Durante cierto trecho no era posible ver de la casa más que aquella torre asomando sobre los árboles del jardín, envuelta en viña virgen. Luego el camino doblaba en ángulo recto por el rastrojo y entonces aparecía el edificio entero. Quedaba a media colina, destacándose por encima de las dependencias, de los establos, cobertizos dorados y calientes al sol del mediodía. Era una construcción ochocentista, mezcla de masía y villa de recreo. Desde allí, desde el rastrojo, ofrecía el aspecto de siempre. Sólo que ahora la chimenea no humeaba ni se oían voces ni ladridos y no había ropa blanca secándose al viento en los alambres tendidos sobre el pretil de la era.
Cuando Víctor apareció por el camino, unas cuantas golondrinas se desprendieron de los cables eléctricos y, al instante, como haciendo eco, otra nube de pájaros se alzó de las higueras con piar espantado. El portal estaba cerrado y las ventanas fulguraban al sol blanquecino. Aún allí podía escucharse el canto de las cigarras, monótono y constante como una emanación del rastrojo seco, de las colinas quietas y borrosas.
Se quitó la corbata y la dejó con la americana y el maletín en los peldaños del portal. Luego siguió por la era, caminando despacio. Miraba los corrales ruinosos, los postes de los almiares con un cazo en la punta y un mechón de paja a media altura, el estanque de aguas sombrías proyectando reflejos huidizos en los blancos muros del establo… El gallinero estaba vacío, salpicado de excrementos secos y sucios como grumos de serrín. Un soplo de aire agitaba los alambres arrastrando hasta allí el tibio aroma de las higueras.
Se metió en el cobertizo y encendió un cigarrillo al abrigo del viento. El lugar era oscuro y olía a forraje seco, a ladrillo caliente. Las avispas zumbaban entre las tejas. Poco a poco, en la penumbra se fueron precisando un altillo de madera, un pesebre carcomido, una rueda de carro sobre la paja pisoteada del suelo. Apagó la cerilla y la dejó caer, todavía humeando. Fue entonces cuando a su espalda sonaron unos pasos, ligeros y breves, apenas perceptibles.
Una niña le miraba desde la entrada. Iba descalza y tenía los cabellos lacios y rubios, casi blancos al sol polvoriento. Le miraba en silencio, lamiéndose los nudillos.
—Hola —dijo Víctor—. ¿No te acuerdas de mí?
Avanzó unos pasos. La niña se recostó contra el muro y sonrió, afirmando con la cabeza. Los ojos le relucían, casi cubiertos por el espeso flequillo.
—¿Cómo me llamo? Dilo… Vamos, que no te acuerdas. Yo, en cambio, sé que te llamas Dina. Me acuerdo de ti. ¿Lo ves? Y de tus padres y de tu abuelo.
La niña se encogió de hombros sin dejar de sonreír. Vestía un traje desteñido, casi transparente a fuerza de lavadas. Víctor le preguntó por su padre: «¿Dónde está?», dijo.
—No está —dijo ella.
Habló muy bajo, como para sí misma.
—¿No está? ¿Ha salido?
Y ella volvió a encogerse de hombros. Sonreía. Víctor dijo: «¿Y tu madre?» Y entonces ella extendió el brazo en un gesto vago.
—Allí.
«Vamos», dijo Víctor. La casa de los aparceros quedaba en la vertiente opuesta, a poco más de cien metros, oculta por las encinas. Un camino de carro se alargaba hasta allí, partiendo de los corrales, como una prolongación de la era. Las encinas se cerraban sobre el camino veteándolo de sombras movedizas. Por entre las hojas, el sol se filtraba en destellos cegadores. «¿Me dejas pasar con vosotros una temporada?», decía Víctor. La niña le precedía unos pasos con su andar breve y ligero, sin ruido, como el de un perro. Ahora volvía a escucharse el rac-rac de las cigarras sonando por todas partes.
La masía apareció cuando doblaron el recodo, al extremo del camino. De entre las encinas salió una mujer con un haz de leña bajo el brazo. Les aguardó a un lado del camino.
—¡Señorito Víctor! —dije—. Cuánto tiempo…
Cambió los leños de brazo, descansándolos en la cadera y se pasó la mano derecha por el delantal antes de tendérsela a Víctor.
—¿Qué hay, Claudina? —dijo Víctor—. ¿Cómo vamos?
La mujer aún debía de ser joven aunque fuera difícil asegurarlo. Tenía el físico estropeado, la cara seca, las manos fuertes y ásperas, de campesino. Reía, pero sólo con la boca. «¿Y su señora?», preguntaba. Movía la cara a uno y otro lado, esquivando un cambiante rayo de sol.
—Bien —dijo Víctor—. Pero esta vez he venido yo solo. Comeré con ustedes y puedo dormir en cualquier habitación del piso bajo, en casa. Verá cómo apenas doy quehacer, Claudina… Sé arreglarme la cama.
—¡Oh, no! —dijo ella—. Dina le llevará la comida. Nosotros no estamos aquí de adorno.
El cabello lacio y negro le caía sobre la cara y ella lo recogía con gesto nervioso y veloz, como el de quien agarra un objeto al vuelo.
—Nada, que no, que estoy decidido, que lo prefiero, de verdad —dijo Víctor—. Permítame…
Hizo ademán de cargar con el haz. Claudina se apartó. «¡Oh, no! No faltaría más…» Víctor rió.
—Me está haciendo sentir con más años de los que tengo —dijo.
Caminaron hacia la masía. Sentado a la puerta había un viejo, en una silla con asiento de anea. Dos perros saltaron ladrando. Las gallinas corrían asustadas.
—¿Y Ciriac? ¿Y su padre? —preguntaba Víctor, alzando la voz para sobreponerse a los ladridos.
—¡Callad! —gritó Claudina a los perros—. ¿Mi padre? Ya lo ve, como siempre. De esta silla a la mesa, de la mesa a la silla, de la silla a la cama… No se entera de nada.
El viejo descansaba las manos en un bastón y la barbilla en las manos, algo inclinado hacia adelante. Al verles, pareció que asomara un reflejo a sus ojos apagados. Hizo como si fuera a incorporarse.
—¡No se levante, por favor! —dijo Víctor adelantándose—. Usted siempre tan valiente, ¿eh, Domingo?
—Le ha conocido —decía Claudina a su espalda—. Pues mire que es bien raro…
Ahora los perros gemían y olfateaban, aplastándose sumisos. Agachada entre los dos, Dina les abrazaba el cuello, les decía cosas en voz baja, mirando a Víctor a hurtadillas. El viejo sonreía; murmuró algo roncamente.
—Dice que conoció a su padre, a don Augusto. Que de niños habían jugado juntos.
El viejo asentía con la cabeza, los ojos divagadores. Habló de nuevo. «Juntos», se le entendió. Claudina dijo:
—Nosotros ya pensábamos que se habían olvidado de la finca; como no venían nunca… Preguntábamos al administrador. Están en Barcelona, están en Sitges, nos decía. Nunca en La Mata.
—Entonces no se queje si ahora me quedo una buena temporada —rió Víctor. Consultó el reloj—. Bien, es tarde ¿no? Voy a cambiarme en un momento. Si el almuerzo está listo antes de que yo vuelva, empiecen sin mí. No me importa comer solo.
—No sé si le gustará el almuerzo, señorito. De haber avisado… Ya sabe lo que comemos…
—¡Oh, me gusta mucho!, no se preocupe. Si cuando niño me escapaba a comer con los jornaleros… Pregúntelo a su padre —dijo al marchar.
Y Claudina dijo:
—¿Quiere que le ayude a bajar las cosas del coche?
—Trabajo le costaría —gritó Víctor por encima del hombro—. He venido en tren.
«¿En tren?», dijo Claudina. Y eso mismo era lo que muchos comentaban en el pueblo. ¿Por qué? ¿Por qué en tren?
Apenas se hablaba de otra cosa. «¿Por qué venir en tren teniendo coche?», decían. La Mata quedaba a más de una hora del pueblo y hasta allí, desde el ferrocarril de la costa, había otra media hora en autocar. La combinación era buena para los pobres pero, ¿por qué utilizarla teniendo coche?
Aunque La Mata ya no contaba para el pueblo como antes, seguía siendo La Mata y aún ahora, la gente continuaba utilizándola como término de comparación siempre que se quería expresar la magnitud de alguna cosa: «Es casi tan grande como La Mata», decían y se consideraban afectados por cuanto en ella ocurriese. Además, todos conocían a Víctor y cualquiera que pasase de su edad, recordaba también a don Augusto. Pocos eran los viejos que no pudiesen decir: «Trabajé allí, labré aquella tierra en tiempos de don Augusto.» Y cuando Víctor era niño, sus únicos compañeros de juego fueron los niños del pueblo. Entonces no había escuela y los niños podían pasarse el día jugando. Guerreaban, plantaban maíz y legumbres en los claros del bosque, pequeños huertos rigurosamente cuidados, se bañaban en las balsas, se iban al campo con los jornaleros haciendo como que ayudaban y bebían del porrón y comían zanahorias tumbados en los márgenes. Luego don Augusto metió a Víctor en un internado de Barcelona y, a partir de entonces, los demás chicos le vieron cada vez con menor frecuencia. «¡Ah!, don Augusto —decían los viejos—. Don Augusto era un señor de verdad.» Pero un día don Augusto también se fue y ya no volvió. Al acabar la guerra, la gente del pueblo supo que había muerto meses atrás en San Rafael, Francia, lugar que nadie conocía y que con el tiempo llegaron a confundir. «Murió en San Adrián», acabarían diciendo.
Y La Mata nunca volvió a ser lo que fue en otros tiempos. De las tierras en las que habían trabajado más de veinte jornaleros, ahora se ocupaba una sola familia, más en calidad de guarda que de otra cosa y el bosque y las zarzas fueron invadiendo los sembrados. Antes de casarse, Víctor hizo pequeñas reformas en la casa, como instalar un cuarto de baño color azul humo y modernizar la cocina. Pero contra lo que en un principio pudo esperarse de todo esto, una vez casado sólo se acercó a La Mata muy de tarde en tarde. Eran visitas breves durante las cuales apenas se dejó ver por el pueblo. La gente decía que el negocio en que trabajaba era de su mujer, que casi todo era de su mujer, pues don Augusto había perdido mucho dinero en los últimos años. Y los viejos movían las cabezas, suspiraban. Ellos siempre lo dijeron, ah, si don Augusto les hubiese hecho caso… Mala tierra La Mata, mala tierra, estaba claro que no podía rendir. Ahora el bosque se la comía y sólo en otoño la gente se llegaba hasta allí buscando setas, cazando.
Al cabo de un tiempo, empezó a decirse que Víctor y su mujer se llevaban mal. En realidad, todo se basaba en chismorreos, problemáticas historias difundidas por las chicas de servicio que el matrimonio se llevaba en su cada vez más espaciadas visitas a la finca. Lo único cierto era que no tenían hijos. También era verdad que cuando se les veía juntos no daban la sensación de tratarse con particulares mimos, pero esto nada significaba ya que tales ocasiones fueron contadas, las pocas veces en que pararon en el pueblo a comprar algo. Ella era rubia, fina y altiva más que guapa. Se paseaba por la tienda con las manos en los bolsillos del abrigo, mirando los artículos, nunca a la gente. «Póngame esto y esto», decía. Víctor la seguía, pagaba, le abría la puerta y, al salir, contestaba al saludo general con aquel mirar agradecido, como el de quien debe algo. Ahora había pasado ya mucho tiempo desde la última vez que estuvieron en La Mata; nadie recordaba exactamente cuándo. Por esto era raro que, cuando al fin volviese, lo hiciera solo y de aquella forma. Y en el pueblo la gente comentaba: «¿Por qué venir solo y en tren si está casado y tiene coche?»
Era la época de la vendimia y en la estación había gente del pueblo facturando cajas de uva. Así es que le vieron aún antes de que saltase al andén, todavía parado en la plataforma de un vagón de tercera, mientras la locomotora se detenía poco a poco entre silbidos y chirriar de frenos. Parecía más flaco, envejecido, el cabello se le agrisaba en las sienes. Pero, ¿qué había de raro en esto? Los años pasan hasta para los señores. Era él, no cabía duda. «Ha vuelto a La Mata —comentarían después—. Llegó esta mañana y no traía más equipaje que un maletín de lona.»
Fue uno de los últimos en salir de la estación. Cuando atravesaba la sala de espera le vieron hacerse a un lado para dejar paso a unos cuantos jóvenes que corrían hacia la taquilla atropellándose mutuamente. Una vez fuera, caminó pegado a la valla que separaba la calle del ferrocarril. La calzada se alargaba metida entre aquella valla y una soleada hilera de casas blancas. La valla estaba pintada de gris y los listones proyectaban su minucioso rayado sobre los adoquines. Por entre los listones se veía el mar, azul y tranquilo tras la vía férrea, tras la playa blanca y desierta. El tren se puso nuevamente en marcha y el silbar del vapor y el girar de las ruedas apagaron los demás sonidos. Pasó atronador y oscuro a lo largo de la valla, vagón tras vagón, cada vez más rápido. Unos revueltos jirones de humo quedaron sobre la calle, ensombreciéndola, para luego desvanecerse como el vuelo de un pájaro. Y poco a poco, según el tren se alejaba, volvieron los sonidos familiares, una voz, el timbre de una bicicleta, el romper de las olas en la playa. Hacía buen sol y las gaviotas chillaban arremolinadas sobre la espuma. La playa era de arena muy fina y entre las pequeñas dunas crecían pitas y hierbajos. Junto a un bote volcado, dos perros se olfateaban excitadamente.
Los autocares aparcaban cerca de la estación, en una explanada vasta y polvorienta. El coche era grandote, desvencijado, parecía un dirigible. Cuando Víctor llegó ya estaba casi lleno, listo para marchar. Un chico disponía los bultos en el portaequipajes y el chófer aguardaba al pie de la escalerilla, mascando el cabo apagado de un cigarro.
—¿Salimos pronto? —oyeron preguntar a Víctor.
Luego subió al coche y buscó un asiento libre, inclinando la cabeza para no darse contra el techo. Allí todos hablaban a la vez, se conocían, mujeres batallando por acomodarse con sus niños, sus cestos, sus gallinas ligadas por las patas, algún matrimonio, algún viejo aproximadamente igual a cualquier otro. Por fin el chófer se puso al volante y arrancaron. Después, tierra adentro, la carretera bordeada de plátanos, el arroyo resbalando entre los chopos, los viñedos, algún pinar en lo alto de las lomas. La gente se fue callando poco a poco. Víctor miraba el paisaje. «Estaba a mi lado como quien dice —diría cada uno más tarde—. Miraba por la ventanilla y no paró de fumar hasta que llegamos al pueblo.»
