El hecho era muy simple. Durante la noche, alguien había arrancado los geranios.

Don Augusto hizo el descubrimiento al poco de levantarse, cuando salió a la ventana. Se había asomado distraídamente, bostezando, entornando los párpados, abotonándose la camisa con dedos perezosos. Era una mañana de octubre como cualquier otra, apacible y tibia, velada por una ligera neblina que el sol desvanecía poco a poco. El aire olía a hojas quemadas, a humedad caliente y, desde algún jardín vecino, por entre los árboles, se alzaba con seco chisporroteo una humareda revuelta y blanca.

Y el viejo se había entretenido mirando todo aquello, el sol y el humo, los árboles de hojas pálidas, las villas alineadas a lo largo de la calle. Fue luego, al bajar la vista, cuando pareció ver lo sucedido. Repentinamente, como quien recibe un golpe. Y doblado sobre el alféizar, con las cejas enarcadas y la boca entreabierta, repasó una y otra vez los muros del jardín, la verja desnuda, los arriates de tierra removida, rota en secos terrones.

La villa era una pequeña construcción ochocentista de dos plantas, aproximadamente igual a cualquier otra de aquel barrio. Entre el edificio y la calle, había un breve jardín cuadrangular en el que crecían dos tilos. Una verja de hierros grises montada sobre un muro bajo, cercaba el jardín por tres de sus lados; el cuarto, al fondo, estaba cerrado por la propia fachada de la casa. A todo lo largo del muro, los arriates se extendían como una estrecha cinta. Hasta la noche anterior, todo aquello —los arriates, el enverjado— quedaba oculto por una desbordante masa de geranios que, verdes y lozanos, estallando en flores rojas, trepaban hasta los últimos hierros. Ahora, en cambio, el jardín más bien parecía un patio, así desnudo, cercado por grises muros. Alguien había arrancado los geranios y este hecho, descubierto a primera hora por don Augusto, alteró completamente el normal desarrollo de la jornada.

Todas las mañanas, lo primero que hacía don Augusto después de levantarse era saludar a Bernardo. «Buenos días, hijo», gritaba asomándose a la habitación del niño y, sin aguardar respuesta, se iba por el pasillo tarareando viejos cuplés, canciones de su época. Luego se afeitaba en el cuarto de baño, operación cuidadosa y reposada, tan reposada que el viejo nunca llegaba al comedor antes de que doña Magdalena y Bernardo hubiesen concluido el desayuno. Así es que siempre le tocaba desayunar solo, entre las tazas y platos sucios. No obstante, despachaba su taza de cacao y su panecillo metódicamente, con toda calma, como si no oyera los furiosos golpes de sacudidor con que doña Magdalena inauguraba la limpieza del cuarto.

Al acabar el desayuno, recogía el periódico de la mesita del recibidor y, llevándolo bajo el brazo, se daba unas vueltas por el jardín con objeto —decía— de activar la circulación. Después, según fueran las indicaciones de la veleta, colocaba su sillón de mimbre arrimado a tal o cual muro, el que mejor le amparase del viento. Una vez acomodado, no abría el periódico inmediatamente sino que continuaba sentado allí, casi entre los geranios, mirando en derredor con ojos entornados, de paisajista. Miraba el cielo, las nubes, el verde de las hojas resplandeciendo al sol, destacándose contra el azul del cielo. Al poco rato, el niño asomaba por el soportal, con sus libros y sus cuartillas y entonces don Augusto le decía: «Vente para acá, hijo, que aquí estarás bien.» Y el niño se llegaba hasta el sillón de mimbre y se sentaba en el suelo, sobre sus piernas cruzadas. Abría el atlas, colocaba una cuartilla sobre la lámina elegida de forma que el mapa quedase vagamente esbozado en la blanca superficie; tomaba un lápiz y calcaba el mapa mientras con la mano izquierda impedía que la hoja superpuesta se le corriera de su exacto emplazamiento. Don Augusto le miraba desde el sillón y sólo entonces, al verle dibujar doblado sobre su atlas, empuñando un lápiz pequeño y mugriento, mordido como una boquilla, parecían haberse cumplido los requisitos necesarios para que el viejo desdoblase el periódico. A veces, luego de echar un vistazo a las fotografías de la primera plana, aún hacía otra pausa para mirar de nuevo en derredor. «Se está bien, ¿eh, hijo?», decía. Pero el niño parecía muy ocupado y don Augusto, lanzando un suspiro, abría por fin las grandes hojas.

Don Augusto leía el periódico por secciones, siguiendo siempre el mismo orden; era aquella una lectura sistemática y atenta, casi un estudio, apenas interrumpido cuando determinada noticia le merecía un breve comentario en voz alta. En primer lugar leía las noticias y crónicas del extranjero dejándose sorprender invariablemente por la estupidez de aquellos hombres que, de forma inexplicable, habían alcanzado los puestos de mayor responsabilidad, poniendo así en peligro el porvenir de Occidente. «Los rusos son más listos —decía—. En vez de empezar a discutir que si esto, que si aquello, lo hacen y ya está. —Movía la cabeza—. Bien claro lo dice la Biblia: los hijos de las tinieblas son más hábiles para los asuntos de esta vida que los hijos de la Luz…» En las páginas dedicadas a la vida nacional se demoraba menos, las pasaba de largo excepto cuando traían la reseña de alguna reunión de las Cortes o del Consejo de Ministros y de los acuerdos tomados, que el viejo estudiaba detenidamente. Luego pasaba a la sección de actualidad ciudadana, a las noticias sobre proyectos y aspiraciones barcelonesas, sobre urbanismo. Meneaba la cabeza. «¡Ah, el plan Cerdá! —decía—. Si lo hubieran realizado tal y como se proyectó…»

Los lunes también echaba un vistazo a la crónica taurina y a la reseña de los encuentros de Liga. «¿Qué habrá pasado con esta estupidez del fútbol?», decía entonces, como para disculparse. Aunque en su vida presenció un partido, parecía alegrarse de que perdiese el Barcelona C. de F. «Es un Club de gente muy chabacana y ordinaria, ¿sabes? Los del Español son otra cosa, más caballeros, más señores…» A veces, incluso se acaloraba discutiendo a este respecto con sus conocidos del barrio. «Créame usted —les decía—. El Barcelona se aguanta porque es un Club fuerte y puede alquilar jugadores extranjeros, que si no…»

Para el final se reservaba el estudio de las cotizaciones de Bolsa, de los artículos referentes a temas financieros y económicos. «Fíjate —decía excitadamente alguna mañana—, siguen subiendo tal y como pronostiqué.» Sacaba un lápiz y sobre el mismo diario, anotaba una rápida multiplicación. «He ganado tantos y tantos duros», anunciaba luego. Y es que don Augusto jugaba a la Bolsa. Al margen de las obligaciones que le producían una renta constante, poseía unas pocas acciones destinadas a la especulación, que cambiaba continuamente, vendía y compraba, siempre con saldo favorable. «Tengo intuición para estas cosas, ¿sabes, hijo? Estoy seguro de que si ahora fuese joven haría carrera en la Bolsa.»

Don Augusto era muy aficionado a las cuestiones económicas y financieras y tras concluir con ellas la lectura del periódico, doblaba las grandes hojas y quedaba como pensativo, absorto en sus reflexiones. De pronto, con gesto automático, se sacaba una libreta forrada de hule negro y escribía algunos pensamientos. Y así, mirando distraídamente al niño, con el lápiz en una mano y la libreta abierta sobre las rodillas, seguía durante cierto tiempo con sus anotaciones, todas ellas destinadas a un libro que venía preparando desde hacía bastantes años. «Un trabajo tremendo, ¿sabes? Fíjate tú que aún estoy en la etapa de recopilar material…» El libro se iba a llamar Economía Política en la Vida. «Porque en la vida, hijo, encuentras continuamente pruebas que demuestran la verdad de las leyes económicas. El sol, sin ir más lejos, nos da un ejemplo notable del concepto económico del precio según las leyes de la oferta y la demanda. ¿Por qué, si no, son los nórdicos y no los españoles quienes más aprecian el sol? Pues porque en el norte, el sol es escaso y, por lo tanto, apreciado, tiene precio. ¿Comprendes? Y así en todos los órdenes de la vida… Esto es lo que quiero demostrar en mi libro, que las leyes económicas tienen su raíz en la sabia Naturaleza. No en tono estrictamente científico, claro, sino más bien de divulgación», explicaba.

Después de todo esto, de acabar con el periódico y con sus anotaciones, don Augusto se dedicaba a los geranios. Les cavaba la tierra, les arrancaba las hojas marchitas, las hierbas que pudieran crecer en los arriates. Tomaba la regadera, la llenaba en el cuarto de baño y, con aquel viejo trasto que por el camino perdía buena parte de su contenido, regaba los geranios en cuatro viajes. Luego, cada mañana la misma escena. No bien don Augusto concluía de regar, doña Magdalena aparecía por el pasillo arrastrando un cubo y una bayeta. Sin decir palabra ni mirar a nadie, se arrodillaba y, doblada sobre las baldosas, fregaba el suelo del soportal. Se incorporaba y tras recogerse los grises cabellos que le caían sobre la cara, vaciaba el cubo al pie de los tilos, un estallido de agua relampagueante y estrepitoso bajo los tilos. Escurría la bayeta y la echaba en el cubo vacío; se descalzaba y con las zapatillas en la mano, se iba por el corredor pisando las baldosas todavía mojadas. Al poco, de la cocina llegaba otra vez un atareado trajinar de cacharros.

