Para José-Carlos Mainer,
que siempre sintió debilidad por esta novela
El 17 de marzo de 1935 nacía en Barcelona Luis Goytisolo, último vástago de una sorprendente familia, en la que sus dos hermanos mayores, José Agustín (1928) y Juan (1931), también se iban a dedicar con fortuna a la literatura. La familia Goytisolo pasó la guerra civil en Viladrau, un pueblo de montaña en la provincia de Barcelona. La madre, Julia Gay, murió el 17 de marzo 1938, el mismo día que Luis cumplía tres años, durante un bombardeo de la aviación italiana sobre Barcelona, lo que se llamó la bomba del Coliseum, episodio que Max Aub describe con detalle en Campo de sangre (1945). Julia Gay es una figura muy presente sobre todo en la obra de José Agustín Goytisolo, aunque en la de Luis —Juan Goytisolo ha llamado la atención sobre ello[1]— prácticamente no aparezca[2]. El autor de Señas de identidad ha recordado que «la vocación literaria, mía y de mis hermanos, criados en un medio social y educativo muy poco propicio a priori al cultivo de las letras, no puede explicarse tal vez sin la existencia de una necesidad angustiosa de resarcirse de un trauma y decepción tempranos: la desaparición tan brutal como súbita, de nuestra madre; el descubrimiento prematuro de un padre viejo y enfermo, a quien resultaba imposible admirar; la realidad de una familia venida a menos y cuyas grotescas pretensiones de grandeza se compadecían difícilmente con su desoladora mediocridad». Y en nota aclara que la vocación de escritores de los hermanos «se desenvolvió sin estímulo alguno y a contrapelo del sistema educativo que soportamos»[3]. No obstante, Luis Goytisolo rememora en las citadas «Acotaciones» (págs. 108 y 109) que sus tíos Leopoldo y Luis desempeñaron un papel importante en su interés por la lectura, sobre todo el segundo, que era su padrino: «le debo una sabia educación literaria, acorde siempre con mi edad». Así, le fue regalando primero libros de Walter Scott o una Historia de la piratería de Philipp Goose, y después de Mark Twain, Stevenson, Chesterton, Conrad, Melville, Baroja, Galdós o Balzac. Con dieciséis o diecisiete años, confiesa Luis Goytisolo, era «un devorador de novela americana (Faulkner, Hemingway, Dos Passos) en ediciones argentinas».
Luis estudió Derecho en la Universidad de Barcelona entre 1952 y 1958, aunque no llegó a acabar la carrera. Durante 1954 frecuentó el Seminario de Literatura que Castellet dirigía en el Instituto de Cultura Hispánica y la tertulia de los domingos por la mañana del Bar Club[4]. Entre 1956 y 1960 militó activamente en el PSUC, partido que abandonó tras el fracaso de la llamada huelga nacional pacífica. Tras asistir en Praga, en diciembre de 1959, a las reuniones del VI Congreso, usando el seudónimo de González, fue detenido e incomunicado en febrero de 1960, en los sótanos de la Dirección General de Seguridad[5]. Este episodio suscitó un unánime movimiento de solidaridad internacional: «Los factores más decisivos de mi puesta en libertad —aparte de que no existían pruebas de consistencia en contra— fueron, sin duda, la recogida de firmas que Juan [Goytisolo] promovió desde París, encabezada por Malraux y Picasso, así como documentos similares promovidos por los exiliados españoles en México y otros países hispanoamericanos, al igual que la recogida de firmas en España, encabezada por Menéndez Pidal y Cela»[6].
Primeros escritos
El autor ha recordado en diversas ocasiones que su primer cuento, «Las monedas», iba a publicarse en la revista Laye, cuando ésta desapareció en 1954. Obtuvo el premio Sésamo de 1956 con su cuento «Niño mal», que luego, más elaborado, se convirtió en el capítulo VI de Las afueras, y además fue finalista del premio de cuentos Leopoldo Alas, con El sol de las afueras, que estaba compuesto por cuatro capítulos de la citada novela.
El 4 de mayo de 1957 aparece en la revista Destino el que quizá fue el primer texto de ficción que publicó Luis Goytisolo, el cuento «Claudia», escrito en 1955[7]. Antes habían visto la luz, en la revista del colegio Bonanova, donde estudiaba, dos artículos: uno con motivo de la muerte de Chesterton y otro sobre Pedro Salinas. «Claudia» es la historia de una rebelión y una, incipiente, si se quiere, ruptura con la propia clase social, con ciertas similitudes con Lady Chatterley’s lover (1928), de D. H. Lawrence, novela que según confesión del autor no conocía entonces. En el cuento, narrado en tercera persona, se nos muestra cómo Amelia, la criada de la casa, una vez que se han consumado los hechos que se van a contar, y la han despedido, se los relata a unas amigas, que durante la supuesta narración oral le van exigiendo más detalles sobre la historia. La acción transcurre en el otoño de 1954 y el argumento es sencillo: una madre, una hija y un enorme pez rojo (doña Magdalena, la señorita Claudia y Lauro) viven encerrados en Villa Mindanao, una torre de la parte alta de Barcelona, hasta que un elemento extraño a su mundo, el jardinero Ciriaco, trastorna la vida de la hija. Así, cuando la madre lo despide, Claudia acaba asesinando a su progenitora. O relatado de otra manera: en una casa decadente, situada en un antiguo barrio elegante, degradado con el paso del tiempo, vegetan los miembros de una familia bien, hasta que la llegada de savia nueva provoca el conflicto.
