—¿Qué les has dicho?

—Nada.

—¿Nada?

Le hablaba arrimada al fogón, revolviendo la sopa con una cuchara de palo. El resplandor del fuego le teñía la cara de rojo. El cuarto estaba a oscuras, sin más luz que aquel sordo resplandor.

—Algo les dirías —continuó Claudina—. Te vieron hablar con ellos y esta gente no es de la que habla por hablar.

Miraba al niño haciéndose pantalla con la mano, como deslumbrada. El niño apenas se destacaba así parado en medio del cuarto, junto al brasero.

—Sólo hablé con uno. Me preguntó si era aquí donde él vivía y yo le dije que sí. Nada más. Entonces no sabía por qué me lo preguntaban.

—Y ahora, al preguntarte, ¿cómo sabías que me estaba refiriendo a ellos? ¿Eh? ¿Cómo es que lo sabías? Contesta.

Revolvía el puchero muy despacio, como escuchando atentamente.

—No podían ser otros. Ahora todo el mundo lo sabe. Además no he hablado con nadie desde entonces.

Claudina dijo «¡Ay Señor!» por lo bajo, como para sí misma. Tenía los ojos húmedos y, al resplandor del fuego, le relucían teñidos de rojo. Luego dijo:

—¿Y por qué no has vuelto antes si sabías lo que pasaba? ¿Qué has hecho en toda la tarde? ¿Eh? ¿Qué has hecho? Contesta.

—He jugado al fútbol en la explanada de junto al mercado. No sabía nada. Pensé que preguntaban porque iban a verle y me fui a jugar. Es ahora cuando me lo han dicho.

—Si les hubieras dicho algo, te mataba.

Hablaba otra vez por lo bajo. El niño se acuclilló ante el brasero, en medio del cuarto. Ahora, también él tenía la cara teñida de rojo. La sopa borboteaba en el puchero, espesa y pastosa. Era sopa de pan.

—¿Y ahora en qué piensas? ¿Por qué te quedas parado?

—Pienso en mi hermano —dijo el niño—. ¿Cómo es que se quemó?

Miraba a Claudina de reojo.

—Cayó en un brasero —dijo Claudina con voz quebrada.

—¿Y se quemó del todo? ¿Cómo un cigarrillo?

Claudina soltó la cuchara de palo. «Hijo —decía. Fue a caer de rodillas junto al niño y le abrazó fuerte, oprimiéndole contra su pecho—. No has de pensar en eso.» Ahora lloraba, mojando al niño con sus lágrimas. La barbilla le temblaba y la cara se le contraía en torno a los ojos, reducidos a dos parpadeantes ranuras horizontales. «Piensa en otras cosas. Piensa que al fin saldremos adelante», decía entre sollozos. Pero según hablaba, parecía serenarse. «Hemos de trabajar mucho y estar más unidos que nunca. Y tú estudiarás en la escuela nocturna y llegarás a ser alguien. Y llevarás corbata como quiere tu padre, igual que un hijo de don.» Se sonó en un pañuelo pequeño y sucio. Tomó al niño por los hombros.

—¿Verdad, hijo?

—Sí.

Hubo un silencio. Claudina miraba al niño con ojos húmedos y doloridos.

—¿Me quieres?

Hizo la pregunta como por broma, como si la respuesta le fuera indiferente.

—Sí.

—Pues no lo parece —dijo sonriendo débilmente—. Antes eras distinto. Antes sí que parecías quererme.

—¿Cómo era mi hermano? ¿Como yo? ¿Igual que yo?

—Calla, calla —dijo mirándole con ojos espantados. El viento silbaba en el patio—. Quédate aquí —dijo— conmigo, sin pensar en estas cosas. Nos haremos compañía.

—¿Igual que yo?

—Calla, calla te digo.

Se secó las lágrimas. El niño miraba al brasero. Claudina se levantó suspirando y volvió al puchero de la sopa. Echó en el fogón algunas pieles secas de naranja que ardieron al momento y con llama muy brillante, igual que teas. También salió un poco de humo, cuatro hilachas blancas que no tardaron en desvanecerse. La atmósfera del cuarto estaba muy cargada y olía mal, como a sudor agrio, a ropa sucia.

—Cenaremos pronto. Hay que comer aunque sea sin hambre. Comiendo se aguanta mejor el frío.

—¿Fue en este brasero donde cayó mi hermano?

—¡Calla! —gritó. Y en seguida—: Si comes mucho te harás un hombre muy grande y llevarás siempre corbata por dar gusto a tu padre. Mañana podemos ir a verle. O cuando nos dejen, ¿eh?

—No.

—¿Qué?

—Que no.

—¿El qué no? ¿Eh? ¿A qué dices no?

Calló unos momentos sin apartar la vista del puchero, como esperando.

—No dices más que tonterías —continuó después—. ¿Qué haces ahí parado, mirando el brasero lo mismo que un tonto? ¿En qué piensas?

—En mi hermano.

Dejó de revolver la sopa y se acercó al niño como si le fuese a pegar, pero, en vez de hacerlo, le acarició.

—No pienses en estas cosas, hijo. Iremos a verle. Mañana, ¿eh?

—No.

Le dio un bofetón. «Perdóname —dijo—, no quise hacerlo.» Le atrajo hacia sí haciendo que el niño hundiese la barbilla entre los pliegues del delantal y lo apretaba contra su cuerpo y le acariciaba el cabello mirando al techo oscuro. Luego bajó los ojos; el niño la observaba. Le dio otro bofetón y esta vez hundió toda la cara del niño en su pecho, como para esconder aquella mirada. «Perdóname, perdóname.» Parecía reír y acariciaba el cabello del niño y le estrujaba por los hombros. El niño se soltó. «Perdóname —dijo aún Claudina. Avanzó unos pasos—. ¿Adónde vas, Bernardo?»