Don Augusto guardaba la regadera en la alacena de los contadores del agua, cerraba con llave las pequeñas puertas de hierro y volvía a su sillón de mimbre. Se sentaba suspirando.

Después de comer, don Augusto sesteaba en una butaquita del comedor mientras doña Magdalena fregaba los platos. Al concluir, media hora más tarde, la vieja llamaba a Bernardo y juntos se iban a la salita. Tomaban asiento y Bernardo se ocupaba de sus mapas mientras ella hacía ganchillo.

A media tarde, don Augusto se daba un paseo, por lo general sin salir del barrio. Visitaba a los conocidos —el tendero, el viejo del estanco, un militar retirado— y les hablaba de su libro, discutía con ellos los más variados temas de actualidad. Por el camino, recogía disimuladamente cuantos papeles, tacones de goma y piezas metálicas encontraba.

Cuando lograba reunir una partida apreciable, pedía precio a varios traperos y lo ajustaba con el que pagase mejor.

Alguna tarde, se llegaba hasta una huerta de flores de las cercanías. Parado ante la frágil valla de espino, contemplaba los cuadros de pequeños tiestos, los geométricos macizos de flores, cobertizos de caña y hojalata, un estanque circular, una pila de estiércol, unos cuantos árboles frutales, higueras, cerezos, melocotoneros. Regresaba despacio, por las nuevas calles abiertas sobre los campos, entre grandes casas de pisos, algunas aún a medio construir, simples estructuras de color cemento. Eran calles ruidosas y animadas, ricas en acontecimientos: la apertura de un bar, la presencia de brigadas municipales asfaltando, plantando árboles, colocando una doble hilera de farolas. Allí todo eran caras desconocidas, gente nueva.

También dejaba el barrio tantas veces como lo exigía la preparación de su libro. Se iba a la Biblioteca Central y consultaba la Enciclopedia Espasa. A la vuelta, se tomaba una taza de café en un bar de la Rambla.

Cuando realizaba una buena jugada de Bolsa, se iba directamente al café, a celebrar allí su éxito. Si el tiempo era bueno, se buscaba una mesa en la terraza y, apoltronado en su asiento, fumaba y bebía café, mirando con ojos entornados el atareado tráfico callejero; los coches y tranvías pasaban lentamente, uno tras otro, agolpándose en los cruces, la gente iba y venía por las aceras y entre las hojas espesas de los plátanos sonaba el piar de los gorriones. A última hora crecía la animación, cuando las calles se agrisaban y el cielo se volvía de color malva. Para entonces, por lo general, don Augusto ya se había hecho amigo de algún vecino de mesa y juntos discutían los problemas fundamentales del momento; al despedirse intercambiaban sus tarjetas y se ofrecían sus respectivos domicilios. Aparte de estas amistades ocasionales, don Augusto aún tenía otro amigo en aquel Café, el limpiabotas, un hombrecillo hirsuto y oscuro, de voz ronca, que siempre se interesaba por su libro. Era un antiguo legionario que había estado en África y en la corrida donde cogieron a Manolete. Cuando se liaban a charlar, el limpiabotas ponía en ello tanto gusto que por no interrumpir la conversación se perdía cada vez algún servicio. «¡Eh! —decía—. A esperar, que estoy alternando.» Y después, mientras pagaba, don Augusto decía al camarero: «¡Qué tipo tan célebre este Ciriaco!…»

Ya de vuelta a su casa, don Augusto pasaba en limpio las anotaciones hechas por la mañana y en esto se entretenía hasta la hora de la cena. A veces se lamentaba de no tener siempre a mano la Enciclopedia Espasa. «Si pudiera comprármela… —decía—. Es un instrumento de trabajo formidable.»

Así pasaban los días, uno tras otro, todos iguales, excepto los domingos. Entonces el horario de la jornada experimentaba una ligera variación. Doña Magdalena iba a misa de ocho y se llevaba con ella al niño. Don Augusto, en cambio, iba a la de doce, después de haber desayunado y leído el periódico. Y, por la tarde, en vez de ir a los bares del centro, que estaban todos llenos, tomaba el café y se fumaba su cigarro en un pequeño bar de la barriada. A estas horas, la radio retransmitía el partido de fútbol y algunos clientes la escuchaban acodados en el mostrador. Allí también acudían varios de sus conocidos, el viejo del estanco, el militar retirado, hombres de edad todos ellos. Hablaban reposadamente de sus vidas, de cómo habían cambiado los tiempos, las personas, contaban anécdotas, experiencias de su juventud. A veces jugaban al dominó o al subastado. Más tarde, cuando ya oscurecía, empezaban a llegar chicos jóvenes y, agolpados en torno a la mesa de futbolín, armaban tanto ruido que se hacía difícil entenderse… Entonces los viejos pagaban y cada uno se iba a su casa, mientras el dueño del bar pintaba en la vidriera los resultados de la Liga.

Por lo demás don Augusto nunca invitó a sus amigos a que entraran en su casa. Se juntaban en el bar y, al despedirse, cada uno tiraba por su lado. Así es que en la casa ningún imprevisto turbaba el horario de cada día. No recibían más visitas que la de algún pariente lejano por Navidad o el día del santo. La correspondencia, en cambio, era muy abundante, circulares del Banco, impresos y folletos parroquiales, publicaciones de Obras Piadosas… Don Augusto lo recogía todo y, convenientemente clasificado, lo guardaba en su escritorio, junto con las anotaciones del libro que preparaba.

Aparte de este libro, cuidar los geranios era su principal distracción. Crecían espesos y verdes, cuajados de apretadas flores rojas. Los venía cuidando, día tras día, desde hacía muchos años, los cuidó hasta entonces, hasta aquella mañana, cuando descubrió que habían sido arrancados. Como si no pudiera creerlo, se había doblado sobre el alféizar, las cejas enarcadas, la boca entreabierta; había dejado su habitación, había salido al jardín y, a su paso, todas las puertas quedaron por cerrar. Deshizo un seco terrón entre sus dedos. Sólo entonces pareció convencerse.

Luego de examinar lo sucedido, entró en el comedor sin decir palabra y se tomó apresuradamente su cacao y su panecillo, en cuatro bocados. No se había afeitado antes del desayuno pero tampoco lo hizo después y cuando volvió al jardín, no llevaba el periódico bajo el brazo ni parecía importante la dirección en que pudiera soplar el viento. Aquella mañana, don Augusto no leyó el periódico ni tomó el sol y no escribió anotaciones en su libreta de tapas negras.

Paseó de un lado para otro como desorientado. A ratos se iba a sentar bajo los tilos y, acariciándose pensativamente la barbilla, miraba los arriates vacíos, los desnudos muros de la verja. Los muros así, al descubierto, presentaban un aspecto ruinoso. Parecían corroídos en su misma base y, bajo el revoque, por los desconchados, asomaban los gastados ladrillos.

A la hora de siempre apareció el niño en el soportal, con sus libros y sus cuartillas. El viejo le daba la espalda pero, como adivinando su presencia, se dio la vuelta poco a poco. Habló despacio, mirando al niño con ojos perdidos, divagadores.

—¿Pero qué le he hecho yo? —dijo—. En qué la he provocado para que ahora me haga esto, Señor.

Caminó hasta la calle seguido por el niño. Fuera, los geranios se apilaban en el alcorque de un plátano. Las hojas y los tallos se doblaban ya algo abatidos bajo el radiante sol de otoño, sin brillo, blandamente arracimados, como fundiéndose.

—Ni se ha molestado en hacerlos desaparecer. Quiere que me entere bien de lo que ha hecho con ellos.

Volvió a entrar y la cancela quedó abierta a su espalda. Del terrado, a cada golpe de aire, llegaba el estridente sonar de la veleta.

—Esto sí que no me lo esperaba, Señor, después de tanto tiempo.

Bernardo le seguía, caminando sin ruido. Los grises barrotes de la verja proyectaban su sombra minuciosa sobre la grava del jardín. El viejo se dejó caer en su sillón, bajo los tilos. Tras los visillos de una ventana, se destacaba vagamente la figura de doña Magdalena.

Nadie habló durante la comida. El viejo mascó algún bocado al comenzar, desganadamente. Luego dejó el tenedor y ya no comió nada más. Sacó del bolsillo del chaleco un enorme y pesado reloj de plata y, frunciendo las cejas, lo consultó durante varios minutos. Un par de veces hizo como que lo iba a guardar pero, en lugar de volverlo a meter en el bolsillo, continuó observándolo atentamente. Mientras, doña Magdalena y el niño seguían comiendo, al parecer sin advertir que el viejo ya había concluido. Doña Magdalena comía muy tiesa, con la vista fija en el plato y los codos pegados al cuerpo, cortando la carne en trocitos muy pequeños. No se oía otro ruido que el entrechocar sobre el plato de los tenedores y los cuchillos. Al fin, el niño también dobló su servilleta. Ahora nada más quedaba la vieja, mondando el último cuarto de su naranja. Don Augusto la observó, ocupada en desprender con el cuchillo los blancos hilachos adheridos a los gajos. Pinchó el trozo de fruta con el tenedor y lo comió mascando despacio; luego, las mandíbulas dejaron de moverse y una ligera ondulación le recorrió el cuello mientras con gran cuidado, depositaba el tenedor sobre el plato, entre las pieles de naranja. El reloj del pasillo soltó tres campanadas. Doña Magdalena echó para atrás su silla entre un crujir de maderas. Se levantaron.

