—Así es que no sabes nada, ¿verdad?

Nap meneó la cabeza.

El viejo echó una pizca de polvos blancos en medio vasito de agua. Agitó la mezcla con una cuchara, mirando atentamente el contenido.

—Pues ya debiera estar aquí, ¿no te parece? ¿Por qué se retrasará? Tampoco lo sabes, claro… Veamos; en cualquier caso por algo importante, ¿no? Seguro que estará haciendo algo importante. Hasta se ha olvidado de prepararme la leche… Aunque eso no es raro, desde luego. A estas cosas ya me tiene acostumbrado.

Hablaba despacio, sin volverse, como absorto en la tarea de disolver los polvos blancos. Su figura flaca y desgarbada se destacaba en negro ante la chimenea, doblado por la mitad igual que si le doliera el estómago.

Nap mondaba patatas en un rincón, quieto y silencioso, los ojos redondos de susto al resplandor del fuego. Los leños eran de pino y ardían entre chispas y secos crujidos. No había más luz que aquella, por todo el cuarto las sombras se agrandaban y reducían con el danzar de las llamas. «¿Qué piensas hacer?», decía Nap. Mondaba patatas sin fijarse apenas en lo que hacía, con un cesto para las pieles en el regazo. La perra gemía atada a la mesa y bajo la pila acechaban los gatos de cabeza chupada y ojos luminosos.

Vació el vaso de un trago. No bien lo hubo hecho quedó tenso y quieto, sin respirar, la cabeza levantada, como olfateando y un hilillo de agua descolgándosele de la boca todavía entreabierta. La perra volvió a gemir.

—Mala puta.

Vuelto en redondo, la emprendió a patadas con la perra. «¡La vas a matar!», le gritaron desde el rincón. Sólo entonces pareció darse cuenta de que alguien acababa de entrar en el cuarto. Ahora la perra se retorcía gimiendo y aullando más que antes.

—¡Vaya! Aquí la tenemos.

Parada en medio del cuarto, Dineta le miraba con ojos espantados, las narices dilatadas y los pechos marcándosele agitadamente bajo el delantal, como tras una carrera. De su mano derecha colgaba un cubo vacío. Él también la miraba resoplando, los brazos lacios y la cara negra y torcida. Se le fue encima, la golpeó en la cara.

«¿Por qué no me lo dijiste?», comentaba. Un vaso se hizo añicos, estridente, enloquecedor. La golpeaba, aún más furioso. Ella sangraba. «¡La vas a matar!», gritaban desde el rincón. Un girar de luces, las paredes cuarteadas por planos de luz y sombra, ¡oh, cuánto ruido! Como fuera de sí, la emprendió a patadas, a rodillazos, tirándola contra la mesa. «¿Por qué no me lo dijiste?», repetía. Se le enredó un pie en la cuerda de la perra y la perra, medio ahogada por los tirones, los ojos abiertos de terror, le mordió el tobillo. Entonces él la golpeó con el badil, con la pesada paleta del hogar, la golpeó. «¡María Santísima, María Santísima!», decían en el rincón. Al primer golpe la partió el espinazo y la perra se crispó para luego doblarse, repentinamente floja, cuando el badil le dio en el cráneo. Sacudiéndose aquel pequeño cuerpo, miró en derredor, la cara descompuesta y el badil ensangrentado en alto; Nap se agazapaba en el rincón, veteado por el danzar de las sombras. Salió a la era, blanca bajo la luna llena. Dineta corría sendero abajo, apenas ya entrevista, apenas destacada entre los avellanos, bajo la enramada de avellanos que resplandecía como cubierta de escarcha.

«Y dijo: no vuelvas nunca más», comentaban al día siguiente. «Se pelearon y él la sacó y le dijo que no volviera. Por lo visto de poco la mata», decía uno. Y un oyente: «Ya ves…» O sencillamente, «¡Ah, caray!».

Todo el mundo lo comentaba. Las mujeres en la compra, para luego repetirlo durante el almuerzo, los hombres por los caminos, cuatro palabras de un carro a otro.

—¿Sabes que Mingo Cabot tuvo una agarrada con su hija? De poco la mata.

—¿Mingo Cabot?

—Sí, hombre, el de las colinas, aquel que no quiso saber nada del tractor.

Entonces era cuando se soltaba el «¡ah, caray!», cortés, indiferente, y ¡arre!, cada uno por su lado. Luego, un suspiro: padres, hijos, lo de siempre.

Sí, la noticia tenía poco interés. Pero era una noticia y por eso la comentaban. Una pelea familiar, poca cosa, ¡había tantas!… Un tema para tratar así, por decir algo, por no haber nada más interesante, por aburrimiento como quien dice. A los tres días todo el mundo sabía lo sucedido y entonces la cosa dejó de preocuparles. Ya no era noticia, simple asunto archivado y nada más, incluso para los vecinos de las masías aisladas, gente que nunca estaba al corriente en tales cuestiones. Fue como un soplo de aire que revuelve las hojas caídas y pasa, dejándolo todo otra vez en calma.

Además, si la noticia tenía en sí poco interés, referida a Mingo Cabot ni siquiera sorprendía. Bien que lo calaron al principio, en el Casino, cuando tuvo aquella agarrada con Tonio por lo del tractor. Ahora había tenido otra con su hija. ¿Quién podía extrañarse? No sería la primera vez aunque no supieran de otras. Bastaba verlo para darse cuenta, flaco y sombrío, la cara chupada bajo la gorra. Verle moverse, caminar siempre doblado por la cintura, casi cojeando. Sabían que tenía sesenta y dos años, que trabajaba en el campo desde niño, que ocupaba la masía de la viuda con Nap y Dineta, sus hijos.

Desde luego no era de la comarca. Llegó al pueblo alrededor de once meses atrás, un domingo por la mañana, con su gorra nueva, con sus pantalones de pana y el chaleco bien abotonado sobre una camisa a rayas que llevaba sin el cuello postizo, cerrada por un botón de cabeza dorada. Caminaba junto a un carro de vela, tirando del caballo por el ronzal. Atada a la parte posterior del carro iba una vaca y, correteando entre las ruedas, un perrillo cascarrabias con cabeza de murciélago. Bajo el toldo no tardó en concentrarse la figura de una joven y de algo así como un chico gordo, acomodados entre colchones, fardos y un buen número de gallinas con las patas ligadas.

Venían de la carretera, por el puente nuevo. El arroyo estaba casi seco, apenas un hilillo escurriéndose entre las piedras resbaladizas, atascado a veces en charcos de agua cálida y turbia. Hacía calor y, en la ribera, el follaje parecía descolgarse de las ramas, grandes hojas abatidas, como fundidas en una masa temblorosa y resplandeciente. Pasado el puente se amontonaban las primeras casas, fulgurando al sol, callejas ahora desiertas y sin más ruido que el palabreo lejano de alguna radio. El polvo seco amortiguaba sus pasos, el traqueteo del carro. Al llegar a la plaza, Mingo Cabot detuvo el caballo y, parado allá en medio, saludó con la mano a los viejos sentados bajo los plátanos. Parecía que le aguardaran, todos quietos a la sombra de los árboles, los jóvenes asomados a las ventanas abiertas del Casino y sólo el sonar de las campanas cada media hora y alguna palabra, alguna risa arrastrada por el viento de verano. Fue entonces cuando sin soltar el ronzal y la vara fina y breve que sujetaba con la mano derecha, había levantado la izquierda como en son de paz.

—Soy Mingo Cabot —dijo.

Iba a ocupar la masía de la Viuda, lejos, perdida en el monte. La casa quedaba a media ladera, mirando al norte. Era vieja y ruinosa y en los resquicios del muro y entre las tejas crecían hierbas, mechones de liquen amarillo. A partir de la era, pendiente abajo, se extendía un yermo pedregoso escalonado en amplios bancales, con avellanos raquíticos plantados a lo largo de los márgenes. Allí no había instalación eléctrica ni más agua que la de un pozo para el consumo de la casa y, para regar los huertos, la de una balsa quieta y oscura en medio de las hierbas. Mal asunto, muy mal asunto aquella ruina de casa, aquellos cuatro campos de rastrojo chupados por el bosque. Ni un murciano los hubiese querido… Y cuando Mingo Cabot siguió adelante dejando por todo rastro un cada vez más lejano traqueteo, los viejos juntaron las cabezas y un murmullo recorrió los bancos de la plaza. «Allí arriba hay tejones —dijeron—. Y en octubre, torcaces, y en febrero, becadas, aves de paso.»

