanilla. Ahora llegaban unas cuantas mujeres corriendo por la plaza, en equipo.
«¡Venga, venga!», les gritó el chófer al tiempo que ponía el motor en marcha. Las mujeres subieron resoplando, insultando al chófer que, sentado al volante, mascaba el cabo apagado de un cigarro. Alguien cerró las puertas y arrancaron.
El trayecto era corto; los dos pueblos distaban escasamente cinco kilómetros. Alvarito se pasó todo el tiempo fumando con la cara pegada a la ventanilla. Miraba el paisaje por entre una veloz sucesión de plátanos, los huertos y las colinas, los viñedos inundados de sol, amarillos y pisoteados después de la vendimia. El autocar iba casi lleno, gente que se dirigía al mercado, viejos, mujeres con sus cestos, sus críos y sus gallinas, todos chocando entre sí, desordenadamente sacudidos por los baches de la carretera. Cuando llegaron al final del trayecto —un solar polvoriento cercano a la estación— eran las ocho y veintisiete. El tren no pasaba hasta las nueve y cinco.
Alvarito fue uno de los últimos en bajar del coche. Ahora la mayoría de los pasajeros se agolpaban al pie de la escalerilla posterior. Subido a media escalerilla, el chófer les repartía los bultos que desde arriba le pasaba un chico legañoso. Todos pedían al mismo tiempo. «Aquel, aquel es el mío, el de las berenjenas», insistía uno tirando al chófer del pantalón. Pero el chófer tomaba los bultos según le venían. «Ya, ya», repetía sin mirar a nadie, mascando el cabo apagado de su cigarro.
—¿Qué, Álvaro? ¿A Barcelona? —le gritó el chico legañoso.
Alvarito se volvió a mirarle haciéndose pantalla con la mano.
—Sí, tú, a Barcelona —le dijo.
—Parece que le pudiste, ¿eh, Álvaro?
—Hice lo que pude, tú.
Le saludó por encima del hombro, haciendo chasquear los dedos, y tiró rambla abajo. Casi todos los demás pasajeros tomaron la dirección opuesta, hacia los tenderetes que salían del mercado como cuando había feria. La parte vieja del pueblo se extendía a lo largo de la rambla, perpendicular al mar, formando una sola calle de casas blancas y bajas, sombreadas por el espeso follaje de los plátanos. Al fondo, sobre el puente de arcos bajos por el que cruzaba la vía férrea, asomaba el mar brillando al sol como un espejo. Las aceras parecían más anchas ahora que apenas quedaban veraneantes y las voces y las risas que salían de alguna ventana sonaban a falso, como en la sala vacía de un teatro. El sol caía pálido y tibio y los gorriones picoteaban aquí y allá sobre la arena, botando lo mismo que pelotas de tenis.
Se llegó al Terramar a tomarse un café. El hotel quedaba en la parte baja del pueblo, al otro lado de la vía férrea, entre las villas de los veraneantes. Había seguido por el paseo que bordeaba la playa, caminando despacio y con ojos entornados. El mar estaba muy azul y rompía en olas breves y juguetonas, como quien hace una travesura. Nadie había en la playa, y en el paseo, algo más allá, sólo un ciclista que se alejaba pedaleando despacio. La viña virgen enrojecía en las verjas cerradas, sobre los muros de las villas desiertas. Desde alguna parte, el sonar de una armónica, tenue, desafinado, se alzaba con indolencia en el aire quieto de la mañana.
Frente al Terramar se alineaban tres automóviles extranjeros cubiertos de polvo. Detrás, en el campo de tenis, un viejo barría la hojarasca. Ahora se olía a hojas quemadas y bajo los tilos del fondo se alzaba mansamente una humareda revuelta y blanca. Alvarito pasó al bar, decorado a base de temas marinos. Las ventanas volcaban raudales de luz blanquecina, como de hospital, que obligaba a entornar los párpados. En un rincón desayunaban dos extranjeras hablando por lo bajo; el resto de la sala estaba desierto. Tomó asiento y pidió café a un camarero de cabellos plateados. Mientras aguardaba encendió un cigarrillo mirando a las dos mujeres; la que le daba la cara era esbelta y rubia. Charlaban excitadamente, la una frente a la otra, con las cabezas juntas. Al poco, el camarero apareció con su café. «Gracias», le dijo Alvarito, y dejando el cigarrillo sobre el cenicero, bebió un par de sorbos. Acodado en la mesa, se frotó los ojos perezosamente, como con sueño.
Su madre le había despertado a las siete, cuando cantaba el gallo de los vecinos. Se duchó y, todavía medio desnudo, fue a por agua caliente y se afeitó. Lo hacía tres veces por semana, pero siempre rezongando que era una lata eso de afeitarse. En espera del desayuno salió al jardín, detrás de la casa. El sol ni siquiera tocaba a la punta de los ciruelos, pero el día ya se anunciaba radiante sobre los tejados que se amontonaban ruinosos y dorados, como de hojaldre. El olor a orujo se esparcía dulce y turbador. Sacudió la cabeza de Abel, un setter gordo y lustroso, de orejas largas, que dormitaba al pie de los ciruelos. «A ver si no haces demasiadas calaveradas», le dijo. Y mientras volvía a entrar en casa, el perro se desperezó con satisfacción, estirando sucesivamente los cuartos delanteros y los traseros. Desayunó huevos fritos, jamón, pan con mantequilla y café con leche. En tanto, su madre le hablaba con los brazos cruzados, muy pegados al cuerpo, igual que si tiritara dentro de la bata. Papá dormía, explicaba. Le llamaron a medianoche porque en la carretera habían recogido a un atropellado o así. «Me ha encargado que te dé un abrazo», dijo con voz ahogada por un largo bostezo.
