Caminó unos pasos hacia el recodo por donde habían desaparecido. Un camino lleno de tablones zumbaba a su espalda, pero Domingo no pareció oír el claxon ni la voz del conductor —¡ojo, abuelo!— que viraba a la izquierda por no atropellarle. Botando sobre los talones, unos obreros sucios de yeso le saludaron con la mano al dejarle atrás. Domingo se paró, vapuleado por el aire que le ceñía la ropa como a tirones. Volvió sobre sus pasos, con la frente arrugada igual que si hiciera memoria, atravesó la cuneta y se fue a sentar al otro lado, entre los algarrobos. Miraba las huellas, el sitio preciso, la mancha esparcida como un brochazo. En la carretera, el camión se fue achicando bajo los plátanos: las ramas desnudas —apenas algún brote por el lado norte— se recortaban limpiamente contra el cielo.

Fue una mañana clara y fría, a comienzos de primavera. El monte, la tierra mojada, los campos verdes, la ciudad inmensa y gris, tendida hacia el mar, resplandecían al sol, avivados tras la lluvia caída durante la noche. Unas pocas nubes blancas, deshechas en harapos, ondeaban al viento y los primeros vencejos parecían darles caza al remontarse y caer como embriagados. Domingo había paseado por las aceras soleadas para luego seguir carretera adelante, con las manos en los bolsillos y la cabeza hundida entre los pliegues de la bufanda, cara al viento que ahora soplaba cortante y helado como un carámbano. A cierta distancia, arrastrando los pies más que caminando, Amelia le seguía pegada a la hilera de plátanos, oscuramente destacada contra los gruesos troncos pintados de blanco.

La mañana había empezado igual que cualquier otra. No bien desayunaban, Domingo se iba a la plaza, a esperar que Amelia concluyera de hacer la limpieza. Tomaba el sol sentado en un banco, entre el ir y venir de las mujeres camino de la compra, sin mover siquiera aquellos ojos negros y huecos que nunca parecían fijarse realmente en algo. Cuando el viento era fuerte, se arrimaba a la fachada sur, junto al idiota que vendía tabaco, cerillas, piedras para mechero y unos cigarros negros y retorcidos como raíces, y a la pareja de guardias que preferían aquel rincón a la puerta de la Caja de Pensiones todavía en sombras. Luego, el paseo; cuando llegaba Amelia. Salían juntos de la plaza, al mismo tiempo, pero ella tenía los pies hinchados y no tardaba en quedarse atrás. La distancia aumentaba poco a poco. Él no la esperaba y ella no le pedía que lo hiciera ni se quedó nunca a mitad de camino. Lenta, obstinada, con los dientes apretados, seguía y seguía hacia un lugar que posiblemente no le interesaba más que cualquier otro y del que, con toda seguridad, su marido ya se habría cansado cuando ella llegara. Domingo diría: «¿Volvemos?» Pero ella seguía. Caminaban hasta un recodo de la carretera desde donde se avistaba un edificio en construcción levantado sobre lo que fue una huerta de flores. Le echaban un vistazo y volvían atrás. Domingo había cuidado de aquella huerta hasta que, hacía casi un año, el administrador de don Víctor le dijo que iban a edificar y tuvo que marcharse.

Ya de regreso, se llegaban hasta una fuente de aguas muy frías, buenas para «la glándula», según los entendidos. Quedaba en una hondonada, entre chopos tiesos y apretados. Junto al chorro, siempre había gente llenando garrafas, cántaros y botellas. Domingo y Amelia se sentaban al sol y escuchaban en silencio lo que se decía, viejas historias del pasado. Al cabo de un rato, la mujer se iba a preparar la comida. El viejo continuaba sentado bajo los chopos. A veces le vencía el sueño y echaba una cabezada con la boca abierta, redonda y negra como el agujero de una maceta.

Los gatos le rodeaban y se dormían sobre sus rodillas. A la hora de comer, regresaba a casa.