Durante los días que siguieron, el carro de vela cruzó el pueblo a razón de dos veces por jornada y así, viaje a viaje, Mingo Cabot trasladó todos sus enseres. Luego se ocupó de los arreglos más precisos. También construyó un cercado para las gallinas con tela metálica y algunos troncos de acacia que se procuró en el torrente. Mientras hubiera luz, los martillazos podían oírse desde bastante lejos, entre los árboles.

Cuando le propusieron lo del tractor aún estaba ocupado en tales arreglos. Sus vecinos querían comprar un tractor para uso común y le invitaron a participar en el asunto. Pero Mingo Cabot se negó. Fue un viernes, a primera hora de la mañana, y estaba limpiando el tejado cuando oyó ladrar a la perra. Luego una voz.

Al pie de la casa, un hombre joven le sonreía sin prestar atención a la perra que todavía le rondaba con su ladrar quejumbroso y largo. Era rubio y vestía de azul desteñido, la camisa arremangada a medio antebrazo. Explicó que se llamaba Tonio, que vivía allá abajo, y con el mentón apuntó a la colina de enfrente. Hablaba sin sacarse las manos de los bolsillos ni el cigarrillo de entre sus labios secos, la cabeza ladeada y los ojos entornados, como para esquivar el humo. Mingo Cabot bajó con precaución por la escalera de mano.

—Oh, si es por mí, puede seguir trabajando —dijo Tonio.

Y Mingo Cabot dijo:

—Usted quiere hablarme ¿no? Pues cada cosa a su tiempo, joven.

No le invitó a pasar ni sacó el porrón. Tomaron asiento en un peldaño de la entrada, mirando a las colinas bañadas por el sol, resplandecientes y amarillas bajo el sol de la mañana. Los mirlos cantaban y Dineta tendía la colada más allá de las higueras, sobre la retama. Llevaba el pelo recogido de cualquier manera en un moño bajo y un vestido viejo y sin mangas que le venía algo justo.

Tonio fumaba con la boca torcida, entornando aquellos ojos que siempre parecían reír. Jugaba con una manzana que tomó de un cesto olvidado en el portal. Eran pequeñitas y rojas aquellas manzanas, del árbol que crecía junto a la balsa.

Ya eran cinco, decía, todos de las masías vecinas. Y como les faltaba uno habían pensado en él, así la máquina no tendría por qué salir de los alrededores. Iría a nombre de todos y cada uno tendría derecho a utilizarla un día fijo de la semana. Incluso se podría probar qué tal resultaba trabajar siempre juntos, acompañando a la máquina, un día en cada casa… La máquina era de tal marca, de tantos caballos y costaba tanto y tanto.

Mingo Cabot negaba con la cabeza. A la sombra de la gorra, sus ojillos negros lanzaban miradas inquietas y recelosas. «Cada uno a lo suyo», decía. Hablaba despacio, recalcando las palabras, como si cada sílaba de lo que dijera tuviese una importancia extraordinaria.

Dineta se movía sin mirarles, con ademanes bruscos y cara seria, pensativa. Su cara, modelada en músculos tensos y largos, andaba como suelta bajo el vestido. Tonio acariciaba la manzana, hacía girar la yema del pulgar sobre la piel suave, bellamente coloreada.

—Como le parezca —decía—. Pero, a mi modo de ver, teniendo tan poca agua, el asunto le interesa más que a nadie. Con la máquina puede usted sacar de este pozo toda el agua que necesite.

Mordió la manzana. Dineta iba de un lado para otro, más allá de las higueras. Cuando levantaba los brazos, aparecían enteras las rodillas, suaves como frutos y, bajo los sobacos, el pelo negro se extendía rizado en mechones sudorosos.

Mingo Cabot decía:

—No, joven, no soy amigo de meter las narices en este tipo de cosas. Mi padre repetía siempre: ocúpate de tus asuntos, que de los suyos lo hace el vecino. Y así pienso yo.

Tonio tiró el corazón de la manzana. Se levantó y dijo que le avisaran si cambiaba de opinión. Cogió una más del cesto. «Para el camino —dijo—. Son muy ácidas, como me gustan.» Y luego, ya lejos, desde los avellanos: «¡Ah! Y bienvenidos… Me alegra tenerlos por vecinos.» La perra le siguió un trecho, camino abajo, nuevamente con su ladrar atropellado.

Entonces Mingo Cabot dijo: «Debe estar de moda que los chiquillos expliquen qué es la vida a quienes podrían ser sus abuelos.» Y después, señalando el cesto de manzanas, gritó a Dineta:

—Mételo dentro. Unos cuantos jovencitos más y ni las probamos.

El domingo fue dedicado a las visitas de cumplido. Mingo Cabot enganchó el carro de vela y a primera hora ya estaba en el pueblo con sus hijos, presentando los respetos que exigía su doble condición de nuevo vecino y hombre de orden, etc., al cura y al alcalde, recién sacado de la cama. Y en seguida, otra vez hacia las colinas calientes y turbias, bamboleándose a cada bache sobre la tierra seca de los caminos gastados por la erosión. Iban de casa en casa, nada más un momento en cada una, lo justo para presentarse a sus vecinos más inmediatos que por su condición de tales y con vistas a la mayor cordialidad de sus futuras relaciones, tenían derecho, etc. Cada vez lo mismo, dicho de golpe, en tanto que con un gesto de mano rechazaba el porrón. «No gracias, muchas gracias, no bebo, el estómago…» Luego un breve intercambio de palabras entre los hombres, vagas consideraciones acerca del tiempo, mientras Dineta callaba y Nap sonreía con los ojos bajos y las manos en el regazo, convertido en centro, blanco de todas las miradas. Ahora sí, ahora podían decir que le vieron, que tuvieron la suerte de ver a Nap, su trasero gordo, sus caderas bien torneadas, la camisa reventando sobre su tripa en raro contraste con aquellos brazos débiles, con aquellos hombros estrechos y caídos. En el pueblo, ya se sabía que este chico gordo no era tan chico, a pesar de su cara redonda y sin vello, sino mayor que Dineta, muy próximo a los treinta años. Había estado enfermo mucho tiempo y las monjas le tuvieron con ellas en un sanatorio, asilo, o cosa parecida. También se sabía que la mujer de Mingo desapareció en Barcelona cuando la guerra, un día de bombardeo y que su hijo mayor estaba en Francia.

Por la tarde había baile en el Casino y Mingo y Dineta volvieron al pueblo, esta vez a pie, por los atajos. Nap no fue. Nap se quedó cuidando las gallinas.

El Casino estaba situado en la plaza, frente a la iglesia. Se trataba de un gran caserón ochocentista, ahora muy deslucido, que años atrás cedió al pueblo cierto viejo indiano de la comarca, soltero y rico. La sala del bar era muy amplia y en sus techos altos y oscuros se repetía el chocar de las piezas de dominó contra los veladores. El mostrador quedaba al fondo, dominado por una cafetera enorme y desvencijada; detrás, unas cuantas botellas, un calendario con la marca del anís local y una pizarra en la que bajo el rótulo de «Actividades Culturales y Recreativas», se solían anunciar las películas de la semana. El baile se celebraba en una sala contigua, cuando la gente salía del cine. Mientras Dineta bailaba, Mingo Cabot fue a sentarse con los viejos reunidos en un rincón del bar.

«Ande, pida algo», le decían los viejos. Y Mingo Cabot decía: «No, no, muchas gracias.» Y los viejos: «Sí, ande, una grosella.» Y Mingo Cabot: «No, no, les estoy muy agradecido.» Las bebidas le sentaban mal, explicó. Le daban dolor de estómago y luego tenía que tomar unos polvos blancos. «La grosella no, la grosella con sifón cae bien al cuerpo», dijeron los viejos. Las burbujas del sifón sacaban todo lo que de malo había en el estómago. Al fin, Mingo Cabot se decidió.

