Prólogo

Hace veinte años había en México menos polvo, menos política, y no hacía tanto calor.

¡Con cuánta complacencia viene a la memoria de quienes aún no arribamos a la cuarentena el México de aquellos días! Una ciudad no tan grande, no tan populosa; bien que ya empezaba a serlo. Un no sé qué de intimidad todavía en las calles y en las gentes. Por cuaresma, empanadas y rezos. Apertura de los teatros, con gran asistencia de payos, el Sábado de Gloria. Meses joviales después —de mayo, de junio, de julio— con sus lluvias arrulladoras y pertinaces. Noches de octubre: luna de plata sonriendo en la palidez del cielo azul. Luego, diciembre. Fragancias de heno; gritos de niños celebrando fallidos garrotazos a la piñata; rumores de música saliendo de los vastos patios de las vecindades; ojos húmedos, frentes pensativas, labios graciosos que se iluminan respondiendo a la primera salutación de amor…

Tal es el panorama espiritual que nos forjamos de la ciudad, volviendo los ojos al pasado.

¡El pasado! Revive en nuestra mente con gallardías de cosa única y melodiosa. Nada se parece a él. Nada suele ser mejor que él. Cuanto se anuncie, cuanto llegue, despertará en nosotros, tanto como añoranza, un gesto ligeramente despectivo y reflexivamente triste. —«¡Qué distinto! —exclamaremos—. ¡Qué distinto todo esto de lo que era en mi tiempo! ¡Y cuán inferior!».

¿Pero es que al pasado no debiéramos llamarle «nuestro pasado»? ¿El pasado existe realmente, por sí, o es más bien una sombra, una fugitiva, una impalpable, una misteriosa sombra que llega de cuando en cuando con vagos aleteos a nuestra alma, y en ella se alberga, y desde ella canta su canción doliente sin que nadie, fuera de nosotros, lo perciba ni lo conozca?

Yo no lo sé, y, por tanto, no podría decíroslo.

Lo que sí se, en cambio, lo que sí puedo decir, es que hay hombres en que ese misterio atrayente, luminoso, musical —y con algo de gris melancolía de atardecer—, se cifra y condensa, no ya por lo que respecta a una vida humana, a un breve periodo de tiempo; sino, antes bien, a la vida de un pueblo y al lento andar de algunos siglos. Al conjuro de esos evocadores, saltan de la sombra, donde yacían, recias o delicadas figuras. Con su mágica varita de oro hacen ellos florecer leyendas; resucitan episodios cortesanos o bélicos; remozan añejos amores; logran que inquietos rayos de luz penetren en los rincones penumbrosos y olvidados.

Por representar esos seres peregrinos todo el pasado nacional, sentimos que a su contacto nuestra alma, ya de suyo meditativa y evocadora, se ensancha. Y el mismo agrado con que recorremos los silenciosos viales en el jardín de nuestro breve o individual pasado, se acrece y multiplica cuando de la mano y bajo la segura guía de aquellos claros varones en quienes la tradición encarna, ascendemos a contemplar otras épocas, y nos enteramos de cómo vivieron, cómo amaron, qué pensaron, qué luchas, qué penas o alegrías tuvieron no ya nuestros abuelos o bisabuelos, sino todas las generaciones que forman el recio tronco del árbol de cuyas más altas, verdes y tiernas ramas somos débiles hojas.

Si esos hombres faltaran —pensamos—, los pueblos serían incompletos: carecerían de memoria; no conocerían la poesía y el encanto y el orgullo de recordar.

Y cuando así hablo, ya supondrá el que lee a quién me refiero.

D. Luis González Obregón es para México uno de esos peregrinos ingenios que simbolizan por sí mismos el pasado nacional. («Todo él es una viva leyenda. Es un remedo de las sombras que evoca» —ha dicho, en un bello soneto, Rafael López—). Nadie antes que González Obregón había comprendido entre nosotros que la Historia, mayormente que en los grandes, acaso se la encuentre más viva, familiar y palpitante, en los hechos pequeños. Nadie tampoco, a semejanza suya, se había encariñado tanto, ni tanto había convivido con el pasado, tornándolo punto menos que su feudo y señorío, del cual nos hace a menudo merced no en desmesurados infolios o cronicones de pesantez vetusta, sino en la moderna crónica, en el artículo alado y fácil.

Vasta y multiforme es la obra del gran historiador mexicano. Obra que comprende desde el breve y jugoso estudio sobre Fernández de Lizardi, publicado en 1888, hasta el recentísimo que, a guisa de cantar de gesta, acompañó a tierras del Brasil la reproducción en bronce de la estatua de Cuauhtémoc. Pero en toda ella, con ser tan abundante, no hay que admirar, tan sólo, la enorme labor de investigación que cerca de una treintena de libros y folletos supone. Hay que sorprender, más bien, el secreto de su originalidad evidente, y, por ella, darse cuenta de la enorme influencia que en entendimientos y corazones mexicanos González Obregón ha tenido por haber hecho de la Historia nuestra, algo que sale de la frialdad y de la monotonía de los campanudos relatos de esa especie, para convertirse en materia plácida y familiar a todos asequible y por todos insistente y curiosamente buscada con el mismo afán con que se busca el novelesco relato o el atrayente volumen de versos.

Sin falsear la Historia, sino antes bien, enriqueciéndola, colocándose en puntos de vista que en otro tiempo jamás se tuvieron en cuenta, D. Luis ha logrado, pues, el milagro de popularizarla, y de ser él mismo, historiando, un escritor popular: ¡cosa que nunca en verdad soñaron sus ascendientes en tal género, y que, felizmente, han secundado algunos de sus jóvenes sucesores!