Vivían realquilados en una casa destartalada y oscura del barrio, antiguo pueblo autónomo, ahora convertido en suburbio de la ciudad. La propietaria del piso era una vieja gorda y desgreñada, siempre vestida de negro, a la que todo el mundo llamaba la Viuda. No tenía familia ni más ocupación, al parecer, que la de controlar a sus huéspedes. No quería que Amelia cocinase mientras ella preparaba sus guisos; decía que la vieja estorbaba, que andaba muy despacio y la entorpecía. Tampoco quería oírles moverse por las mañanas antes de que ella se hubiese levantado, ni que abrieran las puertas sin avisar, porque las corrientes la resfriaban, ni que fueran al retrete durante las horas en que ella solía hacerlo. Les espiaba desde el comedor atisbando por una rendija y al toparse con ellos les amenazaba, repetía una y otra vez que pagaban un alquiler muy bajo, que no podía tenerles, que acabaría hablando con las monjas para que se los llevaran a un asilo.

Así pues, los viejos pasaban fuera de casa la mayor parte del tiempo. Por la tarde, nuevamente la plaza y otro paseo. Cuando oscurecía, Domingo se llegaba al bar del Centro Parroquial, en tanto que Amelia se volvía al cuarto, a coser o remendar. Nunca invertían el orden ni cambiaban las horas. El plan era estricto y a él se atenían rigurosamente e incluso se diría que cualquier variación les fastidiaba y dolía como una falta contra el deber; la costumbre se había convertido en obligación.

En el Centro Parroquial, sin más gasto que un vasito de tinto, uno se podía pasar todas las horas que quisiese mirando a los chicos que jugaban al billar, al futbolín, al ajedrez o al dominó. A las nueve en punto, cuando el reloj del rincón daba las horas, Domingo llamaba al mozo, pagaba y se volvía a su casa, a cenar; cenaban las sobras del almuerzo, que Amelia no había calentado por no importunar. Se acostaban inmediatamente y sin hablar, como si lo hicieran a solas, cada uno por su lado. La patrona no quería que tuvieran encendida la luz más tiempo del imprescindible.

Normalmente los viejos se hablaban muy poco y discutían menos. A veces, él rezongaba que seguramente, al guisar, ella se comía los mejores bocados, no gritando ni tan siquiera riñendo, sino más bien comentando. Ella decía que no con la cabeza y la cosa no pasaba de ahí. Apenas cambiaban alguna frase, fuera de las necesarias para pedir, ofrecer o proponer algo, para contar alguna cosa chocante que habían visto u oído. Con los extraños, todavía eran más callados. El cartero no los conocía. Nunca recibieron visitas de parientes o amigos. Se sabía que tuvieron un hijo; era fuerte y rubio y sus ojos parecían hechos para mirar a la cara de las personas. Murió durante un bombardeo, días antes de ser alistado.

Y los vencejos caían en picado, se remontaban, volaban a ras del suelo igual que balas perdidas. Por la carretera avanzaba un largo descapotable color crema, suave y lento, sin más ruido que el de una seda al rasgarse. El hombre conducía con una sola mano; la otra rodeaba el cuerpo de una mujer recostada en su pecho, rubia, con gafas negras. Y la otra rubia, la azafata vestida de gris, le sonreía desde su cartel, más allá de la cuneta. A cualquier parte del mundo con nuestras Líneas Aéreas. ¿Qué mundo? Aviones, aviones, ¡zas!, al otro mundo, hijo mío, ¡hijo mío! Arrugando la piel de la frente y apretando las mandíbulas, cerrando las manos sin sacarlas de los bolsillos, había mirado la ciudad, los campos verdes, los últimos edificios, los últimos edificios aplastando, avanzando sobre los campos como dados sueltos en un tapete verde. Esqueletos grises, geométricos, alzándose de día en día entre andamios y poleas, trepidar de motores, ir y venir de camiones, picar de martillos, sacos de cemento, viguetas, varillas de hierro, montones de argamasa trabajados a pala. Dos simples líneas de bordillo sobre la hierba, luego casas a los lados y aceras entre las casas y el bordillo y una hilera de faroles sobre las aceras y un poco de asfalto entre los dos bordillos; después gente. Allí estuvo su huerta de flores. Una mañana, once meses atrás, el jeep de don Ignacio, el administrador, se paró ante su cerca de espino y palmera seca. Y don Ignacio, un hombre vigoroso y jovial, embutido en una canadiense de piel suave y espesa, se le acercó soplándose el bigote, con la cara saludablemente enrojecida por el frío. Apoyado en su azada, el viejo oyó que debía salir antes de un mes. Esto en primavera, cuando los capullos estallaban como huevos bien incubados, cuando tenía los macizos llenos de flores apretadas y frescas y la huerta parecía una colmena, tantas eran las abejas y moscas gordas que volaban al sol. Y Amelia que apenas hablaba y menos aún discutía, que siempre le había seguido sin protestar, sin proponer siquiera, dijo entonces:

—Vete a ver a don Víctor.

—No.

—Sí. Tienes que verle. Irás a verle.

—No, no iré a verle.

Y ella lloró, quizá por primera vez —¡ay, no, Señor!—, quizá por segunda vez. Y Domingo cortó, arrancó y vendió a cualquier precio lo que pudo, entregó la mitad a don Ignacio y a los veintisiete días cerró por última vez aquella cerca de espino y palmera seca, ahora innecesaria, pues apenas si contenía algo más que hierbajos y tierra yerma y revuelta, como bombardeada.

Al poco llegaron los primeros piquetes de obreros. Domingo volvía cada mañana y observaba de lejos el progreso de las obras. Una plomada, varios metros de cordel, picos y palas, una excavadora mecánica; sobre una pila de sacos dos hombres vestidos de claro consultaban planos, dirigían los trabajos con el brazo extendido igual que generales. Luego una tapia hecha con ladrillos de canto cercándolo todo, una enorme puerta corredera que sólo se abría a los camiones y un portillo por el que todos los días Domingo asomaba la cabeza durante un rato. Desde allí, el viejo vio su pequeña balsa circular humeando, ahora llena de cal viva, vio rellenar de mortero aquellos profundos tajos abiertos en sus campos y alzarse los primeros postes de cemento armado, hasta que una mañana el capataz le preguntó si había perdido algo.

Y once meses después era de nuevo primavera y los vencejos caían como una hoz sobre los trigales, igual que el año anterior. Pero los pájaros debían ser otros, la hierba diferente y ahora, sobre su huerta de flores se amontonaban siete pisos de un edificio a medio acabar. Era el mes de marzo y los campos de las afueras estaban cubiertos de trigo recién germinado, ligero y suave bajo el soplo del aire que lo estremecía como un temblor, como una fiebre. Domingo los miraba desde la carretera. Una vez, sin poder aguantar, se había ido por los sembrados y Amelia le había seguido, hundiendo los pies en la tierra hinchada y roja, caldeada por el sol. Aquel día no comieron a la hora de siempre.

Domingo era hijo de campesinos. Había nacido en La Noguera, una finca con casi doscientas hectáreas de sembrados y bosques, de las que sus padres eran los principales aparceros. Durante los veranos fue compañero inseparable de Augusto, el hijo de los propietarios, un niño de su misma edad, poco más o menos. El chico era más bien débil y enfermizo y su padre quería que pasara en el campo los tres meses de las vacaciones. En otoño, Augusto volvía a la ciudad, a la escuela, y Domingo a los trabajos del campo, con sus padres; aquello era tan inevitable como el que a la noche suceda el día. Luego venía otro verano y los niños, con tres meses —una eternidad— por delante, cazaban renacuajos en las acequias, guerreaban por las colinas, cuidaban las plantaciones de trigo, maíz y alubias que habían hecho en los claros del bosque. En octubre, cuando Augusto ya se había ido, Domingo volvía a los claros y regaba aquellas hierbas sembradas a destiempo y en un medio hostil hasta que los primeros fríos las secaban.