—Un día es un día —dijo.

Y cuando Adrián, el mozo, vino con la grosella, añadió: «Le pago ahora y listos.» Y Adrián: «Su grosella y la gaseosa de la señorita: tres setenta y cinco.» Pero Mingo Cabot ya le tendía siete monedas grandes y una pequeña, envueltas en tres billetes de peseta. «Lo sabía —dijo—. Me he informado a este respecto.»

Bebieron grosella a pequeños sorbos y charlaron, frases lentas, aprobadas por todos con movimientos de cabeza, quieto rincón el de los viejos, un remanso en medio del vocerío y de las risas y el fluir de la música. Hablaban de cuando se podía vivir con tres pesetas diarias, de cuando granizaba menos y llovía más y la mala hierba crecía menos.

Y todo fue bien hasta que Tonio se acercó al grupo, los ojos entornados y el cigarrillo entre sus labios. Les saludó uno por uno; luego se puso a charlar con Mingo Cabot.

—No, joven. No lo he pensado. Ya le di la respuesta la otra vez —les pareció que decía Mingo Cabot.

A él no le gustaba partirse nada con media docena de tíos. «Dónde hay más de un amo todo son discusiones», entendieron los viejos. Cada uno a lo suyo, esto es lo que pensaba. Y bastante trabajo tenía ya con sus campos para que le interesara ocuparse también de los del vecino.

—Cada uno tira por su lado —decía—. Yo sé lo que son las cosas.

—Está bien, hombre; si yo no vengo a insistir, ¿no me entiende? Es usted quien lo dice todo.

—Le entiendo perfectamente, joven, no soy sordo y sé bien lo que me digo.

Después, los viejos volvieron a perder el hilo de la conversación; había mucho ruido. Mingo Cabot parecía explicar que no era amigo de meterse en líos. «Mi hijo se dejó engañar —oyeron—, se metió en líos.» Era joven, se había dejado engañar y lo perdió todo. Y Tonio debió decir que aquello no era ningún lío ni tenía nada que ver con su hijo. Ahora hablaba de la guerra y Mingo Cabot repetía: «Déjeme reír, joven», aunque no reía. Pero entonces todo continuaba marchando bien. Fue luego cuando Tonio nombró a la mujer del otro por algún motivo. Había dicho: «¿Y ella? ¿También ella tenía la culpa?» o algo parecido, nunca llegaron a saberlo exactamente, porque Mingo Cabot ya gritaba:

—¿Quién coño le da derecho a nombrar a mi mujer, eh? ¿Quién coño le da derecho…?

Le sujetaron entre varios. Tenía la cara tensa y apretada como un puño y sus ojos brillaban bajo la gorra. Algunos del baile se asomaron al bar. «¡Caray!», decían y se miraban y torcían la boca. «¡Caray!» Un par de viejos apartaron a Tonio. «Disculpe, hombre, no quería ofenderle», dijo al irse.

Todos volvieron a ocupar sus asientos. Mingo Cabot callaba. Los viejos movían la cabeza sin mirarse, apesadumbrados.

—Los jóvenes de hoy no tienen respeto a nada.

—Y ninguno lleva gorra, ¿se ha fijado? Ni siquiera boina.

—Oh, esto son modas, ya volverán a ir cubiertos, no se preocupe.

—Son modas, sí. A los jóvenes les gusta distinguirse de sus padres.

—Los jóvenes son así. Cuando uno es joven se comería medio mundo…

Luego quedaron en silencio. Miraban los vasos, las burbujas que se desprendían del fondo, todos encorvados hacia adelante, quietos y pensativos como gárgolas. Al poco, alguien dijo:

—Cuando éramos jóvenes, la tierra se labraba a mano, con una laya. Nadie hablaba de tractores entonces.

Y otro:

—¡Oh, entonces! Entonces edificar una buena casa costaba mil setecientos duros.

Antes de aquel otoño eran muy pocos los vecinos del pueblo que pudieran decir «he visto un tractor». Sabían cómo eran, desde luego, por fotografías, por los periódicos, por el cine, pero tractores de verdad, nada más podían haberlos visto en la feria, puestos como en un museo. Y llegó octubre, pasada la vendimia, y las tórtolas se habían marchado y las golondrinas también, todas juntas, después de haberse reunido una mañana en los cables eléctricos. Ahora pasaban las torcaces de vuelo curvo, camino del sur, puntos veloces y distantes en el cielo pálido. Y había hongos y castañas y, en los bosques, bellotas. Fue entonces, a primeros de otoño, cuando llegó el tractor.

Para Mingo Cabot la primera noticia fue un lejano trepidar; en el establo, la mañana después del acontecimiento. Estaba ordeñando cuando aquel trepidar sonó por primera vez. Atento el oído, interrumpió tres veces el suave tironeo de las ubres, el espumoso chorrear de la leche en el cubo. Luego, bajo las higueras que ya perdían alguna hoja, pudo verlo, pequeño y rojo, recorriendo meticulosamente los campos que Tonio no había tocado hasta entonces. «Tuc, tuc» hacía al romper la seca corteza de la tierra, la tierra que a su paso quedaba olorosa y revuelta, oscurecida.

Sin desayunar apenas, Mingo Cabot sacó el caballo de la cuadra y se fue para el huerto. El estómago había empezado a dolerle y tuvo que tomar de aquellos polvos blancos que sabían a cal. Lo mismo que otros días, levantó el arado de entre las hierbas mojadas por el rocío y lo enganchó al caballo. El sol se extendía pálidamente sobre las colinas y allá, en lo alto del cielo quieto y blanquecino, las torcaces se iban hacia el sur, se iban.

El caballo arrancó a una voz y Mingo Cabot se dejó arrastrar, surco adelante, sacudido por los tirones de la reja que mantenía enfilada. Marchaba a paso largo, con los ojos obstinadamente fijos en la tierra que se abría ante el arado, reventada por los cascos como a pequeños estallidos. Se llega a los avellanos del margen —¡bo!—, se levanta el arado y media vuelta y adelante, con los surcos otra vez de cara, cada vez menos de cara, ya completamente a la espalda cuando se alcanza el cabo de la raya. Y de un tirón se levanta el arado y se gira —de nuevo los surcos al frente— y así una vez y otra mirando a la tierra que se abre, fluida y cambiante como el correr del agua. Mientras tanto, en la colina del fondo, el tractor rojo —tuc, tuc— avanzaba dos, cuatro veces más aprisa. Al oscurecer, había labrado todas las tierras de Tonio que podían verse desde los avellanos.

Durante la cena, Mingo Cabot dijo:

—Habré de correr mucho si quiero tener labrada La Plana antes de que sea tarde para sembrar.

Cada mañana ordeñaba, comía cualquier cosa y bajaba hasta los campos con el caballo. Una vez abajo, lo de todos los días. Se dispone el arado, se suelta un grito y adelante, con la mirada fija, el cuello tenso y la boca torcida. Luego el sol se agranda y quema y el primer riego que la tierra recibe es de sudor, de gotas que caen de las sienes. Y así de un bancal a otro, vertiente abajo, hundido hasta los tobillos en la tierra blanda. Luego Dineta gritaba: «¡El almuerzo!», asomando por entre las higueras, y él podía dejar todo aquello por un rato, sólo por un rato porque el trabajo nada más acaba con el sol, cuando en el bosque ensombrecido arreciaba el piar de los pájaros. Entonces el caballo relinchaba y su piel húmeda se estremecía como presa de un temblor. Al remontar la cuesta, las patas parecían fallarle.

Y en realidad, ni aun en aquellos momentos podía decirse «el trabajo está acabado». Quedan días, nuevas etapas del mismo trabajo. Antes de sembrar había que recorrerlo todo nuevamente, con un rastrillo, con una tabla para deshacer los terrones y dejar la tierra bien suave.

Alguna vez Nap decía:

—¿Quieres que te ayude?

Y Mingo le miraba por encima del hombro.

—Quita —decía—. Quita.