Tanto los personajes principales como el espacio en el que transcurre la acción, que tienen —según el testimonio del autor— un origen real, están perfectamente descritos. Amelia, que narra los hechos, doña Magdalena, su hija y Ciriaco, el jardinero, «un hombre de media estatura, moreno y flaco, con pinta de gitano», son los protagonistas de este cuento trágico. La señora, de familia noble, estaba separada de su marido, odiaba los espejos y los relojes y no le interesaba lo que sucedía en el exterior. Se nos describe como «inmensa, pechugona, agrandada aún más por sus trajes fantasmales», comiendo todo el día dulces, bombones, bebiendo ratafia, y llamando todo el rato a su hija para que la atienda. De Claudia sabemos que, aunque «bien metida en la treintena, seguía pareciendo una niña», y que estaba siempre pendiente de los caprichos de su madre. Y de ambas, que vivían enclaustradas, «sin prisas, al margen de las horas», y que apenas tenían contacto con el exterior, pues a doña Magdalena «el aire de la calle le daba dolor de cabeza: y el sol y la humedad (…) la luz excesiva también le hacía daño». Pero también se nos cuenta que la señora a veces se dejaba llevar por la nostalgia y recordaba un tiempo en que tenía los dedos ágiles y podía tocar al piano piezas de Brahms, Chopin o Beethoven, u hojeaba un álbum de fotos, en el que aparecía joven y «flaca», y entonces no sólo añoraba los viejos tiempos de prosperidad de la familia, sino que también se olvidaba hasta de los pasteles y de la ratafia. Y que Claudia se pasaba las horas mirando por los cristales de la ventana. Así, doña Magdalena se refugia en un pasado esplendoroso y le impide a su hija, que observa el mundo desde lejos, desde la ventana[8], vivir en el presente.
La torre, Villa Mindanao, situada en «un distrito incómodo y lejano», en «aquel barrio tranquilo, casi desolado», que cincuenta años antes había sido una zona residencial de Barcelona, se nos describe como «un [oscuro] caserón ochocentista de estilo pseudocolonial, ahogándose casi entre palmeras, eucaliptus, castaños de indias y pinos», cuya dejadez exterior contrastaba con el «recargado» y «sofocante» lujo interior, hasta el punto de que —según se nos dice— podría competir con el «mismísimo palacio del rey». El barrio, que había sido próspero durante los años de la Dictadura de Primo de Rivera, en los que se instaló una línea de tranvía que lo conectaba con el centro urbano de la ciudad, que funcionó durante diez años, vivía ahora en un «amargo abandono».
Si la primera crisis de Claudia le llega con la adolescencia, por su exceso de peso; el conflicto trágico surge con la llegada de los nuevos vecinos, «gente del sur», que viven en barracas, «chusma», que ocupaban las faldas de la colina, extendiéndose como la lava de un volcán[9]. Y en concreto con la aparición de Ciriaco («aquel maldito murciano»), con su presencia y sus nuevas ideas. O como dice la narradora: «Llegó el jardinero y con su llegada se acabó la tranquilidad.» El zumbido de las abejas o el boqueo del pez son anuncios de «desgracia». No deja de ser concluyente para el sentido del texto que doña Magdalena le eche la culpa de sus pesares a los emigrantes, mientras que Amelia (que no era catalana, pero tampoco murciana, como se nos aclara) lo personaliza en Ciriaco. Así, lo que la señora siente como un problema de clase («Siendo quien eres…»), la criada lo plantea como un asunto personal, individual. Y Claudia, que ya ha iniciado un proceso de cambio y empieza a ver el exterior (ya no se limita a mirar por la ventana, sino que su vista se dirige a la colina, donde se han instalado los emigrantes; pero, además, ríe, canta, «casi no comía», descubre la azotea y toma el sol en la terraza, pues el jardinero le había dicho: «A ver si con un poco más de luz se pone usted más morena»), se plantea su identidad: «¿Soy? ¿Yo soy? ¿Qué soy? ¿Qué? ¿Qué?» Y tras ello, la rebelión[10], la ruptura definitiva y dramática, simbólicamente anunciada por el frenético aullido nocturno de los perros y por los paseos de Claudia por las calles de la colina. La doble liberación: familiar y física, el asesinato de la madre y la exhibición en la azotea. Pues, como se nos dice al final, tomando el sol desnuda «parecía muy feliz». Pero no nos engañemos, pues, si había vivido pendiente de su madre, no parece —por la escena que se narra— que tenga, ni que lo vaya a tener, un trato más independiente con el jardinero. Así, la que había vivido como víctima mucho nos tememos que continuará siéndolo tras su rebelión.
La estructura del relato, pespunteada por toda una serie de digresiones que nos alejan de la acción central, sin alimentarla, es útil para la comprensión de su sentido último, y tiene una clara función de contraste (entre la actitud de Claudia con el jardinero, charla con él y le ayuda en el trabajo, y la tediosa existencia que llevaba hasta entonces con su madre; entre la oscura villa y las barracas encaladas que fulguraban al sol), para acabar desembocando en la trágica liberación de la protagonista. Esa idea de que el problema individual no es más que la metáfora de otro colectivo y social mucho más profundo, la volveremos a encontrar a menudo en su obra posterior.
«Claudia» debía haber formado parte de Las Afueras, que en su origen —como veremos posteriormente con detenimiento— tenía nueve capítulos. Si Luis Goytisolo no llegó a incluirlo debió ser por las evidentes diferencias de tono y estilo, por la presencia de lo dramático, de la violencia, que tanto lo diferenciaban de los textos que acabaron formando parte de la novela. Sin embargo, hay en este cuento varios elementos que pertenecen ya al mundo de Las afueras: desde esa ironía con que se nos muestra a Claudia, primero escondida, cuando su madre le regaña, y después sollozando entre los laureles, cuando expulsan al jardinero; o la presencia de Lauro, el pez que acompaña en la muerte a doña Magdalena, que ocupaba en los arrumacos de la señora el lugar del marido (al que las muchachas más antiguas de la vecindad describían lorquianamente como «blanco y hermoso»); hasta los nombres y la función de los personajes (doña Magdalena, Amelia y Ciriaco), o el ambiente de la torre, y las formas periclitadas de vida de sus habitantes, que podrían ser las de don Augusto; sin olvidar a esos elementos extraños (aquí el jardinero, Ciriaco, que representa a la gente del sur; allí, por ejemplo, los Tonio) que vienen a remover un mundo estancado.
El nacimiento de un escritor: la sopresa de una primera ¿novela?
En 1958, un jurado compuesto, por Juan Petit, José Mª Valverde, José Mª Castellet, Víctor Seix y Carlos Barral, concedió en 1958 a Las afueras, primera novela del joven Luis Goytisolo Gay, que sólo contaba 23 años, el primer premio Biblioteca Breve de Seix Barral[11], que también fue finalista del Premio de la Crítica, que ese año obtuvo Ana María Matute por Los hijos muertos[12].
Leída hoy, treinta y cinco años después, a la luz de la importante obra posterior de este escritor, pero sin olvidar las controversias que suscitó en el momento de su aparición y los rumbos de la narrativa española actual, este relato adquiere un interés inusitado.