Más que por sí misma, la noticia tenía interés como indicio de que detrás bien pudiera esconderse algún verdadero acontecimiento. Luego, cuando se acostumbraron a la presencia de Víctor y el acontecimiento seguía sin aparecer por ninguna parte, la cosa perdió su interés y fue olvidada poco a poco, se desvaneció lo mismo que un soplo de humo. Fue la llegada de Víctor lo que había interesado, la forma en que lo hizo después de su prolongada ausencia. Y era un hecho tan simple que, al ocurrir, dio pie a toda clase de conjeturas. Los hombres trataron el asunto en el Café, al volver del trabajo, y las mujeres, ah, las mujeres, ya casi habían agotado el tema para entonces. A lo largo del día tuvieron muchas ocasiones de verse, un encuentro en la tienda, una visita de la vecina, la tertulia a media tarde ante los portales, cada una ocupada en sus zurcidos, sus costuras, sus blancos encajes. «Dime tú —decía una—. ¿Y la mujer? ¿Dónde está la mujer?» Reunían detalles, comparaban versiones, la charla fluía pausada y tranquila en el dorado atardecer, todas sentadas en corro haciendo conjeturas sin apartar la vista de sus agujas en movimiento. ¿Y el coche? ¿Y el trabajo? Alguna reía bajito. «El trabajo. ¿Pero tú crees que esta gente trabaja? Mirar cómo se trabaja, esto es lo que hacen.» Las demás asentían con la cabeza y alguien suspiraba: «Hacen cosas tan raras estos señores…» Luego oscureció y los pájaros cantaban al recogerse y los hombres volvían del campo. «Ah, La Mata —dijeron al enterarse—. Mal asunto La Mata, allá arriba tan lejos. Mejor sería llenarla de bosque.» Ellas lo explicaron todo. «Se sentó a mi lado. Y cuando llegamos, va y me ayuda a bajar los cestos.»
El autocar hacía su última parada en la plaza del pueblo, frente a la iglesia. La gente se había agrupado al pie de la escalerilla posterior. Con las caras contraídas por el sol, miraban al chico moverse allá arriba, entre los bultos del portaequipajes. «A ver… Aquel, aquel.» Sentados a la sombra oscura de los plátanos unos cuantos viejos contemplaban la escena sosegadamente, como adormilados. Víctor cruzó la plaza caminando despacio. El sol pegaba fuerte ahora y las piedras y las tejas y los muros claros irradiaban una luz incolora que cegaba.
El Café Moderno estaba desierto. Después de aquel sol, entrar allí era como quitarse un peso de los hombros. Al otro lado de la barra, el dueño del local miraba a Víctor en silencio. Parecía aún más achaparrado así, quieto, dominando el mostrador con sus brazos abiertos, las grandes manos cerradas sobre el borde del mármol.
—Buenos días —dijo Víctor—. ¿Me pone un café?
El otro movió la cabeza afirmativamente, aún mirándole con aquellos ojos inexpresivos, fijos como el mondadientes que aguantaba entre los labios apretados. Luego se movió hacia la cafetera, al otro extremo del mostrador.
La sala era vasta y sombría, llena de veladores cuidadosamente ordenados entre finas columnas de hierro. Al fondo se veía una mesa de futbolín bastante maltrecha y otra de billar y una pequeña pizarra llena de cifras y abreviaturas. Sobre una repisa, casi tocando el techo, se alineaban varios trofeos, banderines, copas plateadas, todo cubierto de polvo. Los ventanales estaban abiertos y las persianas sueltas refrescaban el aire, recorridas por estrías movedizas, relampagueantes.
El dueño del local le había servido el café sin decir palabra. Ahora volvía a dominar la sala desde su sitio, quieto a media barra, afirmando en el mostrador sus brazos abiertos como si fuese a pronunciar un discurso. Por la vidriera de la puerta entraba un rayo de sol que, incidiendo en el mármol, daba a su cara una blancura luminosa. Justo detrás, sobre las botellas alineadas, un gran reloj circular sonaba ruidosamente.
Víctor probaba el café cuando se abrió la puerta, dando paso a un hombre corpulento y sanguíneo. Vestía una holgada sahariana azul, pantalones claros y sandalias. Se acodó en el mostrador, resoplando bajo los bigotes caídos y negros.
—¡Hola, Roig! A ver esa cerveza…
Víctor le miró mientras bebía, sobre la gruesa taza de color marrón. El otro también se volvió a mirarle y entonces fue como si de su cara se retirase una nube. Avanzó pesado y jovial, sacando la barriga.
—¡Don Víctor! Vaya casualidad, hombre, vaya casualidad…
Le sacudió la mano reiteradamente.
—¿Ya no me recuerda? Don Ignacio, el médico.
Se fueron a una mesa. Don Ignacio decía:
—Vaya, vaya. Un viajecito a la finca, ¿eh? Tanto tiempo… ¿Y los suyos, su señora? ¿Bien? Vaya, estupendo.
Hablaba atropelladamente, frases inconexas y precipitadas que no dejaban lugar a la menor respuesta. Si a pesar de todo Víctor le interrumpía con alguna palabra, él esperaba que acabase, las cejas enarcadas, la boca entreabierta, como aguantando el aliento y, a la primera oportunidad, seguía con su hilo, pasando por alto la interrupción. Hablaba de ciertas reuniones. «¿Eh? —decía—. ¿Eh?» Se soplaba los bigotes.
—En mi casa, prácticamente cada día. El cura, el farmacéutico, el alcalde, la típica tertulia de las novelas. Todos buenos tipos, ¿eh?, quizás un poco callados; gente de cultura, un círculo selecto. Se puede hablar con tan pocas personas… Para aguantar en un pueblo hay que saber organizarse la vida.
Sudaba, bebía cerveza pringándose los bigotes, se limpiaba con el dorso de la mano. «Ah, qué vida la de un pueblo», decía. A veces pensaba que hubiera hecho mejor quedándose en el Ejército al acabar la guerra. ¿Comandante médico? Quizá. Pero, en medio de todo, no se podía quejar. Con la de bofetadas que actualmente había por hacerse con la sustitución de un pueblo peor que aquel… «Los que ahora empiezan, esos sí que dan pena.»
Fue subiendo la voz a medida que hablaba. Roig había conectado la radio, un viejo aparato arropado entre cortinillas de cretona desteñida. El locutor anunciaba con acento optimista la retransmisión de un comentario a los encuentros de Liga, gentileza de Perfumería Queen’s, la reina de las perfumerías.
—Pero, hombre de Dios —decía ahora don Ignacio—. ¡Con este sol!… Mire, le voy a llevar en mi cochecito.
—No, no. Me apetece caminar, de veras…
Don Ignacio se encogió de hombros, como cediendo.
—En fin, no insisto. Pero que conste que le tomo la palabra y espero su visita. Allí podremos hablar con más calma, oh, esta radio… —Se pasó un pañuelo arrugado por la frente, por el cuello. Y bajando la voz, añadió—: Tiene cada salida el Roig este… Es un animal.
Se despidieron. Hubo un forcejeo cuando Víctor quiso pagar. Don Ignacio no le dejó hacerlo. Después le siguió, salió a la puerta.
—¡Le esperamos! —gritó cuando Víctor ya estaba a media plaza.
Sentados bajo los plátanos, los viejos le siguieron con la vista mientras se alejaba balanceando el maletín de lona. Los autocares habían desaparecido. Allí donde solían parar, ahora sólo quedaban negras manchas de grasa en el pavimento, hojas de col, papeles, uvas aplastadas… Víctor caminó arrimándose a la sombra de los muros, por las estrechas aceras de cantos rodados. Las callejas estaban desiertas —quizás algún gato en los portales oscuros— y sólo se oía un rumor de cacharros vagamente esparcido, la voz de una mujer, el palabreo de alguna radio. Agitadas por el aire, las persianas sueltas sonaban pausadamente contra los muros. Luego, las últimas casas, el viejo puente sobre el arroyo y la fábrica de medias, un edificio bien encalado, con geranios rojos colgando de las amplias ventanas. Dentro, los telares zumbaban como un soleado enjambre.
La Mata quedaba en lo alto del macizo, aislada entre colinas cubiertas de bosque. Casi todas las masías de los alrededores estaban deshabitadas, nadie quería tierras tan arriba, en pleno monte, a más de una hora de camino.
Al principio la carretera seguía el cauce de una rambla despejada y ancha, entre sembrados y acequias. Más arriba, en las vertientes, había viñedos, bosquecillos, alguna masía asomando por entre las higueras. En medio de un barbecho, dos hombres se inclinaban sobre el mecanismo de un tractor que trepidaba sin moverse del sitio. «Tuc, tuc», hacía, y el perfil de las distancias parecía vibrar simultáneamente. Más allá, unos cuantos sombreros de paja se movían entre el verde brillante de los maizales. «Cierra, cierra», se oía gritar. «Abre allí.» El agua borboteaba al recorrer los surcos, reanimando a su paso las hojas lánguidas y largas. Al ver a Víctor, los campesinos se daban con el codo. «Caray», decían. Y apoyando en la cadera el mango de la azada, liaban un cigarrillo. Le miraban alejarse por el camino, bordeando las roderas hundidas profundamente en la tierra blanca y arenosa.
Luego venía la cuesta. La rambla se estrechaba hasta convertirse en un torrente y el camino se ceñía al declive ganando altura. Ahora todo era bosque, pinos, encinares enmarañados. A media subida, Víctor descansó unos minutos mirando hacia abajo, los viñedos y los sembrados, la campiña emborronada por el calor. Del barranco subía un húmedo aroma de resinas, de hierba caliente. No se escuchaba otro ruido que el seco chasquear de las cortezas, el escurrirse de los lagartos entre la hojarasca. El bosque se extendía por las colinas, suavemente revuelto, quieto, como apagado bajo aquel cielo blanquecino que ablandaba las hojas.
La Mata no aparecía hasta finalizar la cuesta, cuando se alcanzaba el altiplano formado entre las colinas. Era como salir a un terrado. De golpe se ensanchaba el horizonte y el aire empezaba a soplar en los oídos, a inflar las ropas. Y allá al fondo, aquella torre destacándose entre los árboles, envuelta en roja viña virgen, al cabo de un vasto rastrojo. Unas cuantas golondrinas se esparcían al sol por encima del yermo, se alzaban y caían volando a ras de la tierra seca, suavemente ondulada. Era aquello un silencio de viento, de cigarras.
Cuando pisó la era, un bando de gorriones echó a volar en el otro extremo, desde las higueras. Al crudo reverbero, la fachada de la casa presentaba un aspecto desvaído y como ojeroso. De las ventanas se descolgaban, pared abajo, pardas manchas de pintura corrida. Se paró junto al estanque, miró en derredor. El establo, el cielo, las puntas de las higueras se reflejaban detalladamente en el agua negra, estriada de manchas relampagueantes como el salto de un pez.
Encontró a Dina en el cobertizo, cuando se metió allí para encender un cigarrillo al abrigo del viento. Las avispas zumbaban en el tejado y la niña sonreía calladamente. Luego Claudina salió de entre los árboles. «Cuánto tiempo», decía. Hablaba de prisa, descansando en la cadera el haz de leña, se recogía el cabello con gesto nervioso. Y Víctor decía: «Vengo a descansar, a cazar, pero verá cómo no le doy demasiado trabajo.» Preguntó por Ciriac. Los perros ladraban quejumbrosamente. El viejo le miraba con sus ojos velados y divagadores, como de ciego. Había conocido a don Augusto, dijo. Dina miraba a Víctor, acuclillada entre los perros. Y Víctor dijo:
—Voy a cambiarme en un momento.
Cuando regresó llevaba otros pantalones, una camisa vieja, alpargatas. Había vuelto a la era agitando las llaves en el bolsillo, había recogido el maletín y la chaqueta dejados ante el portal. Después, el viejo truco: tirar del picaporte mientras hacía girar la llave. Empujó despacio las puertas calientes y un arco de sol enmarcó su silueta sobre los gastados ladrillos del zaguán. Y al instante, aquel aroma característico envolviéndole, turbador y ambiguo, olor de bodega, de hogar apagado, de sacos viejos.
Los cuartos de la planta baja eran de trazado irregular, frescos y oscuros, como excavados. Formaban parte de la vieja masía que sirvió de base al actual edificio. Desde un principio estuvieron destinados a mozos y aparceros y cuando su capacidad resultó insuficiente, don Augusto mandó levantar la casa de la otra ladera. La vivienda habilitada para los propietarios ocupaba el primer piso, a la altura del jardín por el que tenía entrada independiente en la parte de atrás. Luego estaban el desván y la torre, con sus vidrieras de colores. Pero Víctor ni siquiera subió al primer piso; dejó sus cosas en una habitación de abajo, a la izquierda del zaguán, un cuarto de gruesas paredes blancas, ensuciadas por las moscas. La cama era enorme, de muelles; los demás muebles, maltrechos y dispares, estaban repartidos de cualquier forma, como en una buhardilla.
—Pero, ¿por qué? —dijo Claudina al enterarse—. Mejor estaría arriba, donde siempre… —Soplaba las brasas, revolvía el puchero sin mirarle. La cocina olía a legumbres hervidas. La mesa ya estaba dispuesta y el viejo, sentado frente a su plato, blandía el tenedor con impaciencia.
—Demasiadas escaleras —dijo Víctor.
Ahora los perros volvían a gruñirle acechando bajo las sillas. «¡Callad!», gritó Claudina. Víctor les hizo fiestas y los perros le lamieron las manos. Gemían, meneaban el rabo, como desorientados. La niña lavaba hojas de lechuga en una jofaina.
Cuando se sentaron, el viejo miró a Víctor con desconfianza.
—¿Quién es este? —preguntó señalándole con el tenedor.
—¿Lo ve? —dijo Claudina—. Ya no le recuerda.
La niña comía caprichosamente, como jugando. Claudina no paraba: de la mesa al fogón, a la pila, a la fresquera. Comía de pie, aguantando el plato bajo su barbilla y, por encima del borde, lanzaba inquietas miradas a uno y otro lado, como si hubiera perdido algo. «Come bien», decía de vez en cuando y soltaba un cachete a la niña que, indiferente, seguía haciendo porquerías. «Oh, esta niña… No, yo no puedo. Una mujer sola no puede con todo el trabajo de una casa.»
—¿Y Ciriac? —preguntó Víctor—. ¿Está en el campo?
Todos dejaron de comer. Durante un segundo no se oyó otro ruido que el zumbar de las moscas aprisionadas en una tira de papel engomado, justo encima de la mesa. Luego el viejo soltó una risa breve y ronca como un estertor. La niña también reía, pero silenciosamente, hundiendo la cabeza entre los hombros. Claudina dijo:
—Está en la cárcel. Tocó lo que no era suyo y ahora está en la cárcel.
—Oh, no sabía… No sabía, caramba. ¿Y no se puede hacer algo por él?
—Nada. ¿Qué quiere hacer? Ya le soltarán. Hubo una denuncia.
