La ciudad Colonial
(1521-1821)
Después del heroico y angustioso sitio sostenido por la más pujante de las tribus nahoas en contra de los conquistadores hispanos y de los indios sus aliados, México-Tenochtitlán sucumbió en la tarde del 13 de agosto de 1521; tarde triste y tempestuosa, que hizo destacar en el fondo de negras y grises nubes al vencido y al vencedor, a Cuauhtémoc y a Cortés, al que había defendido a la ciudad azteca hasta su ruina, y al que iba a fundar la capital de la Nueva España.
Así acabó para siempre el llamado imperio azteca, odiado, pero temido por todas las tribus a quienes había sojuzgado por luengos años; y como consecuencia del asedio, la ciudad de los lagos quedó inhabitable y los triunfantes conquistadores tuvieron que retirarse a la cercana villa de Coyoacán, donde vivieron algunos meses, antes de volver a habitar aquella población arruinada y agobiada por los estragos de la guerra y de la destrucción, del hambre y de la peste.
Mucho se discutió entre Cortés y sus capitanes el sitio donde había de fundarse de nuevo la ciudad, pues unos proponían que fuese en Coyoacán, quiénes que en Tetzcoco y otros que en Tacuba, pero prevaleció la opinión de don Hernando: «Que había de ser donde habían vencido y donde se había sentado la antigua México».
La ciudad colonial se levantó sobre las ruinas de la ciudad indígena, removiendo los escombros de los derrumbados palacios y templos, edificando los nuevos sobre sus cimientos, y aprovechando aun los mismos materiales.
Se hizo la traza, es decir, la ciudad española quedó limitada a un espacio reducido que comprendía las principales manzanas que hoy rodean a la plaza principal, y dentro de este perímetro repartió don Hernando a sus capitanes y a su gente, los mejores solares y edificios que quedaban en pie, adjudicándose él los palacios de Motecuhzoma.
La ciudad fundada por los conquistadores fue, pues, pequeña aunque amplios sus edificios, que eran sin embargo sólidos, almenados y defendidos por fuertes torres y bastiones. El Ayuntamiento tuvo casas propias y la plaza se vio limitada por ellas, la carnicería, la fundición, los palacios de don Hernando, y por los portales que también comenzaron entonces a edificarse; levantándose, además, la primitiva Iglesia Mayor, en el atrio de la Catedral actual; y enfrente del Palacio, se puso el garrote y la picota, para que allí sufriesen ejemplar castigo los malhechores o la gente levantisca.
Más allá de la traza quedaron los vencidos, los indios, en pobres casuchas de adobe o de carrizo, techadas con ramas de árboles o de pencas de maguey; y entre estas casuchas, pobres también, se levantaron las primeras ermitas, consagradas a los santos de la devoción de los conquistadores o de los primeros religiosos que las habían construido, rematando algunas con almenas y modestos campaniles, ermitas que se edificaron generalmente en los mismos sitios donde habían sufrido algún descalabro ios castellanos durante el sitio, habían obtenido una victoria, o donde antes existían teocalis consagrados a deidades aztecas.
En aquella ciudad primitiva, aparte de los palacios de Cortés y de las casas del altivo Pedro de Alvarado, que tenían cuatro torres, se hacía notar por el rumbo del oriente y a orillas del lago, una construcción a modo de fortaleza, llamada las Atarazanas, donde todavía hasta mediados del siglo XVI guardábanse los trece bergantines conque se puso cerco a México.
La vida de aquella ciudad fue característica y no parecida a la de los tiempos posteriores. Vivíase en alarma continua, temiendo levantamientos o ataques inesperados de los indios. Siempre prestos a la lucha, capitanes y soldados preparaban expediciones para nuevas conquistas.