Luego, los últimos toques a la corbata frente al espejo del vestíbulo, el beso en la mejilla y el «recuerdos al abuelo» sonando a su espalda, mientras ya caminaba calle abajo con paso firme. Fue entonces cuando se llegó hasta el estanco. El estanco era una tienda oscura en la que también se vendían libros, juguetes y objetos de perfumería. Tras el mostrador había un viejo sentado en una silla con asiento de anea. Miraba al suelo, pero al oír la campanilla de la puerta levantó la cabeza, las cejas fruncidas y la boca entreabierta.
—¿Qué hay, Domingo? —dijo Alvarito—. ¿Cómo vamos…?
—¿Eh? —dijo el viejo incorporándose—. ¿Quién es?
Se había levantado con dificultad y ahora le miraba algo encorvado hacia adelante, descansando los nudillos en el mostrador. De la trastienda salió una mujer de mediana edad, flaca y nerviosa, secándose las manos en el delantal.
—¿Qué quiere? —dijo.
—Un paquete de Chester.
—¿Quién es? —decía el viejo—. No le conozco.
—El hijo del médico, padre.
El viejo agrandó los ojos, enarcó las cejas.
—¿Médico? —dijo—. Yo no necesito médico, no necesito.
—No, padre. El médico no. Su hijo.
—¿Quién?
—Es inútil —decía—. No entiende nada.
—No se preocupe —dijo Alvarito guardándose el tabaco—. Era sólo para saludarle.
—¿Quién? —decía el viejo—. ¿Quién?
La mujer reunía el cambio de los veinte duros que le había dado Alvarito, revolviendo en un cajón del mostrador.
Se agarraba al canto del mostrador. Y cuando Alvarito salió a la calle, el viejo pegó la cara al escaparate y le siguió con la vista según se alejaba, sus grandes ojos claros y velados mirándole con espanto tras el cristal.
Alvarito le conocía desde niño, de cuando su padre le enviaba a buscar tabaco. Domingo le daba siempre una palmadita y unos cuantos anises que tenía en un tarro por si faltaba calderilla. En aquella época Alvarito iba a la escuela del pueblo. Allí el vicario enseñaba catecismo, letras, números, historia y geografía y, al acabar las clases, los niños jugaban a guerras en la plaza de la iglesia. Alvarito solía hacer de lugarteniente del Patacano, un chico rubio hijo de campesinos; el hijo del alcalde capitaneaba la banda enemiga. Las tardes las tenían libres y entonces jugaban a gitanos, pero esto no tenía que saberlo nadie. La cosa era caminar desnudos por las colinas, acampar y hacer fogatas en los torrentes sin que los mayores se enterasen. También jugaban a médicos.
El Patacano era su mejor amigo. El Patacano era fuerte y tenía buenas ideas, sabía lo que tocaba hacer en cada momento. Vivía en una vieja masía, a las afueras del pueblo y los dos niños se pasaban tardes enteras explorándola. Junto a la casa estaba el establo, lleno de telarañas y estiércol, con vacas que mugían al verles entrar. Y junto al establo estaban los pajares por los que los niños podían revolcarse y luchar hasta que les sacaran a cachetes; y los cobertizos de ladrillo gastado en los que no era difícil encontrar objetos raros, preciosos, una hoja de hoz, un trozo de correa, una bola de sal. El Patacano tenía hermanos mayores de los que una sonrisa, una palabra valía lo que una medalla, y un padre que para encender la pipa tomaba una brasa con la mano. Madre, en cambio, no tenía, se le había muerto años atrás.
De vez en cuando Alvarito se quedaba a comer con ellos invitado por el padre. Comían sentados junto al hogar, hablando pausadamente mientras bajo la mesa, los perros rondaban al acecho de algún bocado. Después el Patacano le prestaba una azada y juntos limpiaban la mala hierba de los márgenes. Cuando se cansaban, bebían vino del porrón y retozaban por los campos comiendo pimientos y zanahorias igual que si fuesen becerros.
Luego vino la separación. Una mañana, a primeros de otoño, don Víctor metió a su hijo en el automóvil y, todavía oliendo a orujo fresco, el pueblo se perdió entre los viñedos amarillos y las vueltas de la carretera. Le dejaron en Barcelona, con los abuelos y Amelia, una sirvienta de cierta edad. Los abuelos vivían en un piso del Ensanche, inmenso y oscuro, arropado, mantenido siempre en la penumbra por innumerables cortinas y visillos marchitos, quemados por el sol. La abuelita era una vieja de manos secas y calientes que olían a mandarina. Abuelo Augusto aparentaba menos años pero tenía más; llevaba anteojos de montura dorada y un espeso bigote blanco algo teñido de rubio por la nicotina.
Los primeros días que Alvarito pasó en Barcelona fueron bastante distraídos. Cada tarde se iba de compras con la abuelita y, antes de volver, merendaban en una pastelería. Pero al fin, una mañana, abuelo Augusto le llevó al internado.