Don Augusto se fue a sentar en la butaca más próxima. Bernardo se sentó junto a la ventana, abrió el atlas, dispuso convenientemente las cuartillas y se dobló sobre sus mapas. Entretanto doña Magdalena, que ya había retirado el mantel y los platos sucios, situó en el centro de la mesa un tapete de color crudo y un búcaro negro con flores artificiales. Después barrió los desperdicios en torno a la mesa y se los llevó a escobazos por el pasillo. Cuando volvió, el viejo ya dormitaba en la butaca, con la barbilla sobre el pecho, recorrido por un respirar profundo. Doña Magdalena miró al niño desde la puerta, las manos unidas sobre su lacio pecho, empuñando dos ovillos blancos ensartados en un ganchillo corto y recto. Dijo:

—¿Vamos, Bernardo?

Bernardo cerró el libro y la siguió hasta la salita. La salita era un pequeño cuarto excesivamente cargado de muebles, cuadritos, visillos, tapetes y floreros. A todo lo largo de las paredes y dejando escasamente un hueco para la consola, se alineaban el sofá, los dos sillones y las sillas, destacando contra los paneles sus respaldos tiesos y estrechos, enfundados de blanco. El dibujo de los paneles representaba algo así como un tejido de flores y frutas lánguidamente arracimadas sobre un fondo de color azul desvaído, comido por el sol. Del techo colgaba una araña de metal dorado en la que faltaban varias bombillas.

Doña Magdalena se sentó exactamente bajo los brazos de la lámpara, junto a la mesa del centro. Sobre la mesa había una pecera en la que dos gruesos peces rojos aleteaban despacio. Doña Magdalena se caló sus gafas de montura incolora y empezó a trabajar, los ovillos en la falda y los brazos muy pegados al cuerpo; tejía un pequeño tapete de color blanco.

El niño se había sentado en el sofá, con las piernas colgando del asiento. Dispuso una cuartilla sobre su atlas abierto, tomó el lápiz con la mano derecha y, mientras con la izquierda impedía que la cuartilla se corriese de lugar, empezó a reproducir el contorno del mapa vagamente esbozado en la blanca hoja. Al acabar aquel mapa la emprendió con otro en tanto que doña Magdalena seguía trabajando sin apartar la vista de sus dedos más que para echar, de vez en cuando, una rápida mirada a los peces rojos que aleteaban pegados al cristal de la pecera. El sol de la tarde, al colarse por los resquicios de las persianas, seccionaba el cuarto en infinitas estrías amarillas que descubrían una opresiva cantidad de polvo evolucionando en el vacío. Los cristales de las ventanas eran largos y estrechos y estaban enmarcados por una cenefa de cristalitos de colores que ahora resplandecían como joyas.

Doña Magdalena dirigió a Bernardo una mirada furtiva y rápida. Luego, ya otra vez con la vista clavada en el movimiento de sus dedos, dijo:

—Geranios.

Y rió brevemente.

—Geranios. ¿Te das cuenta, Bernardo? No el trabajo, no el estudio, ni siquiera un gran vicio, no. Todas sus preocupaciones centradas en una sola cosa: cuidar geranios. No árboles, algo que cuesta hacer crecer, que tarda años en dar sus frutos, no, nada de esto. Geranios. Flores que cubren las paredes y le alegran los ojos cuando sale a tomar el sol.

Unas cuantas moscas, gordas y peludas, se rascaban las patas en las rayas amarillas que el sol proyectaba sobre el blanco respaldo del sofá. De vez en cuando levantaban el vuelo y se ponían a zumbar pesadamente en torno a los brazos dorados de la lámpara.

—Sí, por esto tiene gracia la cosa, por lo mucho que los quería. Y ahora intenta hacerte creer que he sido yo quien lo ha hecho, como si tú no supieses que yo no soy capaz de hacer este tipo de cosas. Aunque no son razones lo que me faltarían, claro. Si te fijas, los regaba justo después de que yo acabara la limpieza para obligarme a fregar de nuevo. Y esta es una buena razón, me parece. Pero yo no he sido, ¿por qué iba a negarlo? Cuando ocurrió lo de sus papeles no tuve inconveniente en reconocer que fui yo quien lo había hecho. Ahora bien: si yo no he sido, ¿quién puede haberlos arrancado? Sólo hay una alternativa: él o tú. Pero tú tampoco has sido. ¿Quién queda entonces?

En el pasillo sonaba el tictac del reloj, monótono y acompasado como el gotear de un caño. Una gruesa mosca con reflejos azules se frotaba las patas rasposas parada en el hombro del niño. De repente echó a volar y aterrizó en el soleado cristal de la ventana. En la pecera, unas cuantas burbujas ascendieron hasta la quieta superficie del agua. Doña Magdalena hablaba sin levantar la vista de su trabajo; entre los hilos blancos, los dedos le bullían como un avispero.

—Calumnia, sí, esta es la palabra. Calumnia. Por eso digo que la cosa tiene gracia. Porque con tal de poder calumniarme, no ha dudado en suprimir una de las cosas que más quería. Y me acusa de haberlos arrancado porque sabe que, no siendo cierto, yo lo negaré y así mi acción parecerá doblemente fea. Ahora bien, esto sólo tiene un defecto: necesita convencerte de que he sido yo quien lo ha hecho y de que luego lo he negado. ¿Y cómo convencerte si no tiene pruebas? Pues impresionándote, fingiendo un dolor lo bastante intenso como para conmoverte. Hará como que no tiene hambre, ya verás, como que no duerme, como que está a punto de volverse loco. Esto es lo que hará para que llegues a odiarme. Sí, Bernardo, he dicho odiarme. Tú te das cuenta de que es un hombre egoísta, vago y cobarde y él sabe que te das cuenta y para evitar que acabes apartándote de su lado quiere que llegues a odiarme; sólo entonces podrá convencerte de que también soy yo quien tiene la culpa de todo lo demás. Pero, claro, para intentarlo no tiene más arma que la calumnia. Porque, ¿quién trabaja en esta casa, él o yo? ¿Quién aconsejó que comprásemos Papel del Estado, él o yo? Él, naturalmente, el gran financiero. Y cuando reconoció, al menos implícitamente, que se había equivocado y compramos obligaciones, el valor efectivo de nuestro capital estaba reducido en un cincuenta por ciento. Ahora todo sube, todo menos nuestras rentas. Y ante esta situación sólo podemos hacer una cosa: reducir gastos, siempre reducir gastos. Venimos reduciendo gastos desde hace veinte años. ¿Hasta cuándo podremos seguir haciéndolo? Este camino tiene un límite y al otro lado está la calle. Pero él no quiere pensar en nada que le pueda causar dolor o preocupación.

Así es como ha logrado olvidar la muerte de tus padres aunque cuando el accidente lloraba más que un sauce. Ni entonces supo aguantar como un hombre ni ahora sabe recordar como un hombre. Si te fijas, no sólo no habla del accidente, sino que ni siquiera lo hace de Víctor, igual que si Víctor no hubiese existido nunca. No quiere hablar de nada que pueda turbar su tranquilidad. Tiene una mujer que le prepara la comida y la cama, y de los Bancos cobra puntualmente su cuatro y medio. Mejor no preocuparse entonces, no pensar, se está tan bien al sol, ganduleando por ahí todo el día… No digo que ahora se ponga a trabajar, claro, quién iba a quererlo. Pero sí que podía haberlo hecho al acabar la guerra; podía haberse colocado en el mismo puesto que antes y, al menos, ahora cobraría un retiro. Claro que después de haberse pasado tres años sin hacer nada, volver a trabajar se le hacía muy cuesta arriba. Mejor dedicarse a recoger papeles y desperdicios durante sus paseos. Además tenía Papel del Estado en los Bancos, tenía dos hijos que trabajaban por él y, nada, a vivir. Y ya ves: ahora un hijo muerto y el otro fuera y su famoso Papel del Estado nos ha dejado casi en la ruina. Yo no sé una palabra de economía pero de una cosa estoy convencida, de que el propio trabajo es la única renta segura. Y yo, que pienso aunque pensar me duela y me preocupe, yo tiemblo porque algún día ya no podremos reducir más los gastos y entonces nos embargarán, nos desahuciarán o lo que sea y nos encontraremos los tres en la calle. Dos viejos y un niño.

Un golpe de aire sacudió la persiana contra los cristales y, en la pared de enfrente, las estrías amarillas parecieron cuartearse, bruscamente estremecidas. El sol daba de lleno en la pecera y, sobre las blancas fundas de las sillas, las sombras de los peces se movían despacio, difusamente proyectadas. Ahora doña Magdalena callaba, ocupada en deshacer un pequeño nudo que se había formado entre los hilos, frunciendo las cejas tras sus gafas de montura incolora. Al fin deshizo el nudo y continuó trabajando, los codos pegados al cuerpo y la vista fija en la acción de los dedos. Hablaba, sin abrir apenas sus labios pálidos y finos.