Vivían los capitanes en sus habitaciones jugando a los dados, a los naipes, bebiendo y gozando en compañía de mujeres españolas o indias; los soldados en los mesones o en las tabernas y no era extraño verlos juntos en procesiones edificantes a fin de lavar sus pecados de la avaricia o de la carne; iban azotándose los más, no pocos con los rostros fieros, pero todos compungidos y llorosos, oyendo con unción las palabras que en altas voces prorrumpían los frailes para exhortarles a la penitencia y al arrepentimiento.
Los indios por las calles y plazas, acudían a los templos abiertos y a los atrios para recibir el bautismo y aprender la doctrina cristiana. También iban por todas partes cargados con materiales de construcción para labrar casas, templos y conventos y traían comestibles y leña a los hogares de los españoles y hierbas para sus caballos, o se les encontraba ejerciendo los oficios que les habían enseñado los primeros maestros que vinieron a establecerse a México.
A mediados de la centuria decimosexta, y algunos años después, la ciudad colonial tuvo vida más activa y mejores edificios, tanto particulares como públicos.
Los encomenderos, los hijos de los conquistadores, los que se habían enriquecido con el botín de nuevas guerras o con la explotación de las minas, comenzaron a edificar sus casas suntuosamente, no sólo coronadas de muchas almenas y altas torres, sino ostentando en las fachadas escudos labrados que pregonaban la hidalguía heredada o postiza de sus moradores y en el interior de las habitaciones podían encontrarse valiosos muebles de preciosas maderas primorosamente tallados, cinceladas vajillas de plata y aun de oro, pintados o bordados reposteros, buenos caballos con ricas mantillas y ameses costosos y lujosas sillas de manos, en donde eran conducidas por esclavos negros o indios, señoras y doncellas elegantemente vestidas y enjoyadas.
Tenía ya por esos tiempos la ciudad, imprenta, gracias a los cuidados del virrey Mendoza y del Obispo Zumárraga; tuvo en seguida Real y Pontificia Universidad, por cuyos corredores y aulas veíanse bulliciosos escolares con sus becas y borlados doctores con sus ínfulas; y ya comenzaban a invadir y a sombrear las calles y las plazas los extensos y tristes muros de los conventos de frailes o de monjas.
En el transcurso de los años posteriores hubo no pocos coches en que paseaban los ricos por las calles y por los paseos, pues ya existía la Alameda, contigua a la traza, las alegres huertas en la calzada de Tacuba y el hermoso bosque en Chapultepec, donde el virrey Velasco había construido la casa de recreación y cristalina alberca, de donde surtíase de agua potable la ciudad por medio de un acueducto. Tenía también la ciudad casa de comedias, donde, como en los atrios de los templos, se representaban autos sacramentales o piezas profanas de autores tan populares en esos tiempos como Arias de Villalobos. No carecía tampoco la ciudad de librerías, que unidas a las imprentas o formando parte de almacenes de ropa, vendían los libros estampados aquí o que periódicamente traían las flotas, predominando, es cierto, los de religión, pero sin escasear los de autores griegos y latinos y abundando los de caballerías y novelas.
En el siglo XVII la ciudad colonial creció en población y en edificios y las calles y plazas fueron invadidas por nuevos monasterios, iglesias, hospitales, hospicios y colegios; y menos profana que la ciudad colonial del siglo XVI la del siglo XVII fue más religiosa, casi beata. Por doquiera olía a incienso; todo el día, campanas y esquilas llamaban a misa o a sermón, repicaban hasta aburrir en las grandes festividades, o doblaban en las muertes de los reyes, de sus consortes, y de los príncipes, en las de los canónigos y de prelados y en la de ricos vecinos que, en vida o al morir, habían legado a los monasterios, a los colegios, a los hospitales, cuantiosos legados para mejorar los edificios, fundar cofradías, dotar monjas o huérfanos, curar enfermos o socorrer a los menesterosos.