En 1958, la crítica trató la obra con generosidad[13], alabándola, sobre todo al resaltar su novedad estructural. Pero en esta misma novedad, algunos de los que se ocuparon de ella (Vázquez Zamora, López Pacheco o Julio Manegat) hallaron su único defecto: su indefinición genérica, la gratuidad del experimento del autor; pues, aunque el editor la presentaba como novela, y había obtenido un premio dedicado a tal género, no acababa de verse claro cómo se engarzaban los siete capítulos que la componían[14].
En el proyecto inicial del autor, el libro estaba compuesto por nueve capítulos[15]. A los siete conocidos[16], habría que añadirle el relato «Claudia»[17], que narra la historia de una rebelión, y el definitivamente llamado «Diario de un gentleman»[18]. Pero también es importante recordar que en 1956, «Niño mal», que después —más elaborado— fue el VI capítulo de la novela, obtuvo el premio Sésamo de cuentos; y con el título El sol en las afueras fue finalista del premio de cuentos Leopoldo Alas, que ese año obtuvo Jorge Ferrer-Vidal con Sobre la piel del mundo[19]. O sea, que, los textos que luego formaron parte de la novela fueron, respectivamente, ganador y finalista de los premios de cuentos Sésamo y Leopoldo Alas, y el conjunto obtuvo el Biblioteca Breve de novela. Todo lo dicho deja bien claro que Luis Goytisolo era consciente de la clara indefinición del material que barajaba, pues, al aspirar a estos premios, debía pensar que los textos, presentados de forma independiente o como un conjunto, podían leerse como cuentos, pero que también podrían funcionar perfectamente como una novela[20]. La fórmula final, su definitiva aparición como novela, responde a una firme convicción del autor, que siempre —y desde el primer momento defendió su pertenencia a este género[21].
Leídos hoy como relatos independientes sólo podríamos entenderlos en el contexto del realismo crítico, todavía plenamente vigente. Sin embargo, al unirse en una novela no sólo adquieren el valor de simiente de un mundo y una estructura que reaparece, enriquecido en su complejidad, en Las mismas palabras y sobre todo en Antagonía[22], sino que con La colmena, etc., anticipa —salvando las distancias que se quieran— un modelo estructural hoy plenamente vigente[23]. Si interesante es preguntarse por lo que anticipa Las afueras respecto a Antagonía, más esclarecedor resulta señalar lo que hallamos en su primera novela de la tetralogía. Así, nos encontramos con unos personajes que se transforman al reiterarse, como Matilde Moret se desdobla en Margarita y Magda en Teoría del conocimiento; una temática común (la dialéctica entre el campo y la ciudad, y las posturas que adoptan los individuos ante estos espacios; los conflictos que surgen en las relaciones familiares y personales y cómo lo individual no es más que un reflejo de los social); un empeño en hallar lo que el autor ha llamado el contenido de la forma, que no es sino la forma más adecuada para expresar un contenido; la utilización de un lenguaje al servicio de lo narrado y la exigencia de un lector activo, que es —no lo olvidemos— la tesis central del entonces muy influyente La hora del lector, de Castellet.
El título de la novela tiene un significado polivalente, pues responde a una idea geográfica, pero sobre todo existencial: el contraste entre Barcelona y de la gran ciudad; los terratenientes o burgueses de vida acomodada, frente a los que socialmente están en las afueras, los campesinos o los que malviven en la urbe. Y la profunda soledad de todos estos personajes, sin distinción de edades ni clase social, que viven al margen[24].
En el texto de «Las afueras»
En unas notas que encabezaban la primera edición, que en las sucesivas fueron suprimidas[25], se nos señala que la acción —narrada en tercera persona— transcurre en «Barcelona, la capital y su provincia, a los dieciocho años de la guerra civil», o sea en 1957. La unidad de lugar y la localización exacta, que tanto apreciaban los escritores del realismo social, aquí es muy relativa, pues, por ejemplo, ni llegamos a saber nunca cuál es el pueblo en el que transcurren los episodios ni si estos transcurren en el mismo lugar. Goytisolo nos muestra una sociedad que está empezando a sufrir una importante transformación económica y social, en la que los rentistas ociosos comienzan a tener dificultades para sobrevivir, pues en el fondo son vencedores vencidos; los agricultores, o dejan el campo para dedicarse a trabajar en las fábricas (como el Patacano en el capítulo VII), o comienzan a organizarse para defender sus intereses (I, pág. 44) y modernizan sus métodos de trabajo (como Tonio, que empieza a utilizar el tractor, en el V); y las jóvenes, como Dineta, en el capítulo V, aspiran a trabajar en las fábricas. Muchos personajes están concebidos como individualidades perfectamente diferenciadas, aunque en el conjunto de la novela pueden desempeñar también el papel de arquetipos, singularizándose no por sus nombres (de ahí lo innecesario de su reiteración) sino por su edad, clase social y actitud ante la vida. Y casi siempre por el contraste con otras conductas.
Tres noes a Víctor
En el capítulo I[26], el de mayores dimensiones, Víctor, después de una prolongada ausencia, vuelve en otoño a su finca de La Mata (la casa se nos describe como «una construcción ochocentista, mezcla de masía y villa de recreo», (pág. 7), para pasar «unas pequeñas vacaciones», en las que se dedica a descansar y a cazar, pero también a intentar ganarse la amistad de la niña Dina, hija de los aparceros, y de los campesinos del pueblo, mientras que intenta escabullirse de don Ignacio, el médico[27]. Pero el panorama que se encuentra no es demasiado gratificante: una finca sin explotar, en decadencia[28]; unos aparceros que malviven, pues Ciriaco está en la cárcel por haber robado y su mujer, la hosca Claudina, envejecida prematuramente[29], quejosa porque llega la siembra y su marido sigue detenido, porque tiene a su cargo a una niña silenciosa y rebelde y a un viejo que vegeta, Domingo («No se entera de nada», comenta su hija): «dos personas que son un estorbo»[30].