—Sí, Bernardo, me angustia pensar en todo esto. Y la angustia y el sufrimiento y el trabajo acortan la vida. Aunque nadie lo diría, tengo catorce años menos que tu abuelo. Parece lo contrario, ya lo sé, y tengo un carácter más agrio, más amargado por todas aquellas cosas en las que él no quiere pensar, que no quiere recordar. Si a una le pisotean continuamente el amor propio, si una sufre y no tiene con quien desahogarse, acaba por volverse medio neurasténica. Antes yo no era así, Bernardo, pero después de tantos años de sufrir a solas me he convertido en lo que soy. Y ahora, la verdad es que este asunto me divierte. Sí, Bernardo, conociéndole como le conozco, es divertido verle representar el papel de hombre arruinado, de hombre llevado al borde de la locura por una mujer odiosa y autoritaria. Tiene gracia que su impotencia y egoísmo le hayan obligado a desprenderse de una de las cosas que más quería para no conseguir nada, absolutamente nada.

Rió, pero sólo con la boca, sin alzar la vista.

—Tiene gracia, ¿no? Una de las cosas que, por otra parte, más me fastidiaban. ¿Verdad que tiene gracia, Bernardo?

Dirigió al niño una mirada huidiza. El sol en declive entraba ahora directamente, colándose por debajo de la persiana a medio alzar y las fundas de las sillas resplandecían con blancura cegadora. Las moscas zumbaban pesadamente, se rascaban, chocaban entre sí y caían al suelo como frutas maduras. Los peces rojos aleteaban sin moverse del sitio, curiosamente arrimados al cristal de la pecera. En el pasillo sonaba el tictac del reloj.

—No me creas rencorosa ni exagerada por lo que digo, Bernardo. Siempre he sabido dominarme… No te hablaría como lo hago si no estuviese segura de lo que digo.

Dejó de trabajar. Y con voz extrañamente ronca añadió:

—Ya sé que no soy simpática ni agradable y que debe ser difícil querer a una vieja con el carácter agriado… Pero aunque no sepa expresarme bien… Yo, yo te quiero, yo…

Movió los labios como si continuase hablando, pero nada añadió. Erguida en su silla y con las manos sobre el regazo, miraba fijamente hacia algún punto de la pared muy próximo a la cabeza del niño. Luego, toda ella pareció relajarse, como repentinamente cansada. Bajó otra vez la vista mientras decía:

—He de irme. Tengo mucho trabajo.

Se levantó y, recogiendo los ovillos de su regazo, desapareció, rígida y tiesa, por el pasillo oscuro.

El niño salió al jardín. Don Augusto se hallaba acuclillado en un arriate, ante la verja de la calle, contemplando, al parecer, un gran desconchado del muro. En aquel momento volvió la cabeza y miró al niño por encima del hombro, como con sobresalto.

—¡Ah!… Eres tú.

Inclinó la cabeza como avergonzado. Se volvió nuevamente hacia el muro.

—Ven, hijo, no te quedes ahí parado. Tú nunca estorbas.

Señaló los desconchados.

—Hacen feo, ¿no? Antes no se veían, estaban tapados por los geranios.

Miró en derredor, los muros, los hierros desnudos de la verja, la tierra quebrada en secos terrenos.

—Está todo bien distinto, ¿eh? No parece el mismo jardín… Es algo así como mi cara cuando me afeité la barba después de llevarla muchos años. —Palpó cuidadosamente los desconchados—. Me preocupan, ¿sabes? El muro se está descomponiendo, se arruina poco a poco. Esta maldita humedad… Lo primero que ataca es el revoque exterior, por esto hay tantos desconchados. Y el revoque se abomba y, separado de los ladrillos, forman huecos, espacios vacíos en los que anidan caracoles y pequeñas babosas. Al fin se derrumba, cae a tierra en grandes porciones, dejando en su lugar un desconchado. Así es como empieza a ser corroído el mortero que une un ladrillo con otro. Pierde cohesión y se desprende convertido en una especie de arena polvorienta. Supongo que cuando llueve el proceso debe acentuarse formidablemente… Lo tengo bien estudiado. A este paso, el muro acabará derrumbándose.

Suspiró y, como si le fatigara estarse en cuclillas, se sentó sobre la grava con las piernas abiertas y extendidas. Tomó del suelo unos cuantos guijarros y empezó a jugar con ellos haciéndolos saltar en la mano. El niño aguardaba de pie, a su lado.

—Me odia, hijo. Por esto lo ha hecho, porque me odia. Y ni siquiera tiene la franqueza de decir: Sí, he sido yo. Como si quisiera darme a entender que eres tú quien lo ha hecho, que lo has hecho porque estás de su parte. Pero yo sé que no es verdad y si lo que busca es vernos peleados te aseguro que no lo conseguirá. Herirme, en cambio, lo ha conseguido, hijo, lo reconozco. ¡Hacérmelo justamente ahora, cuando tan a gusto trabajaba en mi libro…!

Levantó la cabeza, miró al niño con las cejas enarcadas.

—Por eso precisamente lo ha hecho, ¿sabes, hijo? Porque le exaspera mi trabajo. Como quiere meterte en la cabeza la idea de que soy un gandul le exaspera que haga algo, trabajar en mi libro, cuidar los geranios. Y al arrancarlos, lo que buscaba era esto, quitarme una ocupación. No quiere que contribuya al trabajo de la casa. Antes era yo quien te despertaba, quien recogía el periódico, las cartas del buzón, pero poco a poco ella ha ido quitándomelo todo, una cosa tras otra. Empezó a levantarse más pronto sólo por esto, por adelantárseme. Y yo abandoné, la dejé hacer; de seguir el juego hubiésemos acabado por levantarnos los dos a las cuatro. Era ridículo. Y los domingos, ¿te fijas en lo que hace los domingos? Con la excusa de la comunión te lleva a misa muy temprano para evitar que vayas conmigo. Quiere apartarte de mí, hijo, meterte en la cabeza la idea de que soy un inútil y de que ella, en cambio, no para en todo el día. ¿Te fijas en cómo se pone a fregar el pasillo cuando acabo de regar? Organiza todo un drama por cuatro gotitas que puedan caer. Sin quejarse, claro, sin protestar, así aumenta el efecto, oh, ella es muy lista. Quiere meterte en la cabeza la idea de que lo poco que yo hago es absolutamente ineficaz. De mi libro, por ejemplo, no habla ni por casualidad. Lo mismo que si fuera una chiquillada, algo que no lleva a ninguna parte y de lo que ni vale la pena hablar. De no conocerla, te aseguro que me sentiría desanimado, hijo. Este vacío, esta incomprensión es como para desanimar a cualquiera. Pero yo sé lo que busca y justamente por eso sigo adelante. A ella le gustaría que yo no hiciese nada, así sería mayor el contraste. Y la verdad es que, de no ser porque ella me lo impide, yo podría hacer muchas cosas, pequeñas ocupaciones. Lo único que no puedo hacer es trabajar como antes de la guerra, lo único. Ahora estoy viejo y enfermo y el volver al trabajo me costaría la vida. Ella lo sabe pero no lo reconoce para poder echármelo en cara. Parece avergonzarle que un viejo viva de renta, como si esto no fuera lo más natural del mundo. ¿De qué iba a vivir si no un viejo como yo? ¿Y aunque no fuese viejo, aunque fuese joven? ¿Por qué trabajar pudiendo vivir de renta? Así está hecha la sociedad: unos ponen el capital y otros el trabajo, cada uno lo que tiene. Y así es como se crea la riqueza, con la reunión de estos dos factores. ¿Hay algo más lógico? Además la especulación es justamente el trabajo que mejor me va. Tengo olfato, ¿sabes? Ella ni siquiera reconoce esto, claro; con lo del Papel del Estado perdimos dinero y no me lo perdona, aunque aquí la responsabilidad tampoco es enteramente mía. La verdad, hijo, es que aquello era imposible de prever. En la Ciencia Económica aún hay muchos misterios, muchas lagunas, crisis, ciclos, inflación y todo eso. Pero ella no tiene idea de nada y nunca me comprenderá. Por otra parte tampoco lo intenta; le basta con criticar. Y lo cierto es que yo estaba escarmentado, ¿sabes? Si durante la guerra pudimos comer fue gracias al Papel del Estado; entonces las acciones no valían nada, no producían interés. ¿Que hubiera hecho mejor comprando acciones, especulando? Sí, es verdad, para estas cosas tengo buen ojo y quizá ahora seríamos millonarios. Pero entonces era imposible de prever y ella misma hubiera sido la primera en oponerse. Además, tampoco hay que exagerar: con las rentas actuales vivimos más que desahogadamente. Ella dice lo contrario sólo para agravar sus acusaciones, por echarme en cara el hecho de que no trabaje. Y es que no puedo, ¿sabes? No tanto por la edad como por la salud. Estoy enfermo, hijo, me queda poca vida. Ella sigue un régimen especial y toma medicinas muy caras por eso del estómago, el hígado o lo que sea, pero en realidad, más que nada lo hace por impresionarte, por dar pena. Verás como estos días, después de lo que ha hecho, te volverá a hablar de sus enfermedades. Algo debe tener, claro, de ahí su mal carácter, pero nada grave en definitiva. Soy yo quien realmente está grave. El corazón, las arterias, los riñones y todo eso, ya sabes. Puedo morir en cualquier momento, hijo. No me quejo ni me gusta tomar medicinas pero la verdad es esta, que puedo morir en cualquier momento. Ella no quiere admitirlo, no quiere admitir ninguna disculpa. Es dura, ¿sabes?; tiene mala sangre, ella que presume de ser tan católica… Ya de joven era insoportable. Dominante, muy fría, ¿comprendes?… Yo entonces era un hombre alegre y, aunque muy trabajador, me gustaba divertirme… Y con ella no había manera, siempre lo estropeaba todo, no se la podía llevar a ningún lado. Una verdadera aguafiestas. No nos entendíamos, ya sabes lo que quiero decir… Así es que acabé hartándome y los sábados me iba por ahí con los amigos. Ah, era un hombre tan alegre antes de que las desgracias me amargaran la vida… Sí, a pesar de ella me he divertido mucho, lo he pasado muy bien durante mi juventud, ¿comprendes, hijo?