El internado era un gran edificio en el que cientos de niños como él, todos de uniforme, vivían pendientes de una campana. Una vida monótona que sólo se interrumpía los sábados, cuando los abuelos iban a recogerle para que pasase con ellos el fin de semana. Entonces cenaban juntos y, a la mañana siguiente, acabada la misa, le llevaban al parque, a ver las fieras.
Después de comer, abuelo Augusto echaba una siesta y la abuela y el niño se iban a la salita. La abuela se ponía a bordar junto a la mesa de la pecera mientras el niño, sentado en el sofá, hojeaba distraídamente un montón de viejas revistas. Sobre las cuatro comparecía abuelo Augusto y arrimando un sillón a la ventana, se quitaba las gafas, se tapaba con la mano el ojo izquierdo y leía. A veces, furtivamente, como a escondidas, las miradas de los tres coincidían en la pecera, en el pausado aleteo de los peces rojos.
Merendaban a las cinco en punto, en el comedor. Luego los viejos volvían a la sala, pero Alvarito cogía su pan con chocolate y se iba al mirador, que tenía una vidriera con cristales emplomados de todos los colores. Y allí metido se pasaba el resto de la tarde, mirando a la calle con la cara aplastada contra los pequeños cristales de colores.
Los lunes volvía al internado. Sus padres solían visitarle a media semana durante el recreo de la tarde. Le contaban que en el pueblo tal y cual habían preguntado por él y le enviaban saludos y le traían una zanahoria de parte del Patacano. A la media hora sonaba una campana y se iban. Parado ante la puerta, Alvarito les despedía agitando la zanahoria sobre su cabeza.
Volvía al pueblo cuando las vacaciones de verano. Por Navidad y Pascua no, porque sus padres solían trasladarse a Barcelona y pasaban las fiestas todos reunidos en casa de los abuelos. Pero al llegar junio sus abuelos le dejaban en la estación y él, en vez de sacar billete de segunda, lo sacaba de tercera y con el dinero sobrante compraba cigarrillos. Luego los fumaba a escondidas, con los amigos, y reían y charlaban paseando por las colinas bajo el sol del mediodía que hace languidecer las hojas y madurar las uvas. Alvarito hablaba de las fieras del parque, de las calles de la ciudad, de cómo una vez, en el colegio, se subió a la gran magnolia de la entrada y no pudieron hacerle bajar hasta la noche. Pero si le preguntaban por la vida del internado, callaba y su cara se ensombrecía. También callaba lo otro, lo que no contaba a nadie, el baño de agua caliente en casa de los abuelos cada sábado por la noche; la puerta cerrada, cómplice, el espejo ciego, empañado de vaho hirviente y adormecedor, el agua jabonosa, perfumada, turbadora. Después, la cena, y su abuelita, aquella vieja de manos secas que olían a mandarina, hablando de cosas triviales mientras él comía en silencio, con los pómulos encendidos y la cabeza baja.
Pero en verano todo aquello quedaba muy lejos del pueblo, de la tierra caliente, del aire que soplaba al mediodía impregnado de ásperos aromas. Volvía al colegio en otoño, cuando ante los lagares aparecían las primeras pilas de orujo amoratado. Volvía a encerrarse tras las altas tapias, a vivir de tres en fondo y al son de las campanas, a estudiar en las aulas ordenadas y a jugar en los patios de tierra pisoteada y polvorienta. Allí no tenía amigos. Los chicos hablaban de automóviles y deportes, de marcas de tabacos, de colonias veraniegas, de chicas con las que paseaban al salir. Y él callaba, les miraba en silencio, por encima del bocadillo que comía durante cada recreo. Ahora comía mucho, engordaba, y cuando la abuela o sus padres le hacían alguna visita entre semana, nunca se olvidaban de llevarle pasteles. Los días de fiesta paseaba con los viejos, comía golosinas, contemplaba la calle desde el mirador, aplastando la cara contra los cristales de colores. A veces se miraba en el espejo; tenía la cara llena, las piernas rollizas, la tripa casi tan salida como las nalgas.
Llegaron otra vez las vacaciones. En el tren, camino del pueblo, se quitó la corbata, se desabrochó aquel cuello redondo que ya sólo llevaban los niños pequeños, se mojó el cabello que aún olía a la colonia de la abuelita. Su madre pareció contenta de verle tan gordo. «Así estás más guapo —le dijo—. Un poco llenito.» Pero sus amigos rieron y saltaron. «¡Ahí va, qué Fati!…», decían.
Aquel verano fue diferente. Alvarito parecía cambiado, ya no era el chico atrevido de antes, capaz de cualquier proeza. Ahora seguía, escuchaba sin abrir apenas la boca, siempre en segundo término. Y cuando hablaba, lo hacía en voz muy baja, como si quisiera pasar desapercibido. Miraba a sus amigos reír y moverse con movimientos y risas de hombres. Los domingos salía de caza con ellos, a cazar ardillas. A media mañana, cuando desayunaban, él se apartaba un poco y comía apresuradamente el bocadillo de jamón en dulce y los chocolatines que su madre le había preparado. Los demás, repartidos bajo los árboles, se pasaban el pellejo de vino y los tomates cortados para untar el pan y comerlo con una lonja de tocino.
Alguna mañana, si había buen sol, en vez de cazar se bañaban, en un estanque de aguas frías, entre los algarrobos. Alvarito nunca quiso acompañarles. «¿Tienes miedo de que las chicas te vean en traje de baño?», le decían. Y el Patacano le miraba con extrañeza: «¿Qué te pasa? Pareces atontado.» Alvarito sonreía desviando los ojos. Se sonrojaba. «¡Atontado!», decía entonces el Patacano y le agitaba una mano delante de la cara.