Un año, Augusto compareció con una escopeta del 24 que le había regalado su padre; aquella temporada, transcurrida al acecho entre los brezos, con el corazón palpitante y la respiración contenida, fue quizá la más feliz de todas. Después las cosas cambiaron. Augusto ya no pasaba el verano en La Noguera, sino sólo unos días, en septiembre. Su padre le llevaba a sitios de moda, balnearios, playas donde la gente tomaba baños de mar. «Se me convertía en un salvaje. Él, que de por sí es un poco huraño… Por eso me lo llevo a Sitges. Quiero que conozca gente, que tenga amigos, que trate con chicas, en fin, que se civilice un poco», había dicho a los campesinos. Ahora Augusto era un chico largo y desgarbado, con granos en la cara, voz desafinada y ojos de mirar huidizo, como abstraído. Cuando iba a La Noguera, se traía un amigo gordo y maligno que perseguía a las gallinas, apaleaba a los cerdos y deshacía a patadas las jaulas de los conejos. Si salían de caza, Domingo les acompañaba como ojeador. Se metía por el fondo de los torrentes, entre la maleza, azuzando a los perros, mientras los otros dos aguardaban arriba, con sus escopetas. El resto del tiempo, Augusto y su amigo lo pasaban tendidos en las chaise-longues del jardín, tragando pasteles y refrescos, cuchicheando y riendo por lo bajo. Luego, Augusto se estuvo dos años seguidos sin ir una sola vez a La Noguera. Ya era bachiller y ahora estudiaba en el extranjero, aprendía idiomas… Cuando volvió, estaba hecho un hombre y, por primera vez, Domingo le habló de usted. A partir de entonces, Augusto sólo se acercó a La Noguera de cuando en cuando, siempre acompañado de amigas y amigos. Al ver a Domingo, le golpeaba la espalda sonriendo cordialmente y le ofrecía cigarrillos sin recordar nunca que Domingo no fumaba. Decía: «¿Te acuerdas de cuando jugábamos juntos?» Una vez, cuando ya estaba casado con doña Magdalena, propuso a Domingo que se fuera con él a Barcelona. Domingo aceptó. Y le dieron un caballejo rebelde y una tartana ligera y bien barnizada para que cada día paseara con la señora y el pequeño Víctor. A Domingo parecía gustarle todo aquello, el caballejo y la tartanita y la ciudad y la villa en que vivían, rodeada de un inmenso jardín sombrío. La casa era de estilo ochocentista y tenía una gran torre de tejado puntiagudo; en la torre había un mirador con cristalitos emplomados de todos los colores. Domingo pasaba allí la mayoría de sus ratos libres, mirando el exterior por la vidriera de colores.

Se habituó muy pronto a la ciudad. Consiguió dominar el azoramiento que el caballo experimentaba frente a los automóviles y tranvías casi antes que el suyo mismo. Paseaba a la señora y al pequeño, por las mañanas. Doña Magdalena era una mujer buena y dulce. Quería mucho a los animales.

«No le pegue, Domingo, no le pegue —decía siempre acariciando la grupa del caballo—. Es triste la vida de un caballo. Le dicen: a la derecha, a la izquierda, párate, camina… Y él obedece por sólo un puñado de algarrobas. Sigue y sigue, sin saber siquiera adonde, hasta que un día ya no se levanta o se queda a medio camino, al borde de cualquier carretera.» Buena, muy buena era la señora.

Al poco tiempo, Domingo se casó con Amelia, la cocinera. Don Augusto dijo que les pagaba un viaje de novios de dos semanas al lugar que quisieran. Domingo eligió La Noguera. Y don Augusto le golpeó la espalda y dijo: «¿Te acuerdas de cuando jugábamos juntos?» Le regaló dos puros.