Guiñó un ojo al niño y estirando el cuello y bajando la voz, como en secreto, continuó:

—No le hagas caso, siempre ha sido muy rencorosa. Por algo nunca ha tenido amigas y amigos, porque no hay quien pueda aguantarla. Con el mismo Julio se llevaba muy mal, parecían perro y gato. Era una madre dominadora, absorbente, y mi Julio, que tenía mucha personalidad, acabó rompiendo con ella. Y mira que era bueno mi Julio… Pero claro, aunque fuese un pedazo de pan, no podía aguantar sus continuas intromisiones. En cambio, él y yo nunca tuvimos una sola discusión. Éramos como uña y carne. Y piensa tú que nuestras ideas, creencias y todo eso, no podían ser más diferentes… Es un bálsamo para mis amarguras el pensar que, pese a todo, ha tenido suerte allá en América. Catedrático, ¿te imaginas, qué categoría? A mí también me hubiera gustado vivir en América. En Cuba, sobre todo; hay allí muy buenos tabacos y ron y café… Si fuese joven, no me lo pensaría dos veces, hijo; este país no tiene arreglo. Pero estoy viejo, estoy viejo y enfermo y ya nunca podré hacerlo. Mi único consuelo es pensar que, al menos indirectamente, he contribuido a que mi hijo se abriera camino. Siempre le dejé campear a sus anchas. Sus gustos eran diferentes a los míos, pero por nada del mundo hubiera forzado su vocación. Yo soy un hombre de acción, un hombre práctico y nunca me interesó la filosofía aunque, cuando joven, también me la enseñaron. Barbara, Celarent, Darii, Ferio y todo eso. No le veo el interés ni recuerdo para qué sirve pero a él le gustaba y me pareció bien. Era un chico tan estudioso como tú. Más que la geografía, sin embargo, le gustaba la historia, lo mismo que a mí. De joven, yo la dominaba perfectamente; sabía los faraones de las dinastías egipcias y todos los reyes godos aunque, la verdad, nunca pensé que estudiando estas cosas y las filosofías uno pudiese ganarse la vida. Y ya ves, él se la gana. Creo que publica libros y cosas… ¿De cuántos ejemplares serán las ediciones, lo sabes?… ¿Diez mil?… Pues suponiendo que gana ocho pesetas limpias por volumen, cuenta… Debe sacar bastante… Algo así como el interés de dos millones al cuatro por ciento…

Dejó de hablar y, con ojos abiertos, movió afirmativamente la cabeza una y otra vez, como calculando mentalmente. Un mirlo grande y oscuro voló fugaz sobre el jardín hasta ir a clavarse en la profunda copa de los tilos. El viejo tomó distraídamente un puñado de grava y la vertió poco a poco sobre los zapatos del niño. El mirlo echó a volar otra vez desde las ramas y desapareció por entre los árboles con su cantar espantado.

—¡Ah, si mi Julio estuviese aquí, cómo cambiarían las cosas…! Sería un apoyo para mí, en mi vejez. Estando él no hubiera pasado esto. Ella no se hubiera atrevido.

Tomó otro puñado de guijarros y los fue soltando uno por uno sobre los pies del niño. Señaló la verja desnuda con un gesto de cabeza.

—No puedo perdonárselo, hijo. Lo de mis papeles ya fue un golpe terrible, pero esto aún ha sido peor. Eran unas flores tan hermosas… Cubrían todo esto, los muros, la verja. No es agradable salir al jardín y encontrarte con estos muros que se derrumban… Y los hierros así desnudos, parecen una reja. Es como estar en la cárcel. Si ella…

Se interrumpió. Y dejó de soltar guijarros sobre los pies del niño, pues los pies del niño ya no estaban parados. Los pies del niño giraban poco a poco, haciendo rechinar la grava. Y don Augusto, la mano aún cerrada sobre los guijarros y la boca entreabierta, siguió con la mirada al niño, que ya se alejaba caminando hacia el soportal.

En aquel momento, un ovillo de hilo blanco escapó de la puerta y, dejando una fina estela, rodó por los peldaños de la entrada y después por el jardín hasta que la misma grava pareció frenar su marcha, para finalmente detenerlo bajo los tilos. Y allí empezó a girar sobre sí mismo, a deshacerse como si alguien tirase del hilo con objeto de recuperarlo. Al fin quedó quieto y el hilo blanco se aflojó en toda su longitud.

Bernardo entró en el vestíbulo al tiempo que por el corredor oscuro se perdía el suave frufrú de unas zapatillas. Luego sonó un portazo y cuando se extinguió la última de sus resonancias, ya todo estaba en calma. Bernardo se adentró en el corredor, cuarteado por extraños reflejos crepusculares, siguiendo la línea quieta y zigzagueante del hilo blanco. Se detuvo ante la puerta de la salita. Bajo el sofá, tirado sobre las baldosas resplandecientes, había un tapete a medio hacer y un ovillo traspasado por una aguja corta y recia.

En el jardín el sol ya se había retirado. Únicamente las puntas de los plátanos, al otro lado de la calle, lo alcanzaban aún, como pringados de miel. El cielo estaba pálido y despejado y el aire olía a fresco, a húmedo mantillo. Desde los árboles de otro jardín, por entre las hojas espesas, llegaba el cantar penetrante de un mirlo. El viejo, sentado en la grava, miraba el ovillo blanco, quieto bajo los tilos. Luego se volvió hacia el muro y acarició los desconchados con sus dedos temblorosos. Al momento, una cascadita de arena se desprendió de entre los ladrillos.

Al otro día, el ovillo ya había desaparecido. Don Augusto tampoco se afeitó aquella mañana ni recogió el periódico de la mesita del recibidor. No se le oyó cantar ninguno de sus viejos cuplés. Apenas desayunó y a la hora del almuerzo, no comió, sin que tal actitud provocara el menor comentario. Se pasó el día merodeando por el jardín, de los tilos al montón de geranios y de allí a los tilos, con mirada huidiza y nerviosa. A ratos, se acuclillaba ante el muro y palpaba delicadamente los desconchados. Por la tarde, al reventar una ampolla del revoque, descubrió una camada de cochinillas de la humedad. Las cochinillas corrían con espanto en todas direcciones y, al ser tocadas, se cerraban sobre sí mismas, redondas y grises como perdigones. Durante casi dos horas el viejo permaneció allí, en cuclillas, observando sus movimientos.

Mientras tanto, doña Magdalena tejía en la salita, los codos muy pegados al cuerpo, la vista fija en el movimiento de sus dedos. El niño le hacía compañía sentado en el sofá, con las piernas colgando del asiento. Las estrías amarillas trepaban despacio por los paneles de color azul desvaído, imperceptiblemente, según pasaba el tiempo. Los peces se movían apacibles y, al agitar el agua, proyectaban reflejos pálidos y temblorosos. Las moscas volaban en torno a los brazos dorados de la lámpara, resplandeciendo al sol, esfumándose a veces entre las sombras del techo. El cuarto olía a ropa polvorienta, a visillos quemados por el uso. Doña Magdalena dijo:

—Lo escuché todo, Bernardo. Estaba segura de que me calumniaría y procuré no perder ni una sola palabra. Sí, Bernardo, me divirtió que pudieras comprobar tan pronto lo que te acababa de decir, que tu abuelo no tiene más arma que la calumnia. Era él y no yo quien se llevaba mal con Julio. Tu tío le despreciaba. Para un joven como él, de gran inteligencia y gran voluntad, debía ser insoportable convivir con personas como tu abuelo, que, encima de ser perezoso, cobarde y egoísta, abandonaba su hogar cada sábado y se iba de juerga con los amigos. ¿Qué podía pensar Julio de un padre así? Si nunca llegaron a pelearse no fue precisamente por el respeto que Julio pudiese tenerle, sino porque tu tío sabía dominarse y odiaba las escenas. Conmigo, en cambio, se llevaba muy bien. Ni necesitábamos de las palabras para comprendernos y querernos. Siempre he sabido entenderme con mis hijos aunque no podían ser más diferentes uno de otro. Casi se puede decir que el desprecio por tu abuelo era lo único que tenían en común. Continuamente estaban riñendo, discutiendo, en todo pensaban de manera distinta. Un día, llegaron incluso a golpearse. Mejor dicho, fue tu padre quien lo golpeó; le rompió dos dientes de un puñetazo. Víctor era más joven, pero también más fuerte. Iba a un gimnasio suizo, a boxear y qué sé yo cuántas cosas más. Era un gran deportista, más dinámico, más hombre de mundo que Julio. Yo los quería mucho a los dos, cada uno en su estilo, y se me partía el corazón cuando les veía pelearse. No hay nada peor que una lucha entre hermanos, Bernardo. Para una madre no hay nada peor que ver a sus hijos golpeándose como Abel y Caín. Y luego, oh, Dios mío, aquel maldito accidente… Una muerte absurda para un hombre que como Víctor había hecho la guerra sin recibir una sola herida. Sale con vida de la guerra y de pronto se te va, así, como por sorpresa, con su mujer y todo… Y tú te quedaste solo, Bernardo, pequeño y solo cuando apenas sabías caminar… Fue a principios de verano, hace ya más de ocho años. Tus padres salieron a cenar por ahí con unos amigos y luego todos juntos fueron a uno de esos sitios en donde se baila al aire libre. Allí se ve que a Víctor le entraron ganas de darse una vuelta en coche y le pidió al amigo que se lo prestara y salió con tu madre. Chocaron contra un plátano de la carretera. Yo me enteré hacia la madrugada por el mismo Nacho. Muertos, los dos muertos. Mi hijo y tu pobre madre que también me quería mucho… Aún ahora, Bernardo, por la noche, a veces me despierto creyendo que ha sonado otra vez el timbre. Un hijo fuera y el otro muerto. Oh, Dios mío, todo esto es para mí como una inacabable agonía.

Tras las gafas, los ojos grises de doña Magdalena relucían extrañamente.

—Y ahora, tu abuelo —continuó— se atreve a decir que me llevaba mal con Julio. Tiene gracia, sí, tiene gracia. Y que he sido yo quien los arrancó, ah, déjame reír. Quiere hacerte creer que se ha repetido lo de sus papeles. Pero olvida una cosa: que habiendo reconocido lo de los papeles sería tonto que ahora, en cambio, negase haber hecho esto. Sobre todo teniendo en cuenta que esta vez aún tendría más justificantes de mi parte. Si entonces vendí sus papelotes y cartas al trapero fue sólo por hacer un poco de limpieza, por dar una apariencia de orden a su cubil. Él, en cambio, te quería hacer creer que aquello no tenía más objeto que el de herirle. Lo sé porque cuando te lo dijo yo estaba al otro lado de la persiana y no me perdí una palabra. Y la verdad es que sólo se trataba de circulares, avisos caducados, papeles sin importancia. Él los guarda porque así se hace la idea de que es una persona importante. Le encanta toda esa falsa correspondencia. Lo que no piensa es que, cartas de verdad, cada vez recibe menos. Quizá por Navidad, la felicitación de algún despistado y para de contar. No se da cuenta de que para los demás ya está muerto, de que hasta sus antiguos amigotes le han olvidado. En realidad no deja de ser una suerte, claro; así, junto con él, será olvidado el género de vida que llevaba. Yo siempre he procurado ocultársela a todo el mundo, incluso a mis hijos, a ti mismo. Temía los efectos que pudiera provocar en vuestra sensibilidad al descubrir la vida escandalosa que llevaba. Quería evitaros el golpe, pero todo ha sido inútil porque tu abuelo, a quien parece importarle poco el escándalo, es el primero en divulgarlo a los cuatro vientos. A tu abuelo todo parece importarle poco, todo le resbala sobre el caparazón de su egoísmo. Cuando alguna cosa le preocupa, la olvida y listos. Por eso su salud es tan buena, porque nunca ha tenido el menor desgaste, porque no ha trabajado, porque no ha sufrido. Sí, este tipo de gente vive muchos años.

Rió, estirando sus labios finos, una risa breve y seca.

—Verás cómo nos entierra a todos, verás… Tiene una salud de hierro. Yo, en cambio, duraré poco, estoy agotada y enferma. Se puede decir que aguanto por un esfuerzo de voluntad, por ti, Bernardo, por no dejarte otra vez solo… Esta es la única razón. Por lo demás, sólo me queda esperar la muerte.

Desde el pasillo llegaba el tictac del reloj, sonoro y hueco, repetido como una letanía. En la ventana, los cristalitos de colores resplandecían traspasados por el sol, lanzando rojos destellos, morados, azules, verdes, amarillos.

Un intenso olor a hojas quemadas despertó a don Augusto en la mañana del tercer día. Don Augusto corrió a la ventana y, doblado sobre el antepecho, miró a la calle, a los plátanos de las aceras, contrayendo la cara, como deslumbrado. Una columna de humo, recta y precisa, se levantaba apuntando al cielo tibiamente soleado. En la villa vecina habían hecho una hoguera con la hojarasca del jardín y ahora una mujer la miraba quemar, todavía empuñando su escoba. Don Augusto suspiró y volvió a la cama rascándose perezosamente la barriga.

Pero a media mañana llegaron los barrenderos, como atraídos por la humareda. Llegaron montados en el estribo de un camión enorme y plateado que ni siquiera disminuyó la velocidad cuando todos saltaron en perfecto orden y se desplegaron por las aceras, arrastrando sus grandes escobas de brezo seco. Don Augusto les vio pasar y, agazapado tras la verja, siguió espiándoles durante toda la mañana. Sin embargo los barrenderos no tocaron el montón de geranios que pareció pasarles desapercibido. Con sus escobas, sus capazos de esparto y sus paletas curvas, limpiaron rápida y eficazmente las calles transversales. Luego almorzaron tranquilamente sentados a la sombra de los plátanos, en el bordillo, cada uno con su fiambrera envuelta en un gran pañuelo a cuadros.

Don Augusto, en cambio, no comió nada. Sentado donde siempre, aguardó a que la mujer y el niño concluyeran haciendo tabalear los dedos sobre el borde de la mesa. Luego escapó otra vez al jardín y, subiéndose a la copa de un tilo, vigiló desde allí el trabajo de los barrenderos hasta que dos horas más tarde les vio marchar en su camión plateado. Entonces bajó del árbol y se fue a la habitación de Bernardo. El niño estudiaba sus mapas tendido de costado sobre la cama, el mentón firmemente apoyado en la palma de la mano. Don Augusto se dobló sobre el niño. Le dijo:

—Se han ido sin tocarlos.

Le miraba muy de cerca, arqueando las cejas sobre sus ojos saltones. Levantó despacio la mano y chasqueó los dedos frente a su nariz. Luego, caminando de puntillas, se alejó hacia la puerta, haciéndole gestos con la mano como para darle a entender que siguiese, que ya hablarían más adelante.

El niño permaneció en su habitación hasta poco antes de la cena. Iba por el corredor cuando le salió al paso don Augusto, que aguardaba escondido tras una cortina. Don Augusto cogió al niño por el brazo y, cruzando el índice sobre la boca, le llevó a su dormitorio. «Chist, chist», decía. El cuarto estaba a oscuras pero don Augusto no encendió la luz. Avanzaron a tientas hasta la ventana y allí, el viejo entornó un postigo. Al momento, una blanca línea de luz partió en dos la oscuridad, alumbrando pálidamente media cara del viejo, la mitad izquierda.

—Oye, ¿verdad que me difama? —dijo—. Estoy seguro de que me difama, cada tarde, en la salita. Me difama, ¿verdad? Siempre lo ha hecho. Todo lo falsea, todo lo cuenta a su modo…

Hablaba en voz baja susurrante. El ojo izquierdo le relucía como un cristal.

—Ella me odia, ¿sabes? Y sólo vive para amargarme, para hacerme la vida imposible. Esta es su única preocupación. Piensa si no en lo de mis papeles y en lo de ahora, en lo de los geranios. Me quita mis pequeñas ocupaciones para luego poder decir que soy un parásito. Finge ignorar mi libro, me hace el vacío; sólo ve lo que quiere ver. Falsea los hechos, me difama. Ya cuando mis hijos eran todavía unos niños, hizo lo posible por indisponerles conmigo sin conseguir nada, claro. Cuando me casé, yo era un hombre feliz y estaba lleno de ilusiones, pero ella me las ha ido quitando una a una. Llegó un momento en que ya me fue imposible continuar a su lado y decidí vivir mi vida. Desde entonces, como si ella no fuese precisamente responsable de todo, no ha dejado pasar un día sin echármelo en cara de una forma u otra, sin dejar de tratarme lo mismo que si fuese el mayor pecador del mundo. Le molestaba que me divirtiera, ¿sabes?, que pudiera ser feliz en algún momento. Al principio, ocultó la situación a los demás, porque le avergonzaba reconocerlo, siempre ha sido muy orgullosa. Pero me odia tanto que, pese a su orgullo, acabó haciendo lo posible para que todo el mundo se enterase. De su versión, naturalmente, no da las causas sino los hechos, unos hechos falseados, apañados a su gusto. A mí me ponía como un trapo y ella, en cambio, quedaba como una esposa fiel y sacrificada. Le gusta aparentarlo, ¿sabes? Dárselas de pobre mujer casada con un parásito. Por esto no quiere que yo haga nada, por esto se pasa las tardes tejiendo sus tapetes, por hacer ver que, para ella, descansar significa cambiar de trabajo. Teje que teje toda la tarde, allí con sus hilos, teje que teje… Como una araña.

