El auto disminuyó la marcha hasta quedar inmóvil, suavemente sacudido por la trepidación del motor. Había luz roja en el semáforo y el tráfico transversal pasaba zumbando como en fuga. Víctor descansó los brazos sobre el volante.

—Ser joven equivale a ser feliz. Cuando entonces salía de permiso me sentía como un dios.

—¿Y al volver? —dijo Nacho.

—Nada. Al volver, nada. Cuando uno es joven se divierte hasta en la guerra.

En el semáforo cambiaron las luces al tiempo que sonaba un timbre. Los coches de delante arrancaron despacio, transmitiendo el movimiento a toda la columna. Avanzaban muy juntos, como en procesión, atornasolados por los reflejos de las farolas, de los escaparates, de los anuncios luminosos.

—Esto lo dices ahora.

—Es que esto sólo se sabe cuando uno ya no es joven —dijo Víctor.

Hablaba estirando el cuello, atento al tráfico.

—No. Quiero decir que esto lo dices precisamente ahora, cuando todo ha pasado, desde el volante de tu coche.

—Y si no tuviera coche aún lo diría con mayor razón. ¿Quién se queja del coche? Además ya lo sé, tengo todo lo que entonces podía desear. Y también cosas que ya no deseo, como veinte años más. O cosas que no he deseado nunca, como veinte kilos más de los que debiera pesar. E incluso quizá cualquier día tenga que cerrar la fábrica y quedarme sin nada de lo que entonces deseaba. Oye, ¿dónde aparco?

—Dobla y sube por la otra calzada… Sabes perfectamente que no pasará nada de lo que dices. Pero los fabricantes de tejidos nunca estáis contentos. Vendéis un par de metros menos que el año anterior y ya os ponéis a gritar ¡crisis!, ¡crisis!

—¡Genial, tú, genial! Qué gran observador eres, caray, sí que hilas fino… Pero de acuerdo, no pasará nada de lo que digo. Moriré rico y apoplético, de repente, en un sillón felpudo, con bendición apostólica y todo. Seguro que si los de tu Banco supieran que iba a morir así se tranquilizarían. Y quizá me abrían otro crédito. Porque a este tipo de muerte abren crédito, ¿no? Tú debes saberlo. ¿Dejamos aquí el coche?

—Sí. Más arriba no encontraríamos sitio.

Víctor maniobró para colocarse entre otros dos coches, dando frente al bordillo.

—Tú debes saberlo, esbirro de Banco, títere, perro de presa, verdugo de los pobres, de los arruinados… ¿Cuántos embargos realizaste hoy? ¿Algún desahucio?

—No te pongas pesado, que estas bromas no me hacen ninguna gracia. A veces no hay quien te aguante. ¿Crees que me divierte este trabajo?

—¡Claro! ¡Claro que te divierte! A mí también me divertiría. Es muy distraído.

Cerró el contacto y tiró de las llaves. Se volvió hacia Nacho apoyando un codo en el respaldo del asiento. Nacho decía:

—Sí, pues me gustaría verte… Bueno eres tú para estas cosas. ¿Qué quieres que hagamos si no pagan?

—Nada, eso, embargar. Y si te fastidia el trabajo, un poco de paciencia. Pronto alcanzarás la edad de ser tú quien tenga esbirros que se encarguen de hacerlo y ya ni pensarás en estas cosas. Bueno, andando. Cierra tu ventanilla.

Fuera hacía calor. Empezaba el verano y la Rambla estaba muy animada, aturdían las voces y las risas, el ir y venir de la gente, la música de los bares mezclada con los ruidos del tráfico. El calor era soportable y las mujeres parecían flores, con sus vestidos de verano ligeros y flotantes. Un soplo de aire estremecía las copas de los plátanos ahuecadas por la luz eléctrica. Aquel frufrú de las hojas daba sensación de fresco y la gente se sentaba bajo los árboles, en las sillas de alquiler salpicadas de excrementos secos de gorrión. Víctor y Nacho subieron por una acera lateral caminando despacio, al paso que les imponía el lento desfile de los demás.

—Por otra parte —decía Víctor—, si uno fracasa es porque es tonto. ¿Que le embargan a uno y queda en la calle sin gorda? Pues a fastidiarse, caray, mala suerte. No haberse dejado embargar…

—Vamos, no te hagas el cínico ahora.

—No me hago el cínico. En realidad es mi manera de decir las cosas. ¡Huy, qué ganso!, decía mi abuelita. Yo soy eso, un ganso.

—Un ganso con mala baba. Se pueden hacer bromas pero sin zaherir.

—Bromas amables, ¿eh? A la hora del café, para amenizar las digestiones… Lo malo es que mis digestiones son muy pesadas y siempre tengo que acabar echando mano del bicarbonato.

—Pues cuida de que la gente no llegue a cansarse de tus digestiones, puñetero.

—¡Oh!, ya me cuido, ¿no te digo? Por esto tomo bicarbonato, por lo de las digestiones. Además la gente es buena y comprensiva y sabe perdonar los pequeños desarreglos estomacales de uno. Es un chico que vale, dicen de mí. Lo de que valgo es una simple abreviatura de que valgo dinero, es decir, de que sé ganarlo, acción purificadora que le deja a uno limpio de cuantos defectos pueda tener. Y lo de chico va porque todavía no he llegado a los setenta. Bien, ¿dónde nos metemos?

—Podemos tirar a la derecha, por estas callejas. Conozco una cafetería en la que saben preparar buenos martinis. Y un buen martini no vendrá mal para empezar.

La cafetería era un local pequeño y tranquilo, ahora casi vacío. Sentado al extremo de la barra, un señor grueso y con gafas y con un puro entre los dientes repasaba una pila de discos. Tras el mostrador, un barman de cabellos plateados ordenaba los vasos y, en la única mesa ocupada, la camarera jugaba a los dados con un hombre joven.

—¿Qué tomarán los señores?

El barman se inclinaba sobre la barra, pulcro y correcto como un diplomático.

—Dos martinis —dijo Nacho.

—Un martini y una ginebra con sifón y hielo —corrigió Víctor.

—Sí, señor.

—Oye —dijo entonces el hombre grueso—. Pon este disco: C’est magnifique.

Cuando la canción empezó a sonar, el señor grueso se recostó contra la pared dando una intensa chupada a su cigarro. Escuchaba con los ojos semicerrados envuelto en espirales de humo espeso y aromático.

—Lleva desabrochado un botón de la bragueta —observó Víctor.

—Bebe y calla —dijo Nacho. Probó un sorbo e hizo chasquear la lengua—. Bien. La noche empieza bien. —Guiñó un ojo—. Ahora vuelves a estar soltero, ¿no?

—Mi señora está en Sitges con su señorito hijo desde hace una semana. Mi Alvarito lo pasa muy bien, allá en Sitges… Lleva el camino de ser un tonto muy fino, mi Alvarito.