Patrach estaba en el bar de abajo.

—Ven, chiquito. Cierra la puerta y vente para acá. Y pide algo, que yo invito.

Patrach era un gitano pequeño, flaco, mal afeitado y con el cabello muy largo. Vestía un apolillado jersey de cuello alto y una chaqueta enorme, que le colgaba como un abrigo, cerrada por un imperdible. Los pantalones, en cambio, le venían cortos, dejando ver unos tobillos mugrientos y escuálidos, como perdidos en sus viejos zapatos. La boina, echada sobre los ojos, le cubría la cara casi hasta la punta de la nariz. Para mirar de frente, levantaba la cabeza y entonces se podían ver sus ojillos reluciendo bajo el borde sobado de la boina, pequeños y negros, de ratón. Hablaba con el dueño del bar.

—¿Crees que hay derecho, Roig? ¿Crees que a un padre que roba seguramente para dar de comer a su mujer y a su niño se le puede meter en la cárcel? Total, ¿qué habrá robado? ¿Unos metritos de tubería? Nada, hombre, hay que comprender… Era mucha tentación para Ciriaco que trabajaba allí, en las obras, ganando cuatro perras al día. Todo el día, dale que dale con la carretilla, pasando por delante de los rollos de tubería… ¿Te imaginas? Era un compromiso… ¿No tengo razón, Roig? ¿Tengo razón o no tengo razón?

Hablaba encaramado en su asiento, doblándose hacia Roig por encima del mostrador. Roig escuchaba inescrutable o quizá no escuchaba, era difícil saberlo porque tenía la cara quemada, toda ella como una cicatriz, sin rasgos ni expresión. También tenía quemadas las manos, de cuando la guerra.

El bar estaba muy lleno y había que gritar para hacerse entender. La gente se agrupaba a lo largo del mostrador, todos de pie, como en un tranvía. «Tuve que alistarme en la Legión Extranjera y me enviaron para Indochina», decía un hombre hablando con dificultad, como si tuviese la lengua trabada. «Cinco años, cinco años…» Iba solo y tenía mal color, de muerto. Se dirigía a un individuo que le daba la espalda, tirándole de la pelliza como para hacerse oír. «Calla, hombre —le dijeron—, que estamos hablando de fútbol.» Pero el hombre que tenía mal color siguió tirando de la pelliza. «Cinco años más de guerra, quince años de guerra… ¿Por qué? ¿Por qué?» El de la pelliza se volvió. «¿Y a mí qué me cuentas? Yo no tengo la culpa.» El cerco de espaldas se cerró de nuevo. Patrach giró en su alto asiento, encorvado lo mismo que un pajarraco. Paseó sus ojos divagadores sobre los que le rodeaban, como buscando al que había hablado; boinas, gabardinas raídas, sucias bufandas, viejas chaquetas con solapa de piel, caras gesticulantes.

—¿Quién la tiene, entonces? —dijo—. ¿La mujer? ¿El niño? ¿Ellos tienen la culpa?

Miraba a todos, desafiante, dominador, doblado en su alto asiento igual que un aguilucho.

—Calla, gitano, que nadie te ha pedido la opinión —le dijeron.

Y entonces alguien dijo:

«Los franceses son todos unos hijos de cualquier padre. Yo he vivido en Francia y lo sé.» Algunos rieron. «¿Eres francés?», le preguntaron.

—¿Los franceses? —dijo Patrach frunciendo las cejas con extrañeza—. ¿Los franceses? ¡Oh, id todos a tomar lo que os dé la gana!

Giró en su asiento dándoles la espalda, nuevamente vuelto hacia el niño.

—Hola, chiquito —le dijo—. ¿Qué haces por aquí? Pide algo, hombre… No, espera, siéntate aquí, en mi sitio, que esta gente es muy mala y te van a pisar, chiquito…

Le cedió su taburete. Los resultados de la Liga estaban apuntados en la vidriera, por la parte de fuera. Se leían del revés, escritos con pintura blanca, destacando sobre los cristales empañados, anolecraB, dirdaM… Cuando alguien entraba, todo el mundo se ponía a gritar: «¡La puerta, la puerta!» La puerta cerraba mal y fuera soplaba el viento frío.

Entraron dos jóvenes muy elegantes, cobijado cada uno en su abrigo felpudo y grueso, de color claro. Se situaron tras el gitano mirando curiosamente en derredor.

—Dos ginebras —pidió uno al de la cara quemada.

Pero Roig no pareció haberle escuchado, inescrutable su cara rosada y negra, como hecha de escorias.

—¿Por qué no habrá venido Alvarito? —decía el otro.

—Yo qué sé… Me ha puesto conferencia desde Sitges sólo para decirme que contáramos con él. Se habrá ido contra un árbol, habrá pillado a alguna vieja o así… Siempre toma las curvas en tercera.

—De todas maneras tendríamos que haberlo esperado un rato más. Se enfadará…

—Que se enfade, haber llegado puntual… Ahora, que nos busque…

Patrach decía:

—¿Qué tomarás, chiquito? ¿Café con leche?

El niño se encogió de hombros.

—Me da lo mismo —dijo.