Cuando hubo sembrado los bancales que se escalonaban hasta el torrente ya era tarde para labrar La Plana, un yermo de cierta extensión situado en el altiplano formado entre las colinas. Había tenido que elegir entre La Plana y sembrarlo todo a destiempo. Un hombre solo no podía repartirse.

—Otro año será —dijo con la vista fija en el hogar.

Era como si durante toda la vida no hubiera hecho más que caminar solo por un surco largo. ¿Cuántas veces tuvo que cambiar de tierras, de casa, de vecinos, decir adiós a lo que había plantado y hecho crecer? Dos, tres —¿quién lo sabe?— cuando era niño, acompañando a su padre. Otra, al casarse con Amelia. Había tomado en aparcería una finca quizá ni grande ni bonita, pero de tierra roja y bien regada. Entonces plantaba algarrobos, árboles que uno siembra para los hijos, que dan su fruto cuando uno ya no existe. Y una mañana, su mujer salió de allí con una cesta de huevos que pensaba vender en Barcelona.

Cuando acabó la guerra, cambió de nuevo a la primera ocasión, pasó a otra masía esta vez sin mujer, sin algarrobos, sin hijo mayor que trabajara a su lado. Había aguantado en aquella tierra, la hizo producir sin más ayuda que la accidental de algún viejo murciano al que pudiera pagar poco, y Nap y Dineta crecieron. Pero se llevaba mal con el dueño y, al cabo de diecisiete años, fue expulsado por incumplimiento de contrato o cualquier cosa parecida. El administrador le dio un mes de plazo para desalojar a partir de la siega. Así es que en aquel agosto, Mingo Cabot se trasladó otra vez. Se fue a ocupar la masía de la Viuda, de tierras más pobres que cualquiera de las que anteriormente había trabajado. Ahora plantaba ciruelos, melocotoneros, frutales que rindieran de un año para otro.

Dineta podía ayudarle cuando la cosecha, pero no a la hora de la siembra. Todo lo más se subía a la tabla que el caballo arrastraba para deshacer los terrones o partía leña o limpiaba los márgenes de malas hierbas. Pero no servía para labrar, cavar a fondo, regar, conducir el caballo… No lo hubiera hecho bien, no era trabajo para una mujer, debía ser un hombre quien lo hiciera. Además, aunque Nap la ayudaba, demasiadas preocupaciones tenía ya con la casa.

Y Nap era Nap y, desde luego, tampoco servía. «Quita, quita», mascullaba Mingo Cabot cuando Nap intentaba ayudarle en algo. Así es que se limitaba a cuidar de los animales, buscar nabos y forraje, recoger hierbas, ramas de acacia para los conejos. Pocas ocupaciones y de escasa importancia, sí, pero bien cumplidas, siempre corriendo a pasitos cortos, impulsándose con un torpe braceo como para acelerar el movimiento de sus pesadas patazas. Correteaba todo el día, por lo visto sin otro motivo que desahogar su vitalidad insatisfecha, las energías acumuladas en sus trémulos pliegues de grasa. En primavera se daba paseos por el monte y, ya de vuelta, sin aliento, llenaba la casa de orégano, retama, flores de aroma penetrante. Iba de un lado a otro meciendo las caderas, siempre animoso y alegre, siempre dispuesto a pasmarse ante las bellezas de la tierra. «Mira, Dina, mira qué nabo tan gordo, mira qué nube tan rara, mira los polluelos tan monos, qué cosas hacen…» Cantaba canciones que aprendió durante su enfermedad, con las monjas. Si no hacía más era porque no le dejaban —quita, quita— o porque en seguida jadeaba si el trabajo era muy duro, pobre corazón lleno de amor que sólo ansiaba ser repartido.

El tiempo que pudiera sobrarle, lo destinaba a las gallinas. Parecía feliz dándoles de comer, recogiendo huevos, jugando con los polluelos asustados. Pero su preferido era el gallo, un ejemplar enorme y pechugón, de mirada colérica y andar majestuoso. Alguna tarde salían juntos de paseo, se iban hasta las acacias del torrente. Lo llevaba bajo el brazo y por el camino lo acariciaba, le decía cosas. Una vez allí sentado a lo musulmán sobre la arena blanca y fina, Nap desgranaba entre sus piernas, muy poco a poco, una gran panocha. Al acabar o si en algún momento dejaba de hacerlo, el poderoso gallo, impacientándose, montaba sobre su tripa y le picaba.

En invierno había menos trabajo para todos. Las noches eran largas, oscurecía pronto, quedaba mucho tiempo para estarse en la cocina mirando cómo ardían los troncos. En la penumbra relucían los ojos de los gatos, delgados y furtivos como espíritus, casi pelados de tanto dormir sobre las cenizas. Nap mondaba patatas junto a la mesa. De vez en cuando se inclinaba hacia Dineta y le cuchicheaba cuatro palabras que olían a leche agria y entonces sobre el crepitar de los leños, podía oírse como un jadeo su risita excitada. Dineta cosía y remendaba muy arrimada al candil, pensativa y callada. A veces, como harta, lo dejaba todo soltando un suspiro y bajo la inquieta mirada de Nap, daba una vuelta por el cuarto, revolvía la cena, hacía cuatro fiestas a la perra.

Una noche pidió a su padre que la dejara trabajar en la fábrica de toallas, como las demás chicas del pueblo, ir y volver cada día. —Nap afirmaba con la cabeza—. Nap podía ocuparse perfectamente de preparar el almuerzo. Lo demás seguiría corriendo de su cuenta, igual que hasta entonces. Así ganaría algún dinero, se vería más con sus amigas, gente de su edad, decía. Y aún estaba hablando cuando Mingo Cabot la interrumpió terminante, con el índice en alto.

—El sitio de una mujer no está en la fábrica, sino en su hogar, con la familia —dijo.

Mingo Cabot abría y cerraba su jornada de trabajo en el establo, ordeñando la vaca. Por las mañanas, antes de bajar al huerto, siempre echaba un vistazo a los sembrados de Tonio, limpios y bien rayados. Allí, cada martes iban a trabajar seis o siete hombres y el tractor, y mientras Mingo Cabot cavaba los avellanos floridos, en la colina de enfrente sonaban sus risas, sus voces y aquel lejano trepidar. No bien oscurecía, se iba a ocupar su silla junto al fuego. Miraba las llamas y su reflejo le bailaba en los ojos cansados y tristes. Cuando se incorporaba por algún motivo, su sombra inmensa y deforme oscurecía el techo. De cuando en cuando atizaba las brasas con el badil. «Cualquier día empezaré a labrar La Plana. Todo esto tendré adelantado», decía como hablando a los leños. La perra dormitaba a sus pies, apenas levantando una oreja cuando Nap reía.

Los domingos, después de almorzar, Dineta y su padre bajaban al pueblo. Desde las higueras, Nap les decía adiós agitando la mano. Mingo iba delante, doblado por la cintura, con la vista fija en el suelo, en el sendero largo y estrecho, socavado por las lluvias. Al andar, sus pantalones de pana —cis cis— producían un roce suave. «¿No te anda detrás ningún hombre?», preguntaba a veces, sin volverse. Dineta decía que no con la cabeza. «Cuando te cases, tu hombre será un hijo para mí.»

Casi siempre eran de los primeros en llegar al Casino. En la sala de baile, unos pocos chicos manoseaban nerviosamente los discos, como si les cohibiera verse tan elegantes. Después, al acabar el cine, venía mucha más gente y entonces la cosa se animaba de golpe. Mingo Cabot nunca dejó que su hija se acercara al cine.

Dineta bailaba bien y todos querían acompañarla, hombres torpes y envarados que reían por nada. Mingo se quedaba perplejo viéndola reír y charlar y mecerse al ritmo de la música, tan distinta de la Dineta de siempre. Luego le decía: «Cuando te vaya detrás algún hombre, le dices que venga a verme. ¿Entendido? Estas cosas hay que hablarlas con tiempo.»