Alvarito empezó a salir solo, por su cuenta. Paseaba por los torrentes y a la hora del desayuno comía su bocadillo y sus chocolatines sentado al pie de una encina. Por la tarde descansaba en el jardín de su casa, a la sombra de los ciruelos, escuchando la radio y tomando pasteles y limonada. También jugaba con Abel, un cachorro de setter caprichoso y glotón. La camada había nacido meses atrás y Abel fue el único que conservaron. Don Víctor regaló los demás, aunque ninguno a gente del pueblo. «No tendrían que gustarme los perros si lo hiciera, ¿sabes? —decía—. Luego los ves por la calle y se te parte el corazón. Sucios, hambrientos, como de otra raza. Así, al menos, no vuelves a verlos nunca más.»
Cuando ya finalizaban las vacaciones, su padre le informó de que el próximo curso ya no sería alumno interno. «Lo que ahora te conviene es aprender a manejarte por la ciudad, tratar gente. Buen bicho me ibas tú a resultar acostumbrado como estás a salir del pueblo para meterte en el internado», le decía. Y por primera vez, aquel año, cuando Alvarito volvió al colegio no parecía demasiado triste.
Todo cambió desde entonces. Alvarito era alumno externo y comía y cenaba en casa de sus abuelos. Hacía cuatro viajes al día y así, poco a poco, fue conociendo la ciudad. Por la tarde, no bien acababan las clases, se metía en un bar cercano con algunos compañeros y allí fumaban y discutían, jugaban al futbolín. También iban a los colegios de chicas y aguardaban a que salieran las alumnas. Las acompañaban diciéndolas cosas, riendo. Un día Alvarito consiguió besar por sorpresa a una chica morena, bastante desarrollada para su edad. La noticia corrió y, de la noche a la mañana, Alvarito se encontró con que era uno de los tipos más populares del colegio, «el que había besado a Elisabet Tailor».
Fue por aquella época cuando empezó a comer menos; adelgazaba. Y en la mesa, su abuela le miraba compungida, casi lloriqueante. «¿Por qué no repites, hijo, si se nota que te quedas con hambre?», decía. Pero una noche la abuelita murió, con sus manos secas todavía oliendo a mandarina, y entre flores blancas y oraciones se la llevaron de casa. Al volver del cementerio su padre le llamó Álvaro por primera vez, Álvaro y no Alvarito. «Ten en cuenta, Álvaro —dijo don Víctor—, que el abuelo tiene muchos años y que ya nadie podrá cuidar de ti. A partir de hoy, eres el único responsable de tus propios actos.» Y por toda despedida le dio un abrazo bien fuerte como de amigo, como de hermano.
Ahora, en la mesa, nadie protestaba si comía poco. Abuelo Augusto no se ocupaba más que de su propio plato; al concluir, se encerraba en el salón y leía sentado junto a la ventana, tapándose el ojo izquierdo con la mano. Apenas hablaba, generalmente lo justo para pedir o agradecer algo, para hacer un comentario intrascendente sobre lo que fuese. A su nieto sólo le preguntaba si todo iba bien, sin meterse en detalles. Además, Alvarito estaba ya muy alto, hecho un hombre por así decir. Los días de fiesta salía con una chica. Esperaba en una esquina; cuando la veía llegar, encendía un cigarrillo.
Era socio del Barcelona C. de F. y no se perdía un partido. Tres veces por semana iba a un gimnasio y también a una academia de baile, aunque esto no lo dijo a nadie. Y cuando empezaron a ir chicas a las meriendas que sus amigos organizaban por el santo de cada uno y las meriendas se convirtieron en bailes, Alvarito quedó como el mejor.
Sus padres seguían visitándole de vez en cuando. No traían recuerdos del pueblo ni zanahorias. Pero ahora Alvarito tenía otros amigos que, cuando las vacaciones, le invitaban a sus pueblos de veraneo. Ahora sabía distinguir un automóvil de otro, un tabaco de otro, sabía hablar de fútbol, de chicas, de actrices de cine.
Más de la mitad de las vacaciones la empleaba en recorrer diversas colonias veraniegas, siempre reclamado por sus amigos. En el pueblo pasaba nada más unas pocas semanas cada verano. El Patacano y los demás trabajaban en el campo ganando el jornal de un hombre y, si Alvarito les quería ver, tenía que irles a buscar por los sembrados. Le saludaban, dejaban el trabajo por unos momentos descansando los brazos en el mango de la azada. «El campo no da vacaciones —le decían—. Aquí acabas una cosa nada más que para empezar otra.»
Cuando alguna noche se juntaban todos en el Bar Roig, Alvarito se les añadía. El Bar Roig era un local vasto y oscuro, con tres largas filas de veladores cuidadosamente alineados. Por la noche se abarrotaba de gente, campesinos, albañiles y obreros de la fábrica que, reunidos en amplios corros, charlaban, jugaban a cartas, al dominó o al parchís, desbaratando la ordenada disposición de los veladores. Pero Roig, el dueño, parecía preocuparse tan poco de aquello como de su trabajo. Era manco y se pasaba el día sentado a solas frente al último de los ventanales, mirando a la calle.