—¡Caramba, qué desgracia…! ¿Y usted hace todo el trabajo? Esto no puede ser…
—Pues es. ¿Quién lo haría si no? Me ocupo del huerto, llevo la casa, guiso, hago limpieza y, de vez en cuando, aún tengo que trabajar a jornal para otros. No se puede vivir de lechuga y en el huerto no crecen panes, bacalao, sardinas… Ya no hablo de carne.
Le temblaba la cara. «Por esto no se preocupe», decía Víctor, pero ella no parecía escucharle. Hablaba mirando al plato.
—Esto no puede continuar. Sí, basta mirar los campos… El administrador se lo habrá dicho; aquí siempre grita. Pero, ¿qué puedo hacer?
Levantó la vista, una mirada breve, relampagueante. Víctor decía: «No se preocupe. Verá como todo se arregla. Y Nacho no tiene por qué gritar. Hablaré con él, se lo aseguro… Hay que comprender. Cuando no se puede, no se puede.» Ella continuó, otra vez escondiendo la vista.
—Tenía que decírselo… Esto durará poco. Hay que sembrar y tienen que soltarle; yo no puedo aguantar esto mucho tiempo, no puedo con todo, la casa, los campos, dos personas que son un estorbo… El viejo que no se levanta más que para ir al retrete.
—Pero Dina no es un estorbo, parece muy buena. Estoy seguro de que ayuda mucho.
La niña sonreía restregándose contra el respaldo de la silla. Los ojos le relucían bajo el flequillo.
—¿Ayudar? ¿Esta? No, esta ha salido al padre, esta no ayuda. Es un demonio.
Acabado el almuerzo, la mujer y la niña se quedaron en la cocina, el viejo salió al portal y Víctor marchó de nuevo a la otra casa. El tiempo había cambiado de forma que, según avanzaba la tarde, el cielo se fue nublando. A primera hora, todo se reducía a un simple oscurecimiento; el cielo estaba sucio por el lado de poniente, gris y turbio. Luego las nubes fueron tomando cuerpo, se desplegaron como un vasto rebaño. Víctor pudo seguir este proceso desde la ventana del comedor, en el primer piso. Se había entretenido curioseando por allí, revolviendo los cajones, los armarios, las consolas, un mobiliario agobiante, de piezas sólidas y oscuras. Las paredes estaban excesivamente llenas de cuadros, grabados franceses, viejos retratos de familia, fotografías de color sepia deslucido sacadas en los ingenios del abuelo, plantaciones de caña, refinerías de zafra, hombres anónimos posando rígidos y desafiantes con su machete al cinto, su sombrero de anchas alas.
Al caer el día se llegó hasta el cuarto de baño. Se trataba de una pieza grande que olía a nuevo, limpiamente embaldosada de color azul humo. Tras la puerta, colgaba una bata rosa de mujer. Víctor la miró por el espejo mientras se lavaba las manos. Después la olfateó con cuidado durante varios segundos, lo mismo que si se tratara de una flor delicada y frágil.
Salió a la era. El último sol asomaba por entre un desgarrón de las nubes rojas y revueltas; era como si estallase una granada allá en lo alto. El viento se había detenido y todo estaba en silencio, las quietas colinas, los valles sombríos y profundos. Algunos murciélagos cruzaban sus vuelos a la turbia luz del crepúsculo.
Tomó asiento al borde del estanque, bajo las higueras. El estanque era pequeño y ruinoso y en el fondo crecían algas verdinegras que, mansamente agitadas, oscurecían la superficie. El caño de la pila estaba roto y el agua se descolgaba sin ruido hacia abajo, por entre los musgos de la pared. Colocó, a modo de canuto, una hoja de higuera en el caño y, al instante, un chorro plateado comenzó a chapotear en las aguas sombrías.
Comió algunos higos que tenía al alcance de la mano. Eran aplastados y negros, de piel resquebradiza, muy rojos por dentro. De repente sonó un aleteo entre las hojas. Levantó la cabeza; había una oropéndola parada en las ramas altas.
Durante unos segundos, el pájaro le miró inmóvil, la cabeza ladeada; un ojillo redondo y penetrante, como de cristal. Después hubo un revuelo de hojas, un canto espantado que se alejaba. Víctor se apartó de las higueras y siguió con la vista al pájaro que, todavía cantando, se desvanecía en el aire oscuro. Miró el higo, abierto entre sus dedos. Al aplastarse contra el suelo sonó como una gota espesa.
A la mañana siguiente despertó respirando un fresco olor a lluvia. Bajo la ventana entreabierta, un charco de agua avivaba el rojo apagado de los ladrillos. Se vistió y subió al cuarto de baño para lavarse.
Fuera, las tejas goteaban sonoramente a todo lo largo del alero y las higueras se sacudían el agua como gallinas mojadas. El cielo estaba cubierto de nubes bajas que se revolvían descompuestas entre un relampagueo lejano y sordo. Se acercó a las higueras. Ahora los higos estaban fofos y aguados.
Claudina y la niña llegaban por el camino, trayendo leños secos y el desayuno. Víctor las aguardó en medio de la era, viéndolas caminar con la cabeza baja y los ojos semicerrados. Se acercaban sorteando los charcos estremecidos y el viento les ceñía los vestidos al cuerpo.
—Llegan en buen momento, ¿eh? —gritó Víctor apuntando al cielo con un gesto.
Claudina se detuvo a su lado, intentando arreglarse los cabellos alborotados.
—Hará crecer las malas hierbas —dijo—. Esto es lo que hará.
Pasaron a la cocina, situada a la derecha del zaguán, y encendieron fuego en la chimenea. Víctor desayunó mirándolo crepitar, mientras las mujeres le arreglaban el dormitorio. La cocina era profunda y oscura como una cueva. La campana de la chimenea ocupaba lo menos un tercio del cuarto. Sobre la repisa se alineaban diversos objetos, un candil abollado, una sartén con agujeros, un recipiente de loza algo desportillado en el que se leía Sal escrito en letras azules. El desayuno estaba dispuesto sobre una mesa pesada y tosca, de color oscuro. Víctor acabó con todo, la tortilla, una rebanada de pan untado con tomate y aceite, un vaso de vino. Luego fue a buscar su escopeta y los instrumentos de limpieza.
Montó la baqueta y empezó a pasarla por los cañones. Cantaba en voz baja, ensimismado. Después de unos minutos miró a contraluz el interior de los cañones, cerrando un ojo. Al cabo del tubo brillante vio la cara de Dina. Dejó de cantar, apartó el arma.
—Caramba… Pareces un duende…
La niña le miraba con ojos listos, parada al otro lado de la mesa.
—Estoy limpiando, ¿ves? Pero siéntate —carraspeó—. Mañana saldré a cazar si hace buen tiempo.
Siguió dando a la baqueta con el esmero de quien se siente observado. Apareció Claudina.
—Vamos —dijo—. Estás estorbando.
—No, qué va… Déjela, me hace compañía.
Claudina tardó en responder. Miraba a los otros dos alternativamente, con los labios apretados.
—Está bien —dijo por fin—. Cuando se canse me la envía.
Después del almuerzo estalló otra tormenta que anegó nuevamente los campos. Fue violenta y breve, como las de agosto. No bien acabó, las nubes empezaron a dispersarse. Y mirando por la ventana, la mujer dijo:
—Vamos a buscar uva, Dina. Con esta lluvia se habrá picado la que todavía queda, y estoy segura de que no tardarán ni tres días en recogerla.
—Iré con ustedes si no les importa —dijo Víctor.
—Entonces me quedo —dijo Claudina.
Ahora hablaba inclinada sobre la pila, con gran estrépito de platos bajo el chorro de agua. Víctor se le acercó.
—¿Que se queda? ¿Pero por qué…?
—¿No lo ve? Tengo mucho trabajo. Hubiese ido por acompañar a la chica, no por gusto. La viña no es nuestra.
Salieron con dos enormes cestos. «No he vuelto a robar fruta desde que era niño —dijo Víctor—. Entonces lo encontraba apasionante. Todo niño es un ladrón.» Dina sonreía:
—Mi padre no es ningún niño —dijo.
Recorrieron las ringleras de cepas eligiendo los mejores racimos, cara al viento, golpeados por las ramas mojadas. El viento soplaba fuerte, sacudía los sarmientos, erizaba las hojas pálidas. A cada una de las ráfagas, la viña entera se aplanaba a ras del suelo para luego crecer, subir de nuevo, sonora como una marea. Volvieron a casa mojados y alegres, resoplando.
Al cruzar la era, Víctor tomó del hombro a la niña: «Un momento», dijo con misterio, las cejas enarcadas. «Me parece que tenemos ciertos derechos.» La condujo hacia el estanque; sumergió algunos racimos en la pila y los comieron allí mismo, goteando agua fresca. La uva era blanca, de granos gordos y sueltos. Víctor rió.
—Cómo nos hemos puesto. ¿Qué dirá tu madre?
Estaba oscureciendo y el aire traía frescos aromas de hierbas, de tierra. Entre las encinas cantaban los sapos, a los lados del camino. Claudina cosía en el portal, doblada sobre sus zurcidos a la escasa luz. Levantó la cabeza, les miró con ojos cansados. Dijo:
—¿Se han divertido?
Al otro día, el amanecer fue espléndido. Cuando Víctor salió de casa con la escopeta al hombro, las higueras hervían de pájaros, se les oía cantar, revolverse entre las hojas y, sobre el yermo soleado, infinidad de golondrinas planeaban fugaces, como sueltas al viento. Unas cuantas columnas de humo, dispersas por los bosques, se alzaban mansamente en el cielo despejado.
Víctor oyó a los perros cazar por el rastrojo; ladraban atropelladamente, como si acosaran la pieza muy de cerca. Sin embargo no los llamó, pues la tierra estaba demasiado mojada para que no extraviasen los rastros. Avanzó despacio, bordeando los ribazos, los márgenes cubiertos de hierbas enmarañadas. Al poco, un conejo saltó veloz desde una zarza. Víctor le dejó alejarse, trepar por un margen, el rabo derecho, las orejas bien tiesas. El disparo sonó cuando el conejo ya rodaba declive abajo, lacio como una cinta.
Víctor lo encontró al pie del margen estremeciéndose cada vez más débilmente en tanto que se le apagaban los ojos. Lo tomó por los cuartos traseros y le golpeó en la cerviz con el canto de la mano; las sacudidas cesaron. Ahora aquellos ojos parecían de goma, fijos y opacos, cubiertos de polvo.
Más tarde cazó una torcaz, al cruzar un torrente de álamos. Había hecho dos disparos sin conseguir cortar su trayectoria y, cuando ya apretaba los dientes viéndola achicarse en el cielo, la torcaz plegó las alas y cayó sobre los helechos como a un golpe de hoz.
Al volver a la casa de los aparceros, los perros le rodearon; gemían y saltaban excitadamente. Víctor reía, aguantando en alto las piezas por evitar que se las dentellearan. El viejo estaba sentado donde siempre, en el portal; le miraba agrandando los ojos, entreabriendo los labios arrugados. «Bien, muy bien», aprobó y reforzaba sus palabras con rotundos gestos de cabeza.
Pero luego, ya en la mesa, examinó el contenido de los platos frunciendo sus blancas cejas.
—¿Y el conejo? —preguntó roncamente.
—Mañana, padre. Mañana —le gritó Claudina. Ahora estaría malo, así, recién muerto.
El viejo les miró con espanto.
—¿Muerto? —dijo—. ¿Muerto?
La niña reía. Claudina le soltó un revés.
—¡Oh! —dijo—. ¿Pero no lo ve?
—Si es una niña —dijo Víctor—. No tiene mala intención.
—¿No? ¡Qué poco la conoce! Reiría igual de vernos muertos, nos vendería a todos por cuatro reales. Es peor que Judas… Un demonio.
—Vamos, no será tanto. ¿Pero qué hace? —Se volvió a la niña—. ¿Eh, tú? ¿Qué haces para ser tan mala?
La niña se retorcía en el asiento, siempre sonriendo. Claudina iba de un lado para otro sin mirarles, se movía entre los cacharros.
—La sacudo, pero no sirve de nada —decía—. Antes la encerraba en una cueva y al ir a sacarla me la encontraba dormida. No hay quien pueda con ella. Ha salido al padre.
Después de comer, Víctor fue a tenderse en el cobertizo. «Como los jornaleros en tiempos de mi padre», había dicho. A medio camino miró para atrás. La niña y los perros le seguían a cierta distancia.
—¿Qué? ¿Vienes?
La niña movió afirmativamente la cabeza.
—Estupendo; haremos la siesta lo mismo que si fuésemos jornaleros —dijo Víctor mientras reanudaban la marcha hacia el cobertizo. Se tendieron boca arriba, sobre la paja del suelo. Los perros, tras una breve exploración del lugar, también acabaron tumbándose, hechos un ovillo.
Fumó en silencio, mirando los polvorientos colgajos de telarañas que pendían de las vigas. El sol se metía de través por la entrada, formando una cuña resplandeciente que alcanzaba hasta el pesebre. No se escuchaba más ruido que el zumbar de las avispas. De cuando en cuando, una cascadita de briznas caía por los resquicios del altillo. Víctor dijo al fin:
—Parece que haya pasado mucho tiempo desde que llegué.
Más tarde, cuando el sol ya declinaba, bajó al pueblo. Compró tabaco y, al pasar por Correos, preguntó si había alguna carta a su nombre. Le atendió una chica de cara gorda y pálida, como de monja. «No señor», le dijo. Parecía muy azorada.
Luego paseó hacia las afueras, hasta el lugar en donde la carretera que conducía al pueblo se desviaba de la principal. Allí tomó asiento sobre una piedra, al otro lado de la cuneta, en un campo sembrado de algarrobos. El tráfico era muy reducido, algún camión, alguna moto, algún viejo automóvil. En cambio, según anochecía, creció el número de ciclistas —jornaleros, leñadores, albañiles—, de campesinos a pie, hombres y mujeres cargados con sus cestos, sus sacos, sus azadas, gente que volvía del trabajo. Los ciclistas llegaban en grupos, pedaleando despacio, gritándose cosas por encima del hombro. También pasaban carros tirados por caballos de andar cansino, sonando claramente, como en una calle vacía, aislado en el crepúsculo su traqueteo acompasado, uno tras otro, todos hacia el pueblo en donde ya se encendían las primeras luces.
Era a estas horas cuando el Café Moderno empezaba a llenarse. Víctor se paró en la entrada entornando los párpados, cegado por la luz blanca que caía de los altos techos. La sala estaba llena de humo y las voces se mezclaban con el chocar de las piezas de dominó contra los veladores. Roig estaba donde siempre, los brazos abiertos sobre el mostrador, las mandíbulas apretadas, dominando el local como desde una tribuna. Un chico pálido y con granos atendía las mesas.
—Un café —dijo Víctor en tono alegre, frotándose las manos como si tuviese frío.