El reencuentro con sus amigos de la infancia (Adrián, el Becada, Mario y Fredo), en el llamado Café Moderno, le produce una gran nostalgia de aquellos «años mejores», pero sobre todo pone de manifiesto la distancia que los separa, pues, aunque él siempre los tutea, ellos lo tratan de usted (págs. 30 y 31). No sólo pertenecen a clases sociales distintas (los campesinos, por ejemplo, no saben qué quiere decir estar de vacaciones, (pág. 31), sino que Víctor casi depende del dinero de su mujer[31]; mientras que sus amigos, como comenta Fredo con ironía, trabajan todo lo que quieren, «todo queda para nosotros. Lo único que repartimos son las cosechas» (pág. 31)[32]. Sólo los iguala el fracaso, la derrota en la lucha por la vida, y el paso del tiempo. Se nos dice que Víctor «parecía más flaco, envejecido, el cabello se le agrisaba en las sienes» (pág. 13). Y los campesinos se nos describen con «caras secas, las profundas arrugas de la piel, que, en torno a los ojos, aparecía cuarteada por infinitas fisuras, como las del barro por cuajar» (pág. 32). Pero, además, Julio, que Víctor describe como «un tipo listo», murió en el frente del Ebro, mientras que la familia del protagonista pudo huir a Francia durante la guerra civil. Y el Patalino, mutilado de guerra, que poco después se cuelga de un algarrobo, lo ha perdido todo —«Vive de rifar pollos»— y lo ha abandonado su mujer, «que se acuesta con cualquiera».
Hay en este capítulo un episodio especialmente significativo, protagonizado por Tonio[33], un joven campesino que parece tener bastante ascendencia sobre el resto («parecía importante y todos le escuchaban»), y que, además, los anima a intervenir, a no quedarse al margen, «dejando que ellos cocinen lo suyo y lo nuestro. Lo han hecho durante mucho tiempo y no desean más que seguir haciéndolo» (pág. 44). En esta conversación se nos muestra claramente que los tiempos están cambiando y que los agricultores empiezan a tener una cierta conciencia colectiva.
Una visita a la torre del desván, donde estaba el gabinete privado de su padre, y donde Víctor había estudiado, propicia un nostálgico reencuentro con su infancia: los recuerdos familiares; la figura de su abuelo y de su padre y los raros objetos que estos fueron coleccionando a lo largo de los años; sus libros, etc. Sabemos, por la lista de personajes que encabeza la primera edición, que su abuelo —«un simple campesino de ascendencia imprecisa»— había emigrado a Cuba, donde se enriqueció y nació su hijo, aquí llamado don Augusto, del que con tanta reverencia hablan los campesinos. El padre de Víctor, que el protagonista recuerda tumbado en su chaise-longue, envuelto en humo y clasificando plantas, murió en Francia durante la guerra civil. Había sido terrateniente y especulador, con tan poca habilidad como fortuna. Nunca ejerció su carrera de abogado y era tan aficionado a la astronomía y, sobre todo, a la botánica que decía haber clasificado todas las hierbas y plantas de la comarca. Pero el momento culminante de esta rememoración de Víctor se produce cuando recuerda la despedida de su padre, al irse a estudiar a Barcelona, cuando éste reconoce su fracaso: «Quise asegurarte el bienestar y he fracasado. Estudia, pues, hijo mío, que tu carrera es el único capital que nunca podrás perder» (pág. 50)[34].
Tras la anécdota argumental se intuye una historia subterránea, la inquietud y desazón del protagonista que no consigue hallar su lugar en el mundo. Así, de poco le sirve la fuga a Víctor, pues, en el campo —en los lugares donde pasó su juventud— tampoco encuentra su sitio; a pesar de ese sentimiento de la naturaleza que se expresa a través de la escritura[35]. Sabe que sus sueños no se han cumplido (págs. 60 y 61), que ni la sociedad ni su vida personal funcionan adecuadamente. Presta atención a las quejas de los demás pero no actúa, en unos momentos —además— en que los campesinos empiezan a pensar en defender sus intereses comunes (pág. 44). Su vuelta a La Mata se salda con tres noes, que afectan a su patrimonio (Tonio le desaconseja que vuelva a explotar la finca)[36]; a su deseo de acercamiento a los campesinos del lugar (Claudina se niega, egoístamente, a que se haga cargo de la educación de su hija, pues la educación —según la madre— no va a salvarla: «¿De qué le serviría saber tantas cosas? Por mucho que una sepa de números, aquí las cuentas nunca salen» (pág. 41)[37], y a su vida sentimental (su mujer, que es la que tiene dinero, en una carta que espera a lo largo de todo el capítulo, le responde no). Un tajante y escueto no que resume el fracaso de una vida, pues no sólo no acaba de aceptar la realidad que lo rodea, sino que no parece tener conciencia de los cambios que en ella se han producido: la definitiva decadencia de la finca familiar, la ya insalvable distancia con las gentes del pueblo, que empiezan a tener otras aspiraciones, y su fracaso matrimonial. En fin, el lento pero progresivo cambio del mundo y los valores en los que fue criado.
«El antagonismo viejo-vieja visto por un niño»
En el segundo capítulo[38] se parte de un hecho tan simple como nimio: el enfado de don Augusto[39], porque alguien (él sospecha que su mujer) ha arrancado los geranios que se dedica a cuidar. La acción se alimenta de los monólogos que, tanto don Augusto como doña Magdalena, recitan delante de su nieto Bernardo (huérfano desde muy niño, pues sus padres murieron en un accidente de automóvil), acusándose mutuamente. Pero el motivo de la destrucción de las flores no hace más que encubrir una relación en descomposición, no es más que una excusa para que doña Magdalena y don Augusto saquen a relucir todo el odio acumulado durante una vida en común, con la silenciosa presencia de su nieto de nueve años, ante el que intentan justificar sus fracasos. Pero también aparece el tema del cainismo, en la evocación de las frecuentes peleas entre sus dos hijos: Víctor, padre de Bernardo, y Julio, catedrático en los Estados Unidos. Al final del capítulo, el protagonista, acudiendo a la más tópica retórica del catolicismo, desea empezar de nuevo: «He pensado que debemos perdonarnos los unos a los otros, que debemos saber afrontar con resignación las pequeñas amarguras de la vida. Y la he perdonado, hijo; si ella me ha golpeado, yo le presento la otra mejilla. Borrón y cuenta nueva (…) Hay que acabar de una vez con todo esto» (pág. 103). No obstante, hay que distinguir entre ambas posturas, pues, si bien, como ya hemos visto, don Augusto, al final, reconoce sus culpas; doña Magdalena se empecina en sus argumentos[40]. Así, tras haber soltado toda la bilis, los rojos geranios volverán a ocultar los desconchones de la pared.