Las imprentas publicaban libros devotos de toda clase, desde diminutas novenas, trisagios y jaculatorias, hasta gruesos volúmenes de portentosas imágenes, o esculturas que sudaban sangre, movían los ojos y se renovaban milagrosamente; y vidas de venerables y santos misioneros, ermitaños, frailes y monjas que habían muerto en olor de santidad. Es cierto que imprimían a la vez, esas prensas, gacetas con noticias que proporcionaban los tripulantes de las naos o en las que se reimprimía las que en la Península se daban a la publicidad; pero en aquella centuria hasta las noticias profanas eran maravillosas, porque las gacetas y otras muchas hojas volantes anunciaban siempre la aparición de cometas, espantables presagios de guerras, hambres y pestes; la de monstruos marinos que arrojaba el océano sobre sus encrespadas olas; la de brujas o hechiceras que tenían pacto implícito o explícito con el demonio; anunciaban también terremotos que acababan con ciudades enteras o singulares combates entre cristianos y turcos.
Por las calles y las plazas es verdad que a veces, o cada año, aquellos buenos vecinos presenciaban, como los del siglo XVI, juegos de cañas y sortijas, lidias de toros, alegres mascaradas, fastuosas ceremonias como la del Paseo del Pendón en las vísperas y día de San Hipólito, fecha en que se ganó por Cortés y sus huestes la ciudad; pero predominaron en el siglo XVII las procesiones religiosas, no sólo en la Semana Mayor y en el Corpus, sino en otros días en que salían de los conventos e iglesias para desagravio de pecados mortales, en honor de los santos patrones, para impetrar el favor divino en las calamidades públicas o en las pestes y guerras, aunque fueran ultramarinas, o para hacer rogaciones por las sequías y por pérdidas de las cosechas.
El Santo Tribunal de la Inquisición, que habíase implantado aquí desde el año de 1571, florecía en todo su apogeo y esplendor y en sus persecuciones a toda clase de herejes, principalmente luteranos, calvinistas y judaizantes, le dieron cebo y pasto abundoso para los pomposos autos de fe que celebró en esta centuria, con todas las ceremonias que acostumbraba de pregones, procesión de la Cruz Verde, paseo por las calles de los reos, que iban con corozas en las cabezas, vestían sambenitos pintarrajeados de llamas, de diablos o de cruces o aspas de San Andrés, y llevaban velas verdes en las manos, para rematar en la hoguera o Quemadero cercano a la Alameda, donde ardían vivos o ya después de darles garrote a los infelices relajados al brazo seglar.
Mas para los religiosos vecinos de la piadosa ciudad colonial del siglo XVII, los autos de fe, lo mismo que las procesiones, eran a la par que espectáculos edificantes, recreo y pasatiempo; y llenas estaban las vías públicas de varones y mujeres que a pie, a caballo o en forlones, desde la víspera tomaban buen lugar en las bocacalles, a riesgo y sin riesgo de obstruirlas por completo. En los antiguos canales o acequias se conservaban muchos puentes como recuerdo de la antigua México, y en sus aguas infectas flotaban de continuo perros muertos, basuras y desperdicios; en algunas ocasiones cadáveres humanos, restos de crímenes misteriosos o de robos; y sobre esas mismas aguas inmundas y asquerosas navegaban las canoas en que venían las flores, las frutas, las verduras, las piedras, las vigas, las tablas y la leña que se vendían en la Plaza Mayor, convertida a la sazón en mercado público; y en ocasiones también veíase al Virrey y a toda su familia, en empavesadas canoas, venir del Real Palacio al Coliseo Viejo para asistir a las representaciones de comediantes y cantarínas, pues uno de aquellos canales atravesaba la ciudad de Oriente a Poniente, desde el Puente de la Leña hasta el convento de San Francisco.