—Bueno, lo importante es que ahora estás soltero. —Levantó su copa—: Por la soltería.

Bebieron. Luego Nacho giró en su asiento hasta quedar de espaldas a la barra. La camarera, una rubia muy maquillada, seguía jugando mano a mano con el hombre joven. Se miraban a los ojos, como retándose. Ella agitaba el cubilete intentando sonreír enigmáticamente. Nacho se pasó la lengua por los labios que le quedaron brillantes y muy rojos a la cruda luz del neón. Se volvió a Víctor.

—Oye —dijo—. ¿Y cómo acabó lo de aquella chiquita que te sacaste de no sé dónde?

—No acabó.

Nacho guiñó otra vez el ojo.

—¿Hay que pagar aduana?

—Hombre, tú mismo… Con mis cuarenta y dos años, mi tripa y mi papada… Vamos, que no soy ese chico de los dados.

—Yo mismo no —rió Nacho—. En todo caso, ella.

Víctor movía la cabeza.

—Ya llevo postiza media dentadura, ¿sabes? Y a la hora del café no puedo pasarme sin una pizca de bicarbonato ni, por las noches, sin un somnífero. Ahora no pienso tanto en mujeres como en hacerme una casita con jardín y vivir allí tranquilo. En las afueras, ¿sabes?

—¿Una casita con jardín?

—Sí. Ya tengo pensado el sitio. Ahora es un campo de algarrobos y queda sobre la carretera, casi en la montaña. Desde allí se domina toda la ciudad y el sol pega que da gusto. En cuanto pueda me la compro.

—Sí, claro, es agradable, aunque personalmente me abono a los sitios céntricos. Pero esto no tiene nada que ver. Si piensas menos en mujeres no es por eso sino porque ahora siempre las tienes a mano. Y cuando uno las tiene a mano le parece muy fácil prescindir de ellas. Eso es lo que pasa.

—Yo me he criado en el campo. ¿Lo sabías?

—Claro. Te lo he oído contar lo menos veinte veces.

—Bueno, pues ahora lo echo de menos, me gustaría vivir otra vez allí. Pero como esto no puede ser, me paso el día dando vueltas a la idea de una casita con jardín.

—De acuerdo. Pero esto es aparte. Lo que yo digo es que, a menos de que te hayas vuelto invertido, si ahora piensas poco en las mujeres es porque las tienes demasiado a mano.

—Será por eso. O quizá sólo pasa que me vuelvo viejo.

—¿Viejo tú? Vamos, tiene gracia…

—Pues será esto, sí, será que me vuelvo viejo. En otoño fui con unos amigos a Lérida, a cazar perdices, todo igual que hasta hace pocos años. Bien, pues al día siguiente las agujetas no me dejaron salir de la cama.

—¿Y eso qué tiene que ver?

Se abrió la puerta de la calle y entró un limpiabotas. Era bajo y oscuro, de cara ceñuda, pelo revuelto y grandes patillas. Vestía pantalón tejano de color negro y camisa también negra, de manga larga; la caja de los cepillos estaba claveteada de tachuelas doradas, lo mismo que una montura. Avanzó mirando torvamente en derredor.

—Hay brillo —decía con voz ronca—. Hay brillo.

El señor grueso apenas entreabrió los ojos, envuelto en el humo de su cigarro.

—Para ti no tiene que ver —decía Víctor—. Siempre habrás sido un chico llenito y con gafas. Pero desde que…

—¡Mi alférez! —le interrumpieron.

Se volvió. El limpiabotas le miraba estirando la boca en una risa callada.

—¿No me recuerda, mi alférez?

—No caigo.

Miró aquella cara, las grandes cejas enarcadas, los ojos saltones, la boca abierta dejando ver unos cuantos dientes gastados y sucios.

—Vamos, hombre. Que ya no se acuerda de Ciriaco, de su asistente.

—¡Ah, ah! Caramba, Ciriaco. Sí, hombre… Ciriaco. ¿Qué hay? ¿Qué hay?

El limpiabotas cambió de mano la caja de los cepillos, mientras reía con un «aaah» prolongado y ronco. Se estrecharon las manos.

—Eso es, hombre. Ciriaco. Mira que ya no acordarse de su asistente…

Vuelto hacia Nacho, le tendió ceremoniosamente su derecha, una mano ennegrecida por el betún.

—Mucho gusto, señor.

—Encantado.

—Fui su asistente en el Ebro —explicó. Y guiñando un ojo—: Pero ya no me recuerda.

—Sí, hombre, sí que me acuerdo.

—Qué se va a acordar…

—Que sí, hombre, que sí.

—Que no…

—Que sí, hombre. Sólo que de momento no caía. Hace tanto tiempo… Bueno, y ¿ahora qué? ¿Cómo te va?

—Pues mire, ya puede ver, como siempre. ¿Y a usted?

—Pues mira, ya ves.

—Bien, ¿eh? Ya veo, ya…

Se echó a reír. Víctor y Nacho le imitaron.

—Vaya, vaya —dijo Víctor.

—Sí, así es la vida. Yo que he recorrido medio mundo, me lo encuentro precisamente esta noche, en este bar. ¡Quién lo iba a decir!

—Sí, también es casualidad.

—Pero no crea, ¿eh?, yo no le olvidaba. ¡Si nada más que compraba los periódicos por usted!

—¿Por mí?

—Por si usted salía, si hablaban de usted. Yo pensaba: este por lo menos es ministro.

Volvió a reír. Víctor y Nacho también, brevemente.

—Pues como no sea en Necrológicas… Pero en fin, ya ves que no soy ministro.

—Pero todo va bien, ¿eh?

—Sí, sí.

—Esto es lo importante.

Hubo un breve silencio. Víctor sacó un paquete de Chester.

—¿Un cigarrillo?

—Gracias.

El limpiabotas buscó en los bolsillos pero Nacho se le adelantó con su encendedor.

—Deje, deje.

—Bueno, gracias.

Encendieron los cigarrillos. El barman estaba escogiendo un nuevo disco. En todo el bar no se oía más ruido que el sonar de los dados.

—Vaya, vaya —dijo Víctor.

—Sí, hombre —dijo Ciriaco. Y luego, aproximándose más—: ¿Se acuerda de aquel día en San Carlos, mi alférez? Íbamos por la carretera cuando nos empiezan a tirar desde unos algarrobos, a la izquierda. Y yo que me agarro el ametrallador y digo «allá voy» y me doy la vuelta por detrás y, ¡toma castaña! ¡Ahhh! —rió brevemente—. Y después, hala, todos para arriba y que en cuatro días nos plantamos en Barcelona.

Sacudió la ceniza de su cigarrillo.

—¡Qué cosas! Pero les dimos, ¿eh, mi alférez? Les ganamos.

—Sí —dijo Víctor—. Ganamos.

El limpiabotas dio con el codo a Nacho.