El hijo nació a los nueve meses justos. Y todo iba bien hasta que un día el caballejo se desbocó mientras Domingo paseaba con doña Magdalena y los niños, y volcaron. Nadie se hizo daño, nadie le riñó. Pero don Augusto vendió el caballo y encargó a Domingo el cuidado del jardín. Alguna tarde, acabado el trabajo, Domingo se miraba las muñecas durante un rato, secas y fibrosas, recorridas por un ligero temblor. Luego se llegaba a las antiguas caballerizas y echaba un vistazo a la tartana todavía rota y ya cubierta de polvo y telarañas. Cuidó del jardín varios años. Su hijo había empezado a trabajar en una carpintería, de aprendiz.

Después tuvieron que dejar la villa. Don Augusto le había dicho que pensaba venderla y trasladarse a un piso céntrico. Allí no había sitio para Domingo. «En cambio —le dijo don Augusto— tengo una huerta de flores en las afueras. Si quieres, te la arriendo. Es un buen asunto, ¿sabes? Se puede ganar dinero con las flores…» Domingo aceptó y, provisionalmente, buscó una habitación para su mujer y su hijo, que ya estaba hecho un mozo y trabajaba en un aserradero. Luego el chico murió, fuerte y rubio, a los veinte años escasos. En un bombardeo. Por aquel entonces, don Augusto le llamaba a su casa con mucha frecuencia. Estaba más gordo, tenía papada, un montón de arrugas y aspecto cansado. «Habíamos jugado juntos, ¿no recuerdas? Cuando niños jugábamos juntos.» Y le lanzaba una mirada fugaz, inquieta, entre los párpados que le caían como una cortina, pesados y tristes. Se fue a Niza con toda su familia. Al regresar, Domingo le presentó una cuidadosa relación de todas las liquidaciones atrasadas. Sólo que —dijo—, había plantado patatas y coles en vez de flores. Pero volvería a las flores.

Tenía la huerta muy cuidada y le sacaba bastante rendimiento. La tierra era buena, el agua suficiente y las flores crecían muy lozanas. Las cortaba por la tarde y vendía en las Ramblas al salir el sol, cuando despiertan los gorriones. Parecía contento con aquel trabajo. Sólo a veces se ponía triste, en primavera. Marzo era como un dolor que alivia, con sus chubascos que calman los nervios y desentumecen la tierra helada y seca, con su girar oscuro de raíces y sus brotes que se abren despacio, como un puño crispado. Seguían viviendo en la habitación que tomaron años atrás; les quedaba relativamente cerca de la huerta, pagaban poco alquiler y era más que suficiente para él y su mujer, dos viejos como quien dice.

Visitaba a don Augusto tres veces al año: por Navidad, por Pascua y el día de su santo, en octubre. Le llevaba flores. Don Augusto le recibía en el salón, con la pata extendida sobre sus cojines. Siempre tenía a su alcance un tarro de miel en el que, de vez en cuando, hundía una espátula de madera y la chupaba. A su alrededor rondaban parientes y criados que le atendían y cuidaban. Al ver a Domingo se metía la mano en el bolsillo y la sacaba con unos cuantos puros. Ahora no sonreía. Le miraba con el ojo izquierdo más abierto que el derecho, redondo, fugaz, abstraído como el de su gallo. «¿Te acuerdas de cuando jugábamos juntos?» Se volvía a los presentes como sorprendido. «Teníamos un huerto. Sembrábamos alubias y trigo…» En su cara se pintaba la fatiga y el dolor. Y el miedo.

Domingo supo su muerte por los periódicos. Llegó a la casa cuando ya le bajaban. Colocaron el ataúd entre coronas y cintajos, sobre un carro tirado por cuatro jamelgos cansados. Siguió a pie el cortejo de automóviles y coches de caballos. En el cementerio, presenció la ceremonia desde algo lejos, entre los cipreses. Fue el último en marcharse.