A la hora en que Alvarito, el Patacano y los otros acudían, el bar estaba casi lleno y sobre las voces y las risas continuamente sonaba el chocar de las piezas de dominó. Sentados algo aparte hablaban de sus problemas y Alvarito les escuchaba sin intervenir. Nada más lo hacía cuando se trataba de fútbol, de actrices de cine o de tal o cual marca de motocicletas. Entonces hablaba y los demás le escuchaban en silencio para luego seguir discutiendo como si nada hubiera dicho. Volvían a sus problemas. El Patacano decía que iba a ver si conseguía trabajo en la fábrica del pueblo. Los demás aprobaban con la cabeza, decían que en la fábrica se ganaba más dinero. «Un trozo de tierra va bien para trabajarlo a horas libres y sacarte unas pesetas de más, pero no para depender de lo que te rinda. Te tiras una vida de perro a cambio de casi nada.»
Luego jugaban al subastado apostando con alubias. «Nosotros no podemos arriesgarnos a perder en cinco minutos el trabajo de toda una jornada», decían. Y guiñaban el ojo. Hablaban a medias palabras, con frases hechas.
Los domingos se bañaban en la balsa de los algarrobos y Alvarito les acompañaba. Allí también acudían las chicas y todos juntos gritaban, hacían broma, chapoteaban al sol como cachorros. Sólo él callaba, sonreía escéptico, se mantenía aparte. Y cuando hablaba era para describir las piscinas de Barcelona, para decir que allí sí que daba gusto nadar. Y los cines y el fútbol y los bailes —decía— y las revistas que daban en los teatros, aquello, aquello era divertirse. Hablaba con desgana, como si le aburriese hacerlo. No bien empezaba, los demás, sonriendo por lo bajo, cambiaban miradas de complicidad, se daban con el codo. Y Alvarito concluía por tenderse al sol, algo aparte, como si no mereciese la pena seguir hablando.
Un día acababa de hablar cuando alguien empezó a remedar su forma de decir las cosas. Alvarito se levantó y hubo un conato de pelea. «¡Ay!, ¿sabes?, los coches que más me gustan son los ingleses», decía el otro. Y Alvarito había gritado: «Bueno, esto se acabó, ¿me entiendes? Se acabó.» Ya de pie avanzó unos cuantos pasos, los que pudo, porque en seguida le sujetaron. «Venga, nada de peleas —le dijo el Patacano—. Además, ¿no ves que te puede?» Pero Alvarito se desasió y tomando sus ropas se marchó colina abajo, por entre los árboles. Aquella fue la última vez que se bañó en la balsa de los algarrobos.
En el penúltimo verano, Alvarito no volvió al pueblo hasta el mes de septiembre. Sus padres le habían escrito a Sitges reclamándole. «Está bien que te diviertas, hijo —le ponían—, siempre que no acabes por olvidarnos.»
Aquel año, las cuatro semanas que estuvo en el pueblo las pasó prácticamente solo. Paseaba por el campo, tomaba el sol, salía de caza. Abel se quedaba en casa; estaba demasiado gordo y no servía más que para jugar. Por las tardes leía o escuchaba la radio tumbado en una «gandula» del jardín, bajo los ciruelos. Y si su padre no necesitaba el coche, lo agarraba y se iba a tomar un refresco a cualquier pueblo de los alrededores.
Al anochecer, acabado el trabajo, don Víctor se le reunía en el jardín y allí sentados charlaban hasta la hora de la cena. Cuando se hacía oscuro no encendía la luz que colgaba de entre la madreselva; continuaban cada uno en su sitio, mirando las estrellas mientras, de cuando en cuando, en el silencio sonaba el ladrar de algún perro. Don Víctor hablaba de su juventud, de cuando ni se podía salir de casa llevando corbata y después de cómo huyó a Francia, de cómo hizo la guerra… «Eran tiempos bien distintos a los que te ha tocado vivir —decía—. Había odio y resentimiento, venganzas personales… Vosotros, los jóvenes, no sabéis, no tenéis idea de lo que era aquello. Si lo supierais, aprovecharíais mejor la oportunidad que entonces ganamos para vosotros. El que ahora podáis llevar corbata, estudiar… Yo nunca saldré de este pueblo. Me parece que ya no lo dejaría ni aunque pudiese hacerlo. Pero tú no, Álvaro. Tú debes estudiar mucho y ser un buen cirujano. Cuando acabes la carrera tienes que ir en viaje de estudios a los Estados Unidos. Y a la vuelta, con un poco de suerte, tendrás la mejor clientela de Barcelona.» Hablaba despacio, con voz atabacada, acariciándose distraídamente los bigotes que ya le empezaban a encanecer. Cierto día le invitó a fumar. «¿Quieres?», dijo como dudando. Pero luego, al ver la forma en que Alvarito se desenvolvía con su cigarrillo, añadió: «Vaya, me parece que nunca tendré por qué culparme de haberte iniciado.» Sonreía.
De vez en cuando, a última hora, Alvarito se llegaba hasta el Bar Roig. Pedía un café y se entretenía mirando a la gente que jugaba a las cartas, al parchís o al dominó. Cuando se topaba con algún conocido, se saludaban, cambiaban cuatro palabras sobre cualquier tema. Al Patacano le vio una vez, y no en el café sino en el campo, un domingo por la mañana. Alvarito había salido a darse un paseo y ya volvía cuando se lo encontró regando un huerto de pimientos, con los pies descalzos y enlodados. El Patacano le dijo que ahora trabajaba en la fábrica, que hacía el turno de noche, que más adelante, cuando tuviera edad suficiente, pensaba ser camionero. Alvarito dijo que él, médico. Hubo un silencio. Luego hablaron de su infancia, coincidieron en que se habían divertido mucho, en que aquellos habían sido tiempos muy buenos. Acabaron carraspeando, con los ojos obstinadamente fijos en el agua que corría por la acequia.