—Si usted supiera… ¡La de cosas que hemos pasado juntos! Pero él ya ni se acuerda…

—Sí, hombre. ¡No me voy a acordar!

—Que no…

—Que sí, caray. Sólo que de momento no caía. Hemos salido a dar una vuelta, de tascas, ¿sabes? Y vamos, qué me podía imaginar…

—¿De tasqueo? Hombre, yo conozco el sitio en donde dan las mejores tapas de Barcelona.

—¿Ah, sí?

—Sí, está ahí mismo. ¡Qué callos y qué pulpitos! Ahora los probarán. Voy a tener el gusto de invitarles.

—No, hombre, déjalo. Otro día…

—Nada, hombre, nada. Nos vemos después de veinte años y, ¿no lo vamos a celebrar? —Se volvió a la camarera, en este momento acodada en la barra, a su lado, pidiendo algo—. ¿Cuánto deben los señores?

—¡Quita, hombre! —dijo Víctor interponiéndose.

—¡Que no!

—¡Quita, hombre, quita, pues no faltaba más…!

Tendió el billete a la camarera.

—Yo no cobro —dijo la camarera.

—¿No cobra? ¿Qué es lo que no cobra? —dijo Víctor.

Nacho soltó una carcajada y, con ojos brillantes, pasó la vista de la camarera a Víctor y de esta al señor grueso y al joven de los dados, a Ciriaco. Y todos rieron. Se miraban con ojos brillantes y reían.

—Nada —dijo la camarera. Sonreía sin mirar a nadie, los ojos bajos—. Yo nunca cobro nada.

Las risas por un momento contenidas, arreciaban de nuevo.

—Buena respuesta, Nuri —dijo el de los dados.

—¡Este sí que cobra! —chilló el señor grueso con voz sofocada—. Este sí que cobra, el muy marica…

Con su índice rechoncho y temblón señalaba al barman que sonreía correctamente al otro lado de la barra. Víctor le tendió el billete. Ciriaco, medio riendo, medio tosiendo, decía:

—¡Qué bueno ha estado! ¡Qué bueno ha estado!

Víctor dejó parte de la vuelta en el platillo y se guardó el resto.

—Gracias, señores —dijo el barman.

—Buenas noches —dijo Víctor.

—¡Buenas noches! —respondieron todos a coro, todavía sonriendo.

Ciriaco se adelantó para abrir la puerta.

—Ustedes primero.

La calleja era estrecha pero estaba muy animada. La temperatura no había cedido y, de cada casa, algunos vecinos más o menos ligeros de ropa, se salían al portal con una silla, a tomar el fresco. Charlaban en pequeños corros mirando a los transeúntes, vigilando a los niños que jugaban y se perseguían. Dos mujeres hablaban a gritos sobre la calle, frente por frente, cada una desde su balcón. Las ventanas, abiertas y luminosas, esparcían olor a frito, voces y risas, el confuso palabreo de alguna radio, continuando de casa en casa según se caminaba.

Ciriaco les condujo por una calle transversal todavía más estrecha, balanceando la caja de los cepillos, saludando a conocidos aquí y allá, gente parada a la puerta de los bares. Ellos contestaban brevemente y le seguían con la vista mientras se alejaba contoneándose entre Víctor y Nacho. «Qué bueno ha estado —repetía—. Qué bueno ha estado.» Sobre sus cabezas goteaba la ropa puesta a secar en los balcones, colgada allí arriba, imprecisa y blanca. Hacía calor y casi se agradecían aquellas gotas frescas oliendo a limpio.

—Entremos aquí —dijo Ciriaco de repente.

Se trataba de un lugar mísero y destartalado que más que bar o taberna parecía una simple bodega. Tres hombres bebían vino de pie, en torno a un tonel que hacía de mesa. Hablaban, pero dejaron de hacerlo cuando les vieron entrar. Un cuarto individuo les observaba desde la otra parte del mostrador, dominando la sala con sus brazos abiertos sobre el mármol, la cabeza alta, la mandíbula salida.

—Buenas noches —dijo Ciriaco.

Nadie respondió. Los tres hombres del tonel les miraban en silencio.

—¡Hola, Roig! —dijo Ciriaco al del mostrador.

—Hola. ¿Qué van a tomar?

—Roig, te presento a mi alférez de cuando la guerra.

Roig inclinó la cabeza.

—Mucho gusto. ¿Qué van a tomar?

—Tres chatos de ese clarete que guardas para los amigos.

—Mi clarete es igual para todo el mundo —dijo Roig mientras sacaba tres vasos de la pila.

—Bien, hombre, ya me entiendes… —dijo Ciriaco conciliador.

Cruzó los brazos sobre el mostrador y, doblando el cuerpo, apoyó en ellos la barbilla. Miraba socarronamente los tres vasos alineados ante sus ojos saltones.

—¿Este es el sitio de las tapas? —dijo Víctor mirando el mostrador vacío.

Ciriaco se irguió:

—No, no, ahora vamos. Pero aquí tienen muy buen vino —dijo mientras Roig escanciaba—. Pruébenlo. —Y aprovechando el momento en que Roig se volvía, añadió—: Ahora les explico…

—Sí —dijo Víctor—. Buen vino.

—Quizá tiene un punto ácido, ¿no? —insinuó Nacho.

—Nada hombre, ni se nota —y bajando la voz, continuó roncamente—: Este Roig también es un buen elemento; hizo la guerra aquí y después en Indochina. Quería que le conocieran, ¿me entienden? Ahora debe de estar de mala uva, pero es un buen elemento. Y además, ya pueden ver, nunca tiene demasiada gente. Y como a mí me da rabia, porque sé que es un buen elemento, procuro traerme a los amigos y hacer gasto, ¿comprenden? Siempre es una ayuda.

—Ya —dijo Víctor.

Nacho repasó el local, desagradablemente iluminado por dos tubos de neón.

—Qué sitio tan curioso.

—¿Les gusta, eh? —Ciriaco chasqueó los dedos—. Tengo una idea. ¿Quieres cobrar, Roig?

—De aquí, por favor —dijo Víctor.

—Ni oigas, Roig.

Al salir, Nacho se acercó a Víctor y le dijo en voz baja:

—Sacúdetelo.

—Espera, hombre. Tomamos unas tapitas y nos vamos.

—Nos dará la noche…

—No, hombre, déjalo de mi cuenta.

Ciriaco les precedía algunos pasos mirando a derecha e izquierda. Las puertas abiertas de los bares volcaban en la calle sus cuñas de luz impregnadas de humo revuelto. Ciriaco agarró a Víctor de un brazo.

—Aquí, aquí.

Les hizo entrar en un local estrecho de paredes encañadas, apenas un pasillo paralelo a la barra que, al fondo, comunicaba con una sala de techo más bajo. Tanto la barra como las mesas, estaban casi exclusivamente ocupadas por prostitutas y marinos y también algún paisano de aspecto exótico. Víctor y Nacho se pararon a la entrada, como aturdidos por la luz excesiva y el barullo y los ensordecedores compases de jazz que sonaban desde alguna parte.