—Café con leche para el chiquito, Roig, que yo invito. —Pegó un puñetazo al mostrador, como desesperado—. Yo invito a todo el mundo. A todos. Invito a todo el mundo en memoria de tu padre, chiquito, porque mientras él tuviera, nadie se quedaba sin beber por falta de dinero. ¿No es verdad, Roig? ¿Tengo razón o no tengo razón? Pues por eso invito, por eso, porque es lo que tu padre haría de estar aquí, chiquito.

—¿Cómo vas a invitar si no tienes ni camisa, gitano? —rió el de la pelliza.

Patrach le miró desafiante.

—No tengo camisa porque soy el hombre feliz.

—Un descuidero, eso es lo que eres.

—Además, tengo esta chaqueta —siguió Patrach. Y se sacudió de la manga una mota de polvo—, Y si me da la gana de invitar, invito.

—No, Patrach —intervino el de la cara quemada—. No puedes invitar a todo el mundo.

Hablaba sin mover la cara, seca y rígida como una máscara.

—¿Por qué? —dijo Patrach con voz lloriqueante—. ¿Eh, Roig? ¿Por qué no tengo? ¿Quién te ha dicho que no tengo? Mira, si no tengo. Mira.

Sacó un puñado de pequeños billetes arrugados y algunos se le cayeron. Se bajó a recogerlos con ojos llorosos, como los de un ratón enfermo. Buscaba sus billetes por entre los pies de la gente. Alguien le dio un rodillazo en la espalda. Se incorporó pasando por entre las piernas de uno de los jóvenes elegantes. Al ver de quién se trataba, Patrach le hizo una reverencia quitándose la boina.

—Perdón, señores, perdón…

—No es nada —dijo el joven elegante sonriendo. Y le dio unos golpecitos en el codo—. ¿No se habrá hecho daño, verdad?

Patrach se colocó de nuevo la boina sobre la frente. «Comprendan —murmuró—. En estos locales…»

—Sí, sí —dijeron los jóvenes—. No se preocupe.

Patrach se encogió de hombros, abriendo los brazos.

—Azares de la vida —dijo.

Volvió junto al niño. Dio un toque definitivo a su boina, se sopló con delicadeza las palmas de las manos y, acodándose en el mostrador, dijo:

—Roig, otra copa de alcohol etílico con sabor a coñac.

—Oiga —repitió entonces uno de los jóvenes—: ¿Me pone las dos ginebras? Ahora el de la cara quemada llenaba la copa de Patrach. Patrach le decía:

—Cuidado que eres tú un mala uva, Roig, con todo y esa cara de picadillo que gastas… ¿Qué te cuesta, por ejemplo, atender a esos dos chiquitos tan simpáticos? ¿Eh, Roig, qué te cuesta?

Bebió el coñac a pequeños sorbos, sin perder de vista a los jóvenes elegantes. Les observaba bajo el borde de la boina, levantando algo la cabeza, como olfateando. Los jóvenes miraron en derredor. Patrach les dirigió una sonrisa.

—No nos sirven.

—No te habrán oído. ¿Y si nos fuéramos?

—Casi ¿eh? No hay el menor ambiente.

—No, no hay ambiente. Los domingos se pierde. Viene toda clase de gente y entonces se pierde. Hay que volver entre semana.

—Sí, entre semana es mejor.

Se fueron. Patrach se volvió al niño.

—¿Está rico, chiquito?

En un rincón había un hombre gordo y oscuro que tocaba la guitarra muy bajito, para él solo, a la luz mortecina de una bombilla. Era cojo el guitarrista, y nadie le escuchaba. Detrás, las paredes estaban llenas de carteles de ferias y corridas de toros: «Garbo y Señorío, Luz y Alegría de una Tierra hidalga.»

Patrach apuró su copa relamiéndose con cuidado. Al bajar los brazos, las mangas de la chaqueta le quedaban colgando vacías y flojas, como si no tuviera manos. Movió la cabeza.

—Hizo mal, chiquito. Hizo mal, vendiendo el plomo tan pronto. Ya se lo dije. ¿Verdad que hizo mal, Roig? ¿Tengo razón o no tengo razón, Roig?

Se volvió hacia el niño.

—Ya se lo dije. Ándate con cuidado. No lo vendas en seguida ni todo al mismo trapero. Que luego, a la policía le basta con preguntarles a quién compraron el plomo… Estos traperos son todos unos hijos de cualquier padre, y los hijos de cualquier padre siempre están dispuestos a chivarse.

—Yo no les he dicho nada.

Miró al niño bajo el borde de la boina, levantando la cabeza. La boca le colgaba húmeda y blanda como una almeja.

—¿Qué? ¿Te preguntaron algo?

—Me preguntaron si vivía en esta casa; antes de llevárselo, cuando yo me iba. Y como no sabía quiénes eran, les dije que sí.

—Pobre chiquito…

Le dieron un golpe en el hombro.

—¿Qué estás inventando, chuleta…?

Era un hombre grande y colorado quien hablaba. Acababa de entrar oliendo a frío y se soplaba los bigotes.

—Ojo con tus cuartos, chaval —dijo al niño—, que este gitano es de los que ven a su padre muerto y le roban la cartera como primera medida.

Patrach se volvió al hombre que se soplaba los bigotes. Le apoyó el índice en el pecho.

—Eres más malo que Judas.