De tapas por los infiernos
El malestar impera en el capítulo tercero, cuando Víctor y Nacho se encuentran en una cafetería al limpiabotas Ciriaco, que había sido asistente del primero durante la guerra civil. Los tres pertenecen al bando vencedor, pero la indiferencia de Nacho, que trabaja en la sección de embargos de un banco, y que sólo piensa en que el limpiabotas les está dando la noche, que con su intromisión les ha estropeado una noche de juerga, contrasta con la desazón y el malestar que el encuentro provoca en Víctor. El auténtico protagonista es Ciriaco, que se empeña, hasta la pesadez, en llevarlos al «sitio en donde dan las mejores tapas de Barcelona» y, después, ya sin éxito, al «mejor restaurante de Barcelona». Conocemos la vida anterior del limpiabotas (luchó en Leningrado en 1943 y, después, lo expulsaron del ejército y estuvo en la cárcel por robo) y su enfermedad incurable: está tísico. Pero también, entre el mucho vino que ingiere y la tos constante, nos muestra su susceptibilidad y su mal carácter, por no decir su mala leche. Buena prueba de ello es el episodio de Patrach (pág. 124), un pobre guitarrista, mutilado de guerra, con el que se mete sin venir a cuento (lo llama «cojo rojo»), hasta el punto de que tiene que salir en su defensa, recriminándole su conducta, el dueño del bar"[41]
Víctor, de 42 años, fabricante de tejidos, queda tocado por el encuentro y tiene «ganas de respirar un poco». Pero de que algo se estaba gestando ya en su interior, tenemos tres claros ejemplos. Nada más empezar el capítulo increpa a Nacho, al que moteja de «esbirro de banco, títere, perro de presa, verdugo de los pobres, de los arruinados…» (pág. 108), y poco después le da a su amigo una nueva versión del tanto tienes tanto vales: la habilidad para ganar dinero, le dice con ironía y amargura, «le deja a uno limpio de cuantos defectos pueda tener» (pág. 109). Y por último, el comentario sobre su hijo Alvarito, que «lleva el camino de convertirse en un tonto muy fino» (pág. 110). Quizás el capítulo séptimo podríamos leerlo como la confirmación del pronóstico de Víctor. Pero esto no debe engañarnos, pues en la compleja construcción que traza el autor del personaje (se nos describe con tripa y papada, con media dentadura postiza, y con la necesidad de tomar bicarbonato después de las comidas y somníferos para dormir, (pág. 111), se nos muestran también sus aspiraciones, su deseo —como el protagonista del capítulo primero— de volver a vivir en el campo: «hacerme una casita con jardín y vivir allí tranquilo. En las afueras» (pág. 111)[42].
Ciudad, campo y asilo: la imposible reconciliación social
El episodio protagonizado por Domingo y Amelia, el cuarto, podríamos leerlo como complemento y envés del capítulo II («Normalmente, se nos dice, los viejos se hablaban muy poco y discutían menos», (pág. 140). El anciano tiene que abandonar la huerta en la que trabajaba porque van a construir en ella un edificio. En estas simbólicas páginas se nos cuenta cómo el viejo matrimonio es derrotado por una civilización urbana, que los acaba destinando a un asilo. Ellos sufren las transformaciones sociales, pues, pasan del campo a la ciudad; de vivir en la torre de los amos a malvivir realquilados en los suburbios[43]; de su protección a la relativa independencia; pero también sufren los cambios de ocupación y de señores, del viejo don Augusto —con el que había jugado de niño— al joven don Víctor; el paso de una sociedad agrícola a otra urbana, etc. Si su único hijo[44] murió a los veinte años, durante la guerra, Amelia fallece al ser atropellada por un coche[45], sin que su marido consiga acercarse a ella. Una vez más, el final está cargado de simbolismo, pues, tras el atropello, se encuentra con un cartel que anuncia los «Terrenos adquiridos para el nuevo Asilo Municipal» y se cruza con un chico en bicicleta que le pregunta —a quien ni sabe a dónde ir, ni dónde se encuentra— a dónde llegaría siguiendo todo recto.
Aquí, como en el capítulo I, se nos muestra uno de los temas que con más insistencia se reiteran en el volumen: la incomunicación total entre dos mundos, entre dos clases sociales, la vieja burguesía terrateniente barcelonesa y sus colonos. A pesar de los intentos de acercamiento, del paternalismo y de los nostálgicos recuerdos de infancia, época en la que todos jugaron en armonía, existe un abismo que los separa, que impide la comprensión y la amistad[46]. Pues, por encima incluso de la victoria en la guerra, nos sugiere el autor, están las clases sociales, las diferencias culturales y económicas.
De Mingo a Tonio: de la laya al tractor
El viudo Mingo Cabot, protagonista del quinto capítulo, es un individuo que choca con la realidad del presente, pues no logra salir de «lo de siempre», por utilizar la frase final del episodio. El mundo ha cambiado y los valores son otros, pero Mingo no se ha enterado. Dineta, su hija, y Tonio, su novio, representan esos nuevos tiempos. Ella, como las demás chicas del pueblo, quiere trabajar en una fábrica de toallas, «ir y volver cada día», pero su padre no la deja: «el sitio de la mujer —le dice— no está en la fábrica, sino en su hogar, con la familia» (pág. 166). Las relaciones con el joven le cuestan una paliza a Dineta, que acaba fugándose de su casa. Tonio, en un episodio que complementa el del primer capítulo (pág. 44), le ofrece compartir un tractor con otros agricultores («teniendo tan poca agua, el asunto le interesa más que a nadie», (pág. 157), pero Mingo se niega, pues, no le gusta compartir las cosas. Pero incluso la Viuda, la dueña de la masía, que se muestra injusta en la valoración de su trabajo (de la misma forma que él no es flexible con sus hijos y en un arrebato de cólera mata a la perra), choca con las ideas de Mingo y defiende la eficacia del joven Tonio: «Podía ser descarado aquel chico, le dice, podía tener sus ideas, pero trabajaba bien» (pág. 169). Mingo, en resumen, vive de los recuerdos de «otros tiempos», en los que había educación y respeto (pág. 168); «la tierra se labraba a mano, con una laya» (pág.161); el tabaco era mejor, «Habanos como los de antes ya no los volveré a fumar» (pág. 167); los jóvenes no se dirigían a los mayores con un cigarro en la boca (pág. 168). Y no se atrevían a explicarles qué era la vida (pág. 157).