—¿Este es el bar de las tapas?

—No, pero nos viene de paso. Es un sitio muy divertido.

—Es que no podemos entretenernos. Llevamos prisa.

—Oh, es sólo un momento, para que lo conozcan… Voy a tener el gusto de invitarles a una copa.

—Es que llevamos prisa.

—¡Hombre, si sólo es un momento! Vaya, siempre que no les moleste beber una copa conmigo… Si estorbo, me lo dicen y en paz.

—No, hombre, no digas tonterías.

—¡Pues entonces…! —dijo Ciriaco abriendo los brazos—. Vamos, vamos, ahí mismo.

Ocuparon una mesa vacía arrimada a la pared, frente a la barra. En el bar parecía celebrarse algo así como una fiesta privada. Marinos blancos, marinos mulatos, negros vestidos de paisano con vistosas camisas y sombreros de ala ancha, todos desordenadamente sentados entre prostitutas de cara gorda, ojos brillantes y melena aleonada. Mascaban cacahuetes, hablaban de mesa a mesa, reían y se palmeaban familiarmente. Una vieja recorría las mesas ofreciendo una cesta llena de cacahuetes, huevos duros, tiras de bacalao y tabaco.

—Aquí hay que beber algo fuerte —dijo Ciriaco—. ¿Coñac? ¿Ginebra? ¿Caña?

—Ginebra, ¿no?

—Pues tres ginebras —dijo a la camarera, una mujer marchita y muy pintada, con delantal blanco y cofia.

—¿Un cigarrillo? —ofreció Víctor.

—Bueno —tosió Ciriaco—. Bueno.

Junto a Víctor, una mujer gorda, rubia platino, intentaba explicarse a un marino:

—En España, mucho sol, buen vino y mujeres guapas.

El marino afirmó con la cabeza. La mujer le tironeó la mejilla, como en un arranque.

Mai beibi, bambino —dijo.

Rieron.

—Paloma mía —dijo el marino con dificultad.

La música, chillona, sincopada, sonaba a todo volumen y se hacía difícil hablar. Ciriaco se contoneaba curvado en la silla, siguiendo el compás. Les miró sonriendo, la boca muy abierta, los grandes párpados caídos sobre sus ojos divagadores.

—Música americana —dijo—. ¿Les gusta bailar?

—No —dijo Nacho apresuradamente.

—A mí, sí. En ese sitio que hay al final de la Rambla. Ahora es la época de las verbenas…

—Que nos lía, tú —susurró Nacho—. Que nos va a dar la noche.

—Cállate.

Ciriaco miraba por encima del hombro a un marino que, entre las meses, daba pases de torero, coreado por risas y chillidos. De pronto se volvió a Víctor y Nacho balanceando la cabeza. Sus ojos seguían divagadores bajo los párpados, como con sueño, pero ahora torcía la boca en un gesto de asco.

—Hijos de mala madre.

—¿Quiénes?

—Estos —dijo haciendo un ademán vago—. Vienen aquí, pisando fuerte, como si fueran los amos del mundo. ¡Chuletas! Eso es lo que son, unos chuletas. Poca cara tienen de darle al pico y a la pala.

Se inclinó sobre la mesa, las mandíbulas apretadas, la boca torcida y un párpado más alto que otro.

—El otro día me lié a leches con uno —dijo torvamente—. Le di así en la cara… Si no me llegan a aguantar…

Sin dejar de mirarles, se echó para atrás, otra vez arrellanándose en la silla.

—Llevo navaja —puntualizó.

De pronto se volvió al marino que ocupaba la mesa vecina.

¡Son of e bi! —gritó.

El marino no pareció enterarse. Ciriaco, radiante, miró a Víctor y a Nacho.

—¡Toma castaña! —dijo haciendo el gesto de dar un codazo.

Y rió golpeando la mesa con la palma de la mano hasta que su ronco «aaah» se convirtió en una tos violenta que parecía ahogarle. Escupió bajo la mesa.

—Esta tos… —dijo frotándose los ojos, casi afónico.

—Debiera cuidarse —dijo Nacho.

—¿Yo? ¿Cuidarme, yo? Para qué… Estoy bien, no necesito cuidarme. En este maldito clima, esta humedad… Yo soy de Valladolid; allí sí que se respira. Pero esto, ¡si es peor que Leningrado!

—¿Leningrado? ¿Estuviste en Leningrado?

—¡Vaya! En el cuarenta y tres. Si a mí sólo me falta conocer el planeta Marte… Va y me dicen: a que no vas aquí, a que no vas allí. Y yo: ¿que no? Y me planto en Leningrado.

—Vaya, no sabía.

—Oh, uno no tiene por qué contar las cosas que le han pasado —dijo encogiéndose de hombros—. Se las guarda y listos. Y usted no tiene derecho a preguntarme nada.

—Hombre, preguntaba porque sí…

—No, ya sé. Si no lo digo por usted. Pero es que hay quien va preguntando que si aquí, que si allá… y uno no tiene por qué contestar. Cada uno sabe lo suyo, ¿me entiende? Y yo no soy de esos tipos que están todo el rato hablando de ellos mismos. Yo me callo. Me callo y, nada… En fin, ¿para qué hablar?

La rubia platino pasó contoneándose junto a Ciriaco. Ciriaco le palmeó las nalgas.

—¿Sudando, Reme?

—Ten quietita la mano, Ciriaco… —dijo ella sin mirarle, y se alejó contoneándose.

—Esas nenas…

—Sí, sí —dijo Víctor—. Pues no sabía…

—¿Qué?

—Eso, lo de Leningrado.

—Yo he estado en Leningrado y en todas partes. Hasta en la cárcel.

—¿En la cárcel? Pero, ¿cómo…?

—Pues mire usted. Cosas de la vida.

—Pero, ¿por qué?

—Toma, pues por robar. No, si ya ven, si lo digo así, por las buenas, si no me importa reconocerlo. Me expulsaron del Ejército y estuve en la cárcel por robar.

—Caramba.

—Ni caramba ni leches. ¿Me iba a quedar sin comer? Pues no, pues no se me pasaba por ahí. Y robé y listos. En este país lo que hay es muy poca consideración para con los que hemos arriesgado el pellejo y demasiada para con cuatro ricachos que roban a los pobres, al Estado y a la comunidad y que ni siquiera han estado en ninguna guerra.

Víctor se echó a reír.

—Puedes estar seguro —dijo.

—¡Pues claro!

Quedaron callados. Ciriaco jugaba pensativamente con su copa.

—Venga, vamos —dijo al fin—. Esto está hoy muy aburrido… Cobra de aquí, chica.