Los viejos le llamaban. «Venga con nosotros, al rincón. Aquí no estorbamos.» Y Mingo se añadía al corro y —un día es un día— tomaba grosella con sifón, las tres setenta y cinco ya preparadas en el bolsillo. Algunos hombres jugaban a cartas, al parchís o al dominó, haciendo chocar las piezas contra el mármol; al fondo, el mostrador, las botellas pringosas y polvorientas, la cafetera que a veces resoplaba envuelta en vapor, el calendario del anís local, triunfador de varios concursos y recomendado por eminentes doctores para todo tipo de afecciones intestinales. Nada más los nombres de las películas anunciadas en la pizarra cambiaban de una semana a otra.

Además de campesinos había allí albañiles y leñadores y obreros de la fábrica, murcianos en su mayoría. Todos se conocían, se saludaban, se movían entre las mesas, pasaban de un grupo a otro. Cerca de la entrada, siempre en el mismo lugar, se sentaba un viejo de bigotes blancos, don Augusto, quizás el cliente más asiduo del Casino ya que, hasta en los días de trabajo, se pasaba bastantes tardes sentado allí, con su taza de café y su gran cigarro puro, mirando para afuera con ojos entornados. La gente le saludaba y él respondía atento, cordial, se interesaba por la familia, por los asuntos de cada uno. Los domingos, con él se solían reunir el médico, el alcalde y el presidente de la Hermandad —un comerciante de vinos— y juntos jugaban al dominó. Pero, a veces, era él quien se añadía al corro de los viejos y charlaba con ellos, les escuchaba. «Sí —decía—. Hasta el tabaco era mejor. Habanos como los de antes ya no los volveré a fumar.»

Al cruzar la sala para meterse en el baile, Tonio saludaba a los viejos con la mano, los ojos sonrientes y el cigarrillo entre los labios, ladeando la cara como para esquivar el humo. Y Mingo Cabot decía: «Cuando era joven, bien me hubiera guardado de dirigirme a una persona de más edad con el cigarrillo en la boca. En el mundo ya no hay educación ni respeto.» Y los viejos asentían, rígidamente encorvados en sus asientos.

—Eran otros tiempos —decían.

—Entonces se vivía por tres pesetas diarias.

—Y un pan costaba diez céntimos.

—Y un litro de vino, veinte.

—Y un traje, cuatro duros.

—Y granizaba menos.

—Y llovía más.

—Y las malas yerbas crecían menos.

Meneaban la cabeza. ¡Oh, la lluvia…! «Nosotros nos pasamos la vida mirando al cielo.»

Aquella primavera llovió muy poco. Mingo Cabot limpió una y otra vez la mina y el canal, entre el espantado huir de los renacuajos; y la balsa, limpió la balsa de algas, de hinchados pliegues de filamentos verdes que flotaban como las ropas de un ahogado. Pero el mal no estaba allí y el agua que rezumaba de la pila ni siquiera alteraba la quieta superficie de la balsa. Un simple hilillo que se deslizaba sin ruido pared abajo, a partir del caño, esparcido entre los rizos de musgo viscoso y verdinegro. En el extremo de la balsa opuesto a la pila siempre había algunas ranas apareándose, flotando con modorra unas sobre otras, semiocultas por las hierbas que se vertían desde tierra.

Luego de repasar todos los canales, Mingo Cabot se solía agachar junto a la pila y miraba aquello con ojos opacos y mortecinos, de lagarto. Tenía un tallo de menta en la boca y sus manos mojadas le colgaban flojamente de las rodillas.

Un día se presentó la Viuda para comprobar el estado de sus propiedades. Llegó sin avisar, enorme y oscura, metida en una tartanita que le iba justa como un caparazón. Y si bajó un momento, apenas lo necesario para husmear la casa, fue, posiblemente, porque sin apearse no hubiera cabido por el portal. Le costaba arrastrar sus piernas hinchadas que parecían de trapo, así cubiertas por unas medias tan gruesas. Echó un vistazo a las habitaciones, entre resoplidos y un tintineo de medallas en el escote, mirándolo todo con recelo y disgusto. «¡Vaya trasero!», dijo al ver a Nap. Poco se habría movido por el campo cuando lo tenía tan gordo… En cambio, la chica estaba flaca, muy flaca, daba pena.

En seguida volvió a su tartanita haciéndola bascular peligrosamente al pisar el estribo de atrás, casi alzando en vilo al caballo. Y sin salirse del camino, escudriñó los campos, ceñuda su cara grande y con pelos bajo aquel toldo que le venía como una cofia. Mal, muy mal. ¿Por qué no había plantado más guisantes y habas? Y aquel trigo, aquel maíz tan raquítico… Sí, claro, la sequía, o el granizo, o una helada o una plaga de cocodrilos, siempre había excusas. Pero la sequía no era para él solo. ¿Había visto los campos de sus vecinos? Aquellos de allá enfrente, por ejemplo, los del Tonio. Podía ser un descarado aquel chico, podía tener sus ideas, pero trabajaba bien. ¿O es que para Tonio no rezaba la sequía? ¿Cómo se explicaba? Y aun dejando aparte la sequía todo estaba mal cuidado. Y La Plana, sin labrar. ¿Por qué? No hay tiempo, no hay tiempo, bien lo había para dormir. La tierra era suya, suya, y la contribución subía lo mismo aunque lloviera poco. A ver si aún iba a resultar que la broma le costaría dinero… Era muy cómodo para él no tener que ocuparse de estas cosas. No, aquello no podía ser, aquello acabaría mal de seguir así. Aunque la culpa también era de ella por no haberlo pensado antes, por haber tomado un aparcero como él en vez de un hombre joven. Aquello acabaría mal.

Al fin marchó, ceñuda entre sus greñas, rezongando por lo bajo, maldiciendo al tartanero, un hombre pequeño y encogido. Las medallas sonaban al compás del traqueteo.

Mingo Cabot la vio alejarse desde los avellanos. Había callado, las manos crispadas y las venas del cuello como cables tensos. Acabar mal, acabar mal ahora mismo. Pero no. ¡Llevaba cinco, seis, tantas veces diciendo adiós a una tierra, diciendo adiós a una tierra! Ahora no plantaba algarrobos.

Vuelto a casa pegó cuatro gritos a Dineta que no le había calentado la leche. La leche le iba bien para el estómago, la tomaba cada tarde, tenía que estar caliente cuando él la pidiese. Sí, claro, en seguida la iba a calentar. Pues no, pues ahora no la quiero, caray. ¡Que no le respondiera! No había tenido tiempo, no había tenido tiempo, bien lo encontraba para descansar. ¡Que no le respondiera! Era muy cómodo para ellos estarse por ahí haciendo el vago mientras él se partía la espalda, solo en los campos. ¿Es que encima también iba a tener que ocuparse de la casa? ¿Era esto lo que buscaban? De un tiempo a esta parte Dineta parecía haber perdido la cabeza. Se iba, alguna vez no comparecía hasta que ya era de noche. ¿Adónde iba? ¿A tumbarse al fresco? ¿Eh, adónde?

Tomó una cucharada de polvos blancos disueltos en medio vaso de agua y salió a la puerta, cegado por el sol de la tarde que alargaba las sombras y resplandecía sobre el verde joven y luminoso de los trigos. Con la cara contraída miraba el cielo bello y despejado, limpio de nubes, siempre limpio de nubes. Luego echó su azada al hombro y volvió a los campos algo doblado por la cintura, casi cojeando.

Un domingo, en el Casino, le dijeron que había muerto el viejo Pataco, aquel tan sordo que muchas tardes se reunía con ellos. Era pobre y no tenía más familia que un hijo, un perdido que años atrás escapó de su casa. Adrián pasaba la boina por ver si entre todos podían pagar el entierro; ya faltaba poco para los doscientos duros. Entonces —«¡aguarden!»— Mingo Cabot alzó una mano y todos callaron, y mientras Adrián dejaba la cafetera envuelta en vapor y acudía secándose las manos («Venga —le llamaban—. Quiere hacer un donativo»), él sacó una peseta de entre las páginas de un cuadernillo muy sobado. Les miró sombrío, circunspecto.

—La memoria de un compañero no se merece menos.