El bar estaba lleno de gente, las mesas, el mostrador, todos de pie, unos junto a otros. Nadie hacía caso al cojo gordo y oscuro que tocaba la guitarra a la luz de una bombilla ensuciada por las moscas. «¡La puerta! —gritaban—. ¡La puerta!», y sobre los cristales podían leerse los resultados de la Liga escritos con pintura blanca. Al dueño del bar se le quemó la cara cuando la guerra y ahora la tenía rosada y negra, como hecha de escorias. «Qué Judas», había dicho Patrach.

Luego viento, en la calle. Eran ráfagas secas y heladas que la gente enfrentaba caminando de prisa y con la cabeza baja, muy juntas las parejas, enlazados por el codo uno con otro. Al mercado se iba tirando por la derecha y, en aquella dirección, ya no había más bares. La gente, la luz, el ruido, todo quedó atrás. Ahora, sólo el silbar de las farolas que alumbraban a trechos las aceras, un pinchito azul quemando en cada esquina. De los balcones colgaba ropa blanca, sábanas que el viento sacudía sobre su cabeza como banderas puestas a lo largo de la calle. El mercado estaba desierto y las ratas correteaban por entre los puestos cerrados. A la izquierda se extendía una explanada vasta y oscura, recorrida por el viento. Los papeles volaban por todas partes, se arremolinaban sobre el asfalto vacío, estallando y crujiendo como un hielo hecho añicos.

A primera hora de la tarde también estuvo allí, luego de hablar con ellos. Entonces soplaba viento lo mismo que ahora, pero hacía sol y el frío se notaba menos. Los demás chicos ya estaban organizando los equipos para poder jugar al fútbol. Bernardo se les acercó y dijo que iba a jugar, que le contaran. Y todos empezaron a discutir, a enumerarse una y otra vez porque siempre se olvidaban de alguien y tenían que volver a empezar. Al fin le dijeron que no, que no podía ser, que aquel era un partido importante y que los equipos ya estaban completos. «Tú no sabes jugar y lo estropearías todo», le dijeron. Entonces él dijo que iba a jugar de todas maneras. «Pero ¿no ves que no sirves? —le gritaron—. ¿No ves que es un partido importante y que no puedes jugar?» Un chico larguirucho y con granos acabó por sacarle a empujones. «Vete de una vez, desgraciado, vete de una puñetera vez…», le decía, y Bernardo tuvo que irse caminando despacio, con la cabeza gacha. Cuando estuvo a cierta distancia se volvió de golpe, tiró una piedra al chico de los granos y escapó corriendo.

Todos los domingos se jugaba un partido en aquella explanada. Los días de trabajo no podía ser porque allí descargaban los camiones y había puestos de verduras y tenderetes en los que se vendía ropa interior y telas de colores. Pero los domingos la explanada estaba vacía y los chicos organizaban un partido con equipos de quince o veinte miembros cada uno. Todos corrían tras la pelota sin respetar alineaciones, juntándose en choques tumultuosos y, al fin, los que sabían jugar, siempre acababan de mal humor, decían que así no se podía y soltaban la pelota y se iban a sentar en el bordillo con la cara entre las manos, sin hablar más que de temas aburridos. Por eso, cuando el partido era importante, Bernardo se quedaba sin jugar. Corría mucho —decían los otros—, pero le faltaba remate. Además era muy pequeño para su edad y el cabello negro y lacio le caía sobre los ojos como una cortina impidiéndole ver la pelota, de forma que, al poco de empezar el juego, ya le dolía el brazo de tanto peinarse. Así es que, cuando el partido era importante, tenía que irse con los otros, que tampoco servían y lo estropeaban todo.

Generalmente se llegaban hasta una calle muy ancha y larga y se divertían jugando a subirse en los estribos de los tranvías. A estas horas era fácil hacerlo porque los tranvías pasaban llenos de hombres que iban al fútbol con boina y gabardina y un puro en la boca, bien congestionados por el frío y la gran comida de los domingos. También había gente que prefería ir a pie, en grupos que llenaban las aceras, todos hacia el Estadio caminando de prisa, intentando adelantarse a los demás sin que los demás lo notaran. Hablaban fuerte y reían como si fuesen a partir la cara de alguien. Aquello parecía una manifestación y, al acabar, la calle quedaba medio desierta, más ancha y destartalada. El suelo temblaba al paso de los tranvías que bajaban con ruido de chatarra, como embistiendo. En estas condiciones era ya muy difícil montar en el estribo sin que el cobrador se apercibiese y les diera en los dedos. Así es que los niños concluían por abandonar el juego. Bernardo se iba entonces calle adelante, siempre siguiendo los raíles. Al poco, los aparatos de radio empezaban a retransmitir el encuentro y la voz excitada del locutor podía escucharse a todo lo largo de las aceras, sonando en los bares, tras las ventanas.

A veces llegaba hasta el Estadio y merodeaba por entre los miles de coches aparcados que brillaban al sol de la tarde, todos vacíos, como abandonados. De cuando en cuando, en el interior del Estadio sonaba el gritar de la gente como una ola que crece, rompe y se esparce y entonces el niño levantaba la cabeza y miraba a lo alto haciéndose pantalla con la mano. Por fin algún guardia se hartaba de vigilarle y lo expulsaba y el niño seguía caminando hacia las afueras, hasta donde se acaban las calles y empiezan los sembrados. Había allí campos verdes, explanadas mejores que las de junto al mercado en las que otros chicos jugaban al fútbol. Repartidos por todo el campo se veían pequeños grupos de gente, parejitas, familias enteras destacando sobre la hierba como ropas de colores puestas a secar. Algo más lejos, una carretera cortaba hacia el centro urbano recta y oscura como el dorso de un pez. Luego, más campos, unos cuantos algarrobos y, al fondo, sobre un prolongado terraplén, una nueva carretera bordeada de plátanos. Del otro lado arrancaban ya las vertientes de las montañas, desnudas, pálidamente doradas.