La itinerante vida del protagonista, que a sus sesenta y dos años ha trabajado en diversas masías sin lograr echar raíces, e incluso fue expulsado por su anterior patrón, podríamos resumirla como un constante volver a empezar: «¿Cuántas veces tuvo que cambiar de tierras, de casa, de vecinos, decir adiós a lo que había plantado y hecho crecer?» (pág. 163). La descripción naturalista que se nos hace de él, como la de su hijo Nap, es premonitoria de su tragedia: «Bastaba verlo para darse cuenta, flaco y sombrío, la cara chupada bajo la gorra. Verle moverse, caminar siempre doblado por la cintura, así cojeando» (pág. 153). En cierta forma, la llegada del tractor[47] coincide con la huida de la hija, con el desmoronamiento definitivo de la existencia de Mingo, que, como Sísifo, tiene una vez más que «volver a empezar, solo frente a los surcos como el año anterior, más solo que el año anterior, más cansado» (pág. 181).
El papel de desheredado por excelencia, que en el capítulo III desempeñaba el cojo Patrach, aquí lo representa Nap, el hijo de Mingo. Se nos dice que había estado enfermo mucho tiempo y se le describe, con tintes esperpénticos, como un chico gordo, ya no tan chico, pues tiene casi treinta años, «solícito, amoroso», siempre atento a los deseos de su padre, «su trasero gordo, sus caderas bien torneadas, la camisa reventando sobre su tripa en raro contraste con aquellos brazos débiles, con aquellos hombros estrechos y caídos (…), su cara redonda y sin vello» (pág. 158). Su única ilusión consiste en poder acompañar a su padre y a su hermana algún día al baile del pueblo, «pero —reconoce con resignación— hago reír. Soy tan gordo…» Nap, como Patrach, es el eslabón más débil de la cadena, que apenas es aceptado, como un igual, por los más desheredados.
La muerte del viejo Patacó, que podemos intuir como el posible futuro de Mingo Cabot, da pie a que se explayen en el Casino, aunque con más resignación que afán de rebeldía, sobre sus condiciones de vida y trabajo: «—Nosotros, los campesinos, no tenemos protección. —No somos nadie. —Nos pasamos la mitad del tiempo doblados sobre la tierra y la otra mitad mirando al cielo. —Trabajas toda la vida y total ¿para qué? —La vida es así» (pág. 171). El capítulo concluye como había empezado, con la paliza que le da a su hija, al enterarse de sus relaciones con Tonio, y con las habladurías y las miradas furtivas de las gentes del pueblo, que ya nos habíamos encontrado también en el I (págs. 11-15).
El hombre sin camisa y el hombre que llevará corbata
Como ya hemos recordado, con una primera versión del sexto capítulo, titulada «Niño mal», obtuvo Luis Goytisolo el premio Sésamo de 1956. La novedad de estas páginas estriba en el papel protagonista que desempeña una familia obrera de emigrantes murcianos, formada por un matrimonio, Claudina y Ciriaco, y su hijo Bernardo. Por lo que a ellos respecta, la trama se teje básicamente con cuatro elementos: la detención del padre por robar unas tuberías; el recuerdo del hermano muerto en un brasero, que obsesiona al chico; las disputas del matrimonio, sus esperanzas por salir adelante y la ilusión de que Bernardo estudie, y el enfrentamiento y contraste entre Ciriaco y su cuñado Antonio.
No parece descabellado del todo relacionar los dos primeros hechos: la detención de Ciriaco y la obsesión de su hijo por el hermano muerto. Sólo así podrían tener respuesta las dos preguntas iniciales: ¿cómo encontró la policía a Ciriaco y cómo se produjo la muerte del niño? En dos ocasiones se repite la misma escena: mientras que a Claudina le preocupa la información que su hijo le ha dado a la policía, éste sigue obsesionado por la muerte de su hermano (págs. 185 y 205). Si recordamos que es Bernardo quien le indica al policía el paradero de su padre[48], quizá no sea demasiado atrevido sostener que el chico sospecha —no se nos dice si con fundamento— que fue su padre el causante del fallecimiento del pequeño. La silenciosa presencia de Bernardo a lo largo de casi todo el capítulo está cargada de significación. En la primera escena, con su madre, y después, en el bar, con el gitano Patrach, con sus amigos en el partido de fútbol y en su posterior deambular por los alrededores del campo del Barça, el cine y el salón recreativo, el niño —que se limita a observar— va chocando con una realidad que se le presenta como ajena, a la que no tiene fácil acceso: «el niño recorría con su andar rápido y breve, el pelo sobre la cara y las manos en los bolsillos, caminando en zigzag por entre la gente, como escabulléndose. Y nadie se fijaba en él, un niño solo, pequeño y moreno, con su jersey raído y sus pantalones que le venían grandes…» (pág. 199). Y ni siquiera en su casa encuentra fácil acomodo, pues en dos ocasiones, su padre —con apremiantes necesidades sexuales— lo aleja de ella con diversos encargos. Y, curiosamente, en una de esas salidas se topa Bernardo con la policía. Así, el «Niño mal» del título primitivo aparecía como contraste irónico del niño bien que es el Alvarito del último capítulo, pues lo que parece evidente es que Bernardo, que anda desasosegado, está enfadado con su padre.
El episodio de Patrach en el bar (págs. 188-194) sirve de engarce entre los dos temas centrales que se desarrollan en el capítulo: los conflictos de la familia de Ciriaco, que acabamos de tratar, y el contraste y enfrentamiento entre éste y su cuñado Antonio, que comentaremos después. El Patrach de este episodio tiene que ver con el del capítulo III[49]: Aquí, su función consiste en denunciar la injusticia de la detención de Ciriaco, al que recuerda como un hombre generoso, pero también la existencia de las guerras[50]: «¿Crees que a un padre que roba seguramente para dar de comer a su mujer y a su niño se le puede meter en la cárcel? Total, ¿qué habrá robado? ¿Unos metritos de tubería? Nada hombre hay que comprender… Era mucha tentación para Ciriaco que trabajaba allí, en las obras, ganando cuatro perras al día. Todo el día, dale que dale con la carretilla, pasando por delante de los rollos de tubería… ¿Te imaginas? Era un compromiso…» (págs. 188 y 189). Y aunque se dirige a Roig[51], el dueño del bar, en realidad, es la voz del autor la que está interpelando al lector. El mismo procedimiento usa Goytisolo cuando Patrach, después del comentario de un hombre que estuvo cinco años enrolado en la Legión Extranjera, en la guerra de Indochina, increpa con ironía a unos parroquianos del bar, sobre quién tiene la culpa de las guerras. Patrach, que en dos ocasiones es acusado de ladrón por los clientes (págs. 191 y 193), se define con una frase que le lanza a los demás como desafío: «No tengo camisa porque soy el hombre feliz».