El bar de las tapas estaba tres puertas más allá. Era un local amplio y bien iluminado que daba sensación de limpieza. Al fondo había una hilera de toneles barnizados, dispuestos horizontalmente, y de las vigas colgaban ristras de ajos y cebollas, ramos de pimientos, manojos de tomillo y orégano, hierbas aromáticas. Ciriaco se dirigió a un hombre grande y jovial, acodado protectoramente al otro lado del mostrador.

—¡Vizcaíno! —gritó.

—¡Hola! —dijo alegremente el hombre grande.

—Mira, vizcaíno, te presento a mi alférez de cuando la guerra. A mi alférez y a otro amigo que se llama no sé cómo.

El hombre grande se frotó la mano en el mandil antes de tendérsela, una mano pesada que, como consciente de su poder, más que estrechar, se dejó estrechar, pasiva y enorme.

—Pues mucho gusto.

—Encantado.

—Este es el sitio —anunció solemnemente Ciriaco— en el que se toman las mejores tapas de Barcelona.

—Tú lo sabrás —rió el hombre grande.

—Fíjate tú que iban por ahí, a la deriva, sin saber dónde meterse… Y yo que me los encuentro y que digo: dejadme a mí, sé dónde se toman las mejores tapas de Barcelona.

—¡Pues a ellas! ¿Qué será? Callos, caracoles, pulpitos, calamares, bacalao, alcachofas, gambas, sardinas, boquerones… —enumeró señalando con el dedo las cazuelas de barro alineadas a todo lo largo del mostrador.

—Callos, ¿no? —dijo Nacho.

—Pues tres de callos para empezar y una jarra de ese clarete que guardas para los amigos —dijo Ciriaco.

—¿Mucho picante?

—Tú dirás…

—¡Tres atómicas! —gritó el hombre grande, asomándose al arco que comunicaba con la cocina.

Las mesas eran de pino blanco sin barnizar. Ciriaco se sentó frente a los otros dos, de espaldas a la sala.

—Para eso de las tapas —dijo— nadie como los vascos. Yo no como otra cosa, sólo alguna tapita al ir así, de tasqueo… No me tira el comer, ¿me entienden? Claro, esto no quita que algún día haga una comida a base de bien… ¡Hombre! Tengo una idea: podríamos ir a un buen restaurante esta noche. Yo conozco el mejor de Barcelona; bueno y barato.

—Estupendo, sí —dijo Nacho—. Sólo que hoy, realmente…

—Nada, hombre, pues voy a tener el gusto de invitarles. Cenaremos pollo. Es el mejor restaurante de Barcelona. Nada de servilletas, tenedorcitos ni esa leche. Pollo, y pollo bueno.

—Estupendo, estupendo. El próximo día cenaremos allí.

—Nada de otro día. Estas cosas se improvisan, es cuando todo sale mejor. Ya verán cómo nos divertimos. Y luego, tres nenas: la mayor, veinte años.

—No, no.

—Que se lo aseguro yo. Carné en mano, si quiere. La mayor, veinte años.

—No es eso. Quiero decir que hoy no podemos. Que nos esperan, que tenemos un compromiso.

—¡Pues que esperen, hombre! Que esperen… Que hoy tengo el gusto de invitarles.

—No. Otro día. —Y apresuradamente, añadió—: Creo que han inaugurado algún restaurante de self service, ¿no?

Ciriaco frunció las cejas al mirarles, la boca entreabierta, los ojos divagadores bajo sus grandes párpados caídos.

—¿Qué es eso?

—Un restaurante donde se sirve uno mismo.

—¡Eh!… —rechazó—. Cuando voy a un restaurante, me gusta que me sirvan, que para eso pago.

—Pues en el extranjero hay muchos y todo el mundo come allí.

—¡Qué se los guarden! El extranjero… Aquí somos señoritos. Pues que nos sirvan, leche.

Y encogiéndose de hombros, miró para otro lado. En un extremo de la sala se había instalado un guitarrista cojo. Con el oído pegado a su guitarra, pulsaba las cuerdas muy flojito, como buscando el tono preciso. Ciriaco le miró abriendo mucho sus ojos saltones. Golpeó la mesa con la palma de la mano.

—¡Ya está aquí ese cojo!

—¿Y qué pasa?

—¡Pues que no tiene ni idea! —dijo abriendo los brazos.

Se volvió hacia el guitarrista.

—¡Eh, cojo! —gritó—. Tócate la pata por si suena mejor. —Y haciendo el gesto de dar un codazo, añadió—: ¡Toma castaña!

El guitarrista le miró rabiosamente, apretando las mandíbulas. Era abombado más que gordo, como una saca de harina y, aunque moreno, tenía mal color, de muerto.

—Y suerte que eres cojo, cojo. Así, cuando tocas, sólo puedes meter una pata, cojo.

—¡Déjame en paz! —murmuró sordamente el guitarrista.

—Sí, anda, déjale —dijo Víctor.

—Es que es un bestia… Es el animal más parecido al hombre que existe. No sabe tocar ni tiene gracia, ni facilidad de palabra ni nada…

El guitarrista le miraba respirando fuerte, dilatando las narices al resoplar.

—Déjame en paz —repitió.

—¡Ah, cojo!… Que te fundo un ojo, cojo rojo. —Se volvió hacia Víctor y Nacho—. Y si le fundo un ojo, ¡a cantar los veinte iguales! ¡Toma castaña! ¡Toma castaña! —rió golpeando repetidamente el tablero de la mesa.

—Vamos, déjale —dijo el hombre grande ahora serio. Traía una bandeja con el vino y tres cazuelitas humeantes.

—¿Ves? ¿Ves lo que conseguiste?

El guitarrista cojeaba hacia la puerta enfundando su guitarra.

—¡Eh, Patrach! Vuelve, hombre, que ya se calla… —gritó el hombre grande.

El guitarrista no respondió.

—Déjale que se vaya, hombre… —dijo Ciriaco—. Es un resentido.

—Es un mutilado que vive de su guitarra —dijo el hombre grande—. Perdió la pierna cuando la guerra y si tú no le dejas trabajar se queda sin comer. No quiero que vuelvas a repetir lo de ahora en mi casa, Ciriaco.

—Ese vizcaíno… —dijo Ciriaco frotándose los ojos—. Es demasiado bueno, un pedazo de pan, eso es lo que es. ¡Si le he hecho un favor consiguiendo que se marchara ese cojo que espanta a los clientes! Pero a él le da pena y, mira… Es muy bueno. Muy bueno.

Chupó un trozo de pan mojado en la salsa de su cazuelita.

—Y no se puede ser bueno —continuó—. Se lo digo yo, mi alférez. Y yo no tendré estudios, pero he visto muchas cosas. Si nada más me falta conocer el planeta Marte… ¿Qué? ¿No le gustan los callos?

—Sí, sí. Pero queman demasiado —dijo Víctor.