Y la ciudad colonial del siglo XVII, a pesar de su extremada beatitud y prácticas religiosas, no era muy honesta en su vida privada y en sus costumbres; un viajero inglés que la visitó entonces nos ha conservado recuerdo de las mozas desenvueltas a quienes «el amor les había dado libertad para encadenar las almas y sujetarlas al yugo del pecado y del demonio» y nos ha dejado memoria de un pío varón, gran limosnero de conventos y generoso bienhechor de la iglesia, «que llevaba la vida más escandalosa a que puede entregarse un vicioso sin recato ni conciencia, pues casi todas las noches se iba con dos de sus criados a visitar las mujeres de que ya hemos hablado, tirando una cuenta de su rosario en cada puerta por donde entraba y haciendo en su lugar un nudo, a fin de saber al otro día cuántas de esas criminales estaciones había recorrido».
Material y moralmente la ciudad progresó en el siglo XVIII. Las casas los edificios públicos, las iglesias que fueron reconstruidas, eran de mayor gusto, como lo prueban todavía hoy las mansiones señoriales de los extítulos de Castilla, así como la del Conde de Santiago y la del Marqués del Jaral de Berrio, la del Marqués de Torre Cosío y otras muchas.
Los inmundos canales del centro de la ciudad habían sido cegados poco a poco. El Virrey Marqués de Croix quitó el quemadero y prolongó allí el paseo de la Alameda; Gálvez mejoró los empedrados, y el ilustre Revilla Gigedo, transformó en todo el aspecto de la ciudad y a él se debió el establecimiento del alumbrado, la apertura de las atarjeas, la uniformidad de los pavimentos, los baños públicos, las fuentes de agua de uso común de los vecinos, los nuevos paseos, las placas para los nombres de las calles y los números de las casas, la creación de escuelas gratuitas para niños y niñas y la inauguración del Colegio de Minería y de las clases de botánica; prohibió el uso inmoderado de los toques de campana, las farsas de gigantes y tarascas en el Corpus, lo propio que las representaciones irrespetuosas de la Pasión en la Semana Santa, que eran verdaderas mojigangas de borrachos disfrazados de sayones y de prostitutas con trajes de Magdalenas, en fin, aquel incansable gobernante obligó a la plebe a vestirse, pues su desnudez era un oprobio de vergüenza para la capital de la Nueva España.
Antes del gobierno de tan ilustrado virrey, la ciudad sólo tenía luz en las noches claras de luna. En las obscuras, los buenos vecinos se veían obligados, cuando salían por las calles, a ir precedidos de un esclavo o de un criado con hachones encendidos o a llevar ellos mismos linternas para alumbrarse o se contentaban a ser guiados por las mortecinas luces de alguna lamparilla que ardía en las esquinas ante los nichos de los santos y de las estampas de piedra que existían en los muros exteriores de las iglesias. Hubo una época en que los comerciantes pusieron lamparillas de ocote en las fachadas de sus tiendas y otra en que se ordenó colgar faroles en las puertas y ventanas de las casas; pero en la ciudad no hubo buena iluminación sino hasta el año de 1790.
La ciudad colonial del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX ganó mucho en policía. Desde 1722, el Dr. Castoreña y Urzúa estableció la primera Gaceta nacional que tuvo México, la cual continuó Sahagún y Arévalo en 1728, y prosiguió en 1784 don Manuel Antonio Valdés. En 1805 apareció el primer Diario, y antes el P. Alzate en 1768 y el Dr. Bartolache en 1772, habían dado los primeros pasos para fundar publicaciones científicas y literarias. La ciudad tuvo desde el siglo XVIII instituciones tan benéficas como el Monte de Piedad, el Hospicio de Pobres, la Casa de Cuna, el Colegio de las Vizcaínas, y tan cultas como la Academia de San Carlos, consagrada a las Bellas Artes.