Aquella noche don Augusto tampoco cenó. Doña Magdalena y el niño comieron en silencio, sin levantar apenas la vista del plato. El niño lo hizo una sola vez y don Augusto aprovechó la ocasión para guiñarle un ojo.

Los periódicos se fueron amontonando en la mesita del recibidor y la barba de don Augusto se espesaba de día en día. Al principio, los pelos le crecían cortos y ásperos, de punta. Más adelante, sin embargo, cuando alcanzaron cierta longitud, la barba se volvió suave al tacto y el viejo parecía complacerse en acariciarla. Durante las comidas, seguía sin comer. Se pasaba la mayor parte del tiempo en el jardín o en la calle, mirando los geranios, las hojas mustias, cada vez más mustias, y las flores rojas, como de sangre coagulada. Luego volvía al jardín y se acuclillaba ante los desconchados. Observaba las intermitentes cascaditas de arena. A media tarde del cuarto día, doña Magdalena dijo:

—No pensé que la comedia durase tanto, Bernardo. Nunca hubiese creído que tu abuelo pudiera ser tan constante. De todas maneras, me parece que empieza a cansarse. Esto de fingir todo el tiempo, de hacer el Ghandi, le debe resultar pesado. Su vida normal era mucho más cómoda y debe añorarla. Por esto creo que la comedia ya se acaba. Supongo que si aún continúa es sólo porque tu abuelo no sabe cómo hacer para terminarla. Le falta el desenlace, algún gesto dramático que le permita salirse dignamente del lío en que se ha metido.

Media hora después, Bernardo dejó la salita, salió al pasillo con su gran atlas bajo el brazo. Ya pasaba de largo la puerta de la cocina cuando, de repente, se detuvo y así, quieto, aguardó unos segundos, todo él tensión, como aguzando el oído. Luego empuñó el picaporte y lo hizo girar despacio. Dentro, dándole la espalda, estaba don Augusto, revolviendo en la fresquera colgada de la pared de enfrente. Al oír el girar de la puerta, se volvió en redondo, con ojos espantados y la boca llena. Tenía un panecillo a medio comer en la mano y algunas migas prendidas entre los pelos grises de la barba. Durante unos momentos se miraron mutuamente, los dos sin moverse, el viejo con los ojos redondos y los carrillos hinchados, como disponiéndose a soltar un bufido. Al fin, tragó de golpe y se pasó la lengua por los labios. Carraspeó, se aclaró la garganta.

—No es nada más que un poco de pan seco, muy seco —dijo—. Sería una lástima no aprovecharlo. Hoy día no podemos desperdiciar nada…

Se limpió las migas de la barbilla y, tras carraspear de nuevo, aguardó con la boca entreabierta y los carrillos flojos y colgantes. El niño también le miraba, se miraban el uno al otro, los dos en silencio. De pronto el niño tomó otra vez el picaporte y, retrocediendo un paso, empezó a cerrar la puerta, poco a poco, sin apartar de don Augusto el único ojo que ahora asomaba por el espacio entreabierto, una pupila negra y brillante que aún podía verse cuando la rendija no tenía más anchura que la de un dedo.

La puerta volvió a abrirse inmediatamente y don Augusto apareció blandiendo el panecillo.

—¡Hijo! —gritó—. ¡Hijo! ¿Qué queréis? ¿Que trabaje? Pues trabajaré, aunque reviente. Trabajaré, trabajaré…

Y todavía con el panecillo en la mano, corrió hacia la escalera. Subió jadeante, casi a gatas, sollozando, ayudándose con los brazos. Luego, un violento portazo sonó en el piso alto.

El viejo no salió de su habitación hasta la hora de cenar, todo el rato a oscuras, paseando de un lado para otro. Cuando el reloj de abajo dio las nueve, se fue de puntillas hasta el cuarto del niño pero, en vez de entrar, se quedó parado allí fuera, arrimando el oído a la puerta. Y aún escuchaba cuando el frufrú de unas zapatillas le obligó a esconderse tras una cortina. Después volvió a su habitación y siguió paseando en la oscuridad.

Cenaron, los tres callados y sin mirarse. Don Augusto no tomó más que un poco de sopa y un vasito de agua. Al acabar, doña Magdalena se fue con los platos y cubiertos sucios. Entonces, don Augusto se acercó al niño y, apoyando una mano sobre su hombro, le dijo:

—¿Estudias geografía? A mí siempre me ha gustado la geografía. Me sabía muy bien las capitales y los ríos y los principales países productores de cada cosa… Sí, a tu edad, yo tenía los mismos gustos… Era un chico muy parecido a ti… Bueno, quizá no tanto, quizá no me interesaba por las cosas de la misma manera que tú…

Retiró la mano del hombro del niño. Le miró con la cara contraída, como si fuese a llorar o a reír.

—Sí, hijo, aunque parezca raro, yo también he sido joven. Y entonces era una persona normal y ni se me ocurría pensar que algún día pudiese acabar como he acabado. Lo digo por lo de antes, hijo. Quería hablarte… A veces me trastorno y no sé lo que hago ni lo que digo. Porque ella tiene razón, ¿sabes? No sirvo para nada, no soy más que un estorbo, un trasto viejo… Y donde mejor están los trastos viejos es en el desván. Estoy destrozado, hijo, he sufrido tanto… Tú ya sabes, lo suficiente como para que a veces me trastorne. Y ella es quien tiene la culpa por haberme amargado la vida. Si ella no fuera como es yo no hubiera hecho lo que hice y, estando unidos, todo se nos habría hecho más soportable. Pero me falló, todo me ha fallado, todas mis ilusiones se han ido derrumbando… Ir a Cuba, tener un verdadero hogar, hijos, una pequeña finca, todo, todo se me ha derrumbado. Por eso procuro distraerme con mis cosas, porque si empezara a pensar creo que acabaría loco. Y así estoy, hijo. Quería decírtelo. Para… Para que me comprendas… Yo, yo siento lo de antes… Quería decírtelo…

En el corredor sonaba el frufrú de unas zapatillas, cada vez más cerca. Don Augusto calló, todavía con la boca entreabierta, como vacilante. Doña Magdalena colocó un tapete en medio de la mesa y, sobre el tapete un búcaro negro con flores artificiales. El aire agitaba los visillos de la ventana entreabierta. Doña Magdalena recogió sus agujas y sus ovillos del aparador y se fue a sentar en la tercera butaca. Se ajustó las gafas, se subió las mangas de un pequeño tirón, pegó los codos al cuerpo y, bajando la vista, se puso a trabajar. Una polilla trémula y pálida volaba ciegamente en torno a la lámpara. Don Augusto dijo:

—Buenas noches, hijo. Hasta mañana.

Al otro día, durante el almuerzo, don Augusto comió de todo. Desganadamente, como esforzándose, pero comió. En cambio, apenas prestó atención a los desconchados y ni siquiera se asomó a la calle para ver los geranios. Se estuvo la mayor parte del tiempo sentado en su sillón de mimbre, bajo los tilos, acariciándose las mejillas suavemente peludas.

Por la tarde, a la hora de la siesta, no hubo reunión en la salita. Después de fregar los platos, doña Magdalena había salido de casa con su portamonedas y su conjunto de vestir, un traje de lunares, un sombrero de paja negra, un largo collar de perlas falsas. Al volver, hora y media más tarde, traía un paquete bajo el brazo.

Se fue directamente a la habitación del niño. El niño estaba tendido en la cama, de costado, y la persiana, que colgaba suelta sobre el alféizar, mantenía la habitación en la penumbra. En el techo se agitaban pálidas sombras, manchas de claridad, fluidas y cambiantes como el espejear de un estanque. El aire silbaba al colarse por entre los resquicios de la persiana. Doña Magdalena se detuvo en el umbral, empuñando el picaporte.

—Siento interrumpirte, Bernardo, pero es sólo un minuto… He comprado una cosa para ti…

Avanzó hasta la cama tendiéndole el paquete. Bernardo lo tomó sin levantarse y lo dejó sobre la cama, junto al atlas.

—¿No lo abres, Bernardo?

Bernardo rompió el cordel y luego deshizo la envoltura; no se oía más ruido que el crujir de los papeles. En el techo, las sombras se agitaban, frescas y verdosas, como de acuario. Bajo la envoltura apareció una caja de cartón, plana y rectangular, con un cromo de colores chillones en la tapa. Doña Magdalena decía:

—He ido a buscártelo expresamente.

Un soplo de aire sacudió la persiana contra el alféizar y entonces todas las sombras parecieron cuartearse, bruscamente estremecidas.

—Es un rompecabezas, Bernardo. Un rompecabezas a base de mapas… ¿No te gusta?… Yo… Yo no sabía qué traerte.

Jugó con el collar de perlas falsas que le colgaba casi hasta la cintura, sobre su cuerpo lacio y escurrido. De la calle llegaba el traqueteo de un carro, el cansino chocar de los cascos contra el suelo y, algo más lejos, un solitario toque de trompeta alzándose apagadamente en el atardecer.