Algo más allá, recostando la espalda en el mostrador, un campesino miraba la sala con ojos perezosos; tenía un vaso en la mano y entre los labios, una colilla casi vacía, simple envoltura de papel seco y ennegrecido. Víctor se le acercó.
—Adrián —dijo—. ¿No eres tú Adrián?
El otro le miró socarronamente, sin apartar la colilla de la boca.
—Sí, hombre —dijo.
Se estrecharon las manos sonriendo. «¡Cuánto tiempo! —decía Víctor—. ¿Te acuerdas?» Adrián afirmaba con la cabeza. «¿Y a este? —dijo agarrando a otro por el brazo—. ¿No le conoce?» «¡Pero si es el hermano de la Teresina!», dijo Víctor. Se acercaron dos más a saludarle y Víctor también acertó a reconocerlos y rieron. «Tú eres el Becada, tú eres Mario», decía Víctor. Aparecieron otros amigos, a cada momento entraba gente nueva. «Caray», decían. Se fueron todos a una mesa donde aún había algunos más jugando al subastado.
—Yo invito —dijo Víctor al chico de los granos.
Juntaron varios veladores. Los de otras mesas les miraban, los viejos sentados al fondo, chicos jóvenes, obreros, murcianos pequeños y listos.
—¿Qué, Fredo? —dijo Víctor—. ¿Ya no te acordabas de mí?
El otro rió.
—Oh, ya lo creo. Era usted quien no se acordaba de nosotros.
—De manera que ha venido a pasar unos días a La Mata, ¿eh? —le preguntaron.
—Eso es, me estoy tomando unas pequeñas vacaciones.
Alguien dijo:
—¿Qué quiere decir esto de vacaciones?
Todos rieron. «Ay, caray», decían. Víctor les preguntó por Ciriac.
—¿Cómo fue aquello? —dijo.
Guiñaron el ojo, moviendo las cabezas.
—Huy, ese… Ya estaba muy tocado por la Guardia Civil.
—Pero, ¿cómo fue?
—Hubo una denuncia. No se sabe de quién. Hoy día…
Todos callaron mientras el chico servía las copas. Después, alguien preguntó a Víctor por su mujer.
—¿Y su señora?
—Bien, muy bien, gracias. Pero, ¿y vosotros, qué contáis? ¿Cómo va la vida?
—Como siempre, ya puede usted ver —dijeron.
—Vamos tirando.
—Nos defendemos.
—¿Y tú, Adrián? Ya veo que sigues tan callado como antes… ¿Qué hay de nuevo, eh? —Le dio una palmada en la rodilla.
—Pues mire, estoy casado, tengo dos críos y, en fin, nada de particular.
—¿Y el trabajo?
—¡Ah! —dijo Fredo—. De esto, lo que queremos; todo queda para nosotros. Lo único que repartimos son las cosechas.
Volvieron a reír. Después hubo un silencio. Se revolvieron en las sillas. «Ay, caray», dijo alguien.
—¡Cómo nos habíamos divertido! —dijo Víctor—. En todo el día no hacíamos más que jugar.
Los otros movieron las cabezas.
—Éramos niños.
—Uno ya no vuelve a pasar años mejores que los de cuando era niño.
—Y lo curioso es que cuando uno es niño no tiene otro deseo que dejar de serlo.
—Han pasado tantos años…
—Cerca de treinta.
—Los años pasan de prisa, se te escapan.
—No te das cuenta y ya estás casado y con hijos.
Adrián estiró la boca como en una sonrisa.
—Pronto empezarán a cedernos los asientos —dijo—. Nos cederán los asientos y los jóvenes nos llamarán abuelo.
Víctor miró sus caras secas, las profundas arrugas de la piel, que, en torno a los ojos, aparecía cuarteada por infinitas fisuras, como las del barro al cuajar.
—Sin embargo estamos casi todos —dijo.
—Sí, casi todos.
—¿Y Julio? —preguntó entonces Víctor—. Este sí que era un tipo listo. ¿Qué hace ahora?
Les miró, uno por uno.
—¿Y Julio?
—Murió —dijeron—. En el frente del Ebro.
En los días siguientes, Víctor salió a cazar todas las mañanas. Empezaba por el rastrojo, caminando despacio, la escopeta cruzada sobre el pecho, siempre atento al estremecerse de las hierbas mojadas por el rocío, a los ruidos bruscos, al canto de las perdices. Después recorría los valles de álamos en donde el agua se estancaba formando charcas entre los helechos. Allí acudían a beber las torcaces cuando el sol apretaba y, no bien percibían algo sospechoso, se alzaban del suelo, de las ramas, se alzaban en grupo sonando como un aplauso. Pero Víctor tenía suerte y siempre regresaba con alguna pieza colgada del cinturón, manchándole de sangre los pantalones al balancearse acompasadamente.
Desayunaba en la cocina, mirando cómo ardían los leños. Luego iba a tumbarse en un pequeño prado que había detrás de la casa, al pie de las encinas. Algún día acompañó a la niña por los viñedos, en busca de los racimos que pudieron escapar a la vendimia. Al volver, los colgaban en la despensa, de una gruesa viga claveteada.
—Es así como se hacen las pasas. ¿Lo sabías?
La niña apenas hablaba. Le seguía a todas partes sin decir palabra, lo mismo que un perro. No hacía preguntas y escasamente daba respuestas como no fuese por gestos. Era Víctor quien tenía que decírselo todo.
Una mañana, los cables de la electricidad aparecieron llenos de golondrinas. Se alineaban entre poste y poste, formando un rosario prolongado a lo largo del rastrojo. Cuando el sol adquirió cierta altura, saltaron de los cables todas a un tiempo y tras darse una vuelta sobre las colinas, volaron hacia el sur extensamente desplegadas. Víctor y la niña las vieron alejarse desde la era, haciéndose pantalla con la mano. En las encinas quedaron unas cuantas urracas, uniendo a coro su chillar estridente.
—¿Y las oropéndolas? —preguntó Víctor—. ¿Sabes tú cuándo se van?
En alguna ocasión había vuelto a ver la oropéndola solitaria. Eran encuentros fugaces, ocasionales, un aleteo sonoro, un canto fugitivo, una sombra entre las hojas. Más de una vez la esperó bajo las higueras, acariciando nerviosamente los gatillos de su escopeta. Pero el pájaro, como adivinándolo, no había comparecido.
Cada tarde bajaba al pueblo y no regresaba hasta la hora de la cena. La chica de Correos acabó por tomarle confianza. Al verle aparecer sonreía como si fuera su cómplice en algún secreto. «No señor —decía—. Hoy tampoco.» Y Víctor paseaba por las calles progresivamente oscurecidas que olían a orujo, a humo de leña verde. Alguna vez se llegaba hasta el campo de algarrobos, en las afueras.
Una tarde estaba allí, sentado en la piedra de siempre, cuando un automóvil pequeño y maltrecho se paró al otro lado de la carretera. Por la portezuela, según se abría, asomó una pierna gorda, una gran cara sonriente.
—Aún le estoy esperando, ¡eh, don Víctor!, aún le estoy esperando.
Se aproximó a grandes zancadas, radiante, sacando la tripa, alargando la mano derecha. Víctor se incorporó despacio, como envarado.
—Es que apenas bajo al pueblo, ¿sabe? Apenas salgo de casa.
El otro sonreía balanceando la cabeza, las cejas enarcadas, los ojos brillantes. «Aún le estoy esperando», repetía sin hacer caso. Y Víctor:
—Es que apenas salgo de casa.
Don Ignacio frunció las cejas repentinamente serio. Le tocó el pecho con la punta del índice.
—Oiga —dijo—. Vamos a mi casa. Nada, hombre, nada, el tiempo de tomar una copa, el que perdería caminando de aquí al pueblo.
Don Ignacio vivía en la calle Mayor, junto a la plaza. Le hizo pasar a un saloncito excesivamente cargado de muebles, de pequeños cuadros, floreros, tapetes, cortinas, chucherías, todo muy junto y como en una vitrina. Se olía a cerrado allí dentro, a visillos polvorientos, quemados por el uso. La luz era pobre pues en la lámpara —una deslucida araña de metal dorado— faltaban varias bombillas.
—Sí, sí, sí, don Víctor, créame que le comprendo. Estamos completamente de acuerdo, completamente —decía don Ignacio—, Para un hombre de cultura ofrece tan poco interés vivir en un pueblo… Si al menos hubiera cierta compensación económica… Ah, don Víctor, qué no daría yo por situarme en Barcelona.
Le indicó una butaquita panzuda, cubierta con una funda de cretona desteñida. Abrió el aparador y sacó dos finas copas de cristal mate. «¿Coñac, anís, estomacal…? Coñac, ¿eh? Sí señor, nada como el coñac para un hombre hecho como Dios manda.» Se sentaron frente a frente.
—Por esto, don Víctor, como iba diciendo, por esto le hablé de nuestras tertulias. Un círculo selecto, en lo que cabe, gente con la que al menos se puede conversar. Hay que saber organizarse la vida, esto no es Barcelona, ¿me entiende? Ah, el tráfico de Barcelona, por la noche, aquella luz, los espectáculos… En cambio aquí cuando oscurece, uno ya no sabe dónde meterse. Esas cuatro callejas frías y oscuras no te hacen desear más que un buen fuego y una copa de coñac. Uno se bestializa en un pueblo, se vuelve antisocial. Desde la ciudad nada más se ve el lado bonito de esta vida.
Hablaba entre sorbo y sorbo, intercalando algún profundo suspiro. Con la mano en el bolsillo tiraba del pantalón, que parecía molestarle en la entrepierna. Cuando Víctor hacía alguna observación, don Ignacio aguardaba con las cejas enarcadas, mirándole con ojos absortos y la boca entreabierta, como si no lo viera, pronto a seguir con su hilo.
«Mala gente —decía—, mala gente.» Eran cerrados, rutinarios, desconfiaban de todo y de todos. Hablarles de nuevos métodos, era perder el tiempo. Decían: «sí, sí», y continuaban como antes. Sólo se convencían viendo que alguien probaba y salía bien parado. Poca iniciativa, poco amor al riesgo. Nada se podía hacer con ellos. «A nosotros sólo nos llaman cuando la cosa apenas tiene remedio —explicó—. Y luego, si el enfermo se muere, la culpa es nuestra. Pero si se salva, ¡ah, entonces todo ha sido gracias a sus propios remedios! ¡Qué gente! ¡Qué país! Y encima siempre quejándose: que si llueve mucho, que si llueve poco, que si esto, que si aquello… ¡Pero si viven mejor ellos que un hombre de carrera! Trabaja toda la familia, apenas tienen gastos…»
Arrimó su sillón al de Víctor, se inclinó hacia adelante, bajó la voz:
—En cambio nosotros, ¿qué me dice de los médicos? Antes, yo lo recuerdo, el médico era como un padre.
Aquí volvió a enderezarse, y hundiendo la barbilla entre los pliegues de la papada, consideró a Víctor con ojos reflexivos. Luego siguió.
—¿Y ahora? Ahora es un funcionario, un vulgar funcionario en la mayoría de los casos. Y por conseguir esto, ser un funcionario, aún hay bofetadas. —Movió la cabeza—. No, si llegará un momento en que no se podrá vivir.
Se sirvió más coñac todavía negando con la cabeza, apuró la copa de un trago. Miró a Víctor, fruncido el entrecejo, soplándose los bigotes. Hizo chasquear los dedos.
—Oiga. ¿Por qué no se queda a cenar?
—Oh, gracias, pero es imposible. No habiendo avisado…
—¡Pero qué importa! Mi señora lo arregla en un momento. Donde comen dos…
—No, me refiero a los de casa. Pensarían que me ha pasado algo.
—Nada, nada de excusas. Le llevo en mi cochecito y usted…
Víctor se puso en pie.
—No.
Se miraron durante unos segundos y luego desviaron la vista, los dos al mismo tiempo. Don Ignacio se incorporó a su vez, pesadamente. «Está bien —dijo con voz apagada—. Lo que usted prefiera.» Caminaron en silencio hasta el vestíbulo. Allí don Ignacio se detuvo, la mano sobre el pestillo, entreabriendo los labios como si sonriera.
—Bueno —dijo—. Espero que me perdone. No, no, por favor, sé perfectamente que soy un pesado…
—Se lo aseguro —le interrumpió Víctor—. Sólo es por los de casa, para que no se alarmen. Pero pasaré a verle en cualquier momento, con más tiempo. Entonces fijaremos un día para la cena.
—¿De veras? Le aseguro que se lo agradeceré mucho. Vivo tan aislado… Siempre aquí, en el pueblo, tratando con campesinos… Por esto no debe extrañarle que cuando encuentro alguien con quien hablar me haga tan pesado.
Carraspeó. Después dijo:
—Gracias.
Sobre los tejados, el cielo tenía color de lirio pálido y en la calle oscura sonaba el traqueteo de un carro, el chocar de los cascos contra el pavimento —bloc, bloc—, pausado y persistente. Víctor se metió en el Café Moderno.
Por lo general llegaba cuando aún había poca gente, quizás unos cuantos mirones agrupados en torno a la mesa de billar, quizás algún viejo sentado en el rincón, bajo las copas y trofeos polvorientos, algún tipo acodado en el mostrador escuchando la radio que a esta hora solía ofrecer un programa de música. Pedía el periódico, se buscaba una mesa y aquel chico pálido y con granos le traía el café, amargo, muy caliente, en una taza panzuda de color marrón. Roig nada más dejaba su puesto a medio mostrador, exactamente debajo del reloj, para tomar una botella o entendérselas con la cafetera —un artefacto algo anticuado, deslucido por el cardenillo— que manipulaba ferozmente, lo mismo que si se tratase de una locomotora, envuelto en vapor y resoplidos.
Luego la sala empezaba a llenarse. A cada momento la puerta se abría con violencia, como de una patada, y alguien entraba parpadeando: obreros de la fábrica, albañiles, campesinos todavía oliendo a tierra, a humedad. Avanzaban por entre las mesas repartiendo saludos, medias palabras, frases hechas, amistosas palmadas en el hombro. A veces, alguno se encontraba con la mirada de Víctor por encima del periódico, una mirada fugaz que al instante volvía a esconderse entre las grandes hojas desplegadas.
Había allí un campesino joven al que todos llamaban no bien aparecía. «Tonio, Tonio», le gritaban. «Anda, Tonio ven aquí que tenemos que hablar.» Se movía entre las mesas, escuchaba a los otros. «Yo haría esto y esto», explicaba después. Era joven pero parecía importante y todos le escuchaban. Allí donde estuviese, la gente ponía cara de estar tratando asuntos serios. Los demás charlaban y reían, jugaban al dominó, al subastado. Y así, poco a poco, se formaban los grupos de todas las noches. Entonces era cuando Víctor doblaba el periódico y se iba con los de alguna mesa.
—Qué —decía—. ¿Quién gana?