El niño se tendía boca abajo y por entre los tallos de las hierbas miraba a los otros chicos, a la gente que merendaba bocadillos y vino con gaseosa. El cielo parecía más limpio que por su barrio y el aire más seco y daba gusto estarse allí, tomando el sol sobre la hierba resplandeciente. A su espalda quedaban las últimas casas, los destellos de las ventanas, la ciudad alzándose como un largo acantilado sobre los campos. Los coches zumbaban en la carretera y, alguna vez, como desbordando el Estadio, hasta allí alcanzaba el gritar de la gente que presenciaba el partido.

Después todo se volvía gris y la gente se paraba a leer los resultados de la Liga escritos con pintura blanca en las vidrieras de los cafés. A estas horas, ante las taquillas de los cines se formaban colas muy largas de hombres y mujeres que aguardaban charlando por lo bajo, como quien hace antesala. Al concluir cada película se abrían las puertas del cine y parte del público salía reposadamente mientras los demás aprovechaban el momento para buscarse un sitio mejor. También, aprovechando el momento y haciendo como que miraba los carteles, el niño se apostaba junto a la entrada por si alguna distracción de los acomodadores le ofrecía la oportunidad de colarse en el patio de butacas. En cierta ocasión lo había conseguido, segundos antes de que cerraran otra vez las puertas de manera que, sin pagar nada, pudo ver una película de guerra, de continuas batallas entre soldados blancos y soldados amarillos, todo en medio de la nieve. El cine olía mal, pero sólo al principio y, además, allí dentro se estaba muy caliente. Y el niño, erguido en su asiento y conteniendo la respiración, había presenciado el bombardeo final que daba la victoria a los buenos cuando ya todo parecía perdido, el arracimado caer de las bombas y el silbar de los aviones al entrar en picado.

Pero esto sucedió sólo una vez. Normalmente no podía entrar y entonces se iba al Gran Montecarlo, un local amplio y destartalado como un garaje en el que se alineaban toda clase de juegos de mesa. Allí se reunían los chicos mayores y bebían cerveza en el pequeño mostrador de la entrada y jugaban al billar y al futbolín y a un juego eléctrico en el que bastaba apretar un botón para que el marcador empezase a funcionar mientras una bolita corría soltando chispazos de colores. También había allí espejos deformantes que daban mucha risa y una máquina tocadiscos y un balón, colgando de un aparato en forma de horca, que marcaba la fuerza de quien lo golpeaba. Los chicos mayores se acercaban en grupo al aparato y, rodeados de mirones, probaban uno tras otro por ver quién podía más. Se quitaban las gabardinas, las chaquetas y —«toma, chaval»— le decían a cualquier niño que se las sostuviera; daban un puñetazo al balón y, según lo fuerte que lo hicieran, aparecía en el marcador un número más o menos alto. Y los demás decían: «¡Ostras, tú!», mientras el que acababa de probar se ponía otra vez la chaqueta sin decir nada a nadie, respirando intensamente por la nariz. Un día a Bernardo le tocó aguantar la chaqueta del más fuerte. «Gracias, chaval», dijo luego el más fuerte y le dio una palmada en el hombro antes de irse con los otros. La máquina tocadiscos del fondo funcionaba continuamente y a todo volumen de manera que, durante las pausas, entre disco y disco, las palabras y los ruidos quedaban sonando aisladamente, como en una bóveda, y todo el mundo bajaba la voz hasta que se reanudaba la música. Entonces, como si se impusiera fumar, los chicos agrupados en torno a la máquina sacaban cigarrillos y los encendían, todos en silencio, siguiendo el compás con un indolente balanceo. Una noche, Bernardo también había fumado. Se compró un cigarrillo y fue al mercado para ensayar a escondidas, pero empezó a toser y no pudo acabarlo. Sin embargo, no lo tiró; protegiéndolo del viento con sus manos, aguardó a que se consumiera, sentado allí, entre los puestos vacíos.

Le miraba quemarse, rojo y sin llamas, lo mismo que un brasero.

A última hora, poco antes de la cena, era cuando todo estaba más animado. En las callejas, los hombres se agrupaban ante los bares y, pegando la cara a los cristales empañados, miraban a las mujeres que esperaban dentro charlando aburridamente de sus cosas. Pero lo más animado eran las calles importantes que el niño recorría con su andar rápido y breve, el pelo sobre la cara y las manos en los bolsillos, caminando en zigzag por entre la gente, como escabullándose. Y nadie se fijaba en él, un niño solo, pequeño y moreno, con su jersey raído y sus pantalones que le venían grandes, los calcetines a rayas, las viejas alpargatas de suela de goma… La Rambla no parecía la misma de otros días así, con las tiendas cerradas y las aceras llenas de hombres y mujeres, todos muy elegantes, que paseaban despacio, entrando y saliendo de los cafés, de los espectáculos, de las salas de baile. También se veían chicas con pantalones y chicos con botas y mochila y gorros de colores, que volvían del campo, alegres y alborotados, con manojos de hierbas y de flores.