Tres días después, Alvarito regresó a Barcelona. Durante aquel curso, el último del bachillerato, estudió más que en los anteriores. Por las tardes, cuando salía del colegio, continuaba yendo al gimnasio. Ahora, un profesor suizo le enseñaba boxeo y defensa personal y, a los pocos meses de práctica, Alvarito era ya uno de sus mejores alumnos. «Tiene usted aptitudes y una excelente preparación física —le decía el suizo—. De seguir cultivándose podría ser un buen profesional.»
Los domingos por la tarde salía con Fefa, la chica que años atrás besó al salir del colegio y que, hacía pocos meses, había vuelto a encontrar en una fiesta. Se iban al cine o a un bar con reservados del que oyó hablar en el gimnasio. Por las noches paseaba con los amigos. Decía a su abuelo que estudiaba en casa de tal o cual, que de noche le entraban mejor las matemáticas. Y abuelo Augusto, que ahora se pasaba el día cabeceando en el salón, decía simplemente que no se cansara, que él siempre estudió mejor por las mañanas…
Rondaban por los bares de la Rambla, por el puerto, miraban excitadamente a las mujeres que fumaban y reían sentadas en los cafés. A veces se metían en un teatro de variedades y gritaban cosas a las coristas. Después iban de tascas, a tomar unas tapas. Casi cada noche hablaban del poco tiempo de jaula que les quedaba, de cómo luego volverían fumando al colegio y echarían humo a la cara de sus profesores.
Alvarito siempre disponía del dinero que necesitaba para estas salidas. Lo pedía al abuelo y el abuelo se lo daba; el abuelo tenía mala memoria para los números. «Hoy día la vida está cara —decía—, muy cara.» Ahora abuelo Augusto sólo parecía tener buena memoria para las cosas de su juventud. Por la noche comía a escondidas de Amelia y en el salón oscuro se dormía siempre a media lectura. Al despertar, lo hacía como desorientado; miraba en derredor, a los peces rojos. «¡Magdalena!», llamaba. A veces confundía al hijo con el nieto y en lugar de Álvaro decía Víctor. Luego rectificaba avergonzado. «Es que os parecéis mucho, ¿sabes? Lo recuerdo a tu edad con tus mismas ambiciones. Quiero ser médico como tú, papá, me decía. Quería estudiar en Alemania, ser uno de los mejores médicos de Barcelona… Sólo que no pudo, las circunstancias no se lo permitieron, la guerra… Tuvo mala suerte el chico, muy mala suerte.» Carraspeaba. Los ojos se le humedecían.
En junio, Alvarito aprobó el último curso del bachillerato, pero le suspendieron el examen de grado por copiar. Así es que siguió estudiando todo el verano, sin moverse de Barcelona. Cada mañana, antes del desayuno, se iba un par de horas al gimnasio y esta era su única distracción. Fefa estaba fuera, veraneando, y sus dos mejores amigos, también suspendidos, tenían que estudiar tanto como él. A última hora de la tarde, cuando cedía el calor, se reunían los tres con objeto de estudiar juntos. Empezaban recitándose la lección por turno, pero siempre acababan charlando. Sus amigos aseguraban saber que Alvarito se carteaba con Fefa y le acosaban, le hacían broma. Pero una noche Alvarito se lo dijo y a partir de entonces le dejaron en paz. «Somos medio novios», les dijo.
En el examen de septiembre sacó notable. El mismo día puso una postal a sus padres en la que, después de notificarles el resultado, fijaba su llegada para la semana siguiente. «Estaré sólo dos días —les escribió—. El curso de la Facultad empieza muy pronto y aún tengo que matricularme. Pero no os preocupéis porque más adelante pienso volver en coche con un par de amigos. Este año voy a tener mucho más tiempo libre.» Por de pronto se fue a Sitges, a descansar y a bañarse.
Llegó al pueblo un sábado, a primeros de octubre, ya concluida la vendimia. La viña virgen sangraba en las cercas, sobre los viejos muros, y el orujo apilado a las puertas de los lagares esparcía su aroma por todo el pueblo. Sus padres le aguardaban en la plaza de la iglesia. Parecían muy contentos. Camino de casa, don Víctor habló de un fin de semana en Lérida, cazando perdices. «Esta ya no es tierra de caza —decía—. Por cada pieza te encuentras dos cazadores.»
Después de cenar, Alvarito se fue a pasar un rato al Bar Roig. En la sala del bar hacía calor y los seis ventanales estaban abiertos de par en par. Había mucha gente aquella noche y todos hablaban a la vez, pero sobre el ruido de las conversaciones se alzaba el chocar de las piezas de dominó contra los veladores sonando secamente. Alvarito se abrió paso hasta el mostrador y pidió una cerveza. Mientras la bebía saludó a varios conocidos y se entretuvo siguiendo el desarrollo de una partida de subastado. De vez en cuando llegaba más gente de la calle, todos entornando los párpados, como deslumbrados por el neón. Alvarito les miraba por entre el humo de su cigarrillo saludando a los que conocía. Al poco, algunos hombres comenzaron a fluir hacia una mesa en la que el hijo del herrero disputaba un pulso con un joven murciano que trabajaba en la fábrica. Sin moverse del mostrador, por un hueco abierto entre los mirones, Alvarito pudo presenciar cómo el hijo del herrero doblaba la muñeca de su contrincante, muy poco a poco, hasta obligarle a dar con los nudillos en el mármol. Ahora los mirones hacían sitio al murciano que se incorporaba sacudiendo la mano. «¡Cómo aprieta el jodido, puñeta!», decía, y la gente reía y le daba palmadas en la espalda.