Todo lo demás siguió igual. Sólo que ahora se las entendía con un administrador y que aparte de Navidad y Pascua, visitaba al señor el día de san Víctor y no el de san Augusto. Le abría la puerta una doncella nueva que tomaba el ramo y le daba las gracias y veinte duros de parte del señor. Las dos primeras veces, el viejo tomó el dinero. «Quizá no me recuerde —decía a la muchacha—. Pero yo le había llevado en brazos cuando él ni sabía decir papá. Le paseaba con su madre en una tartanita. Por las mañanas…» Y preguntaba también por la señora y por Alvarito, su hijo, que ya debía estar hecho un hombre, y por doña Magdalena. Pero doña Magdalena, buena y dulce, había salido, estaba enferma o tenía jaqueca y no podía recibirle. A partir de la tercera vez, Domingo entregaba el ramo y se marchaba en seguida, sin aguardar respuesta. Y el día de san Augusto, iba al cementerio y dejaba otro ramo a la puerta del panteón. La última vez que llegó este día, ya le habían sacado de la huerta y no tenía flores. Pero era octubre y fue al monte y se hizo lo menos con una cesta de pequeñas flores blancas que olían a miel.

Don Ignacio le explicó que debía marcharse. Ella había dicho «irás a verle» y él había dicho «no». Y no fue. En cambio visitó a varios propietarios de las cercanías ofreciéndose para cultivarles sus tierras. En todas partes la respuesta fue negativa; algunos ni siquiera le preguntaron qué edad tenía. Así es que Domingo afiló bien sus herramientas, las engrasó cuidadosamente y las metió en un armario, envueltas en trapos viejos.

Ahora seguía despertándose al amanecer, pero no se levantaba hasta dos horas más tarde porque a la patrona le ponía nerviosa oírle moverse igual que si fuera un loco. Aguardaba impaciente su tostada con aceite y ajo y su vasito de vino y salía a toda prisa, como si tuviera mucho trabajo por delante. Tomaba el sol, leía el periódico que le prestaba un amigo y paseaba hasta la que fue su huerta, seguido de lejos por Amelia, Luego, la fuente, hasta la hora de comer. Por la tarde, más sol, otro paseíto y un boniato asado que comía entre pausados sorbos de vino en el bar del Centro Parroquial. Si Amelia había conseguido ahorrar algo de lo que disponían para cada semana iban de vez en cuando a un cine de barrio que funcionaba los miércoles, jueves, sábados y domingos.

Los domingos, después de misa, se llegaba a un solar bien explanado, donde los chicos celebraban por la mañana algo así como un concurso de aeromodelismo. Mezclado entre los mirones, veía girar los distintos aparatos con un gemido largo y triste de intensidad variable, igual que el de una sierra mecánica. A veces (¡oh, Julio, hijo mío!), alguno entraba en picado y se destrozaba contra el suelo. Por la tarde comía su boniato en el Centro Parroquial, más concurrido que de costumbre, mirando a los jóvenes que se amontonaban en torno a la mesa de futbolín y billar, mientras la radio transmitía excitadamente las incidencias de los partidos de fútbol. Casi nunca regresaba a casa antes de las nueve. Cuando lo hacía, sacaba sus herramientas, les quitaba los trapos y las miraba durante un rato, distribuidas sobre la cama. Una mañana salió sin avisar a su mujer, con una hoz oculta bajo la chaqueta. Fue al monte y segó retama hasta que no pudo más.

Pero aquel fue un día de primavera como cualquier otro. Con el cielo más limpio quizá, con el paisaje más detallado y cercano después de la lluvia. Los vencejos volaban igual que hojas al viento y la luz era tan fuerte que casi dolía mirar el verde radiante de los trigales. Y había llegado al parador de tejas coloradas y muros muy blancos. «Bienvenido a Las Palmeras», decía un cartel oblicuo a la entrada. Un hombre joven y una rubia con gafas ahumadas se hacían mimos al sol, en la terraza vacía, las llaves de contacto sobre la mesa, entre la pitillera y el encendedor, y el descapotable color crema en el aparcadero. Un receptor difundía a todo volumen los compases de una música arrastrada, sollozante. Recostado en el cartel, un mozo de chaqueta blanca miraba al viejo con insistencia. Bienvenido a… Desvió los ojos y siguió adelante.