Una vez, tiempo atrás, Bernardo había estado en el campo igual que aquellos chicos y chicas. Fue con sus padres y pasaron allí el día entero y todo estaba muy verde y hacía buen sol y se respiraba bien. Los árboles crecían sueltos por el monte y no alineados como en la Rambla. Comieron sobre la hierba, como la otra gente que había salido al campo, y bebieron vino con gaseosa. Pero Ciriaco bebió demasiado vino con poca gaseosa y empezó a cantar y hacía cosas raras. Y Claudina se enfadó mucho y dijo que salidas como aquella no se iban a repetir. Esto pasó hacía ya mucho tiempo, al poco de llegar a Barcelona y, realmente, a partir de entonces, no volvieron al campo. Ahora Ciriaco bebía en el bar de abajo, con Patrach y los amigos, y se emborrachaba casi todos los domingos. Decía que no estaba para campos, que demasiados campos había visto en el pueblo.

El pueblo estaba en Murcia. Para llegar hasta allí se tomaba el tren y luego un autocar. Bernardo había nacido en el pueblo, pero lo dejó cuando aún era muy pequeño. Allí el cielo era de color azul fuerte y las casas blancas y él jugaba con los demás niños en la plaza de la iglesia, donde paraban los autocares. Los autocares llegaban envueltos en una nube de polvo y los niños corrían y chillaban en derredor, intentando subir a la escalerilla de atrás. Luego su hermano se quemó y como a Ciriaco no le iban bien las cosas, se fueron todos a Barcelona. Y tomaron el autocar y el tren. El tren olía mal y estaba muy lleno y durante el viaje Bernardo no hizo más que intentar dormir junto a Claudina, con ojos hinchados de sueño.

En Barcelona no tuvieron que entretenerse buscando habitación y trabajo. Antonio, el hermano de Claudina, se había encargado de todo. Antonio era un hombre joven que salió del pueblo cuando niño y ahora trabajaba en una gran fábrica de tejidos. Allí —explicó— difícilmente hubieran admitido a Ciriaco, que en su vida había visto un telar. «Toma lo de las obras —dijo— mientras buscas algo mejor. Estas son cosas que nada más puede hacerlas el interesado.» Pero Ciriaco dijo que no importaba, que lo de las obras estaba muy bien y se puso a trabajar y en seguida hizo muchos amigos.

Al principio Antonio salía con ellos todos los domingos y les enseñaba la ciudad. Les explicó muchas cosas; hablaba del trabajo, de las condiciones de vida, de cómo podían mejorarlas. Pero Ciriaco parecía aburrirse y bostezaba mirando de reojo a los bares llenos de gente. «¿Por qué no entramos a tomar un chatito?», decía por fin. Y se iban los cuatro a una mesa y sólo entonces Ciriaco empezaba a divertirse. «Preocupado —decía—. Que eres un preocupado, Antonillo. ¿Cómo te puede sentar bien el vino? Mira por lo tuyo, y diviértete, hombre, ahora que eres joven.» Luego comenzó a salir con sus nuevos amigos y Antonio ya nada más les visitaba de vez en cuando.

Claudina se ocupaba de la casa y, por las tardes, ganaba algún dinero lavando ropa en la pensión de la Viuda. Generalmente se llevaba con ella a Bernardo para que la ayudase a tender la colada. En la azotea, el sol pegaba que daba gusto y las palomas echaban a volar desde las tapias y las cornisas, haciendo sonar las alas. No bien podía, Bernardo escapaba al antepecho y, allí acodado, miraba a la calle y a los otros terrados, con sus alambres y antenas, sus palomares. Pero Claudina empezaba a gritar en seguida y el niño tenía que volver junto a la cesta. Sacaba la ropa mojada y Claudina la tendía de los alambres, soltando goterones que olían a limpio.

La Viuda era una vieja gorda y desgreñada que se pasaba el día merodeando por los pasillos oscuros de la pensión. Caminaba arrastrando pesadamente los pies y, a cada paso, sonaban las llaves que le pendían del cinto. Vigilaba a las sirvientas, a los huéspedes, escondida tras las cortinas. De vez en cuando, echaba un vistazo al lavadero; escudriñaba al niño frunciendo el entrecejo. «¡Qué flacucho está! —decía—. ¿Cómo es que no crece?» Ella tenía muchos nietos, todos muy sanos y gordos.

Por las mañanas, Claudina se quedaba sola en la habitación, pues Bernardo era alumno de la escuela parroquial y a estas horas tenía clase. Hacía el camino de ida corriendo todo el rato y, en el plumier, los lápices sonaban mientras corría. Allí le enseñaban catecismo, historia, geografía, letras y números. Durante el recreo en vez de jugar, leía historietas de guerras y aventuras. Una vez leídas las cambiaba, según su valor, por las de otros chicos.

En cierta ocasión había pedido dinero a Claudina para comprar historietas. Y Claudina le dijo: «Sí, para historietas estoy.» Así es que ahora, a la que ella se descuidaba, el niño le sacaba del monedero unas cuantas perras gordas; pesetas, sólo cuando había muchas sueltas. Con este dinero se compraba historietas y anises. Si por la calle veía turistas, se ponía a seguirles con la mano abierta, a saltar en derredor, hasta que le daban algo. «Para comprar pan —decía—. Para comprar pan, señor.»