Preguntó detalles. Oh, decían ellos, lo encontraron aquella mañana caído por un margen, todavía empuñando su azada. Caído por un margen lo mismo que un caballo. ¿Y la masía? ¿No era suya la masía? Oh, no, la llamaban así, Mas Pataco, por su padre, que ya era aparcero de los dueños. Él había nacido allí y también fue aparcero hasta que los campos le pudieron y ya no cumplía. Y como tampoco había quien cumpliera por él, los dueños metieron a otros, los de ahora, que le tenían por caridad. Con todo y ser viejo aún quería trabajar pero las manos le temblaban y hacía más mal que bien. «Un día fueron a explicárselo y él no les entendía y procuraba darles con la azada», decía uno. Y otro: «Decía que aquello era suyo.» Y alguien más: «Le han encontrado esta mañana, caído por un margen, empuñando su azada.»

—Así es la vida.

—Nosotros, los campesinos, no tenemos protección.

—No somos nadie.

—Nos pasamos la mitad del tiempo doblados sobre la tierra y la otra mitad mirando al cielo.

—Trabajas toda la vida y total ¿para qué?

—La vida es así.

—Un soplo.

—No te das cuenta y ya estás llegando al final.

Se miraban.

—Cada vez somos menos.

Luego hablaron del tiempo.

—Antes llovía más —decían.

Y Mingo Cabot dijo:

—La cosecha hubiera sido buena con un poco más de lluvia.

Lo decía, lo repetía una y otra vez a la hora del almuerzo, de la cena, cuando se dejaba caer sobre la silla respirando fuerte, colgantes los brazos y caídas las líneas de la cara. No hablaba para los demás, ni siquiera para sí mismo, hablaba, simplemente, lo decía como una oración, como un rito imprescindible, antes de tomar la cuchara: «La sequía tendrá la culpa de que cosechemos tan poco.»

Después de comer se tumbaba un rato junto al establo. Miraba el trigo ralo y endeble, ya un poco amarillo en las puntas. Un día, con el brazo bien extendido, intentó levantar una azada por el extremo del mango. Pero la muñeca se le doblaba y, tras un doloroso balanceo, la azada caía, apenas a dos palmos del suelo. Lo probó tres veces. Luego volvió a tumbarse junto al establo, sobre la pila de forraje. Cerraba los ojos y no se movía más que para espantar las moscas, lo mismo que un caballo. Escuchaba las cigarras, el volar de las avispas, el canto de los grajos, de las ranas, un concierto de ranas en la balsa de agua verdosa y caldeada. Alguna tarde llegó a quedarse dormido y Nap tuvo que despertarle, decirle que ya era hora de bajar al huerto.

Nap no podía estarse al sol demasiado rato, le salían ampollas. Acabado el almuerzo sacaba dos sillas —una para los pies— y Dineta otra y charlaban bajo las higueras. Ella cosía y él la miraba trabajar sonriendo, un pícaro hoyuelo en cada mejilla. Le pedía detalles del último baile, suspiraba.

—Sería tan feliz yendo con vosotros aunque sólo fuera una vez —decía—. Pero hago reír. Soy tan gordo…

A media tarde, cada uno iba a su trabajo. Nap cambiaba la cama de los animales, recogía hierba, jugaba con las gallinas. Tendido en el suelo del gallinero, vertía sobre su cuerpo unos cuantos puñados de grano y, cerrando los ojos, reía y jadeaba, estremecido por múltiples patitas, cacareos y picotazos. Reía.

Por la noche, no bien volvía del establo, Mingo Cabot se iba directo a su silla, frente a la chimenea y ya no la dejaba más que para cenar, para irse a la cama después. Atizaba el fuego distraídamente, con ojos apagados y taciturnos. Y así, como por descuido, sin dirigirse a nadie, decía: «Tenemos mala suerte. De haber llovido más la cosecha sería buena.» Calentaba sus manos; hasta en verano sentía frío no bien se ocultaba el sol. A veces, las miraba así extendidas, dos manos secas temblándole sobre las llamas. Cogía el badil, un leño, cualquier cosa y lo apretaba con fuerza, igual que si quisiera romperlo. Ahora —poco antes de la siega— la perra ya no dormía a sus pies. Estaba en celo, atada a la mesa y gemía tristemente con el hocico pegado a la tierra.

Una noche, Mingo Cabot dijo:

—Oye, ¿crees que hice mal no aceptando?

Esta vez se dirigía a Dineta aunque no la mirase. Dineta retiraba los platos. Se encogió de hombros sin responder.

—Es que cada uno a lo suyo, ¿sabes…? Me siento como un gato escaldado.

—¡Oh, papá, no te preocupes! —dijo Nap con voz atiplada—. Todo lo que hagas nos parece bien, papá.

Mingo no pareció haberlo oído. Se estrujaba las manos mirando al rescoldo.

—Cuando te cases, tu hombre será para mí un nuevo apoyo.

Se incorporó sacudiéndose las migas. La perra en celo gemía, se agitaba con desespero.

—Buenas noches —dijo Mingo Cabot.

Despertaba siempre a la misma hora, pero los domingos se quedaba un rato más en la cama. Después de ordeñar, pasaba la mañana ocupado en pequeños arreglos, en afilar las hoces ahora que faltaba tan poco para la siega. El pueblo estaba demasiado lejos para ir allí también por las mañanas y sentarse con los demás viejos a la sombra de los plátanos.

En el Casino, por la tarde, Adrián le hacía bromas. «¿Qué, no le interesa comprarse una moto? Se la doy barata», decía. Y guiñaba un ojo. «Vamos, hombre, decídase, que ya no tiene edad para cansarse por esos caminos. Se la dejo a prueba, si quiere. Verá como en seguida le coge gusto a la velocidad.»

Mingo Cabot ni se molestaba en responder. No era aquello, no era aquello lo que le interesaba. Preguntaba a los viejos, se hacía repetir la historia.

—Dijo que murió como un caballo, ¿eh?

—¿Cómo qué?

—Como un caballo.

—¿Cómo un caballo? ¡Ah! Sí. Como un caballo, caído por el margen.

—Como un caballo. Y no tenía familia ni tierras, ¿eh? ¿Y algarrobos? ¿Tenía algarrobos?

Tampoco algarrobos. Salió a la plaza, oscura y desierta. El viento soplaba entre las hojas. No tenía algarrobos, ni mujer, ni tierra, ni tierra donde poder arrodillarse y decir «ahí está mi mujer». Desaparecida. ¡Oh!, ¿dónde? El viento arrastraba papeles, hojas caídas, los llevaba por la plaza entre remolinos de polvo.

Lo demás ocurrió a primeros de julio, cuando la siega. Era martes y el tractor también segaba en la otra colina. Mingo Cabot había empezado por el bancal de más arriba para luego ir bajando. Segaba con rabia, torvamente inclinado entre los trigos que casi le cubrían. A media mañana el sol ya pesaba en la espalda y enturbiaba los ojos. El cielo era un inmenso fulgor que caía sobre las colinas borrosas y descoloridas, sobre los árboles de hojas blandas, sobre la tierra caliente. Y cuando soplaba el viento, los trigos revueltos parecían arder y era como un crepitar el choque seco de las espigas estremecidas.

Por la tarde, Nap bajó a ligar las gavillas. Reunía en haces los tallos caídos, ligaba y recogía saltando en cuclillas por el rastrojo, cantando canciones, las viejas canciones de cuando estuvo enfermo, unas pocas estrofas quizás incoherentes al cabo de las transformaciones sufridas con los años.

Mingo Cabot segaba dos bancales más abajo. Se dobla uno por la cintura, la hoz en la mano derecha y la izquierda sujetando un manojo de trigo por la parte baja de los tallos, estirando como para arrancarlos. La hoz da un rápido movimiento giratorio, de atracción, paralelo a la tierra, y los trigos quedan sueltos en la mano izquierda. Se dejan, se toman otros, se da a la hoz un movimiento giratorio. Se toman otros. Ringlera a ringlera el bancal se concluye y entonces uno pasa al de abajo frotándose los riñones, con el olor a paja caliente y seca todavía metido en la garganta. Se dobla de nuevo entre los tallos, se toma un manojo y la hoz gira paralela a tierra. Gira paralela a tierra, gira.

—¿Te encuentras mal?