Con la mano apartó su cazuelita, llena de salsa roja todavía borboteante. Sacó tabaco y encendió un cigarrillo.

—Vaya, vaya —dijo haciendo tabalear los dedos sobre la mesa—. Así que Ciriaco estuvo en Leningrado…

—¿Que si estuve? Mire. —Apartó el cuello de su camisa negra, enseñando una larga cicatriz—. Mire. —Se arremangó la camisa—. Esto es lo que me llevé de Leningrado. Y otra que me atravesó el pecho rozándome el pulmón. Si quieren, también se la enseño.

—No, no.

—Sí, hombre —dijo Ciriaco, empezando a desabrocharse la camisa.

—No, caray.

Víctor le contuvo. Ciriaco se abrochó de nuevo, mirándoles torvamente.

—Quiero decir que no suelo hablar de boquilla. Si digo una cosa es porque es verdad.

—Ya me lo supongo, hombre, ya me lo supongo… ¿Y qué, y qué? ¿Hacía frío?

—¿En Leningrado? ¡Ay Dios, qué de hielo! Aquello nada más lo aguantan los rusos que son unos tíos… Los dedos de los pies se ponían negros y había que cortarlos. Gangrena, sabe usted, mi alférez.

—Sí, gangrena. Y qué, los alemanes, ¿qué tal?

—Bien. Pero no son como nosotros. Como nosotros no hay nadie, ¿sabe usted?

—¿Te entendías con ellos?

—Yo me entiendo en todas partes. Llegaba uno y me decía voj, voj, voj. Y yo le decía «tira hombre, tira, ¿qué me vas tú a explicar?»…

Se echó a reír y toser o quizá sólo a toser. Nacho dijo, aprovechando el momento:

—Sacúdetele o nos acaba de fastidiar la noche.

—¿Cómo dice? —dijo Ciriaco aclarándose la garganta.

—Y qué, ¿eh? ¿Qué te pareció todo aquello? —dijo Víctor.

—¿Aquello? Bien. Yo estuve por la parte de Berlín. Está bien. Calles, faroles… Distinto —resumió. Y luego—: Esto sí, cuando un alemán dice «esto es una silla», es que es una silla. ¡Qué gente! ¡Y qué manera de trabajar! Todo lo hacen las máquinas, como en Norteamérica. Es que, ¿sabe?, Alemania y eso no es como España, que es un país de desgraciados. Aquí la gente nunca está contenta. —Movió negativamente la cabeza—. No tenemos arreglo.

—Aquello debió de ser muy duro —dijo Nacho.

—¿Qué quiere que le diga…? El mundo es así. Quien más quien menos, todos hemos hecho la guerra.

—Este no —dijo Víctor señalando a Nacho.

—¿No? ¿Por qué?

—Soy de la quinta del cuarenta y cuatro —dijo Nacho.

—Hombre, entonces es porque no llegó a tiempo… Cuando no se puede, no se puede. Si es un crío…

—Sí —dijo Víctor—. Por eso se pasó la guerra con sus papás. ¿Dónde Nacho? ¿En Niza? ¿En San Rafael?

—En San Rafael.

—¿San Rafael? —dijo Ciriaco—. No sé dónde cae eso. Nosotros estuvimos en San Carlos, ¿se acuerda, mi alférez? Nos empiezan a tirar desde los algarrobos y yo me agarro el ametrallador y ¡toma castaña!

—Sí —dijo Víctor—. Sí.

—Cómo corrían, ¿eh, mi alférez? Les ganamos.

—Sí.

—Si usted le hubiera visto entonces… —explicó a Nacho—. Era tieso y finito lo mismo que un torero. Hacía una figura… Vamos, no es que ahora se le vea gordo, no sé si me entiende. Pero quiero decir que los veinte años no son los cuarenta, ¿comprende? Quiero decir eso. Y era bueno, ¿eh?, no se crea. Buenísimo. Porque hay oficiales que, en fin, que no, como en todas partes; usted también lo sabrá si ha hecho la mili. Pero él no era de esos, no señor. Era muy bueno, más bueno que nadie. Daba gusto ser su asistente. Y no lo digo porque esté delante, sino porque es verdad. Yo no sé callarme las cosas y si tuviera alguna queja la soltaba ahora mismo, en sus narices.

—Pues menos mal que no la tienes —interrumpió Víctor—. Oye, hablando de Leningrado…

—¡Deje en paz a Leningrado! Ahora estamos hablando de usted. Pues, sí señor —continuó—, era muy bueno. Y muy serio, ¿eh? No dejaba pasar una. Pero le aseguro que ninguno de los que tuvo a sus órdenes puede decir «me castigó sin razón». Muy recto, así era él. Ah, pero esto sí, a la hora de divertirse, el primero. Le juro que era el tipo más cachondo y con más gracia que he conocido. Chulito él, como un torero, paseando por ahí con su estrella… ¡Ay, Dios, qué tiempos! ¿Se acuerda, mi alférez?

Víctor afirmó con la cabeza, ocupado en encender otro cigarrillo.

—¡Ahí va! —dijo Ciriaco dando con el codo a Nacho. Si parece que le dé vergüenza… Pero hombre, déjeme que le explique a su amigo. ¿Qué decía? ¡Ah, sí!, eso de que era un buen elemento… pues sí señor. Y por las noches escribía. Y no sólo cartas a la novia, ¿eh?, no se vaya usted a creer. Versos, o qué sé yo qué, eso escribía. Versos.

—¿Versos? —rió Nacho—. ¡Ahora me entero! Conque poeta, ¿eh? ¡Vaya, vaya…!

Reía con la boca abierta, llena de comida a medio mascar.

—Como estudiante que era entonces, como cualquier estudiante —dijo Víctor—. ¿Qué tiene de particular?

—Nada. No tiene nada de particular. Me parece muy bien. ¡El industrial poeta! ¿O se dice poeta industrial, Víctor? ¡Huy, cuando lo cuente…!

Rió y, al hacerlo, escupió pequeñas partículas de comida.

—Si tú ni cuando niño has escrito poesías es porque siempre has tenido menos imaginación que un buey, estúpido —dijo Víctor.

Nacho no contestó. Se puso a comer de nuevo, haciendo como que no podía contener la risa. Ciriaco les miraba alternativamente, con la boca entreabierta. De pronto se echó a reír.

—¡Qué bueno! ¡Qué bueno ha estado…!

Miró a los otros dos y su risa se fue extinguiendo. Hubo un silencio. El cigarrillo de Víctor se consumía solo, olvidado en el borde del plato.

—Pues sí, sí… —dijo al fin Ciriaco.

Frunció las cejas.

—¿Qué estaba diciendo? Ah, lo de los versos. Pues por eso compraba los periódicos, sí señor, por ver si salía él. Nada más que por eso. Yo pensaba: este lo menos es ministro.