Por lo demás, sin estudiar apenas, en la escuela parroquial sacaba mejores notas que nadie. El maestro decía que Bernardo era listo y Claudina y Ciriaco estaban muy contentos. «No, si este chiquillo acabará llevando corbata como un hijo de don», decía Ciriaco. Y empezaba a discutir con Claudina acerca de lo que el niño sería cuando fuese mayor. Ciriaco decía que oficinista o, si el niño prefería no estudiar tanto, guardia. «Créeme, chiquillo —decía—. Nadie más respetado que un guardia.» Pero Claudina protestaba: quería que Bernardo estudiase para técnico. «Un técnico, este sí que es realmente alguien», decía sin mirarles, ocupada en disponer los platos sobre la mesa. Entonces Ciriaco decía que esto era una idea de Antonio y se quejaba de que Claudina siempre hiciera más caso al hermano que a su propio marido. «Antonio. Ya estoy harto de Antonio. ¿Con quién te has casado tú, eh? ¿Con Antonio o conmigo?» Se volvía hacia el niño. «En fin —decía—, que decida el interesado. ¿Qué quieres ser tú, eh, chiquillo? ¿Guardia o uno de esos hombres que van siempre sucios de grasa?»

Bernardo se encogía de hombros.

—Me da lo mismo.

—Te da lo mismo, te da lo mismo… A ti todo te da lo mismo, desaborido. —Se volvió a Claudina—. Mujer, este chico tiene algo en el hígado.

Claudina miraba al niño con ojos redondos, como inquieta.

—¿Y si es un loco? ¿No será un loco? ¿Eres un loco, Bernardo?

Bernardo se encogía otra vez de hombros.

—¡Mira tú también qué cosas de preguntar! —decía Ciriaco—. ¿Cómo quieres que sea un loco? Esto es que tiene algo en el hígado.

Ciriaco nunca reñía a su hijo. Le daba palmadas en la espalda, le trataba siempre como a una persona mayor. A veces incluso intervenía en su favor cuando Claudina le regañaba. «Déjale, mujer, que no es más que un chiquillo», decía. Y Claudina se enfadaba; decía que de esta forma lo malcriaba, que siempre le tocaba a ella hacer el papel de mala y que así el niño acabaría tomándole rabia…

Cada noche discutían por este u otro motivo. Claudina llegaba a casa de mal humor y mientras disponía la mesa no paraba de quejarse, dale que te dale todo el rato riñendo, hasta que Ciriaco acababa por soltar cuatro gritos. Entonces ella parecía calmarse. «¡Huy, hijo, qué animal eres!», decía suavemente. Y Ciriaco reía, le daba en las nalgas con la mano abierta.

—Calla tú, mala yegua, calla tú. Que bastante que te gusta…

—Sí —decía Claudina—. Hazme mimos ahora. Cuando se trata de eso todo son mimos. Y por lo demás, que me parta un rayo. ¿Pues sabes qué tendría que decirte? Que nanay, eso tendría que decirte.

Volvía a sus cacharros. Ciriaco también callaba y encendiendo un cigarrillo, la miraba moverse por el cuarto, del fogón a la mesa, de la mesa al aparador, del aparador al fogón, silenciosa y con los ojos bajos, como sabiéndose observada. La miraba durante un rato recostado en su asiento y con los pies sobre una silla, entornando los párpados lo mismo que si preparase una broma. Luego, sin apartar la vista de Claudina, decía con calma: «Chiquillo, vete a buscar esto y esto», y enviaba al niño a por cualquier recado.

Los domingos por la tarde, Ciriaco se reunía con sus amigos en el bar de abajo. Bebían allí unas cuantas copas y después continuaban por otros bares, de tasqueo. Y como para volver a casa no tenía hora fija, Claudina y el niño cenaban sin esperarlo. Estos días era cuando Claudina estaba de peor talante. Ciriaco, en cambio, casi siempre regresaba muy alegre y despertaba a los demás realquilados que se ponían hechos una furia. De vez en cuando, sin embargo, volvía con ojos llorosos, apoyado en Patrach como un enfermo. Entonces decía que si la vida le hubiera dado oportunidades sería un hombre de corbata y vivirían los tres decentemente, pudiendo dar una buena educación al chiquillo.

Al día siguiente, aunque llegaba a las obras con muy mala cara, ya ni se acordaba de lo sucedido. Y al otro domingo volvía a reunirse con los amigos en el bar de abajo. Sólo este domingo, el último, dejó de ir; los guardias le detuvieron a primera hora de la tarde.

Fue inmediatamente después de comer. Durante la comida, Claudina y Ciriaco se habían peleado. Pero ahora, recostado en la silla y mascando un mondadientes, Ciriaco la seguía con la vista mientras ella fregaba los platos. Le hacía broma, le pellizcaba en las nalgas de pasada cuando ella cruzaba ante su asiento. «Mala yegua», le decía. Al fin, llamó a Bernardo.

—Ven acá, chiquillo —le dijo. Y tomándole por los hombros, sin levantarse, continuó—. Mira; te vas al estanco ese de la Rambla y me traes dos paquetes de canario.

Se sacó dos duros de entre las páginas de una pequeña libreta que llevaba en el bolsillo trasero del pantalón.

—Te costarán nueve pesetas. La que hace diez te la guardas para anises. ¿Está claro?

El niño salía del portal cuando se le acercó el hombre de la gabardina. Era bajo y achaparrado, con bigotes negros.

—Oye, chaval —le dijo—, ¿conoces a un hombre de esta escalera que se llama Ciriaco?

El niño tragó saliva.

—Sí —dijo. Le miraba con las cejas enarcadas y la boca entreabierta.

—¿Podrías decirme exactamente en qué piso y habitación vive? —preguntó el de la gabardina.

Bernardo tragó saliva otra vez. Se lo dijo.

