La campana del reloj de Palacio

Leyenda y origen del nombre de las calles del Reloj (ahora de la República Argentina)

El aspecto de nuestros edificios ha variado mucho, a pesar de haber estado destinados a un mismo objeto.

La explicación es natural y sencilla, pues unas veces los temblores, otras los incendios, y las más el gusto que cada época ha querido imprimir a la arquitectura, son causas suficientes para justificar tan distintos cambios.

El Palacio Nacional de México es una prueba de lo que decimos. Durante su existencia secular, ha sufrido innumerables modificaciones, tantas, que sería hoy casi imposible enumerar tan sólo las que se han hecho en uno de los patios, porque donde había una ventana se ha abierto una puerta, donde existía un corredor se ha levantado una escalera, y donde se hallaba un entresuelo ahora se encuentra un pasadizo bajo.

No sucede así con la parte exterior.

Aunque no son pocas las reparaciones que se han ejecutado en la fachada, ésta ha tenido en lo general dos aspectos: uno desde 1562 en que se tomó posesión del edificio —hasta el 8 de junio de 1692 en que fue incendiado por la plebe— y otro desde 1693 en que comenzó a reedificarse, hasta nuestros días.

En el primer periodo, es decir, durante la segunda mitad del siglo XVI y gran parte del XVII, el Palacio presentaba el aspecto de una fortaleza, con torreones en las esquinas, troneras de trecho en trecho, y dos puertas grandes que correspondían a las hoy situadas en el centro y hacia el Sur. El segundo piso estaba formado, como ahora, por una serie de balcones, pero más bajos y anchos, sobre dos de los cuales estaban las armas del Rey y del Conde Galve, en sendos escudos.

Durante el segundo periodo, siglos XVIII y XIX, la fachada cambió mucho, y sin seguirse un plan conveniente, las antiguas troneras del primer cuerpo se transformaron en ventanas, con rejas toscas y feas, y las puertas se fueron concluyendo poco a poco; la principal, en el reinado de Carlos II (1665 a 1700); la de la parte Sur, en tiempo de Felipe V (1700 a 1724), y la del Norte, que fue la última, bajo la presidencia de Mariano Arista, por lo que es aún conocida por Puerta Mariana. A mediados del siglo XVIII el Palacio estaba ya almenado y donde estuvieron los ángeles de bronce, existían escudos con las armas reales, así como a un lado y otro de la puerta del centro.

Lo que sí ha conservado siempre el edificio en la fachada, es su aspecto pesado, y nada artístico ni en su conjunto ni en sus detalles. Y también conservó hasta 1867, encima del cubo del antiguo reloj y pendiente de un arco, una tradicional campana, cuya historia será asunto del capítulo presente.[25]

La campana fue de regulares dimensiones. En la parte superior, a modo de asa tenía una corona imperial sostenida por dos leones. En uno de sus lados, en relieve, una águila de dos cabezas soportando con sus garras un escudo, es decir, las armas de la Casa de Austria, y en el otro un Calvario de Cristo, la Virgen, San Juan y la Magdalena. Por último, cerca de los labios las primeras palabras de la Salve en Latín y una inscripción que decía:

MAESE RODRIGO ME FECIT, 1530

La campana fue, pues, más antigua que nuestro Palacio; y su origen y venida a México son una conseja, que cierta o no, referiremos a continuación, por ser original y curiosa.

Y va de cuento.

Fue el caso, que en un pueblecillo de España, cuyo nombre no consigna la historia, había una iglesia con su respectiva torre, y en ésta varias campanas, de las cuales sólo ha pasado a la posteridad la hecha por Maese Rodrigo.

Pues señor, una noche, por más señas de la temporada de Pascua, dormía el pueblo cubierto por la obscuridad, sin que el menor ruido lo despertase, cuando de repente, a las doce poco más o menos, comenzó a tocar la campana susodicha; pero tan recio como si estuviera atacada de una excitación nerviosa la persona que la hacía sonar.

Tocarse la campana y alborotarse el pueblo fue todo uno. Cantaron los gallos, ladraron los perros, balaron las ovejas y mugieron los bueyes; se encendieron luces por todas partes, se abrieron puertas y ventanas, y los beatíficos y pacientes vecinos comenzaron a levantarse y a preguntar qué era aquello.

¡Quién arrojó las sábanas del lecho lo más pronto que pudo, figurándose que se trataba de una quemazón, quién se persignó devotamente creyendo que había aparecido en el cielo una culebra de agua, quién por último, conspirador empedernido, pensó que la causa de los suyos había triunfado y que entraban victoriosos en el pueblo!

Sin embargo, el sobresalto y terror aumentó muchísimo, cuando se convencieron que el repique no era producido por ninguna de esas causas, y cuando escucharon que la campana seguía tocando, loca, frenética, como si cien legiones de diablos agitaran la cuerda que pendía de su badajo.