Nap le miraba parado en el margen de más arriba, sudoroso, jadeante, blanco y gordo como un nabo. El sol en declive resplandecía bellamente sobre las colinas avivando los colores, precisando los contornos. El calor había cedido y el aire soplaba suave y tibio. Tuc, tuc, hacía el tractor allá enfrente. Era como si vaciara el aire a golpes de émbolo, aquel respirar profundo, aquella náusea, las sienes frías y el corazón latiendo fuerte.

—¿Mal? No.

Soltó la hoz y se fue para el torrente dando tropezones, balanceando los brazos flojos. Cayó sentado en el cauce de arena blanca y se quedó quieto, con las piernas abiertas y extendidas, respirando por la nariz aquel aire fresco que olía a mantillo. Miraba obstinadamente la enramada sombría, los guiños del último sol al colarse por entre las hojas. Un mirlo cantaba en alguna parte.

Cuando el viejo apareció por el recodo de arriba, Mingo Cabot ya parecía algo recuperado. El viejo venía despacio y sin ruido, siguiendo el cauce del torrente, con un pequeño azadón en la mano derecha y la izquierda cerrada sobre la boca de un saco medio lleno que colgaba a su espalda. Sonreía aun antes de que pudiera reconocerle, de haberle visto siquiera, como si ya supiese que iban a encontrarse.

—¿Descansando, eh? —Pues él cogiendo hierba para los conejos—. Qué otra cosa podemos hacer a nuestra edad —dijo. Hasta allí alcanzaba el tuc tuc del tractor.

El viejo era de una masía vecina, de aquellas que Mingo Cabot había visitado cuando llegó. Bajaba poco al pueblo, quizá lo suficiente para saber lo que se decía pero no lo que uno debe callar. Dijo:

—¿Por qué no pide a su yerno que le ayude? En un día le segaba los campos…

—¿Mi yerno?

—Bueno, su yerno, es un decir… El novio de su hija, Tonio, el del tractor.

Luego era oscuro y él revolvía polvos blancos en medio vasito de agua. Clip, clip, hacía la cuchara al chocar con las paredes del vaso. Nap mondaba patatas, los ojos muy abiertos en su cara pálida y ancha al resplandor del fuego. El fuego ardía con mucha llama, esparciendo por todo el cuarto sombras deformes y movedizas. Los gatos acechaban como encandilados y la perra en celo gemía. Y entonces la emprendió a golpes con la perra en celo y con Dineta. «¿Por qué no me lo dijiste?», repetía. Nap lloraba. Mató a la perra y Dineta huyó por el camino de los avellanos.

—¡No vuelvas! ¡No vuelvas nunca más!… —había gritado.

Resoplaba en medio de la era, blanca y desierta bajo la luna. Ahora todo él parecía lacio y desarticulado, como si colgase de una percha. Los sapos cantaban y un soplo de aire estremecía el follaje plateado de las higueras.

Giró despacio, proyectando a un lado su sombra larga. Nap le miraba desde el portal con la cara emborronada por el llanto.

—¿Y tú?

—¿Yo?

—Sí, tú, ¿qué esperas?

—Yo me quedo, yo te quiero mucho, te quiero mucho…

Al hablar, torpe y desolado, balanceaba sus brazos débiles. Apenas se entendía aquella voz atiplada, rota por los sollozos.

—También quiero a Claudina… Os habéis peleado.

Cuando vio avanzar a su padre hizo ademán de abrazarle pero Mingo Cabot le contuvo con un gesto. «Quita», dijo. Nap le siguió a la cocina, las caderas basculando a cada paso y los ojos reducidos a dos rayas horizontales en su cara gorda. Mingo Cabot se había sentado frente al hogar. Miraba arder el fuego ya sin llama, el sordo derrumbarse de los leños hechos brasa.

Nap sacó afuera el cuerpo de la perra, recogió lo caído, lo puso todo en orden y no paraba de llorar. Lloraba mansamente, sin ruido. Luego fue a sentarse en el rincón, junto a la mesa y continuó pelando patatas. Tomaba las patatas de un cesto, en el suelo, y las mondaba sobre otro más chico encajado entre los muslos. Y las lágrimas teñidas de rojo resbalaban por su cara y caían entre las pieles y las lavaban de tierra.

Sí, aquello pareció un soplo de aire que revuelve las hojas caídas y luego pasa dejándolo todo nuevamente en calma. El día siguiente apenas se diferenció de cualquier otro. Nap lloró un poco al enterrar la perra, al ordenar el dormitorio de Dineta, cuatro simples lágrimas sobre la marcha, había mucho trabajo. Y todo se desarrolló igual que siempre, incluso mejor que siempre, más cuidadosamente ajustado el horario que siempre se infringía por una u otra razón. Sólo que ahora era Nap quien hacía los trabajos de la casa.

Y la siega continuaba de bancal en bancal. Espigas chupadas, raquíticas, poco grano y mucha paja, pero había que segar. Doblado por la cintura se toma una hoz con la mano derecha y un manojo de tallos con la izquierda, la hoz gira paralela a la tierra y los tallos parecen aflojarse en el puño, endebles y ligeros. Se dejan, se toman otros. La hoz gira y etcétera. El sol pesaba en la espalda, sobre la camisa, y ardía en el cogote. El sudor goteaba de la frente formando grumos de polvo en la tierra seca. Segaba doblado, sofocado, entre los trigos que parecían crepitar, revueltos por el viento, como un fuego de rama seca. Embestía los tallos cortando golpe a golpe, el cuello tenso y los dientes apretados. Era como la muerte aquel cielo blanco, aquel silencio, el calor que dobla las hojas y emborrona las colinas apagadas a la luz del mediodía, el áspero olor a paja y tierra seca que se agarra al cuello, se atraganta.

Y aquello no concluía hasta que Nap gritaba «¡El almuerzo!», asomado por entre las higueras. Por la tarde había que seguir, claro, pero lo malo ya estaba pasado. Y Mingo Cabot ya podía sentarse a mirar el fuego. Era entonces cuando todo él parecía aflojarse de golpe, lacio en la silla, los ojos mortecinos, la boca entreabierta, las arrugas colgando fatigadas. Alguna vez decía:

—No la perdonaré. Ni pienso escuchar a quien interceda para que lo haga. Y cuando me pidan que asista a la boda de mi hija, les diré: «No tengo hija.»

Después del almuerzo se acuclillaba a la sombra del establo, la espalda contra el muro y un tallo de menta en la boca. Oía cantar a las cigarras, a las ranas en la balsa enfangada. Las moscas le venían a la cara y él las espantaba como distraído, levantando apenas aquellas manos secas y largas que colgaban de sus rodillas. Las avispas zumbaban al sol, entre las tejas calientes.

Nap salía al poco rato arrastrando dos sillas. Se sentaba en una, bajo las higueras y en el travesaño de la otra ponía los pies y en el asiento su costurero; y empezaba a coser doblado sobre sus trapos, canturreando por lo bajo algunas de aquellas viejas canciones transformadas con los años. Y él, pegado al muro del establo, mascaba despacio su tallo de menta mirándolo con ojos opacos y fijos como los de un lagarto. No veía otra persona en todo el día. Nada más aquel chico gordo de casi treinta años, solícito, amoroso, siempre atento a sus deseos. Todo el día viéndole de acá para allá, alegre y activo, meciendo los brazos como para dar más impulso al pesado bascular de sus caderas. Y él, Mingo Cabot, mirándole, mirándole todo el día con ojos de lagarto, como encandilado.

Ahora Nap ya no lloraba. Ahora tenía mucho trabajo y sudaba y jadeaba al afanarse en el cumplimiento de las diversas tareas de la jornada. Pero parecía feliz así, teniendo al fin una responsabilidad que cubrir con su trabajo. Se había apropiado un delantal de Dineta y lo llevaba todo el día, poco mayor que un babero sobre aquellos vastos pantalones que rellenaba totalmente.