El hombre de la gabardina llamó a una pareja de guardias que esperaban en la calle y todos juntos subieron por la escalera. Al salir, Ciriaco iba con ellos y el de la gabardina reía y le hablaba como si fuesen muy amigos. Pero Ciriaco caminaba entre los guardias más pequeño y encogido que nunca. Bernardo lo presenció todo, oculto en un portal de la otra acera. Las manos le sudaban, cerrada la derecha en torno a los dos billetes arrugados.

Luego se hizo oscuro y la gente volvía del fútbol. Claudina estaba sola y con la luz apagada, revolviendo el puchero a la luz del fogón.

—¿Qué les has dicho? —preguntó al verle.

Pero Bernardo habló del hermano que se les había quemado y entonces ella pareció olvidar la otra cuestión. Se puso a llorar y le abrazaba y las lágrimas le corrían por las mejillas, rojas a la luz del brasero. Después le dio dos bofetadas y Bernardo se fue al bar de abajo.

Allí estaba Patrach. «Pide algo, chiquito, pide algo», le dijo, y el de la cara quemada le sirvió un café con leche. La gente hablaba y discutía. «Al menos Judas no robaba a los muertos», decían a Patrach.

Bernardo salió al mercado desierto. El viento silbaba por entre los puestos vacíos y las ratas cruzaban de un lado a otro, se las oía correr y escapar en las pilas de cajas. Más tarde encontró de nuevo a Patrach. Tenía sangre en la cara y andaba a trompicones, arrimado a las paredes de un callejón sin salida. Cuando llegó a la pared del fondo, empezó a golpearla con los puños. «No hay derecho —decía—. No hay derecho. No hay derecho.»

Las calles estaban muy animadas y todo el mundo se paraba a leer los resultados de la Liga escritos en las vidrieras de los bares. Dentro, la gente se apretaba a lo largo del mostrador, todos muy juntos, como en un tranvía. Bernardo se llegó hasta el Gran Montecarlo y escuchó las conversaciones de los chicos mayores, les vio jugar al futbolín, beber cerveza, soltar monedas en la máquina tocadiscos, probar quién era el más fuerte de todos. Se estuvo allí un buen rato y luego siguió por las aceras con la cabeza baja y las manos en los bolsillos, acariciando los dos billetes. Las tiendas estaban cerradas y ante los cines había largas colas; a trechos, alguien voceaba una hoja en la que venían impresos los resultados completos de los partidos jugados aquella tarde. En la Rambla, la gente paseaba despacio bajo los plátanos y los gorriones dormían quietos en las ramas desnudas. De vez en cuando también se veían grupos alegres de chicos y chicas que volvían del monte con manojos de hierbas y de flores. Había mucha luz por todas partes y los ruidos del tráfico eran tan fuertes que aturdían. Bernardo se compró historietas en un quiosco y anises, y recorrió el vestíbulo de varios cines por ver los programas que anunciaban para la próxima semana.

Volvió a su casa a la hora de cenar. Ya desde el pasillo podía escucharse la voz de Antonio sonando en la habitación. Hablaba con Claudina y parecía muy rabioso.

—No, si le calé a la primera —decía—. Tiene que dejar el pueblo y contento, aquí se pasa el día en las obras a cambio de cuatro perras y contento. Contento el hombre, siempre contento. Mientras no le falten paisanitos, tasquitas y chatitos…

Cuando apareció el niño, Claudina y Antonio cambiaron una mirada y Antonio se calló. Bernardo aguardaba parado en la puerta.

—Hola, Bernardo —dijo Antonio.

—Siéntate, hijo. Vamos a cenar en seguida.

Claudina tenía cara de haber llorado y ya no parecía recordar lo de un rato antes. Ahora la luz estaba encendida y no se notaba el resplandor del fogón ni del brasero, pero el cuarto seguía oliendo a viciado. Bernardo avanzó sin ruido, cautelosamente y fue a sentarse junto a la mesa. La silla era alta, de forma que las piernas le quedaron colgando del asiento. La mesa estaba dispuesta para la cena. Sobre el mantel, tres platos, tres cucharas y tres tenedores, igual que todas las noches.

—Bueno, ¿para qué seguir…? —dijo Antonio—. Le conoces mejor que yo.

Hablaba parado junto a la ventana, mirando distraídamente a la calle. Claudina, como aturdida, repasaba la distribución de los platos sobre la mesa.

—¿De verdad no te quedas a cenar? —dijo al fin con voz contenida.

—No, no puedo. Ahora tengo que irme. Volveré mañana. Y ya sabes, todo lo que necesites…

Claudina movió la cabeza en silencio, contrayendo la cara como si fuese a llorar otra vez. Retiró un plato, un tenedor, una cuchara. De la bocamanga le salía la punta de un pañuelo, muy húmedo y arrugado.

—¿Recuerdas al abuelo? —dijo Antonio—. Se pasaba el día diciendo: «¡Ah, cuando era joven…!» «¡Ah, si fuese joven…!» Bien, pues ahora soy joven y ya ves, de mi casa a la fábrica, de la fábrica a mi casa… Trabajar para comer, comer para seguir trabajando y así hasta que ya no eres joven, hasta que te haces viejo como el abuelo y no sirves para nada, toda la vida tirando como un caballo…

Claudina sacaba un cazo del fogón. Antonio se echó la gabardina sobre los hombros y volvió a la ventana. Desde su silla, Bernardo les miraba con la cabeza baja, por entre los cabellos que le caían sobre la frente. Antonio dijo:

—Algún día… En fin, ¿para qué hablar? Mañana nos veremos.