—Pues ya ves como no lo soy —dijo Víctor casi en voz baja, como cansado.

—Sí, ya veo. Pero, en fin, todo va bien, ¿eh?

—Sí, sí.

—Esto es lo importante. ¿Y a qué se dedica si no es indiscreción?

—Oh, a todo un poco… Negocios.

—Bien hecho. Dedicándose a más de una cosa ya no corre el peligro de pillarse los dedos… Tendrá coche, claro.

—Sí.

—¿Americano?

—Italiano, Fiat.

—Buen coche. ¡Qué bien trabajan esos italianos! Vaya tíos… Buen coche, sí señor. Ah, oiga, ¿y la novia de entonces? Será su esposa, ¿no?

—No.

—¿No?

—No.

—Vaya… Pero está casado, ¿eh?

—Sí.

—Y… ¿todo bien?

—Sí, sí.

—Eso es lo que hace falta.

—¿Y tú? ¿Qué fue de aquella chica que te escribía al frente? Recuerdo que me dabas sus cartas para que te las leyera.

Ciriaco empezó a jugar con el vaso vacío.

—Oh, aquella… Creo que se casó.

—Vaya. Así, ¿qué has hecho desde entonces?

—Oh, estuve aquí, estuve allí… No me iba a clavar en un sitio fijo, claro. Me decían: «a que no haces esto, a que no haces aquello». Total, que he hecho de todo.

—Pero, ¿no querías ser camionero? Recuerdo que entonces lo decías.

—Sí, lo decía. Y lo intenté hará unos años.

—¿Y qué?

—Nada. La Compañía me hizo mirar por los médicos y no me admitieron.

—¿Por qué?

—No sé, me miraron y eso. Dijeron que no servía. Ya sabe usted cómo son los médicos…

Jugaba con la copa. Se encogió de hombros y, torciendo la boca, continuó sin mirarlos.

—Además, tampoco era trabajo para mí. Yo, a donde haya jaleo, allí es a donde yo voy.

—Hombre, pero es una lástima. Lo de camionero está muy bien.

—Sí, no digo que no, pero ya es estar ligado a una cosa fija. Y a mí me gusta vivir así, libre. Soy muy independiente…

—Sí, claro. Pero hay trabajos mejores que el de limpiabotas. Yo puedo mirar…

—¿Esto? —le cortó Ciriaco dando una patada a la caja de los cepillos—. Nada, hombre. Si esto lo hago nada más por una temporada, por distraerme como quien dice. Cuando me canse, lo dejo. Así soy yo. Y eso de camionero, pues no era para mí, no señor, ya ve usted.

Los tres callaron, la vista fija en el tablero de la mesa. Era de pino sin barnizar, gastado y limpio, y olía vagamente a lejía. Ciriaco dijo:

—Hicimos la guerra juntos. Luego cada uno tiró por su lado y esta noche nos hemos vuelto a encontrar.

El cigarrillo olvidado en el plato se acabó de consumir desprendiendo un humo acre. Sólo entonces parecieron percibir aquella larga ceniza, todavía humeante en uno de sus extremos.

—Así —tosió Ciriaco—, así es la vida…

La tos le impidió seguir. Tosía estirando el cuello, oprimiéndose el pecho con las manos, como doblado a golpes. Escupió un salivazo y siguió tosiendo, la boca colgante, los ojos saltones y congestionados. Al fin la tos se convirtió en un penoso y largo sonido gutural, casi un quejido, y Ciriaco se enderezó agarrándose a los bordes de la mesa. Les miraba con ojos de caballo espantado. Se levantó sin decir palabra y, medio encorvado, desapareció tras la puerta pequeña y sucia, al fondo del local.

—¡Oiga! —llamó Víctor al hombre grande—. ¿Quiere cobrar, por favor?

El hombre grande acudió en seguida, tristón y cabizbajo. Se golpeó el pecho con la punta de los dedos unidos.

—Está podrido —dijo—. No aguanta ni tres meses.

Ciriaco volvió secándose la boca con el dorso de la mano. Estaba pálido y su cara parecía más hundida. O quizá eran sus ojos que parecían más saltones, llorosos bajo los párpados, aquellos ojos de caballo enfermo.

—Esa tos… —dijo roncamente—. Es el maldito clima, la humedad.

—Te voy a dar la dirección de un médico amigo mío —dijo Víctor—. Hay que curar esa tos.

—¡No! —dijo Ciriaco agarrándose a los bordes de la mesa—. ¡No!

—Pero, hombre, él te recetará algo. Y como eres amigo mío, lo hará sin cobrar… Ni las medicinas te querrá cobrar.

—No —meneó obstinadamente la cabeza—. No quiero.

Víctor sacó la cartera.

—Bien, entonces te hago un préstamo y vas al médico que quieras. Me lo devolverás cuando puedas.

—No necesito dinero. Mire, mire —sacó un puñado de pequeños billetes arrugados—. Mire. Tengo dinero.

—Pero, hombre, un préstamo nunca viene mal.

—No. No lo necesito. Tampoco necesito un médico. No necesito nada. —Y bajando nuevamente la vista, añadió—: Vamos a cenar.

—¡No! No puede ser. Nos esperan.

—Sí, vamos a cenar. Al mejor restaurante de Barcelona. Cenaremos pollo, yo invito. Y después, tres nenas; la mayor, veinte años. Verán cómo nos divertimos.

—Es que esta noche no podemos. Nos esperan unos amigos. Habíamos quedado para después de cenar y ya deben estar esperándonos.

—¿Pero no dijeron antes que esta noche iban de tascas?

—Sí, a cenar en alguna tasca. Pero luego teníamos que ver a esos señores que ya deben estar esperándonos.

Ciriaco bajó nuevamente la vista. Sobre la mesa, tres cazuelitas; todavía llenas y ya frías las de Víctor y Ciriaco. Servilletas de papel, tenedores, la jarra de vino, los vasos a medio vaciar, un plato con algo de pan y una larga ceniza… Ciriaco la esparció con los dedos.

—Pues hay que celebrarlo de todas maneras —dijo.

—Sí, sí —dijo Víctor—. Pero hoy no puede ser. Tenemos que irnos.

—Está bien —dijo Ciriaco tomando la caja de los cepillos—. Ya veo que estorbo.

Víctor le detuvo.

—¡Caray! ¡No seas tonto! ¿No ves que es una reunión de negocios muy importante? Si ya lo celebraremos otro día. Podemos quedar fijo para el jueves…

—¿Para el jueves?

—¡Claro, hombre! Mira, si quieres te dejo en prenda mi carné de identidad. Eso es, te guardas mi carné de identidad hasta entonces.

—Nada de prendas. Entre hombres de verdad basta la palabra.

—Hombre, es que te ponías en un plan…

—No, oiga, mi alférez. Es que yo pensé que les molestaba ir por ahí conmigo, ¿me entiende usted? Y a mí no me gusta causar molestias a nadie. Si estorbo, se me dice y tan amigos.