En manos del autor ilustre de México Viejo, el escueto dato, la gélida fecha o el nombre grisáceo cobran vibración y calor de vida. No lo veréis inclinarse curiosamente, tan sólo, ante las grandes figuras que elaboraron nuestros anales militares y políticos; ni tampoco, por manera exclusiva, ante los grandes sucesos que éstos contienen. Más que un Virrey, le interesa, quizás, el chapín de terciopelo verde que calzó el lindo pie de una dama. Y más que una disertación sobre puntos constitucionales en vista de los diferentes textos que nos han regido, considera útil, para revivir el pasado —objeto y fin principal de la Historia—, relatamos la evolución de los medios de transporte, del palanquín al automóvil. Y antes que a arengas o discursos de soldados y políticos, verbigracia, consagra su atención persistente a reconstruir, con todos sus menudos y cautivadores detalles, la vida de antaño.

Mucho debe nuestra patria a este solitario, sonriente y bondadoso maestro que, desde los años juveniles, ha agotado sus energías en archivos y bibliotecas, hurgando apolillados y amarillentos papeles; o bien en añosas calles y polvorientas plazas de barrio, investigando, por propia contemplación, las huellas del pasado. Pero infinitamente más en lo particular le debe la «muy noble y leal ciudad de México» —como él gusta de llamarla—, a la que, sin disputa, ha consagrado sus investigaciones más pacientes y luminosas, su más acendrado cariño de hijo y vecino, su admiración honda y cordial, congénita en él, y que —por lo recia, duradera y mexicanísima— aseguraríasela revestida con los azuleños de torres y cúpulas, con el tezontle de las fachadas de antiguos palacios, y con la luz y la inefable gracia que parece vivir y respirar y cantar en esta maravillosa ciudad donde D. Luis felizmente alienta, fuerte y voluntarioso todavía, y que tanto como dio satisfacción y contento a su vivir, brindará a la postre paz y reposo a sus cansados huesos.

Buena prueba de lo antes dicho es este volumen de tradiciones y leyendas de Las Calles de México. Milagrosamente resurgen aquí figuras, sucedidos, usos que dieron nombre a las urbanas vías que a diario pisamos. Los ángeles, conduciendo a la horca a don Juan Manuel; la Mulata de Córdoba, emprendiendo el viaje enigmático en un bajel que sobre el mar azul llega hasta la cárcel sombría de la Inquisición; la apasionante historia de amor de la hermana de los Ávilas; la campana de Maese Rodrigo, que desde el lejano pueblo de España donde una noche tocó sola, salió desterrada camino de las Indias; ¡y tantas y tantas otras siluetas, episodios y raros acaecimientos como encierran sus páginas, componen en conjunto el cuadro evocador más vivo y palpitante que de nuestra amada ciudad de México pudiera soñarse!

Con lo que —apresurémonos a decirlo— D. Luis González Obregón no sólo hace obra de historiador y de artista, sino también de patriota. Porque es el caso que esta vieja e imperial ciudad, antaño tan respetada y con tanta veneración vista que los siglos pasaban sobre ella sin alterar su fisonomía habitual; de algunos lustros a esta parte viene siendo objeto de las dentelladas y profanaciones de los políticos. Un estulto edil de hogaño se cree en México con más autoridad que ayer el Sultán en Constantinopla. Su autoritarismo absolutista y brutal manifiéstase principalmente por la manía —que no de otro modo, por tan repetida, puede llamársela— de cambiar los nombres de las calles, substituyendo los añejos y tradicionales por otros nuevos que nada dicen, y que son producto, bien de un hispanoamericanismo en sí loable, mas no por ello autorizado para suplantarse a nuestra tradición; bien del afán adulatorio que caracteriza a los políticos y que les mueve a considerar como héroes y prohombres a cuantos han militado con ellos en las mismas filas, aunque sean éstas las de la más ávida burocracia; bien de otras causas que no son para recordadas, ni menos aún para dichas, y en las que anda de por medio —¡quién lo creyera!— el sonoro retintín de los doblones que suelen producir las contratas para la fabricación de nuevas y relucientes placas destinadas a las viejísimas calles…

Sólo así se comprende que, por estulticia unas veces, por vileza, otras, algunas por interés, y todas por ignorancia y falta de sentimiento patriótico, se haya desfigurado nuestra encantadora ciudad, a tal punto que la mayoría de los habitantes ignoramos hoy los nombres de las calles, y ellos nos son tan extraños como podrían sérnoslo los que se estilan para las de Moscú o Belgrado.

Borrados quedaron de la piedra mas no de las almas, porque el pueblo los conserva y conservará hasta el día en que se les restituya, nombres de calles tales como de Donceles, del Parque del Conde, de la Mariscala, de Plateros, del Amor de Dios, de Cordobanes… Nombres eufónicos, evocadores, que en sí contenían una partícula de historia, y que cuadraban bien con las calles que los llevaron, tanto como disuenan los actuales cuyo lugar estaría, si acaso, en las vías flamantes, olorosas aún a cal nueva y a frescos ladrillos.

Sea una excepción loable, no obstante, en la tendencia que censuro, el acuerdo tomado por el Ayuntamiento de 1923 en cuanto a dar a la antigua calle de la Encarnación, en que actualmente vive, el nombre del historiador insigne autor de este libro.

Se ha asociado así, al de la ciudad magnífica, el de su cronista más fiel. Y por los muchos que se borraron, inscribióse un nombre que, por artes de evocación luminosa y paciente, supo condensar y revivir aquéllos en páginas tan dulces como los relatos de la abuela; en páginas que, como los viejos baúles forrados de cuero que vimos en la niñez, exhalan, al abrirse, un olor a membrillos maduros que entre ropa blanca y bien planchada prolongaron su primavera.

Carlos GONZÁLEZ PEÑA