Todos, sin distinción de sexos ni edades, fueron al cementerio de la iglesia, llevando in capite al señor Cura, al señor Alcalde y a sus mercedes los alguaciles, y cuando hubieron llegado, el señor Alcalde a la cabeza de sus esbirros, se dirigió con calor hacia la torre, cuya puerta podrida y apolillada, cedió a sus primeros empujes; entró, subió la escalera, llegó al cuarto del campanero, y aquí su admiración fue indescriptible, «al ver que ni allí, ni en la torre y bóvedas había alma viviente, a excepción de un gato que no pudo tocar la campana». Recorrió una y muchas veces aquellos sitios sin hallar la causa del repique, y cansado, «replegó sus fuerzas», no sin dejar un centinela de vista a la entrada de la torre.

Salir la autoridad, interrogarlo los vecinos, no responder satisfactoriamente, y aumentar el pánico, fueron cosas simultáneas.

El suceso era único, sorprendente, maravilloso. Lloraban a lágrima viva los muchachos y las mujeres, principalmente las ancianas pedían al señor Cura, postradas de rodillas, que conjurase a la campana, que la rociase de agua bendita, pues estaba posesa del demonio; y que éste había enviado una cohorte de espíritus malignos para que dieran aquel convulsivo y violento repique.

Mucha tinta gastaríamos si quisiéramos pintar la agitación de los habitantes del pueblo en aquella memorable noche, y para no fastidiar diremos que después del repique ya nadie pegó los ojos, venciendo el temor al sueño.

Al día siguiente, el señor Alcalde citó a los principales vecinos, y levantó una información que dio este resultado: que el campanero no había dormido esa noche en la iglesia y que la campana había tocado sola.

Para aquellos tiempos el caso era grave, delicado, trascendental, y se convino remitir el expediente a la Corte. En Madrid fue inmenso el ruido que causó la campana: Gacetas, Mercurios y Diarios no hablaron de otra cosa en muchos días.

Se remitió el expediente al Consejo, y éste lo pasó al Fiscal para que diera su dictamen.

«El Fiscal —dice un autor antiguo— se impuso seriamente de todos los pormenores, registró sus grandes volúmenes de derecho y algunos de la historia nacional y extranjera; escribió, borró y volvió a escribir; y al cabo de algunas semanas, el formidable dictamen tenía una resma de papel. ¡Qué erudición tan selecta y peregrina!, ¡qué abundancia de citas y leyes!, ¡qué reflexiones tan oportunas y profundas!, ¡qué argumentos tan urgentes!, ¡qué estilo tan fluido, tan espontáneo, tan preciso! Basta saber que no hubo campana o esquila de que no diese el Fiscal la historia más exacta: habló hasta de las campanas de Turquía en donde, según autores, no se conocen. De todo esto concluyó que el diablo tuvo una parte directa o indirecta en el asunto».

Se citó el día para la audiencia. El Fiscal comenzó a leer el expediente: a las cuatro horas tenía la boca seca y los ojos bizcos, por lo cual los jueces ordenaron suspender la lectura. Duró esta cuatro días y al fin llegó la hora de discutir entre los magistrados, los cuales, después de seis horas de acalorados debates, convinieron en aprobar el pedimento fiscal en todos sus puntos, y «vinieron los jueces en acordar y acordaron, en mandar y mandaron»:

1.º Que se diera por nulo y de ningún valor el repique de la campana.

2.º Que a ésta se le arrancara la lengua o badajo para que en lo sucesivo no osase sonar motu proprio y sin auxilio del campanero.

3.º Que saliese desterrada la campana de aquellos dominios para las Indias.

Previas las formalidades del caso, la sentencia se ejecutó en todas sus partes.

La campana, sin lengua o badajo, fue embarcada en un navío de una de tantas flotas que partían a Nueva España.

Llegó a México donde debía de extinguir su condena, y aquí estuvo arrinconada en un corredor de Palacio, en el cual todos la contemplaban con «admiración y respeto».

El Virrey, D. Juan Francisco de Güemes y Horcasitas, Primer Conde de Revilla Gigedo, concluyó la reposición del Palacio comenzada en tiempo de otro Virrey, La Cerda, y considerando que aquella campana no podía estar ociosa, pero sin atreverse a ponerle badajo por no contravenir las órdenes de España, la destinó a ser colocada arriba del reloj, en cuyo sitio muchos la conocieron, pues no fue quitada de allí sino hasta diciembre de 1867.

Entonces se mandó fundirla; mas al verificarlo se descompuso el metal, y así acabó la histórica campana, que duró 337 años, que dio origen a una célebre información y a un originalísimo destierro.

¡Que el fuego le haya sido leve!