Alvarito apuró la cerveza de un trago. Dejó el vaso en el mostrador, se limpió la boca con el dorso de la mano y se acercó a la mesa. Tocó en el hombro al hijo del herrero. «¿Probamos?», le dijo. El otro levantó la cabeza, le miró enarcando las cejas. «Si quieres…»
La gente se movió abriéndole paso y Alvarito ocupó la silla vacía. Ahora todos los mirones les observaban, se daban con el codo. «¡Caray!», decían, y avisaban a los de las otras mesas. Los que charlaban y jugaban en otros grupos empezaron a levantarse y al momento, en torno al velador, quedó formado un corro vasto y apretado. La gente se agolpaba excitadamente. «A ver —decían—. Haced sitio.» Alvarito estiró el brazo un par de veces antes de doblarlo frente al de su contrincante, respiró fuerte y se afirmó en el asiento. A la cruda luz del neón parecía algo pálido.
Cuando las dos manos quedaron enlazadas, en el bar se hizo un silencio casi absoluto que se mantuvo por breves momentos, justo el tiempo que Alvarito empleó en doblar la muñeca del otro. Al principio los dos brazos se habían mantenido derechos frente por frente mientras las caras de ambos se crispaban y enrojecían. Sus cuellos se cuajaron de venas y tendones como formando un nudo de raíces. Luego, tras una oscilación de muñecas tensa y breve, el hijo del herrero empezó a ceder y cedió y cedió hasta tocar el mármol con el dorso de la mano. Fue entonces cuando el silencio se rompió y todo el mundo se les vino encima golpeándoles, gritándoles cosas. Era aquella una noticia que durante muchos días sería comentada en el mercado y la barbería, en el Centro Recreativo, en el Bar Roig, entre los chicos de la escuela y las viejas que tejían a la puerta de las casas, sentadas con sus bolillos a todo lo largo de las aceras.
Luego Alvarito se tomó otra cerveza. La gente que no conocía había concluido por dejarle y ahora sólo le rodeaban caras conocidas. Bebía su cerveza a sorbos pequeños y nerviosos, en silencio, mirando a los otros con ojos fugaces, todavía con la respiración alterada. Los otros hablaban entre sí pero como dirigiéndose a él, uno después de otro, por turno, tratándole indistintamente de tú y de usted. «¡Ay, caray!», decían, y meneaban la cabeza.
—Pues no me lo esperaba, no —dijo uno—. Cuando le vi sentarse pensé: ¡Caray!, ¿qué hace este tío…?
—Yo también —decía otro—. Si con el de la herrería no puede ni el Patacano…
—¿El Patacano? —dijo un tercero—. Claro que no puede. ¡Cómo va a poder!
—Bueno, hombre, quiero decir que tampoco podía antes del accidente.
Alvarito levantó la cabeza.
—¿El accidente?
—Sí —le dijeron—. ¿No lo sabe? Una prensa se le llevó tres dedos.
—¡Caramba, sí que lo siento! ¿Y cómo fue?
—Pues mira, una prensa de la fábrica… Y ahora está amargado, ¿sabes? Como el Roig ese… No quiere venir por aquí a distraerse.
—Pues yo lo comprendo muy bien —dijo un tercero que no había intervenido hasta entonces—. Tú también lo estarías, con siete dedos.
—Ya lo sé, hombre, si no digo que no. Yo sólo digo que está amargado. Que se comprende, ya lo sé. Ahora no podrá ser camionero como quería.
—Pues sí que es mala suerte —dijo Alvarito.
—Sí, mala de verdad —dijeron los otros.
—Con lo buen tipo que era…
—Muy bueno. Bueno de verdad.
Todos afirmaron con la cabeza: «Muy bueno.»
—En fin —dijo alguien—. Ya se le pasará. Acabará haciéndose a la idea de tener sólo siete dedos y entonces volverá por aquí.
Alvarito acabó con su cerveza y se despidieron. Ya se iba cuando el hijo del herrero acudió a estrecharle la mano. «Bueno —dijo—. Pues felicidades.» Alvarito sonrió, le dio unas palmadas en el hombro. «Gracias», le dijo.
Salió a la calle y tiró por la rambla, bajo los plátanos ahuecados a trechos por la luz débil de alguna bombilla. No había luna. En el silencio sonó el ladrar de un perro. A media rambla, el aire arremolinaba las hojas caídas. Alvarito empezó a silbar una canción de moda.
A la mañana siguiente su padre le cedió el coche y se llegó hasta el pueblo de abajo, a bañarse en el mar. Luego se duchó y fue a tomarse un refresco a la terraza de un chiringuito. La terraza estaba casi vacía, con sólo algunas parejas apaciblemente sentadas bajo los parasoles. El receptor de radio difundía los arrastrados compases de un fox lento. Alvarito pidió papel y sobre al camarero y escribió a Fefa.