Ahora, sin dejar de cumplir sus antiguas obligaciones para con los animales, se ocupaba también de todo lo que anteriormente correspondía a Dineta. Guisaba, fregaba, hacía limpieza, cosía, lavaba la ropa y, a media tarde, ya tenía dispuesto el vasito de leche para su padre. Y aún encontraba tiempo para irse con el gallo al torrente. Desgranaba una panocha entre sus piernas y el gallo, rápido y preciso, devoraba los granos no bien caían. Al acabar le miraba colérico y, montado en su tripa, le picaba.

El sábado al mediodía, después de gritar «¡El almuerzo!», Nap aguardó a su padre bajo las higueras.

—Han venido unas chicas a llevarse las cosas de Dineta, amigas suyas. Yo quería llamarte, pero les ha parecido que no valía la pena. Dicen que Dineta se casará lo antes posible. Ya están arreglando los papeles.

Mingo Cabot no dijo nada. Entró en la cocina y se tomó una cucharadita de aquellos polvos que sabían a cal.

El domingo se levantó algo más tarde que de costumbre. Fue a ordeñar, desayunó y se afeitó cuidadosamente junto al pozo. Luego se ocupó de arrancar las hierbas del tejado. El sol, todavía bajo, doraba las colinas y los mirlos cantaban desde las acacias. Sobre los peldaños del portal descansaba un cesto de manzanas rojas. Nap tendía la colada.

Volaron dos tórtolas. Mingo Cabot las miró alejarse desde el tejado, haciéndose pantalla con la mano. Marcharían pronto, en agosto. Y las golondrinas en septiembre y las torcaces en otoño y en febrero las becadas. Se iban, todas se iban.

Cuando acabó con las hierbas fue a sentarse junto al muro del establo mascando un tallo de menta. Miraba fijamente a Nap que ahora se movía entre las gallinas, recogiendo huevos. Le miraba, le miraba siempre. Y Nap iba de un lado para otro diciendo cosas a las gallinas, agachándose entre jadeos que olían a leche agria, la cesta de huevos bajo el brazo y el delantal colgándole como un babero entre las patazas. «Soy pura y sin mancilla —cantaba— paloma del Señor.» La cesta de huevos al brazo, camino de la ciudad meneando el trasero, y en la ciudad los huevos se rompen ¡zas!, un buen charco de huevo derramado en la ciudad. Y ahora —la cesta de huevos al brazo— una mujer diciéndole, una mujer de pelo ya gris diciéndole:

—¿Quieres que guise algo especial para el almuerzo?

Mingo Cabot se encogió de hombros.

—Como todos los días —dijo.

El sol había crecido hasta llenar el cielo y de nuevo todo volvía a ser como la muerte, un fulgor incoloro, un silencio sin pájaros, un soplo borroso entre las quietas colinas. Ahora que el trigo cosechado se apilaba en la era, los campos ofrecían el mismo aspecto que cuando los vio por primera vez, once meses atrás. La tierra seca y dura, los rastrojos, los avellanos chupados, la pequeña balsa enfangada entre las hierbas, todo igual. Pronto habría que volver a empezar, solo frente a los surcos como el año anterior, más solo que el año anterior, más cansado. Labrar y sembrar y mirar el cielo despejado un mes y otro, hasta nueve, y luego cosechar y partir la cosecha con la Viuda. Cuatro sacos de grano, lo justo para no morirse y poder sembrar otra vez y mirar el cielo otros nueve meses y cosechar cuatro sacos más. Oh, ¿quién era, quién había plantado algarrobos?

Almorzaron uno frente a otro, sin decir palabra. Y entre los dos, una tercera silla arrimada a la mesa, destacándose iluminada por el sol de la ventana, como presidiendo.

Después fue a mudarse.

—¿Bajas? —preguntó Nap.

—Claro.

La gorra nueva, el chaleco, los pantalones de pana, la camisa azul, a rayas blancas, sin cuello, cerrada por un botón de cabeza dorada. También aquella vara fina y breve que ni le podía servir de apoyo. Parado en el portal, miró las gavillas apiladas.

—Mañana trillaremos —dijo—. Luego labraré La Plana.

Y echó a caminar, los pantalones de pana silbando —cis cis— al rozar uno con otro. Desde las higueras, Nap le despedía como a un triunfador. «¡Adiós!», gritaba agitando la mano con entusiasmo. Y cuando él ya se perdía entre los avellanos, Nap aún se destacaba allá en lo alto. —¡Adiós papá!—, el gallo bajo el brazo y su pequeño delantal ondeando al viento. Mingo Cabot le miró una sola vez, torvamente, por encima del hombro. Luego siguió, pendiente abajo, con la vista fija en el sendero socavado por las lluvias, largo y angosto como un surco.

Al cabo del atajo, la carretera, una carretera de tercer orden y poco tránsito. Había que seguirla poco más de un kilómetro, siempre bordeando la ribera, soleada y olorosa en la tarde de julio. A un lado, entre los algarrobos, había un niño sentado junto a su bicicleta, con la cara entre las manos. Según pasaba por delante, el viejo le miró, se miraron el uno al otro sin decir palabra, el niño con la cabeza baja, por entre los cabellos que le caían sobre la cara. Luego que el viejo hubo pasado, el niño tomó la bicicleta por el manillar y salió a la carretera. Montó en la bicicleta, una máquina despintada que le venía grande y se fue todo recto, pedaleando despacio carretera adelante.

El viejo siguió caminando en dirección opuesta, hacia el pueblo. De la ribera llegaban frescos olores de atardecer. En la parte contraria a la ribera había sembrados, maizales, viñedos, haces de trigo repartidos por el rastrojo y, más adelante, ya en las afueras, también alguna masía medio oculta entre las higueras. Después, el puente de piedra, la fábrica de toallas, las callejas desiertas, el palabreo lejano de alguna radio, el sonar de las campanas cada media hora, etc.

No había cine aquella tarde, ni baile. Era la Fiesta Mayor del pueblo vecino y todo el mundo estaba allí, divirtiéndose. Así lo anunciaban los carteles. «Fiesta Mayor, atracciones, Gran Baile, solemne oficio, feria de ganado, Exposición de Tractores y Maquinaria Agrícola, todo el mundo ríe en la casa de la risa», leía Mingo Cabot. Caminaba despacio, casi cojeando por las calles desiertas y, a cada travesía, el sol oblicuo le deslumbraba, golpes de sol amarillo y polvoriento. A veces, tras las persianas verdes se esbozaba una cara, un perfil vago en la cálida penumbra, un mirar furtivo, quizá de enfermo, quizá de vieja o de niña, de solterona marchita. Y luego un suspiro, un comentario aburrido, indiferente, apenas susurrado. «Es Mingo Cabot, el de las colinas, aquel que no quería participar en lo del tractor. Ahora se le ha ido la hija», dirían quizá los más enterados. Y los no tan enterados: «Es Mingo Cabot y se le ha ido la hija.» O simplemente: «No es más que un viejo.»

Llegó a la plaza. Miró los bancos vacíos, la Iglesia, el Ayuntamiento, el Casino, grande y deslucido. El viento soplaba entre los árboles, arrastraba papeles, jóvenes hojas caídas, ahora girando entre los remolinos de polvo.

Entró en el Casino. Adrián bostezaba tras el mostrador, cuatro hombres jugaban al dominó agrupados en torno a una mesa y, en el rincón, los viejos charlaban sentados en corro. Entre ellos, don Augusto fumaba su gran cigarro puro, una taza de café en la mano derecha y el bastón colgando del respaldo de la silla. La sala de baile estaba cerrada y la pizarra de «Actividades Culturales y Recreativas» no anunciaba ninguna película. Mingo Cabot avanzó entre los veladores: el chocar de las piezas contra el mármol, la cafetera, los calendarios, las ventanas abiertas, las moscas zumbando en los techos oscuros, etc.

Los viejos le hicieron sitio, ensancharon el corro todos en silencio. Al poco, dejando en el platillo su taza de café, don Augusto empezó a decir: «Su hija…» Pero Mingo Cabot le atajó con un gesto. Los viejos asintieron. «Cada uno tiene sus problemas.»

Apoyando los nudillos en el velador, Adrián se inclinaba hacia él, la barbilla adelantada interrogativamente. Mingo Cabot levantó el índice, un dedo seco y tembloroso. Todos le miraron mientras hablaba:

—Lo de siempre.