Los automóviles zumbaban en la carretera. Coches largos de rodar suave, motores trepidantes, un cura en Vespa, Cadillac, Fiat, Jaguar, un camión soltando gotas de aceite y espirales de humo negro y mareante. Peugeot, Opel, Kapitan, Ford, Ford, Ford, un guardia de tráfico en moto, un autocar de turistas ronco, enorme y rojo como una bestia. A trechos, en la cuneta, algún charco reflejaba el cielo azul, ramas de plátano desnudas y minuciosas.

Y había dejado la carretera. Se llegó al borde mismo del terraplén, de cara a los sembrados de trigo endeble y luminoso que un tendido de alta tensión recorría con sus torres metálicas. Entre los algarrobos pacía un rebaño de ovejas. Más abajo, directa hacia el centro urbano, otra carretera brillaba al sol como un navajazo. Los coches corrían por ella en ambas direcciones, oscuros, fugaces, menudos como ratones. Después más campos, las primeras casas, bloques grises, geométricos tras el verde de los campos, un gran Estadio entre los bloques grises, abierto como un cráter. Al fondo, la ciudad, chimeneas de fábrica, fulgurar de cristales, una inmensa extensión de formas disgregadas bajo la neblina de color ceniza, humeantes y esparcidas como los restos de un incendio. El aroma de los trigales se mezclaba con el del carburante quemado en la carretera.

Luego todo sucedió igual que un juego de manos. Había mirado a la vieja que se acercaba por la carretera, a unos cien metros todavía. Después, con la cara contraída y los dedos por pantalla, había seguido el vuelo de los vencejos, veloz y rápido como una bomba que cae. Cuando volvió a mirar, donde antes estuvo Amelia, había ahora un remolino de automóviles frenados de cualquier manera, que sus ocupantes abandonaban a portazos.

Se encontró resoplando tras el cerco de anchas espaldas apretadas, de cabezas bajas. Intentó abrirse paso entre americanas, cazadoras, chaquetas de cuero, canadienses, abrigos claros, de entretiempo. Le metieron un codo en el estómago. «Sin avasallar, hombre.» En medio del reflujo pudo verla un momento, caída como un fardo de trapos a medio deshacer. El guardia de tráfico tomaba notas. Oyó una voz. «Al sonar el claxon se me vino encima. Yo frené, frené… Quizá estaba loca…» Tiró al guardia de un brazo antes de ser empujado hacia atrás por alguien que se apartaba del corro. El guardia se volvió sin mirarle, los ojos chispeantes, el bigote prendido de la boca que se movía como a mordiscos. «Atrás. Atrás. Retírense. ¿No se dan cuenta de que la van a pisar?» Y después, bajando la voz: «Súbanla.» Un retroceso general le apartó más aún. Se encontró de nuevo cegado por un montón de espaldas poderosas. «Con cuidado. La tapicería…» «Ni tapicerías ni leches.»

El grupo se deshizo cuando el automóvil se puso en marcha. El guardia metió su cuaderno en un bolsillo de la chaqueta de cuero. «Vamos, vamos. Circulen. Están interrumpiendo el tráfico.» Se fue en la moto, siguiendo al automóvil. La gente volvía hacia sus coches poniéndose los guantes, mascando los cigarros, discutiendo bien alto. Las portezuelas se fueron cerrando, los automóviles arrancaron uno a uno entre bocinazos, como a la salida de un espectáculo.

Se quedó solo, mirando hacia el recodo. Después hizo como que los seguía y un camión lleno de tablones le pasó zumbando a pocos centímetros. Desde los tablones, unos obreros le saludaron con la mano según se alejaban. Luego se fue a sentar en una piedra, entre los algarrobos. «Terrenos adquiridos por el nuevo Asilo Municipal», leyó en alguna parte. Bienvenido a… Miraba las huellas del frenazo, la mancha esparcida lo mismo que si fuera de barro espeso y rojo.

Un chico montado en bicicleta se paró al borde de la carretera y le gritó algo. El viejo, sin moverse, le miró como si no entendiera. El chico volvió a gritar lo mismo. Le preguntaba que adonde llegaría siguiendo todo recto.