Desde el gobierno del insigne Conde de Revilla Gigedo, la plaza principal había sufrido una radical transformación, pues se había quitado el mercado público y se había trasladado a la del Volador. Habían quedado ya cegadas las acequias o canales que pasaban por frente a los portales de las Flores y Casas del Ayuntamiento; se había nivelado el piso, que antes estaba lleno de hoyancos, y se quitaron las sombras de petates y los inmundos hacinamientos de basura, que por la altura que alcanzaron alguno fue conocido con el nombre de Cerro Gordo. Desaparecieron después el garrote y la picota, y en 1796, con la inauguración del monumento a Carlos IV, aunque conservaba el pegote del Parián, edificio consagrado a la venta de muchas mercancías, la plaza presentó un aspecto más hermoso y artístico.
La vida fue por estos tiempos más activa y más culta. La gente en general vestía mejor. Asistía con, frecuencia a los saraos y a las tertulias del Real Palacio, a las representaciones del Coliseo Nuevo, a charlar y a discutir en los primeros cafés que a fines de esta centuria se abrieron en la ciudad y a leer en las bibliotecas públicas, que debido a esfuerzo personal se habían fundado en la Universidad y en la Catedral, por el Dr. don Manuel Ignacio Beye y Cisneros en 1762 y por el Chantre don Luis Torres y su hermano don Cayetano.
Así vivió la ciudad colonial en las tres centurias de la dominación hispánica, rezando y respetando con igual devoción a los santos y a los reyes; pero no obstante, tuvo periodos de agitaciones producidas por extraordinarios sucesos políticos, por calamidades o por fenómenos naturales.
Casi a raíz de la Conquista, presenció los disturbios entre los primeros gobernadores y los oficiales reales, acompañados de ejecuciones y de tormentos; las reyertas nada edificantes entre los oidores de la primera audiencia y el primer Obispo, que terminaron en públicas excomuniones; las ejecuciones en 1566 de los hermanos Ávila, precursores de la Independencia nacional, y los tumultos de 1624 y 1692, en los cuales las diferencias entre las autoridades eclesiásticas y civiles, o la carestía de víveres producida por los acaparadores, provocaron levantamientos que desataron las iras de indios, mulatos, y otras castas, e incendiaron el Real Palacio y las Casas del Ayuntamiento; la inundación de 1629, durante la cual se dijeron misas en las azoteas y se andaba en canoas; las nevadas de 1711, 1767 y 1813, que tapizaron la ciudad con un manto espesísimo de nieve; la sigilosa e inesperada expulsión de los jesuitas en 1767, que cubrió de luto a la ciudad; la escasez de víveres que causó estragos en 1785 y que hizo llamarse a éste año del hambre; la aurora boreal de 1789, que infundió tanto espanto por no haberse visto otra igual, al grado que las gentes corrían por las calles rumbo al Santuario de Guadalupe, implorando perdón y misericordia, y el pavoroso asesinato de don Joaquín Dongo y de sus sirvientes en este mismo año de 1789; la epidemia de matlazáhuatl en 1736, en la que murieron 40,000 personas, y las de viruelas en 1762 y 1779, en que perecieron, respectivamente, 10,000 y 8,821 individuos; la prisión de Iturrigaray y de su familia en 1808 y la muerte misteriosa del licenciado Verdad, por haber conspirado con los criollos para emanciparse de la Metrópoli.
La ciudad tuvo, además, privilegios y títulos de hidalguía y de nobleza como los tuvieron muchos de sus aristocráticos moradores. El 4 de julio de 1523 el emperador Carlos V le concedió escudo de armas. En 1530 se le honró con los privilegios de la Burgos y en 1549 se le concedió el título de muy noble, insigne y leal ciudad. Por Real Cédula de julio de 1680 se proveyó de Ordenanzas a su Ilustre Ayuntamiento, que fueron de nuevo aprobadas y confirmadas por don Felipe V el 4 de noviembre de 1728.
¡Y contraste extraño! La ciudad colonial que nació en la tarde triste y tempestuosa del 13 de agosto de 1521, murió en la mañana alegre y serena del 27 de septiembre de 1821.