No menos importante es la aparición en el bar de los «jóvenes elegantes», que por sus maneras y aspecto contrastan con los parroquianos habituales. Buscan allí un ambiente que no encuentran —según ellos— por ser domingo, pero no son demasiado bien recibidos, pues además de no servirles, Patrach se burla de ellos. Pero también, como ya hemos señalado, la conversación que sostienen nos proporciona una posible pista sobre el final del cuarto capítulo.
Las disputas del matrimonio se complementan con el significativo enfrentamiento entre Ciriaco y su cuñado Antonio, que Goytisolo utiliza para mostrarnos dos maneras distintas de entender la emigración. Frente a la imagen que se nos da de Ciriaco, como un hombre tan conformista como juerguista, se nos muestra a un Antonio serio (su cuñado lo moteja de «preocupado»), ambicioso, con ganas de mejorar socialmente, y trabajador, que ayudó a su familia a instalarse en Barcelona, y que ahora —tras la detención— se queja de la existencia que ha llevado su cuñado: «No, si le calé a la primera —decía—. Tiene que dejar el pueblo y contento, aquí se pasa el día en las obras a cambio de cuatro perras y contento. Contento el hombre, siempre contento. Mientras no le falten paisanitos, tasquitas y chatitos…» (pág. 206).
Las esperanzas del matrimonio están depositadas en el hijo. Ambos quieren que estudie (el maestro les había comentado que el chico era listo), pero Ciriaco prefiere que sea oficinista o guardia, y su mujer técnico; mientras que a Bernardo le da lo mismo. Si las aspiraciones de la madre estriban en poder salir adelante, «trabajar mucho»,· «estar más unidos que nunca» y que el hijo estudie (pág. 186), las del padre quedan resumidas en una frase: «este chiquillo acabará llevando corbata como un hijo de don»[52], pero todo ello queda empañado por la detención de Ciriaco y la pesimista y lúcida frase final de Antonio (levemente matizada por el «Algún día…» posterior), que carga —es sólo un ejemplo más— de contenido crítico la novela: «¿Recuerdas al abuelo? (…) Se pasaba el día diciendo: “¡Ah, cuando era joven…!” “¡Ah, si fuese joven…!” Bien, pues ahora soy joven y ya ves, de mi casa a la fábrica, de la fábrica a mi casa… Trabajar para comer, comer para seguir trabajando y así hasta que ya no eres joven, hasta que te haces viejo como el abuelo y no sirves para nada, toda la vida tirando como un caballo…» (pág. 207) .
Alvarito, «un tonto muy fino»…
El último capítulo anticipa el tono y la temática de Las mismas palabras. Ya hemos visto cómo en el tercero, Víctor le comentaba a su amigo Nacho que, Alvarito, su hijo, llevaba el camino de convertirse en un tonto muy fino. Bueno, pues, en estas páginas podemos observarlo transitando ese camino.
El autor se centra en dos motivos: la nostalgia de la infancia y juventud de Alvarito en el pueblo y de la relación con su mejor amigo, el Patacano, del que hacía de lugarteniente en los juegos infantiles; y los distintos caminos que ambos siguen en la vida, predeterminados por su clase social. Mientras que uno se va a estudiar a Barcelona y dedica los veranos a divertirse con sus amigos, recorriendo las colonias de vacaciones; el otro tiene que quedarse trabajando en el campo para ganarse un jornal (pues, «el campo no da vacaciones»). Así, se van distanciando, ya que no sólo las preocupaciones empiezan a ser distintas, sino que hablan lenguajes diferentes, hasta el punto de que los amigos empiezan a remedar la manera que tiene Alvarito de decir las cosas. Si el estudiante, que quiere ser médico, se interesa por el fútbol, las actrices de cine y las motos; el agricultor quiere conseguir un trabajo en la fábrica del pueblo, para ganar más dinero, pues en el campo «te tiras una vida de perro a cambio de casi nada».
Tras su estancia en Barcelona, el carácter y la vida de éste joven vástago de la burguesía, experimenta notables cambios. El narrador, con una cierta crueldad, traza un panorama de sus ocupaciones e inquietudes: salía con una chica, aunque pueda parecer mentira apodada Fefa; era socio del F. C. Barcelona e iba al gimnasio y a una academia de baile; le gustaban los coches y sabía hablar de fútbol, de chicas y de actrices de cine; había engordado y se masturbaba al bañarse. Todo un completo bagaje para andar por el mundo. Sin embargo, su padre, don Víctor, el médico del pueblo, había puesto en él grandes esperanzas: «Debes estudiar mucho y ser un buen cirujano, le dice. Cuando acabes la carrera tienes que ir en viaje de estudios a los Estados Unidos. Y a la vuelta, con un poco de suerte, tendrás la mejor clientela de Barcelona» (pág. 222). Por una posterior conversación del joven con su abuelo, sabemos que el médico desea que su hijo haga lo que él, por la guerra, no pudo realizar: «Quería estudiar en Alemania, ser uno de los mejores médicos de Barcelona…» (pág. 224).
Como hemos señalado, el futuro les depara a los dos amigos trayectorias muy distintas, que van divergiendo cada vez más con el paso del tiempo. El joven estudiante (que cuando al final del capítulo abandona el pueblo, entre los comentarios de los vecinos, ya es tratado de don y saca billete de primera clase), aprende boxeo y defensa personal, le gana un pulso al hijo del herrero y su padre le regala un cronómetro suizo al aprobar la reválida. El Patacano, que quería ser camionero, acaba amargado porque ha perdido tres dedos en la prensa de la fábrica y ya no podrá lograr el trabajo que tanto deseaba. Tras la muestra de estas dos trayectorias vitales, e incluso tras la puesta en cuestión de los valores de este joven burgués, lo que el autor cuestiona es algunas de las ideas básicas del capitalismo: la existencia de la igualdad de oportunidades y la movilidad social; o sea, la posibilidad de cambiar de clase social, de acceder a un estatus superior, ya sea cultural o económico. Y, por supuesto, la reconciliación entre las clases sociales[53].