—Pero hombre, qué caray vas a molestar…

—Pues nada, hombre, pues nada. Lo celebraremos el jueves y listo. Cenaremos pollo en ese restaurante. Y luego, las nenas, ¿eh?

—De acuerdo.

—Bien. Yo vendré arreglado, eh, no se crean. Tengo un traje azul marino, cruzado. Me lo pondré ese día. —Se volvió a Nacho—. Usted también vendrá, ¿eh?

—Claro, claro.

—Que si no viene soy capaz de ir a su casa en taxi y traérmelo de una oreja, ¿eh? Que yo no gasto bromas…

—No hará falta, no se preocupe.

—Bien. Entonces quedamos en el jueves. Casi es mejor celebrarlo entonces, pensándolo bien. Por eso del traje azul, ¿comprenden?… Ya verán cómo nos divertimos.

—De acuerdo —dijo Víctor abrochándose la chaqueta—. Ahora tenemos que irnos. He dejado el coche aparcado allí, en la Rambla.

Se levantaron.

—Nada, pues vamos. Los acompaño hasta el coche. ¡Eh, vizcaíno! Ven a por tus perras.

—Ya está, ya está —dijo Víctor.

—¿Qué ya está? Oiga, oiga. ¿Quién era el que invitaba, eh? ¿Quién les ha traído hasta aquí?

—Ya pagaste antes, hombre.

—¿Y qué? ¿Eh? ¿Y qué? ¿Era o no era yo quien invitaba, eh? —se volvió al hombre grande—. Esto no está bien, vizcaíno. No debiste cobrarles.

El hombre grande, acodado tras la barra, sonreía enorme y afectuoso, inclinado hacia adelante como una gárgola.

—Lo hago para que volváis otro día —dijo socarronamente—. Entonces pagas tú.

—Claro, hombre. Entre compañeros hay que hacerlo así.

—Es verdad —admitió Ciriaco—. Entre compañeros… Pero el jueves tendré el gusto de invitarles yo, ¿eh, mi alférez? Lo del jueves corre de mi cuenta. Es con esa condición.

—De acuerdo —dijo Víctor.

Saludaron al hombre grande mientras caminaban hacia la puerta.

—¡Adiós, señores, buenas noches! —les gritó el hombre grande.

Ahora ya se notaba el fresco de la noche. Los portales estaban cerrados, nadie asomaba por las ventanas ni había niños jugando en las aceras. Las casas se sucedían confundidas en una sola pared oscura y larga, en una fachada borrosa con sabor a decorado. A trechos, alguien se perfilaba a la luz de los bares, a la pobre luz de los faroles prendidos en las esquinas, un marino, una sombra vacilante, una mujer y un hombre enlazados por la cintura, caminando despacio, acompasadamente. En alguna parte se cantaba a coro una canción navarra. Luego la canción se acabó y sonaron cuatro aplausos, huecamente, como en un teatro vacío.

«Así, quedamos en el jueves, ¿eh, mi alférez?», decía Ciriaco. Caminaban de prisa y Ciriaco, más pequeño, casi tenía que correr para no retrasarse. Iba en el medio, balanceando la caja de los cepillos que entrechocaban dentro a cada paso. «Eso, el jueves», decía Víctor. Y Ciriaco decía: «¿Dónde? ¿En la cafetería de hoy?». Levantaba la cabeza hacia Víctor, como buscando su mirada. Pero Víctor andaba sin mirarle, a paso largo, revolviendo las manos en los bolsillos. «Perfecto. Perfecto», decía. «Y a la misma hora, ¿no?», decía Ciriaco. «Sí, sí», contestaba Víctor. Miraba a lo alto, una franja de cielo brumoso y pálido entre las dos líneas de terrados. «Verá cómo nos divertimos, mi alférez… Oiga, el pollo les gusta, ¿verdad? Porque lo mismo podemos cenar otra cosa»… El aire agitaba suavemente la ropa tendida en los balcones.

Llegaron a la Rambla que así, con poca gente y bien iluminada, parecía más ancha. Dos serenos bostezaban bajo los plátanos, sentados en las sillas de alquiler. Por la otra calzada bajaba un tranvía sonando a hierro viejo.

Anduvieron calle abajo hasta donde tenían aparcado el coche. Víctor se volvió a Ciriaco, la mano izquierda sobre el tirador de la puerta.

—Bien, Ciriaco…

—Nada, mi alférez, pues hasta el jueves… Me alegro mucho de que nos hayamos vuelto a encontrar.

Se estrecharon las manos. Luego Víctor se situó frente al volante y cerró su puerta. Ciriaco se despedía de Nacho.

—Señor…

—Encantado.

La segunda puerta sonó cortante, como un objeto que cae. Ciriaco se inclinó ante la ventanilla.

—Y perdonen lo de antes, ¿eh, mi alférez? No quise ofender. Pero es eso, creí que molestaba y, en fin, ya me entiende…

—Sí, sí.

—Pues nada, entonces, hasta el jueves… —dijo apartándose.

Arrancaron. «Les espero», se oyó con el trepidar del motor. El coche partió calle arriba, adquiriendo en seguida velocidad.

—¡Qué liante! —resopló Nacho—. ¡Qué tío más pesado!

Miró por la ventanilla de atrás. El limpiabotas aún seguía parado allá lejos, saludando con la mano.

—Lo que me gustaría es saber qué diablos hubieras hecho si él se guarda tu carné. Yo no me hubiese arriesgado, desde luego… —rió Nacho—. En fin, intentemos salvar lo que nos queda de noche. ¿Dónde vamos?

—Donde quieras.

—Donde quiera no, porque yo iría a un restaurante, pero a estas horas ni hay que pensarlo. Podemos cenar a base de bocadillos. Para en el primer sitio que veas un poco decente.

—No. Por aquí, no. En las afueras…

—De acuerdo. Pero entonces no digas que te da lo mismo. ¿Te parece bien Las Palmeras?

—Sí.

—Oye, ¿qué te pasa?

—Nada.

—Sí, te pasa algo. ¿Es por lo del limpiabotas? Da pena, claro, pero ¿qué le vas a hacer…? Le has ofrecido dinero y no lo ha querido. Y si vas a mirar, ¡hay tanta gente desgraciada…!

—No, no es eso. Es sólo que tengo ganas de tomar un poco el aire. Sólo esto.

—¡Pues para, hombre! Para un momento…

—No, aquí no. Primero vamos al sitio ese de las afueras. Además no me pasa nada, en serio.

Nacho le sonrió, pasándole el brazo por detrás de su hombro, sobre el borde del respaldo.

—¡Así me gusta! —dijo—. Arriba ese espíritu, hombre. Que la noche es joven y hay que divertirse.

—Sí —dijo Víctor—. No te preocupes. Sólo es eso, ganas de respirar un poco.