—¿Quiere jugar? —le invitaban.
—No, gracias, no sabría. Prefiero hacer de mirón.
Arrimaba una silla y se sentaba a escuchar los incomprensibles términos del juego. Vigilaba los descartes de cada uno, siempre sonriente, como si estuviera divirtiéndose mucho. Al cabo de un rato se levantaba.
—Bueno —decía—. Voy a ver si termino con ese periódico… Siempre pone lo mismo.
Alrededor de las nueve emprendía el regreso a La Mata. Abandonaba el pueblo siguiendo siempre el mismo recorrido, las mismas calles tortuosas y desiertas, iluminadas a trechos por alguna luz amarillenta prendida en los postes de la electricidad. Cierta noche, según caminaba hacia un portal, se topó con una niña que acechaba en la sombra, entre dos gatos. La niña se le vino encima, se abrazó a sus piernas.
—¡Papá! —decía—, ¡papá!
—¿Eh? No, niña, no…
Hizo ademán de acariciarle el flequillo, pero la niña ya retrocedía llevándose las manos a la cara. Apareció una mujer, destacándose en negro contra la luz que salía de la puerta.
—¿Qué pasa?
Víctor balbuceó algo, como si no atinase a responder. La mujer les echó una mirada, tomó a la niña de la mano.
—Vamos —dijo.
Sonó un portazo. Víctor siguió adelante hundiendo las manos en los bolsillos. A su espalda se entreabrió una ventana.
El sol era cada día más tibio y los árboles más dorados. Al amanecer los torrentes parecían glaciares, así cubiertos por una capa de niebla baja y espesa y La Mata quedaba en una isla. Alguna vez el aire traía desde los bosques el seco caer de los hachazos, voces y risas, una canción sonando extrañamente. Luego el sol disolvía la niebla y secaba las hierbas, las hojas marchitas y mojadas.
Víctor desayunaba a media mañana, cuando concluía de cazar. La niña siempre le aguardaba en la era tomando el sol, adormecida. En la cocina ardía un buen fuego y sobre la mesa encontraba dispuesto el desayuno; tortilla, pan con tomate, vino. Comía y, entre bocado y bocado, enseñaba las piezas a la niña, le contaba las circunstancias que rodearon la muerte de cada una. «Esta fue un buen tiro —decía—. El sol me daba en la cara.» Después iba a tumbarse al prado de atrás, bajo las encinas. Tendido entre las hierbas, Víctor fumaba en silencio, mirando al cielo, siempre con la escopeta cargada al alcance de la mano. Cierto día había visto a la oropéndola pararse justamente en aquellos árboles y ahora nunca se le olvidaba llevar el arma.
El hecho sucedió durante una tarde en la que no había salido de casa. Y estaba en uno de los cuartos que daban a la parte de atrás cuando vio al pájaro plantarse de un vuelo en las encinas, detenerse a la expectativa entre las ramas más altas. Fue a por su escopeta y volvió a la ventana; apuntó al ligero balanceo que delataba la presencia del pájaro en medio del follaje. La detonación despertó en la casa extrañas resonancias y mientras Víctor corría hacia el grupo de encinas, los pájaros se arremolinaron con espanto sobre el tejado. Al pie del árbol, recogió una ramita segada de cuajo. Los perros ladraban en la era.
Aquellos días Claudina parecía estar de peor humor. No paraba un momento mientras los demás comían, siempre de un lado a otro, sacando cazos del fuego, hurgando en la fresquera, disponiendo los platos humeantes, la cesta del pan, alguna cuchara que de pronto hacía falta para servir. Y cuando al fin todo estaba listo, miraba en derredor inquietamente, recogiéndose el cabello con gesto nervioso. Hablaba de continuo en tono bajo y monótono, sin mirarles a la cara a los demás, como si sólo dijera las cosas por decir algo. «Tienen que soltarle —decía—. Estamos en plena época de la siembra.» Los perros merodeaban bajo la mesa, atentos a los bocados que pudieran caerles. A veces Claudina les daba con el pie a cualquiera de ellos y entonces el animal soltaba un gemido y se escurría arrastrando la cola. «Ay, Señor, estos nervios.» Abofeteaba a la niña. «Sí, eso, haz porquerías encima. Ya verás cuando te haga tirar del arado. Porque tú y yo vamos a sembrarlo todo, verás que bien. Y te pondré a trabajar a jornal.»
—Oiga —decía Víctor—. Pero si no es más que una niña… No es bueno hacer trabajar a los niños.
Claudina le miraba con ojos relampagueantes.
—¿Y yo qué? ¿Es bueno que una mujer trabaje como yo trabajo? ¿Y no trabajaba igual cuando era niña? ¿Qué edad cree usted que tengo?
Víctor le daba dinero regularmente y comían carne todos los días. De vez en cuando le entregaba también una cantidad adicional. «Por las molestias que se toma», decía. Y entonces Claudina se calmaba por algunos días. Aprovechando uno de estos breves períodos, Víctor le propuso hacerse cargo de la educación de la niña.
—Es una chica lista y aprendería pronto —explicó.
—¿Llevarse a Bernardina? ¡Ni hablar! ¿Qué haría yo entonces? ¿Esperar con este viejo a que la casa se nos viniera encima? No, ni hablar del asunto.
—Pero si usted misma dice que pronto soltarán a Ciriac… Un día de estos pienso tratar con la gente del pueblo la posibilidad de poner la finca otra vez en explotación. Y si la cosa es factible, su marido será el capataz. Vivirán bien.
—Con la finca puede usted hacer lo que quiera, pero la niña se queda conmigo. Me tiene que ayudar, es mi hija.
—Pero en un buen colegio aprendería…
—¿Y de qué le iba a servir, eh? ¿De qué le serviría saber tantas cosas? Por mucho que una sepa de números, aquí las cuentas nunca salen.
—Oh, es que no tendría por qué vivir aquí. Si aprende todo lo que le enseñen, luego no le costará nada encontrar buenos empleos en la ciudad, casarse bien…
—También en la ciudad ¿no es eso? Lejos de sus padres.
—No, si no es eso. Quiero decir… En fin, yo lo digo por su bien.
Claudina se inclinó hacia Víctor por encima de la mesa, apoyando los nudillos en el tablero. Ahora hablaba en tono bajo y silbante.
—Oiga —dijo—. ¿Es que no me ve? Pues por si no me ha visto, míreme bien. ¿Adivina los años que tengo? No, ¿verdad? Pues bastantes menos de los que aparento. ¿Y sabe usted por qué? Pues porque desde pequeña he tenido que trabajar al sol y al aire igual que un hombre. Por eso. Y si este viejo y esta niña comen, también es por eso. Y ahora, después de haber sufrido tanto, ¿cree usted que voy a dejar que la niña se me vaya? —Se enderezó. Dijo—: Ni hablar, ¿sabe usted? Ni hablar del asunto.
Durante unos momentos quedaron todos callados. Las moscas, presas en el papel engomado, zumbaban desesperadamente.
—Bien —dijo Víctor al fin—. Yo veo las cosas de otra manera. Vamos, digo yo que precisamente por haber sufrido… En fin, nada. Que espero acabar convenciéndola.
El humor de Claudina fue empeorando según pasaban los días, la época de la siembra. Ahora, ni el dinero que Víctor le entregaba regularmente conseguía alterar la ceñuda expresión de su cara. Por algún tiempo, esto sí, cesaba de quejarse, de hablar y hablar para ella misma en su continuo moverse de un sitio a otro. Lo hacía todo en silencio, hosca, pensativa. Parecía tan absorta en sus cavilaciones que, a veces, se quedaba parada a medio camino, frunciendo las cejas, mirando en derredor como si no supiese qué hacer con lo que llevaba en la mano. Y el viejo se impacientaba. «¡Vamos, nena!», decía y golpeaba la mesa con el tenedor. Entonces Claudina se revolvía con ojos como brasas, dilatando las narices. «¡Cállese, quiere! ¡No puedo partirme en dos!» Un día dijo: «Soy más desgraciada que el Patalino. Por lo menos él no trabajaba.»
—¿El Patalino? —dijo Víctor—. Un hombre de mi edad, ¿no? Caray, pues ni le recordaba. Y esto que cuando niños andábamos a golpes cada dos por tres. ¿Qué pasa con él?
—Que lo ha perdido todo. No puede moverse y la mujer se le acuesta con cualquiera.
—¿Por qué no puede moverse?
—Porque no tiene pies. Quedó mutilado cuando la guerra.
Aquella tarde en el Café Moderno, Víctor se informó con más detalle de lo que le había sucedido al Patalino.
—¿Cómo fue? —preguntaba.
—Metralla —le dijeron—. En la guerra. Ahora sólo puede caminar con muletas.
—Se ha quedado sin nada. Antes tenía un trozo de tierra, pero tuvo que venderla.
—¡Con lo que le gustaba la tierra!… Aún ahora sale algún día hasta las afueras, a mirar los campos.
—Ha tenido que vender todo lo que tenía. Vive en un cobertizo que le dejan por caridad. En invierno pasa mucho frío.
—¿Tiene hijos? —preguntó Víctor.
Y ellos dijeron:
—No puede tenerlos. Se casó ya sin piernas y ella decía que no le importaba. Pero ahora trabaja en la fábrica y se acuesta con cualquiera.
—¿Y él? —dijo Víctor—. ¿Qué dice él?
—¡Oh! —dijeron ellos—. No viven juntos. Se ve que la pegaba con las muletas y ella acabó dejándole. Quería matarla, decía. Y ahora él se pasa el día sentado a la puerta del cobertizo. Vive de rifar pollos. No tiene ni donde caerse muerto.
—Se le ha estropeado el carácter y no hay quien lo aguante. Si la gente compra números es más que nada por lástima. Ya no tiene amigos.
Alguien dijo:
—¿Quiere ir a verle?
—No, no, gracias.
—Sí hombre. Vamos en un momento y se queda con alguna participación. Siempre es una ayuda.
—No, en serio. Supongo que ni siquiera me recuerda. —Sacó un billete de cien—. Toma, Adrián, cómprale de mi parte algún número.
Adrián soltó un silbido.
—Caray —dijo—. Más valiera que se llevara directamente el pollo.
Ahora Víctor no bajaba al pueblo cada tarde, sino sólo de vez en cuando. Seguía pasando por Correos para recibir siempre la misma respuesta: «No señor, hoy tampoco», decía sonriendo aquella chica blanca y gorda.
A veces, en el Café Moderno, cruzaba alguna palabra con los viejos sentados en el rincón de la pizarra, de los trofeos. «Su padre era un gran señor», decía uno y los demás asentían con la cabeza.
Luego se iba a su mesa, pedía un café, vigilaba la sala por encima del periódico. Poco a poco llegaban los clientes de todas las noches, se entretenían algo aquí y allá y, al fin, acababan sentándose con los amigos de siempre. Era como si, por un acuerdo tácito, cada uno estuviese abonado a determinada silla. De esta forma la atmósfera no tardaba en cargarse y muy pronto aturdía el ruido de tantas voces, el chocar de las piezas de dominó, los violentos golpes que, a cada partida, sacudían la mesa de futbolín. Se jugaba a cualquier cosa, se charlaba y, en más de una ocasión, Víctor había sido testigo de discusiones acaloradas. Le alcanzaban frases dispersas, oía decir a Fredo:
—Yo estuve antes en estas cosas y pienso que debemos mantenernos al margen. Que se lo arreglen todo ellos, a ver qué hacen.
Tonio decía:
—Esto quizá valiera antes, pero no ahora. Yo creo que el susto se lo llevarán precisamente si nos decidimos a intervenir, si les decimos: «Muy bien, aquí estamos todos, manos a la obra.»
—Y así les harás el juego —decía Fredo—. Y entonces podrán decir que se lo debemos a ellos.
—Que lo digan. Nosotros vamos haciendo.
—Por este camino no se llega a ninguna parte. El día en que todos…
—Chist, chist —apaciguaba alguien.
Fredo decía:
—¿Qué pasa? Me parece que ya todos nos conocemos. —Pero bajaba la voz—. Bien. Repito que esto es hacerles el juego.
—El juego se lo haremos quedándonos al margen, dejando que ellos cocinen lo suyo y lo nuestro. Lo han hecho durante mucho tiempo y no desean más que seguir haciéndolo.
Discutían así un buen rato y, al acabar, quedaban tan amigos. «Mira, Tonio, yo he tenido ya muchos disgustos y ahora voy a lo mío. Cuando tengas más años lo comprenderás», decía alguno. Y Tonio decía: «Nada hombre, si lo comprendo ahora.»
Un día Víctor le invitó a su mesa: «Quisiera saber su opinión acerca de un asunto —explicó—. Pero siéntese, por favor, y pida algo.»
—Usted dirá —dijo el otro.
Víctor le preguntó si creía que La Mata, bien llevada, podía llegar a rendir. «¿Costaría mucho ponerla otra vez en explotación?», le preguntó.
—Lo más seguro es que se pille los dedos —dijo Tonio.
—Pero antes bien producía…
—Esto no lo sé, pero en cualquier caso, ahora las cosas son de otra manera. Se planta un grano y salen veinte, pero allá arriba, los gastos se le llevan esos veinte y diez más. Antes todo serían viñas, ¿no? Bueno, pues ahora, en esta región, la viña ya no es negocio. Y para sembrar trigo… Ahora, por aquí, sólo es negocio la huerta, la tierra que tenga asegurada el agua. En fin, que yo de usted acabaría llenando todo aquello de bosque. O plantaba algarrobos y a esperar.
—No, eso no. Nada de esperar.
—Entonces, en su lugar, yo dejaba crecer el bosque y metía los dineros en otra parte.
«Tonio, Tonio», le llamaron desde una mesa. Tonio, volviéndose, gritó: «Ya voy.» Apuró la copa de un trago.
—Mal asunto, aquella tierra, sabe usted, mal asunto. No hay más que fijarse en cómo todo el que por allí tenía algún campito ha terminado por dejarlo.
Se fue a la otra mesa. Sus compañeros le recibieron con risas, palmadas en el hombro, parecían muy contentos aquella noche. Víctor le vio arrastrar una silla y sentarse entre los demás, cerrando el círculo. En tanto, el chico de los granos acudió a retirar la copa vacía. «Otro café», le dijo Víctor. Y mientras el chico se iba, Víctor abrió nuevamente las amplias hojas del periódico.
Ahora casi nunca se acercaba a los grupos de conocidos. Alguna vez, quizá, a mirar cómo jugaban al subastado. Pero lo corriente era que se tomase un café, leyera el periódico y se marchara. En cierta ocasión, volvió a encontrarse con el médico. Don Ignacio se le acercaba por entre las mesas y sus miradas se cruzaron. Víctor se levantó.
—He venido a tomarme un café —dijo no bien el otro llegó a su altura.
Don Ignacio le dirigió una breve inclinación de cabeza.