Estructura y lenguaje. El objetivismo
La estructura de los capítulos es muy similar. Como ha escrito Sobejano, el procedimiento consiste casi siempre en «presentar al principio el hecho actual, aquel que decide el rumbo de la situación, para en seguida retroceder al pasado, esbozar la historia desde lejos y regresar al punto de arranque, prolongar las circunstancias derivadas de éste y dejar el asunto en una fase sin solución, vibrando de problemas o de espera»[54]. Ya desde esta temprana obra, Goytisolo le concede una gran importancia a la estructura, que le sirve además para —mediante un peculiar procedimiento de combinación— romper la barrera entre los géneros. Y no deja de ser significativo que sea, en una obra tan ambigua, si nos atenemos a la tradicional clasificación de los géneros, como Investigaciones y conjeturas de Claudio Mendoza, donde el autor aclare su génesis y llame la atención sobre el valor de su primera novela.
El lenguaje de Las afueras posee casi siempre un sabor costumbrista, de época, sobre todo en los diálogos, en el uso de expresiones coloquiales y, con cierta frecuencia, en la utilización del peculiar español que se habla en Cataluña. Y aunque el estilo es realista, en diversas ocasiones, sobre todo cuando describe el campo, adopta el autor un acertado tono lírico, que no desentona con la habitual sobriedad de la narración. Pero, como el argumento, esconde una realidad simbólica, representativa.
La novela está escrita con una técnica objetiva, que el autor concibe como un ejercicio de rigor. Tanto Castellet (La hora del lector, 1957) como Juan Goytisolo (Problemas de la novela, 1959) defendieron en la época el objetivismo norteamericano y francés, pues no sólo era un procedimiento adecuado para depurar el estilo sino también una técnica narrativa más compleja para plasmar una visión crítica de la realidad. La crítica del momento coincidió con este hecho, y se vio en Faulkner y Pavese los modelos que siguió el escritor.[55] Quizá ha sido Guillermo Carnero quien más se ha alejado de la interpretación que se ha venido haciendo del libro, al negar su condición de novela social, por su componente autobiográfico y considerar muchas de sus páginas como propias de la novela lírica. Para Carnero es «un experimento de disidencia», «parodia de novela convencional», una obra atípica en su contexto, que anticipa aspectos de Antagonía.[56]
¿Novela o cuentos?
Quizás ahora podamos responder a la reiterada preocupación de la crítica sobre los posible elementos de unión de los siete capítulos y el sentido de la transformación de los personajes y la repetición de sus nombres[57]. Todos los capítulos tienen un tiempo y un espacio común, pero también unos personajes que son distintos, a pesar de que determinados nombres se repitan, pues, en el fondo, podrían ser los mismos, e incluso, a veces, como hemos visto, lo son. Pero además, existe un encadenamiento argumental, ya que los capítulos no sólo tienen valor por sí mismos, sino que —sobre todo— adquieren su auténtico sentido al complementarse, hasta el punto de que alguna situación sólo sugerida, en alguno de ellos, se resuelve o ilumina en los siguientes. Todo ello obliga a que el lector adopte unas conclusiones generales, que tienen que ver con la individualidad de los personajes, pero también con la clase social a la que pertenecen y con la situación histórica del país. En realidad, Goytisolo nos muestra todas las clases sociales y varios de los casos individuales posibles, pero además las relaciones que se crean entre ellas. Así, como han señalado Nora y Sanz Villanueva[58], los don Augusto y doña Magdalena son los adinerados de la preguerra, los que heredaron o amasaron la fortuna familiar; los Víctor, sus hijos, han ganado la guerra, pero se sienten frustrados porque ésta truncó sus vidas, y ahora viven con escepticismo y amargura, pues sienten nostalgia de una infancia idílica, feliz, sin la agudización de los conflictos de clase que sufren ahora; y la última generación, la que representa Alvarito, son los llamados niños pijos, los que no han conocido las penurias y, aunque la familia parece venida a menos, pueden estudiar y divertirse sin problemas. En la clase más desfavorecida, Domingo y Amelia, representan a los viejos sirvientes, a los que los señores traen y llevan a su antojo y tratan con paternalismo; los Ciriacos no han mejorado, pero hay en ellos cierta rebeldía, aunque también insolidaridad de clase; Antonio, es el trabajador responsable y serio, consciente de su situación y con remotas esperanzas de mejora; Tonio, en cambio, es el único que parece que puede romper el círculo, etc. Los niños Dina y Bernardo, permanecen silenciosos y solitarios frente a un mundo para ellos tan hostil como enigmático[59].
Qué duda cabe, ya lo hemos visto, que la novela posee un fuerte contenido crítico[60]. Pero, aunque seguramente no fuera la intención del autor en su momento, hoy también encontramos en sus páginas una desmitificación del proletariado. Así, todos los capítulos rezuman un fuerte pesimismo, que nos hace pensar no sólo en la imposible reconciliación entre las clases sociales, sino también en el difícil entendimiento entre los humanos, sin distinción de edad, clase o condición. El único personaje que se salva, el único que todavía tiene esperanzas en el futuro es Tonio, el líder campesino que aboga por la unión y por la modernización del campo. Discutir hoy si la novela formó o no parte del realismo social, no nos serviría para nada. Lo que sí podemos señalar es que ésta no es una novela documento, sino que podríamos definirla como una narración realista con un fuerte contenido crítico que se extiende a todos los ámbitos de la sociedad. Pero también es una narración ambiciosa, en el sentido de que Goytisolo no se limita a repetir unos procedimientos técnicos trillados, sino que busca la forma para mostrar de la manera más compleja posible la realidad que lo rodea.
Cuando el joven Luis Goytisolo se lanza a la literatura tiene dos ambiciones: mostrar de manera sutilmente crítica los cambios sociales que se están produciendo en la sociedad española y dar con el contenido de la forma. Ambas cosas las cumple y, además, nos anticipa su complejo mundo literario. Ahora, a la luz de Antagonía y de su obra posterior —que ilumina Las afueras— estamos en condiciones de entender en toda su riqueza y valor histórico la primera novela de Luis Goytisolo[61].