—No pensé que, al fin y al cabo, era un juguete. Y, claro, es un poco ridículo traerte estos mapas. Con la de geografía que sabes… Sí, es ridículo, soy la primera en reconocerlo… Pero, si quieres, de vez en cuando podemos jugar un poco los dos juntos… Como pasatiempo, quiero decir, sólo como pasatiempo… No, claro, también es una estupidez.

Contrajo levemente los párpados y se ajustó las gafas de montura incolora. Se alisó con la mano sus cabellos grises.

—Es que, ¿sabes?, llega un momento en que una ya no sabe lo que se hace. Antes tenía otro carácter y en otras circunstancias hubiera sido diferente. Pero me he pasado la vida sufriendo a solas, Bernardo, sin poder decir a nadie que sufría. Toda la vida aguantando, callando, aguantando para salvar algo… Mis hijos, tú… Aguantar, aguantar, ¡oh, para qué…!

El atlas resbaló cubrecamas abajo hasta golpear en las baldosas, de plano, sonando como una bofetada. Ni doña Magdalena ni el niño se inclinaron a recogerlo. Doña Magdalena miró la caja abierta del rompecabezas. Sus ojos claros brillaron tras las gafas de montura incolora.

—Siento que no te haya gustado —dijo.

La voz se le quebró. Contrajo de nuevo los párpados.

—Perdóname…

Aguardó unos momentos, todavía jugando con el collar. Miraba la caja abierta del rompecabezas. Luego giró en redondo, rígida y tiesa, y se fue cerrando la puerta a su espalda.

Al poco, la puerta se abrió nuevamente y por entre las dos hojas asomó la cabeza de don Augusto.

—¿Qué te ha traído? —dijo—. ¿Un rompecabezas?…

Soltó una risita.

—No sé cómo no le da vergüenza recurrir a estos medios para evitar que te apartes de su lado. Yo no necesito hacerte regalos; ¿verdad, hijo?… Bueno, no quiero estorbarte, sigue, sigue…

Y le guiñó un ojo mientras cerraba suavemente la puerta. Bernardo recogió el atlas del suelo y se tendió boca abajo. Ajustó una cuartilla sobre determinada página, tomó el lápiz con la mano derecha y, en tanto que con la izquierda impedía que la cuartilla se corriese de lugar, empezó a calcar los contornos del mapa vagamente esbozados en el papel.

Aquella noche, hacia la madrugada, don Augusto salió de su habitación envuelto en una bata y, alumbrándose con una linterna, bajó al jardín. Un soplo de aire, tibio y gris, agitaba las copas de los tilos. Abrió la cancela, se llegó hasta los geranios amontonados en el alcorque de un plátano. Hundió la linterna encendida entre los tallos mustios, ahora ablandados por la humedad, y retrocedió unos pasos como para observar mejor el efecto; los geranios parecían arder. Recogió la linterna y cuando ya se daba la vuelta, sonaron unos pasos en el jardín, alejándose por la grava breves y rápidos, apenas perceptibles. Don Augusto franqueó la cancela, la cerró a su espalda y caminó hacia el soportal. El jardín estaba desierto, sin más movimientos que el mecerse al viento de los tilos. Ahora los pasos sonaban en la escalera en tanto que otra figura, pálida y lacia, se esbozaba tras una ventana del piso alto…

El sexto día amaneció encapotado pero cuando don Augusto se asomó a la ventana, el viento del oeste ya se había llevado gran parte de las nubes. El sol era flojo y desvaído, como de invierno, y por todas partes, entre los árboles dorados, se alzaban mansas humaredas. Era domingo y doña Magdalena y el niño habían ido a misa de ocho.

Antes de desayunar, don Augusto fue al cuarto de baño y se afeitó. Luego estuvo un buen rato mirándose al espejo como si no reconociese aquella cara, aquellas mejillas suaves y fláccidas, quizá más viejas que antes.

Fue a misa de doce y volvió despacio, paseando por el sol. El resto del tiempo, hasta la hora del almuerzo, se lo pasó sentado a la sombra de los tilos, ahora clara y amarilla. De las ramas más altas continuamente se desprendían hojas marchitas y despacio y sin ruido, caían en torno al viejo en húmedo descenso. En determinado momento sacó del bolsillo su cuaderno de tapas negras y en él apuntó unas breves notas.

Durante el almuerzo, comió con bastante apetito. Después echó la siesta en una butaca del comedor, mientras doña Magdalena y Bernardo se iban a la salita. En la salita el sol se colaba oblicuamente por entre las rendijas de la persiana, estriando de amarillo los paneles azules, traspasando los cristalitos de colores, ahora resplandecientes como joyas. Las moscas volaban en torno a los brazos de la lámpara. El niño estudiaba su atlas, sentado en el sofá, y doña Magdalena hacía ganchillo con los brazos muy pegados al costado. De vez en cuando, echaba una mirada a los peces rojos.

A media tarde, don Augusto se llegó hasta la huerta de flores. Por el camino, tirada junto al bordillo, encontró una grasienta bujía de automóvil. En la huerta, un viejo se doblaba sobre los rosales. Las abejas zumbaban al sol y el agua borboteaba al correr por las acequias. Parado ante la cerca de espino, don Augusto miraba las flores.

Ya de vuelta, pasó ante un bar-bodega abierto en una gran casa de pisos de reciente construcción. No entró sin embargo, se limitó a mirarlo parado en la acera de enfrente. Dentro, sus amigos jugaban una partida de naipes, el viejo del estanco, el tendero, el militar retirado. El dueño del local asomaba tras su moderna cafetera, iluminada con una pequeña luz verde, lo mismo que un sagrario. Hablaba con dos o tres jóvenes perezosamente acodados en el mostrador. Alguien soltó una carcajada. En la vidriera ya estaban escritos con pintura blanca los resultados de la Liga.

Don Augusto volvió a su casa por las calles vacías. El último sol alargaba su sombra sobre la acera. Al llegar, subió a la habitación del niño. Entró sin llamar, como distraído. Se sentó en la cama, a su lado. Le dijo:

—Esta mañana, en la iglesia, he pensado mucho, hijo. He pensado que debemos perdonarnos los unos a los otros, que debemos saber afrontar con resignación las pequeñas amarguras de la vida. Y la he perdonado, hijo; si ella me ha golpeado, yo le presento la otra mejilla. Borrón y cuenta nueva, ¿comprendes? Ahora ven conmigo. Hay que acabar de una vez con todo esto.

Se levantó y salió del cuarto y el niño le siguió. Las baldosas del vestíbulo resplandecían a la luz del crepúsculo. Caminaron hasta la calle. El sol ya se había retirado y los árboles y los tejados se perfilaban limpiamente contra el cielo de color malva. En la enramada arreciaba el piar de los pájaros al recogerse, el penetrante canto de los mirlos. El viento soplaba en la calle erizando las hojas de los plátanos, levantando turbios remolinos de polvo. En el alcorque, al pie del plátano, los geranios se amontonaban desordenadamente, como el sangriento cuerpo de un accidentado.

—Ayúdame, hijo. Sería horrible dejar que se pudrieran a la vista de todo el mundo.

Cargó con un haz de geranios y el niño con otro y, en un par de viajes, los amontonaron todos bajo los tilos. El viejo suspiró.

—¿Sabes? —dijo—, también he dado muchas vueltas a lo que dije el otro día, aquello de trabajar… Y realmente no puede ser, hijo. ¿Qué trabajo podría hacer? ¿Quién me iba a emplear? Ganas no me faltan, hijo, pero nadie quiere nada con un hombre viejo y enfermo.

Echó una mirada a los desconchados del muro.

—Sí —continuó—. Estoy acabado, hijo, ya no sirvo para nada. Y, respecto a los desconchados, me parece que no vale la pena taparlos. Cuando lo que se arruina es todo el muro, un parche así sería completamente inútil. A los dos días, estaría otra vez como antes. Lo mejor será comprar nuevos esquejes de geranios. Cuando crezcan cubrirán la pared y entonces no se verán los desconchados.

El viejo se acuclilló, hundió el brazo en el montón. Sonó un chasquido y una luz apareció en medio de los tallos apilados y, entre secos crujidos, creció poco a poco, como un amanecer. Los geranios ardían y chisporroteaban soltando una revuelta humareda. Don Augusto se destacaba en negro, contra el rojo resplandor de la hoguera. Los brazos le colgaban desanimadamente.

—Hace años no hubiera pasado esto, hijo. Entonces era joven y tenía energías y me sentía feliz. Ahora no soy más que un hombre viejo y enfermo.

Ya casi era de noche. En el comedor, doña Magdalena disponía la mesa para la cena. Por la ventana entreabierta llegaba hasta el jardín el estridente sonar de la vajilla. El niño miraba a la hoguera y el resplandor del fuego le teñía la cara de rojo. Las llamas empezaban a replegarse. Más arriba, el humo se desvanecía por entre las ramas de los tilos.

En la calle sonó el claxon de un automóvil y ante la verja, una sombra cruzó, fugaz y oscura, sin más ruido que el de una seda al rasgarse. Don Augusto dijo:

—Mañana mismo traeré nuevos geranios. Serán muy rojos. Como los de antes.