—Sí. Ya sé que viene a tomárselo cada tarde —dijo, y siguió adelante.
Luego el tiempo se estropeó, acabando con aquella prolongación del verano que habían disfrutado hasta entonces. Fue un temporal de lluvia que duró varios días, combinado, a veces, con truenos y viento. La primera mañana Víctor salió a cazar, pese a los nubarrones que en el cielo se retorcían amenazadoramente. El chaparrón le sorprendió bastante lejos de La Mata y fue tan violento, que ya ni se molestó en buscar refugio. A los pocos minutos los campos parecían hervir bajo la lluvia. Y Víctor, con la cabeza hundida entre las solapas de la cazadora, y las manos en los bolsillos y la escopeta colgando para abajo, regresó despacio por el yermo, ahora convertido en un burbujeante cenagal.
Se cambió de ropa, limpió y engrasó la escopeta. El desayuno estaba dispuesto como cada mañana y en el hogar crepitaba un buen fuego. Sólo faltaba la niña. Luego de desayunar, Víctor siguió bebiendo vino con la mirada fija en las llamas. Al fin, se fue de una corrida a la otra casa, aunque todavía era pronto para el almuerzo. El viejo estaba donde siempre, en su silla con asiento de anea, amparado de la lluvia por el alero.
—¿Y en invierno? —le gritó Víctor—. ¿También se pasa el día en esta silla?
El viejo le miró con ojos velados, entreabierta su boca sin dientes.
—¿Qué? —dijo—. ¿Ya es hora?
La niña sólo se presentó cuando los demás ya estaban sentados a la mesa. Apareció entonces, callada y misteriosa, y se fue para su sitio sin que Claudina hiciera el menor comentario acerca de tal retraso. Venía completamente seca, como si en toda la mañana no se hubiera movido de la casa.
Por la tarde volvió a desaparecer y así continuó en los días sucesivos, presentándose únicamente cuando las comidas. Víctor la interrogaba con la mirada, tosía y carraspeaba por atraer su atención pero ella no parecía enterarse. Picaba algo del plato siempre de forma caprichosa, lo mismo que si jugara y, luego, no bien los demás concluían, ella se iba, sonriendo ampliamente. El segundo día, al acabar el almuerzo, Víctor le preguntó que dónde se metía.
—¿Sabe usted que su hija se ha convertido en una persona importante? —dijo a Claudina en tono festivo—. No se deja ver ni por casualidad. Y esto es propio de personas importantes.
Se volvió hacia la niña dirigiéndole una profunda inclinación de cabeza.
—¿Se puede saber, Señora Importante, dónde acostumbra a despachar sus asuntos y a qué horas suele conceder audiencia?
La niña, radiante, se encogió de hombros. Sonreía entornando los ojos, se restregaba perezosamente contra el respaldo, como adormecida. «¿Eh? ¿Dónde te metes?», decía Víctor. Claudina se interpuso entre ambos al doblarse sobre la mesa para retirar los platos y la niña quedó oculta tras de su busto. Víctor se echó hacia atrás por no estorbar y encendió un cigarrillo.
—Vamos —decía Claudina—. Que molestas.
Pasó un trapo húmedo por el hule. Cuando se apartó, el asiento de la niña estaba vacío. Víctor dejó caer el fósforo todavía humeante. Salió al pasillo desierto y oscuro, recorrido por las huellas mojadas de los perros. Fuera, llovía otra vez. El viejo, medio vuelto en su silla, le miraba atentamente desde el portal.
A partir de entonces, nada más se quedó en casa de los aparceros el tiempo necesario para comer. Y como no podía salir de caza ni bajar al pueblo, se pasaba la mayor parte del día metido en la cocina, mirando al fuego. Los perros se habían acostumbrado a su compañía y ahora no le abandonaban ni por un momento. Inquietos y mojados paseaban por el cuarto escrutando las sombras; los ojos les relucían al resplandor de las llamas. Los leños estaban húmedos y prendían mal, soltando un humo áspero y aromático.
Una mañana, por primera vez desde su llegada, Víctor subió al desván. Era aquello un intrincando conjunto de pequeños pasillos, escaleritas, piezas de gruesas vigas bajas, inclinadas según la pendiente del tejado. Se asomó a uno de los cuartos. Las paredes eran de color añil y las puertas de marrón rojizo, algo así como una espesa mezcla de sangre y barro. Las pequeñas ventanas ojivales estaban abiertas y por ellas entraba el aire opaco y gris, oliendo a niebla. Entre las vigas carcomidas había nidos de pájaros ahora vacíos y, sobre los ladrillos, pequeños excrementos blanquecinos y el cadáver de una salamanquesa.
Se llegó hasta la torre, una vasta habitación cuadrangular, con vidrieras de colores en los cuatro lados. Aquel lugar fue gabinete privado de su padre hasta que el propio don Augusto resolvió cedérselo cuando Víctor comenzó sus estudios. La mesa de trabajo estaba llena de libros y papeles y sobre los demás muebles y en el suelo se amontonaban desordenadamente toda clase de objetos raros, pájaros disecados, marcos vacíos, botellas, una pizarrita, una vieja carabina, el trípode de un telescopio, aviones hechos de astillas y papel, tijeras, una gran pluma de ave, todo cubierto de polvo. Se acercó a la vidriera, pegó la cara a los pequeños cristales emplomados. Fuera, la lluvia había cesado por el momento. Miró el cielo sucio, los árboles brillantes y agobiados, la tierra cenagosa, todo de color azul tras los vidrios que su aliento iba empañando, de color violeta y rojo, de color amarillo. Antes de volver a la cocina, escogió distraídamente dos pesados librotes, casi al azar.
De nuevo sentado frente al fuego, abrió uno de aquellos libros. Dispuestas entre las páginas había flores secas, hojas fibrosas, descoloridos tallos de hierba. Los tomó con cuidado, los examinó a la luz del fuego, endebles y rígidos. Llevaban, así dispuestos, quizá treinta, quizá cuarenta años. Todos ellos fueron recogidos personalmente por su padre. Don Augusto era muy aficionado a la botánica; aseguraba haber llegado a clasificar todas las hierbas y plantas de la comarca.
Víctor era sólo un niño cuando su padre ya se calaba los anteojos para estudiar un rato cada noche aquellas mismas hierbas, para consultar aquellos mismos libros mellados por el uso. Por lo demás, este hombre de aspecto distraído que siempre olía a tabaco, fue la única persona de la familia que Víctor llegó a conocer. Su madre, doña Magdalena, había muerto cuando él nació y don Augusto nunca la mencionaba. Don Augusto tampoco era demasiado locuaz en lo que se refería al abuelo. De este se sabía poca cosa; que se fue a Cuba apenas con el dinero necesario para el pasaje y que volvió rico. Entonces fue —según la versión que don Augusto mantuvo como cierta durante mucho tiempo— cuando compró la vieja casa de sus antepasados, perdida en los azares de las guerras carlistas, y sobre ella levantó el actual edificio. Sólo el día en que Víctor alcanzó la mayoría de edad, don Augusto se avino a confesarle que el abuelo fue en sus orígenes un simple campesino de ascendencia imprecisa.
Don Augusto había nacido en Cuba pero, según deseos del abuelo, estudió leyes en Barcelona y allí se casó con doña Magdalena. Nunca llegó a ejercer la carrera y a partir de la muerte del abuelo, liquidó los negocios de Cuba, invirtiéndolo todo en valores. Luego murió también doña Magdalena y don Augusto se fue a La Mata, lugar del que ya únicamente salió en muy contadas ocasiones. Se pasaba el día tumbado en su chaise-longue, tomando ron y café, fumando puros, aromáticos cigarros habanos. Se interesaba por la botánica y la astronomía y, durante los paseos que daba a media tarde, recogía las hierbas que después clasificaba calándose los anteojos. Víctor le acompañaba y él le hablaba de las plantas y las estrellas, de lo bien que se vivía en la isla de Cuba. Por lo demás le dejaba campar a sus anchas, jugar con los niños de los jornaleros. Tenía un pequeño telescopio y de noche miraba las estrellas y de día el sol, con un trozo de vidrio ahumado. Luego volvía a su chaise-longue y tomaba ron y café, y seguía fumando.
Nunca trabajó. Todo lo más se había dedicado a la especulación, siempre con mala suerte, y en la última época de su vida, a montar negocios raros sin el menor resultado: importación de plumas de avestruz, cría de galgos y faisanes, cultivo de orquídeas, flores raras y exóticas. Entonces era ya un hombre de cierta edad, con la barbita y los bigotes muy amarillentos de nicotina; llevaba siempre canotier, levita y cuello duro. Al final ya no pudo seguir especulando por falta de medios. Y un día habló a Víctor. Le había llamado a la torre y, sentado en su butaca, lo miró con ojos tristes, doloridos, como pidiéndole excusas. «El próximo otoño estudiarás en Barcelona —le dijo—; tienes que prepararte para luchar en la vida.» Y en octubre, cuando Víctor marchó hacia el internado, todos sus amigos acudieron a despedirle. El día estaba nublado y de los lagares llegaba un mareante olor de orujo. Víctor subió a la tartanita que debía llevarle a la estación y, sentado en la parte posterior, miró hacia atrás hasta que la torre, envuelta en roja viña virgen, se perdió entre las vueltas del camino. Al despedirse de su padre, este aún le había dicho: «Quise asegurarte el bienestar y he fracasado. Estudia, pues, hijo mío, que tu carrera es el único capital que nunca podrás perder.» Y Víctor estudió, año tras año, en el internado de Barcelona. Cuando tenía vacaciones, regresaba a La Mata. Allí encontraba a don Augusto, en su chaise-longue, envuelto en humo aromático, inspeccionando las hierbas puestas a secar entre las hojas de los libros, quizá las mismas que ahora Víctor examinaba al resplandor del fuego, quietas en su mano, desteñidas, quebradizas.
Luego de mirarlas, leyó algunos párrafos del libro. «Ocurre en unos casos que los carpelos así separados se abren por su parte interna y sueltan la semilla única que poseen; tal, por ejemplo, en los geranios propiamente dichos»…, leyó una y otra vez, repetidamente, como si no pudiera concentrarse. Cerró los libros.
La lluvia continuaba y, a mediodía, la luz no era más intensa que al anochecer. Los perros dormitaban junto al fuego pero a ratos parecían despertar y entonces se incorporaban gimiendo y miraban tristemente en derredor, las orejas gachas, el rabo entre piernas. El viento, cargado de lluvia, hacía vibrar los cristales y constantemente sonaban los golpes de alguna ventana abierta en el piso alto.
Ahora Víctor pasaba horas enteras en la torre, hojeando sus viejos libros, mirando por la vidriera de colores. A veces, de una carrera, se llegaba también hasta el cobertizo y allí, tendido boca arriba sobre la paja, permanecía un buen rato escuchando el gotear de las tejas. El aire agitaba los colgajos de telarañas y de cuando en cuando, por los resquicios del altillo, se desprendían breves cascaditas de paja triturada.
Fumaba mucho, un cigarrillo tras otro, hasta concluir con mal sabor de boca. Entonces se iba a la despensa y mascaba algunos granos de los racimos colgados de las vigas. Las uvas ya estaban algo rugosas y rezumaban un líquido pringoso y azucarado que, tras acumularse en los granos más bajos, goteaba lentamente sobre los ladrillos. Este proceso atraía una infinidad de pequeñas moscas incoloras que, como atontadas, zumbaban medio disueltas en la luz mortecina.
Las higueras acabaron por quedar desnudas después de tanto viento, de tanta lluvia. Bajo sus ramas, ahora limpias y escurridizas, se esparcían los últimos higos, las hojas embarradas. Fue justamente así, mirando las higueras, cuando una tarde vio a la oropéndola parada en una rama, trémula y encogida bajo la llovizna. El disparo ni pareció sonar, como apagado por el aire lluvioso y oscuro del atardecer.
Salió a la era, contempló al pájaro todavía tibio, revuelto y mojado en su mano abierta. Después lo apartó de sí, arrojó aquel cuerpo lo más lejos que pudo y la oropéndola cayó junto al establo, sobre una negra pila de estiércol.
Volvió a la casa. Entró en su cuarto y se tendió en la cama, hundiendo la cara entre los pliegues de la almohada. Los muelles metálicos sonaron chillonamente.
Al otro día, la mañana despuntó clara y despejada, sin más nubes que algún cirro blanco formando un inmenso esqueleto allá en lo alto. El sol era tibio y dorado y las urracas cantaban perezosamente en las encinas. Los árboles, las colinas, los lejanos montes azules, se dibujaban limpiamente avivados por la lluvia caída.
Víctor tomó la escopeta y salió al rastrojo. La tierra aún estaba completamente empapada y, en ella, sus pisadas quedaron impresas lo mismo que en una playa. Al amparo de un margen, disparó contra una perdiz que, cegada por el sol, se le venía encima como una pedrada. Bajó al torrente de álamos, caminó hundiendo los pies hasta los tobillos en las charcas ocultas por los helechos dorados y secos, por la blanda hojarasca. Ahora los álamos estaban casi desnudos y el torrente parecía más ancho y luminoso. Las hojas «que aún quedaban», se desprendían continuamente de las ramas grises para volar en pálido descenso por entre los árboles, igual que una vasta nube de mariposas.
A media mañana, Víctor emprendió el regreso, atravesando las viñas de sarmientos lacerados y amarillos. La perdiz le colgaba del cinturón, balanceándose a cada paso, las patas lacias, el pico sanguinolento. Alcanzó el rastrojo y nuevamente la casa apareció a lo lejos, asomando sobre los árboles; de la chimenea escapaba mansamente un blanco hilacho de humo. Víctor apretó el paso. Las colinas, los campos frescos y limpios resplandecían al sol y un soplo de aire recorría el rastrojo secando la tierra caldeada, la tierra inflada y olorosa.
Cuando asomó por el camino, los perros salieron a su encuentro, saltando, meneando el rabo. La niña le aguardaba en la era lo mismo que días atrás, tomando el sol, adormecida. Al verle, entornó los párpados mientras, como poseída por una incontenible satisfacción interior, en la cara se le dilataba una vasta sonrisa.
—Lo sabía —dijo Víctor—. Sabía que hoy ibas a volver.
La niña torció el cuello. Le miraba por una estrecha rendija apenas abierta entre sus párpados caídos. Víctor carraspeó.
—¿Por qué? —dijo—. ¿Por qué, Dina?…
Movió los labios como si fuera a decir algo más, pero no lo hizo. Ella reía sin ruido. Callaba.
Pasaron a la cocina. Sobre la mesa, tenía dispuesto el desayuno: una tortilla, pan con tomate, vino. El sol daba en los cristales que ahora se veían muy sucios, salpicados por las grises huellas de la lluvia. Víctor se sirvió un vaso de vino. Se volvió a la niña como aparentando severidad, la señaló con el índice.