Por la tarde se tomó un café en el Bar Roig. Allí estaba, acodado en la barra, cuando se le acercó sonriendo el carpintero, alcalde del pueblo desde hacía muchos años. Era un hombre flacucho, de pelo rizado y bigotillo negro, algo endomingado en su traje oscuro. Tenía poca simpatía entre la gente. «No sabía que en el pueblo tuviéramos un atleta», le dijo. Tomaron café juntos, hablaron de lo aburrido que era vivir en un pueblo. Luego Alvarito se metió en el Centro Recreativo donde daban dos películas del Oeste. Comió cacahuetes durante todo el tiempo.
Al volver a su casa se duchó otra vez y, tumbado en una «gandula» del jardín, escuchó la radio bajo los ciruelos. A la hora de la cena comió con apetito y habló mucho; contaba chistes, parodiaba a sus antiguos profesores. Después, volvió al jardín con su padre y juntos escucharon los resultados de los encuentros de Liga. Al concluir la retransmisión, don Víctor apagó la radio. Ahora estaban solos, mirándose a la luz de la bombilla que colgaba entre la madreselva. Don Víctor abrió despacio un paquete de tabaco, con cuidado. No se oía más ruido que el crujir del celofán.
—Álvaro —dijo al fin—. Me han dicho que ayer hiciste un pulso con el hijo del herrero.
—Sí, papá.
—Pues no me gusta que lo hagas. No me gusta ver a mi hijo metido en este tipo de competiciones.
Álvaro calló. Miraba al suelo.
—Claro que mientras el resultado sea como el de ahora, poco puedo decirte en justicia —continuó su padre, y ahora sonreía—. Pero, ya sabes, no me gusta que lo hagas.
Encendió el cigarrillo. Luego se sacó del bolsillo del pantalón un paquete pequeño, algo alargado, y lo tendió a su hijo. «Bueno —decía—. Después de la reprimenda, el premio.» Y mientras Alvarito rompía el envoltorio, añadió:
—Es un cronómetro suizo. Tu abuelo también me regaló uno cuando aprobé la reválida. Aquel era de oro, claro, pero ¿qué le vamos a hacer? Los tiempos han cambiado.
—¡Oh…! —dijo Alvarito.
Lo miraba brillar a la luz de la bombilla, dispuesto en el estuche como una perla en su concha.
—Es muy útil, no creas —decía don Víctor—. Un caballero debe ser puntual. No se puede llegar tarde a determinadas citas.
Alvarito, radiante, alzó la vista, miró a su padre. Don Víctor le guiñaba un ojo.
Y a la mañana siguiente, soleada y tibia, Alvarito dejó el pueblo camino de la universidad. El aire olía a orujo y la viña virgen sangraba sobre los muros como una herida. Se cruzó con Teresina, con Adrián, Rosita, el colchonero y el panadero y compró tabaco en el estanco del viejo Domingo. Subió al autocar en la plaza de la iglesia. Cuando llegaron al pueblo de abajo eran las ocho veintisiete según su cronómetro y el tren no pasaba hasta las nueve y cinco. Se fue a tomar un café. Al Terramar.
—¡Camarero! —llamó.
Soltó unos cuantos billetes en el platillo vacío.
—Gracias, señor —le dijo el camarero de cabellos plateados.
En la mesa del fondo ya nada más quedaba una de las dos extranjeras, la esbelta y rubia. Acodada en la mesa miraba hacia los ventanales por encima de Alvarito, como pensativa. Alvarito la miró fijamente, soltando una lenta bocanada de humo hasta que, al fin, la rubia escondió los ojos. Ahora jugaba con su cucharilla. Alvarito se incorporó abrochándose la chaqueta; sonreía. Aplastó la colilla en el cenicero y salió con paso decidido, sin volverse. El camarero le aguantaba la puerta.
Fuera caía un sol blanquecino que enturbiaba el horizonte y hacía daño a la vista. En la playa, un hombre desmontaba las últimas casetas de baño mientras junto a la pila de maderas, dos perros se olfateaban excitadamente. Algo más allá, una criadita vestida de blanco jugaba con los niños, corría por la arena lo mismo que una chiquilla más. De lejos llegaba el apagado sonar de una armónica.
A partir del paso a nivel siguió por la vía férrea. Un camino sin trabas, recta y brillante la vía férrea. A cada lado se alargaba una cerca de maderas grises. Ahora había que caminar por un sendero de tierra seca y pisoteada que discurría paralelamente a los raíles, bordeando las piedras ennegrecidas. Después, por una breve rampa de cemento, se pasaba al recinto de la estación. Las maderas de la cerca proyectaban a todo lo largo del andén su sombra minuciosa y oblicua. Más allá, ya junto al edificio, crecían cuatro moreras y algunas adelfas y, en los arriates del fondo, dondiegos y geranios. Las hojas, las flores y los tallos se doblaban al sol, polvorientos y mustios.
Cuando llegó al quiosco de revistas faltaban todavía siete minutos. Compró una revista deportiva.
—No tengo cambio, señor —dijo el niño del quiosco.
—Da igual, chico. Cómprate anises con la vuelta.
Le despeinó de un manotazo.
Pasó a la sala de espera, fresca y sombría, ahora casi desierta. Tendido en el rectángulo de sol que volcaba la puerta, un perrillo le miraba con ojos de enfermo, saltones y luminosos. Alvarito se inclinó sobre la taquilla. Al otro lado, una mano.
—Barcelona. Primera clase.