—Pues tienes que decírmelo. Tú te crees que con sonreír se arregla todo y no, que no se arregla. ¿Por qué no venías, eh?
Al otro extremo de la mesa, la niña se fue escurriendo del asiento hasta que escasamente quedaron los ojos asomando sobre el borde del tablero. Eran pequeños y muy negros, como los de un perro, así reluciendo entre el espeso flequillo y el canto de la mesa.
—Tenía miedo —dijo.
—¿Miedo? —dijo Víctor—. ¿Miedo?
Salieron al prado de atrás, luminoso como en primavera. Entre los bosques humeaban los hornos de los carboneros y las urracas cantaban desde las encinas. De vez en cuando alguna urraca volaba despacio sobre el prado, cayendo y remontándose, cayendo y remontándose como a la deriva, minuciosamente destacada contra el cielo claro. Víctor fumó en silencio mirando a la niña que se distraía haciendo nudos con los tallos de las hierbas. El aire agitaba sus cabellos suaves y radiantes, así embebidos de sol. Por todas partes volvía a escucharse el ruido de las cigarras, tranquilo, adormecedor.
Más tarde, al sonar la voz de la niña, Víctor abrió los ojos con sobresalto, parpadeando. Se volvió sobre un costado, la miró haciéndose pantalla con la mano.
—¿Qué dices?
—Que me voy a bañar.
Hablaba parada a pocos pasos, perfilándose contra el sol.
—¿A bañarte?
—Sí, en una cuba de agua caliente. Cuando hace buen día, mi madre me desnuda y me baña. Delante de casa.
Sentado en la hierba, Víctor la vio alejarse con su andar breve y rápido. Se frotó los ojos, encendió un cigarrillo y, durante un rato, se entretuvo deshaciendo los nudos que la niña había hecho con las hierbas.
En la cocina, el hogar estaba casi apagado. Tomó una brasa con las tenazas y encendió otro cigarrillo que en seguida dejó de fumar. Pasó la baqueta por los cañones del arma hasta comprobar que los dejaba rigurosamente limpios. Subió a la torre, pegó la cara a la vidriera abierta sobre el jardín. El cristal era verde y los árboles y las plantas se veían de color negro. Miró las acacias desnudas, los pinos, las grandes macetas casi ocultas entre hierbas y hojarasca. Al fondo quedaba la pérgola ahora medio derruida, un esqueleto de hierros viejos y retorcidos por los que trepaban los rosales.
Se apartó de la vidriera. Sin mover la cabeza, haciendo girar los ojos en las órbitas, paseó la vista sobre los trastos desordenados. Un moscardón panzudo, con reflejos tornasolados, volaba en derredor lanzándose como enloquecido contra la vidriera, golpeando violentamente los cristales.
A la hora del almuerzo, se fue a la casa de los aparceros. El portal estaba desierto; la silla que habitualmente ocupaba el viejo, vacía. Justo delante del umbral se extendía una gran mancha jabonosa con ribetes de espuma no absorbidos por la tierra mojada. Víctor se detuvo en el borde, sin pisarla. Luego siguió adelante, bordeándola y, al levantar los ojos, alcanzó a ver cómo Claudina se retiraba de una ventana del piso alto, por entre las hojas que se cerraban. En la cocina estaban la niña y el viejo, que ya se había sentado a la mesa. Ahora la niña llevaba un traje limpio y tenía el pelo mojado, oscurecido, muy pegado a la cabeza; sonreía difusamente. Claudina entró sin mirar a nadie, con un cubo vacío. «Me parece que he llegado un poco pronto», dijo Víctor sonriendo. La otra abrió el grifo, se inclinó sobre la pila.
—Siempre es pronto para una cosa y tarde para otra —dijo sin volverse.
Después de la siesta, Víctor y la niña se fueron al pinar, en busca de robellones. Los pinos eran de tronco largo y delgado y crecían muy juntos, limpiamente repetidos sobre la pinocha tersa y oscura. El sol caía de través barriendo el bosque con sus ráfagas doradas y entre las ramas se oía jugar a las ardillas, soltar chillidos penetrantes desde las altas copas. La niña corría excitadamente de un tronco a otro, adelantando a Víctor lo mismo que un perrito. «¡Oh, aquí, aquí!», gritaba cuando hacía algún descubrimiento apreciable. Víctor acudía con el cesto y luego continuaban, otra vez separados, escrutando los suaves desgarrones de la pinocha seca. Consiguieron llenar el cesto y aquella noche comieron los hongos asados con perejil, aceite y ajo, y bebieron vino tinto.
En los días siguientes, el tiempo se mantuvo bueno. El sol, eso sí, se ocultaba cada jornada unos minutos antes y al amanecer, aparecía cada vez unos minutos más tarde y más enturbiado por la niebla. Las higueras y los almendros y la viña virgen que trepaba por la parte trasera del edificio, ya habían perdido sus hojas y los plátanos y castaños de follaje dorado se destacaban bellamente en el verde oscuro de las colinas. Las ardillas cambiaban de pelo y todos los días, camino del sur, pasaban grandes bandos de palomas.
Ahora Víctor dormía mucho y de un tirón y se levantaba algo más tarde. Salía de caza, pero sus paseos eran cada vez más breves. A estas horas las hierbas aún estaban mojadas y Víctor volvía siempre con los pantalones empapados hasta las rodillas. El sol era débil y se esparcía pálidamente sobre las colinas, en algunas ocasiones, sin conseguir siquiera disipar la niebla… Y la niebla quedaba allí aislando el altiplano, flotando todo el día sobre los valles, apagada y turbia. En los bosques se escuchaban secos hachazos, canciones, el hablar de los leñadores, de la gente que salía en busca de setas… Pero Víctor, no bien les avistaba, emprendía en seguida la dirección opuesta. Una mañana, oculto tras unas zarzas, se dedicó a espiar un campamento de carboneros. Vio a los hombres agrupados en torno a la humeante boca del horno; los niños corrían y las mujeres cocinaban a la puerta de sus cabañas hechas de ramaje y tierra. Luego un perro comenzó a ladrar y Víctor tuvo que marcharse.
Estas excursiones más tenían ahora de simple paseo que de cacería. Muy frecuentemente regresaba a La Mata sin haber hecho un solo disparo.
Ya de vuelta, charlaba con la niña mientras desayunaba y no bien el sol adquiría cierta fuerza se iban al prado de atrás, a tenderse en la hierba, y Víctor fumaba mirando los grandes cúmulos de aspecto cambiante. Al tumbarse boca abajo, los lejanos montes azules asomaban al filo de la loma, muy próximos, casi a mano, como alguna piedra más de las que sobresalían entre las hierbas. Y así, mirando aquellos montes, aquellas nubes, pasaba la mañana y a veces concluían por quedarse dormidos.
Durante las comidas, Claudina no paraba de quejarse, más sombría que nunca. Se movía de un lado para otro peinándose los cabellos, dando patadas a los perros, todo de forma violenta y brusca. «Ay, Señor —decía—. Estos nervios.» Hablaba del trabajo. «Cuando le suelten ya habrá pasado la época de la siembra. Y el año que viene no habrá cosecha y nos quedaremos sin comer.»
Víctor aguardaba a que salieran el viejo y la niña y entonces entregaba a Claudina unos cuantos billetes grandes. «No se preocupe», le decía. Y por algunos días la mujer dejaba de quejarse, de dar cachetes a la niña. Y cuando su cara volvía a ensombrecerse, Víctor le daba más dinero. Poco a poco, el intervalo entre una y otra vez se fue haciendo más breve.
Al viejo, estas cuestiones no parecían afectarle. Escuchaba a Claudina como quien oye llover, sin ocuparse más que de su plato. «Vamos, nena», decía golpeando la mesa con impaciencia. Tomaba el sol en el portal hasta que por algún indicio —quizá los movimientos de la mujer, quizá los olores que salían de la cocina— calculaba que había llegado la hora de comer. Entonces se sentaba a la mesa y aguardaba blandiendo el tenedor. Como Víctor ya sólo cazaba alguna pieza de cuando en cuando, el viejo parecía haber olvidado su existencia. A veces soltaba el tenedor a media comida y enarcando las blancas cejas, miraba a Víctor con sus ojos de ciego, claros y velados.
—¿Quién es este? —decía.
Acabado el almuerzo, Víctor echaba una siesta y después, en vez de bajar al pueblo, paseaba con la niña, salían en busca de setas, de castañas. Había encargado a Claudina que, cuando fuese a la compra, preguntara en Correos si tenían alguna carta a su nombre.
Sin embargo, todavía bajó al pueblo una vez más. Fue para echar una larga carta que escribió por la mañana, encerrado en la torre. Llegó cuando ya anochecía y se encontró con que todas las tiendas estaban cerradas, pues era domingo. Dejó la carta en el buzón de Correos. Cuando ya se marchaba volvió la cabeza y le pareció ver la cara de aquella chica blanca y gorda, aplastada contra los oscuros cristales de una ventana.
Hacía fresco y las pocas personas que se movían por las callejas mal iluminadas, caminaban de prisa con las manos en los bolsillos, cambiando un breve saludo al cruzarse, una simple palabra sobre la marcha. El cielo estaba limpio como un vidrio, fríamente estrellado, y el aire quieto traía aromas de invierno, de humo.
Cuando Víctor llegó a la plaza, la encontró desierta. Las hojas de los plátanos crujían secamente en las ramas al chocar entre sí, como crepitando, y del Café Moderno salían luces y música, rectángulos amarillos que se alargaban sobre el pavimento veteados de sombras movedizas. Rodeó el edificio, metiéndose por una calleja lateral. A través de los cristales algo empañados vio el salón de baile, las sillas alineadas dispuestas alrededor de la pista, las parejas bailando alborotadamente… La ventana inmediata ya daba al Café propiamente dicho. Estaba casi lleno y la atmósfera parecía muy cargada. Vio a Roig, con su mandil y su camisa blanca de manga corta, los brazos abiertos sobre el mostrador, la barbilla levantada, la cara inescrutable; a Fredo y a Tonio, a los viejos agrupados en el rincón de la pizarra. Los veladores se juntaban en grandes grupos y la gente reía y charlaba, jugando al parchís y al dominó, al subastado.
Se apartó de la ventana, cruzó de nuevo la plaza pisando las hojas caídas que, arrastradas por el aire, se desplegaban como un oscuro ejército de ratas sobre el pavimento. A su espalda oyó abrirse la puerta del Café, crecer de golpe el volumen de aquella música mezclada con las voces y las risas. Apretó el paso.
—Hoy es domingo —dijo luego, durante la cena.
Y Claudina se encogió de hombros.
—Para mí todos los días son iguales —dijo.
Víctor ya no salía de caza. Un día, en los cajones del escritorio, había encontrado sus viejos textos de ingeniería, de aeronáutica y ahora se pasaba las mañanas releyéndolos, encerrado en la torre. Eran libros ajados, sin cubiertas, llenos de subrayados, anotaciones confusas y manchas de tinta. De vez en cuando se levantaba y estiraba las piernas paseando por el cuarto o se iba a la vidriera y aplastaba la cara contra los cristales emplomados. Volvía a sentarse y leía unas cuantas páginas más. Y al fin cerraba el libro y seguía sentado allí, entre los trastos polvorientos, mirando cómo el cigarrillo se consumía entre sus dedos. Cuando joven había empezado los estudios con la idea de ser ingeniero aeronáutico; le gustaban los aviones, construir prototipos a base de papel y astillas. Pero la guerra interrumpió sus estudios y, al acabar, ya no volvió a reanudarlos, tenía que casarse. Llevaba aprobados tres cursos cuando dejó la carrera para pasar a Francia. Luego, la escuela de adiestramiento, el tedio de un frente estabilizado en la otra parte del Ebro, las intermitentes detonaciones entre los algarrobos, las humaredas, el zumbar de los aviones en el cielo despejado, un joven oficial mirando al cielo despejado entre los algarrobos, mirando con ojos hinchados de cansancio el resplandeciente regreso de los bombarderos. El humo se esparcía por el cuarto adquiriendo extrañas tonalidades a la luz multicolor de las vidrieras. Bajo la mesa, el suelo estaba cubierto de colillas aplastadas, desperdigadas como cápsulas vacías en torno a un fusil ametrallador.
Algunas mañanas Víctor se entretenía en la torre más tiempo que el de costumbre, pero ni aun entonces la niña subía a interrumpirle. Aguardaba siempre en la era, tomando el sol, y Víctor la recogía y juntos se iban al prado de atrás. Allí miraban las nubes, las colinas, o, tendidos boca abajo, los lejanos montes azules asomando por entre las hierbas. A veces, Víctor hacía regalos a la niña, objetos raros que encontraba en el piso alto, cintas de colores, un pájaro disecado, un viejo bombín, una sombrilla de tela quemada por el uso, amarillenta. La niña lo aceptaba todo con su sonrisa vasta y ambigua, como de ciega o de idiota, o de muda; llevaba a su casa aquellos objetos y Víctor ya no volvía a verlos.
Por las tardes paseaban, no como antes, sin rumbo fijo, ni en busca de setas o castañas; ahora Víctor parecía complacerse en volver a los escenarios de su juventud, buscaba los lugares que más frecuentó cuando era niño. Fue como si la casa, el campo, las colinas, empezasen de pronto a ofrecerle perspectivas que hasta entonces no había descubierto. Partiendo de la balsa que espejeaba junto al establo, seguían la canal del agua hasta su mismo nacimiento, en la mina. Las ortigas se doblaban sobre el cauce y el agua corría sin ruido, agitando suavemente las rizosas mechas de musgo oscuro.
—Aquí pescaba renacuajos —decía Víctor.
De tanto en tanto, la canal perdía por algún escape y en la tierra encharcada, las hierbas crecían frescas y espesas.
—También cazábamos escorpiones en el yermo y los hacíamos pelear. Los escorpiones anidan bajo las piedras.
Paseaban por las colinas recorriendo los senderos que no conducen a ninguna parte, perdidos entre las zarzas, transformados por la erosión a lo largo de los años. Sentados en una roca, aspiraban los olores de la hierba seca, de la tierra caliente, olores ásperos y fugaces, turbadores. Se llegaban luego a una ladera despejada, a un claro del bosque, a una viña sepultada en la maleza, cuatro cepas negras y retorcidas, ocultas, diseminadas entre la hierba.
—Aquí jugábamos a guerras, aquí sembrábamos maíz —decía Víctor—. Esta era la viña que más producía en tiempo de mi padre. Daba tantas y tantas cargas.
Y sus rincones particulares, aquellos que ni los mejores amigos conocían; el fondo de un torrente, lugar sagrado, escondido, aquel lecho de arena blanca y suave como una sábana extendida. Luego decía: «Nunca más, nunca más», golpeando la arena con sus pequeños puños. Allí fumó sus primeros cigarrillos y un día se emborrachó con ron. Y más tarde, los sueños: soñar mirando el chisporroteo del sol entre las altas y oscuras ramas. «Iré a Cuba como el abuelo y ganaré mucho dinero —decía en alta voz—. Y me compraré un yate para ir de un lado a otro.» Entonces le gustaba pasear por aquellos torrentes frescos y sombríos que olían a mantillo. Sólo ahora, cuando en las sienes tenía ya bastantes cabellos grises, empezaban a gustarle las colinas, el viento y el sol, el cielo despejado.
Al anochecer, la niña se iba con su madre y Víctor salía a la era, se sentaba en los peldaños del portal como cuando de niño aguardaba el regreso de los jornaleros. Allí, junto con él, se habían sentado Julio y Adrián, el Becada, Fredo, Patalino, sus amigos. Escuchaban en silencio el hablar de los jornaleros, sabias conversaciones que fluían apacibles como el humo de los cigarrillos, mientras las estrellas cristalizaban en el cielo cada vez más oscuro. Cuando ya era completamente de noche encendían la luz del portal y entonces acudían mariposas y, deslizándose por la pared, salamanquesas gordas y rugosas, de mirar impasible. Y ahora, desde aquellos mismos peldaños, contemplaba los postes de los almiares con un mechón de paja a media altura, el establo, las higueras desnudas, el lejano perfil de las colinas destacándose en negro contra el cielo verdoso, como de ácida limonada. El aire se aquietaba y aparecían los murciélagos y cantaban las ranas y los sapos y las aves nocturnas y, poco a poco, todo se uniformaba, emborronado por la oscuridad.
Una noche, Claudina volvió del pueblo con noticias.
—¿Ya sabe lo del Patalino? —dijo.
—No. ¿Qué ha pasado?
—Que se colgó. Que se colgó de un algarrobo.
—¿Se colgó?
—Sí, se colgó; ayer lo encontraron. El otro día, cuando le fueron a comprar números para la rifa de pollos, dijo que no, que no vendía, que ya no habría más rifas porque pensaba colgarse. No le hicieron caso. Era de mal carácter y a veces tenía salidas como esta, así es que todos pensaron que lo decía porque sí, por rabia. Y ayer lo encontraron colgado de un algarrobo, junto a la carretera. A las afueras del pueblo.
—Pero estaba mutilado. ¿Cómo pudo hacerlo?
—Oh, muy fácil. No tenía más que ponerse el lazo y soltar las muletas.
Luego volvió el mal tiempo. Una mañana, como por sorpresa, el cielo amaneció gris y nublado. Víctor despertó bastante tarde y con sensación de frío. Se vistió y pasó a la cocina en donde, sobre la mesa, tenía dispuesto el desayuno. Al principio únicamente pareció reparar en esto, en el desayuno. Fue después al sentarse, cuando su mirada dio con la carta dispuesta de canto, contra el vaso. Rasgó el sobre, un sobre alargado de color azul humo. Dentro, una hoja del mismo tono que sólo contenía una palabra: «No.»
Se sentó a la mesa. Bebió un poco de vino y probó la tortilla; estaba fría, correosa. Apartó el plato y fue a por su escopeta. Salió al rastrojo. El paisaje áspero, de color pardo, se difuminaba en la neblina como oxidado por la humedad. Los viñedos se extendían amarillos y ralos, igual que devastados, y los robles, castaños y los plátanos se destacaban en las laderas como gallinas de plumaje revuelto. Se internó en un bosque de castaños, ruinoso y decrépito. Las castañas se desprendían de su envoltura espinosa y sonaban por todas partes al caer atravesando el seco follaje de los árboles. Volvió a La Mata sin haber disparado un solo tiro.
No encontró a la niña ni en la era ni en la cocina. El fuego estaba casi apagado y el desayuno seguía sobre la mesa, tal como lo dejó. Cuando ya faltaba poco para el almuerzo, se fue a la otra casa. El viejo se inclinaba sobre el fogón, calentando algo. Víctor avanzó al tiempo que el viejo se volvía con sobresalto.
—¿Dónde está Claudina? —le preguntó Víctor.
—Recoge maíz en el Molino —murmuró roncamente el viejo.
—¿Y la niña?
—Con ella. Ha querido acompañarla.
—Vaya —dijo Víctor—. De manera que nos han dejado solos, ¿eh, Domingo? ¿Quiere que le ayude?
El viejo se volvió al fogón soltando un gruñido. Víctor cortó pan mientras el otro sacaba el guiso del fuego y lo vertía en una fuente. Luego se sentó a la mesa, dispuesta ya como todos los días aunque sólo con dos platos. Del guiso, que debió serlo de bacalao con tomate, nada más quedaba el tomate. El viejo tenía la boca sucia de salsa y le miraba astutamente.
Víctor sólo comió lechuga y nadie habló en todo el almuerzo; hasta los perros habían desaparecido. La luz era mortecina y las moscas zumbaban atontadas pringándose unas sobre otras en la tira de papel engomado. La tira estaba ya demasiado llena y, a veces a fuerza de patalear, algunas moscas lograban desprenderse y caían arracimadas en medio de la mesa.
Por la tarde, tomó el camino del pueblo y, según andaba, carretera abajo, la niebla se espesaba más y más. Al llegar a los maizales se ocultó tras una mata, en la linde del bosque. Allí escondido, contempló a unos cuantos hombres y mujeres moviéndose entre las ringleras de maíz. Iban arropados como en invierno y apilaban mazorcas, arrancándolas antes su envoltura seca de hojas pálidas y largas. Las voces y las risas sonaban apagadamente, como lejanas, en el aire húmedo y gris, enturbiado por la niebla. Al otro extremo del sembrado jugaban un grupo de niños. Víctor distinguió a Dina corriendo y saltando entre los demás.
Se encerró en la torre; las cuatro vidrieras de cristales emplomados, el escritorio, las colillas, los trastos cubiertos de polvo, una chaise-longue mal plegada, aviones hechos de papel y astillas, viejos marcos dorados, botellas de ron vacías, una pequeña pizarra… El tablero de la mesa estaba gastado, oscurecido por el uso; lleno de pequeñas manchas, círculos pálidos, huellas de vasos y tazas, negras quemaduras de cigarro. Encima se apilaban libros, papeles, una carpeta de cuero lacerado con su gran secante dentro, sucio de cifras invertidas, garabatos escritos al azar, salpicaduras de tinta sobre el rosa desvaído. El humo del cigarrillo se alzaba en mansas formas retorcidas que luego se desvanecían enturbiando la atmósfera quieta, la luz triste y menguante. A ratos, llegaba del desván el intermitente golpear de alguna ventana mal cerrada.
Se hizo de noche. En la cocina, durante su ausencia, alguien había retirado los platos de la mesa y prendido el fuego. Se sirvió un vaso de vino. No encendió la luz, había suficiente con la que daba el hogar. Los leños eran de corteza gris y compacta, como de piedra y, aunque algo verdes, ardían bien, rezumando savia burbujeante. Sentado frente al fuego, se entretuvo juntando con el badil las brasas disgregadas. En las paredes enrojecidas, las sombras se agitaban como estremecidas por el aire y, bajo la mesa, los ojos de los perros parecían de ámbar. Le miraban inquietos, gemían, se rascaban la panza con los dientes, frenéticamente, aplastando el hocico.
Bebió más vino; bebía vino y juntaba las brasas según los leños hechos ascuas se iban desmoronando. Llevaba ya cuatro vasos cuando los perros empezaron a gruñir alzando las orejas. Después, los gruñidos cesaron. Y Víctor dejando en la mesa el vaso vacío se volvió despacio; miró a la niña con ojos acuosos y enrojecidos.
—Vaya —dijo—. Ahí la tenemos. Ha pasado muy bien el día y ahora volvemos a tenerla ahí. Sí señor, lo ha pasado bien, pero que muy bien… Como yo.
Rió brevemente y señaló la botella con un gesto de cabeza. La niña aguardaba moviendo los pies, la cabeza torcida y las manos juntas, escondidas tras el cuerpo.
—Mi madre dice que la cena está lista desde hace rato —dijo.
—Qué amable, caramba. Pues mira, la cosa tiene cierto mérito viniendo de ella, porque han pasado bastantes días desde la última vez que le entregué dinero… Y te ha encargado que me avises, ¿eh? Sois todos muy amables… Oye, ¿por qué no sonríes?
La niña sonrió bajando los párpados.
—Eso es, así me gustas, sonriente…
Se le quebró la voz. Movía la boca igual que si continuara hablando pero nada se le oyó decir. Tenía la cara congestionada. Al fin, como venciendo toda resistencia, las palabras fluyeron atropelladamente.
—¿Qué piensas conseguir con este tira y afloja? ¿Qué te imaginas? ¿Eh, qué te imaginas? Si podría ser tu padre, casi tu abuelo, pequeño bicho mal criado…
Hablaba inclinado sobre la niña, agarrándola por los hombros. La niña forcejeaba intentando librarse, los ojos espantados bajo el flequillo. Víctor la sacudió violentamente. «¡Ah, no, putilla!, ahora no te escapas. Ahora me vas a escuchar, orgullosa, orgullosa…» Le soltó varios reveses, la golpeó en la cara con la mano abierta; la niña se defendía pataleando, cubriéndose con los brazos. De pronto Víctor la dejó ir y, perdiendo el equilibrio, la niña cayó al suelo. Vuelto a la mesa, Víctor se sirvió más vino y lo apuró de un trago. Y así, con el vaso en la mano, se quedó parado frente al hogar, respirando entrecortadamente. Los perros gemían bajo la mesa y, en las paredes, las sombras se achicaban y esparcían como algas mecidas por el agua. Salió al zaguán.
—Dina —murmuró.
Aguardó unos momentos oscilando sobre sus pies, escrutando la oscuridad con ojos extraviados. Tomó del fuego un leño en llamas, caminó a su luz por la era, hasta el estanque. Se asomó al estanque; el sangriento reflejo de la antorcha se estremecía sobre las aguas negras. Buscó en torno al establo. El aire fue reduciendo las llamas que le alumbraban, convirtiendo por fin al leño en una simple brasa humeante. A su resplandor apagado exploró el suelo hasta dar con un revuelto amasijo de plumas amarillas. Las examinó acuclillado junto a la pila de estiércol, casi rozándolas con el leño ardiente.
Luego orinó en el lavabo del cuarto de baño. La luz le daba en la cara, deslumbrándole. Se miró en el espejo entrecerrando los párpados; la cara congestionada, la boca blanda y húmeda, los ojos turbios. También por el espejo vio una bata rosa de mujer colgada tras la puerta. La llevó consigo, arrastrándola escaleras abajo y, a su paso, todas las luces quedaron encendidas. Arrojó la bata sobre las sábanas y, sin desnudarse, apagó la luz y se tendió en la cama.
Despertó entumecido, con frío, hecho un ovillo entre las sábanas, las mantas revueltas, la bata rosa. Una rendija resplandeciente cortaba en dos la ventana y, partiendo de ella, por el techo se esparcía un triángulo de claridad difusa. Al moverse en la cama, los muelles sonaron con estridencia.
Abrió la ventana. Fuera, un sol flojo bañaba pálidamente las colinas. Mientras se calzaba descubrió en sus pantalones, a la altura de los ijares, una gran mancha acartonada, como de almidón. Se buscó otros pantalones.
En el cuarto de baño bebió un largo trago de agua y mantuvo su cabeza bajo el chorro durante casi un minuto. Apagó todas las luces encendidas. Cuando volvió a bajar se encontró con la habitación ya hecha y los pantalones sucios cuidadosamente plegados sobre el respaldo de una silla. Claudina prendía fuego en la chimenea.
—Ha hecho muy bien dando un escarmiento a la niña —le dijo—. Así aprenderá a no hacerse la remolona. Yo no puedo con ella.
Víctor no respondió. Sobre la mesa, junto al desayuno, aún seguía la carta de color azul humo. Claudina dispuso convenientemente los nuevos leños que había traído. Luego miró en derredor, como por si faltase algo.
—¿Qué prefiere comer hoy? —dijo.
—Lo que le venga mejor.
—No, no, ha de ser usted quien decida.
—Me da lo mismo.
—Bueno, pues ya pensaré algo…
Tomó el cántaro y dentro, al agitarlo, sonó el agua.
—Apenas queda —dijo marchándose—. Me lo llevo.
Víctor comió un poco de pan con tomate y bebió agua del grifo. Luego fue a por su escopeta y los utensilios de limpieza y salió a sentarse en los peldaños del portal.
La mañana hubiese sido fría, casi de invierno, de no ser por aquel sol que se esparcía como una aureola por el cielo empañado y blanquecino. El ramaje ruinoso de los árboles, el verde oscuro de las encinas, de los pinos, los diversos colores de la tierra, parecían acentuados por el crudo sol, a cuyo resplandor volaban hacia el sur distantes bandadas de palomas. Sobre las colinas se alzaban perezosamente las humaredas de los carboneros. En las encinas de atrás cantaban las urracas y desde los bosques llegaban claramente voces, canciones, el cortante caer de las hachas. A veces, incluso se oía el paso de algún tren allá en la costa, lejana, apagado como un palpitar de las sienes.
Luego que hubo utilizado la baqueta, cogió un trapo y limpió exteriormente los cañones; estaba en esto cuando pareció sentir su presencia. Alzó los ojos. La vio avanzar despacio con un cántaro en la mano, escurrirse calladamente a lo largo del muro. Sus miradas se cruzaron y entonces la niña se detuvo.
No sonreía. Tenía la cara marcada con señales violáceas. Le miraba sin soltar el cántaro, arrimándose al muro como si quisiera refugiarse en él o derribarlo. Víctor cerró la mano en torno a la garganta de la escopeta que se plegaba sobre sus rodillas.
—Hola, hija…
La niña no contestó, seria su cara oscurecida. Víctor se levantó, con la escopeta doblada en la mano derecha y un trapo en la izquierda.
—Siento lo de ayer.
Avanzó unos pasos. La niña empezó a retroceder, pegada al muro, siempre con el cántaro.
—Yo sólo quiero ser tu amigo.
La niña siguió retrocediendo con los ojos muy abiertos y la boca torcida, como si fuese a gritar. Entonces Víctor arrojó violentamente la escopeta y el trapo contra el suelo y giró en redondo. Cruzó el portal a grandes zancadas, se metió en la cocina. Arrastró una silla hasta situarla frente a la chimenea y se sentó inclinado hacia adelante, mirando al fuego. Las manos le colgaban fláccidamente de las rodillas.
Al poco, la niña asomó la cabeza y durante algunos segundos miró calladamente su espalda encorvada sobre el hogar. Luego avanzó de puntillas hasta dejar el cántaro en el extremo de la mesa más cercano a la entrada. Pero Víctor no se volvió entonces ni cuando se alejaron aquellos pasitos breves y sigilosos. Miraba el fuego, los grandes leños que ardían y chisporroteaban rezumando savia burbujeante. Eran ramas de algarrobo.