Conocida la historia de la legendaria campana, sería injusticia no consignar la de su contemporáneo el Reloj.

La mención más antigua la hizo en 1554, el Dr. y Maestro Don Francisco Cervantes de Salázar, en sus exquisitos Diálogos, cuando Alfaro al llegar a la esquina de la calle de Tacuba y la Plaza, pregunta y exclama:

«—… ¿Pero qué significan aquellas pesas colgadas de unas cuerdas? ¡Ah! No había caído en cuenta: son las del reloj».

Y su interlocutor Zuazo, agrega:

«—En efecto; y está colocado en esa elevada torre que une ambos lados del edificio, para que cuando da la hora, la oigan en todas partes los vecinos».

El edificio a que aludían en su conversación, Alfaro y Zuazo, era la Casa del Estado que perteneció a Hernán Cortés, situada en la calle del Empedradillo, donde como es sabido residieron los primeros gobernantes de la Colonia, las dos primeras Audiencias y los primeros Virreyes, hasta que comprado el actual Palacio Nacional en 1562, por los monarcas españoles, se trasladaron las autoridades a él después de esa fecha.

Comentando esto el erudito anotador de Cervantes Salazar, Don Joaquín García Icazbalceta, dice:

«El Reloj estaba, pues, en la torre o pieza de la esquina de las calles de Tacuba y Empedradillo. En las Ordenanzas de Audiencia, dadas en México a 23 de abril de 1528, se manda que para guardar mejor y más ordenadamente lo prevenido respecto a la asistencia de los oidores “esté continuamente un reloj en lugar conveniente para que lo puedan oír”. Acaso a esta disposición se debió la colocación del reloj en la torre de la esquina. Después, cuando la Audiencia se trasladó al actual Palacio, pasó con ella el reloj, y dio su nombre a seis calles de las que corren hacia el Norte en la misma línea del frente de Palacio».

Como verdad indiscutible todos los historiadores de nuestros días habían apadrinado la opinión anterior, pero he aquí que nuestro incansable amigo D. Nicolás Rangel, que ha hecho un registro paciente y minucioso de las actas de Cabildo de la ciudad de México, se encuentra una que se remonta al siglo XVI, y en la que se menciona una casa situada en una de las calles que llevaron el nombre del Reloj y en la cual se pensó colocar o se colocó uno, que muy bien pudo ser el origen del nombre de la Avenida de la República Argentina.

Dice así el documento:

ACTA DE CABILDO DE 27 DE AGOSTO DE 1548 AÑOS. Lizencia al lizenciado pedro lopez. Este día dixeron que por quanto el lizenciado pedro lopez bezino desta cibdad a pedido en ella se le haga merced e dé lizencia para que pueda hazer en unas casas que haze en esta cibdad en la calle que biene destapalapa y ba a santiago linde con casas de antonio de la cadena saque un relox a fuera en la portada de la dicha calle y en toda la obra de las dichas casas en ambas calles por que se ofrece quiere hazer toda la dicha obra en la delantera de las dichas casas de canteria alto y bajo.
Título de lizencia al lizenciado pedro lopez sobre la delantera de la obra que quiere hazer. Y bisto por esta cibdad que la dicha obra es policia y ornato della le dieron la dicha lizencia para que pueda hazer el dicho relox conforme y del tamaño que está comensado a la esquina de las dichas casas con que haga la dicha obra de cantería segun que está ofrecido y con aquel relox que sacare en la portada no salga mas del dicho relox que tiene comensado e con que al juntar que junte la dicha obra con las casas y solares de las dichas sus casas lindero fenesca la dicha obra borneada bia derecha con las dichas casas linderos y no guardaddo qualesquier cosa de la suso dicho se le quite lo que de otra manera se hiziere a costa del dicho lizenciado pedro lopez y mandaronle dar titulo dello en forma.
Juan de Carbajal.—Bernardino Bazquez de Tapia.—Gonzalo Ruyz.—Ruy González.—Pedro de Billegas.—Gonzalo de Salazar.—Pedro de Medinilla.—García de Bega.—Gerónimo Lopez.—Miguel Lopez.

No he podido comprobar si llegó a colocarse el reloj a que se refiere el acta preinserta, y la duda aumenta con la descripción que de dichas casas hace el mencionado Cervantes Salazar, pues Alfaro vuelve a preguntar y Zuazo le responde, lo que contiene en los párrafos que siguen:

«¿De quién son estas casas cuya fachada de piedra la eleva todo a plomo, con una majestad que no he notado en otras? Hermoso es el patio, y le adornan mucho las columnas, también de piedra, que forman portales a los lados. El jardín parece bastante ameno, y estando abiertas las puertas, como ahora lo están, se descubre desde aquí.

»Estas casas fueron del Doctor López, médico muy hábil y útil a la República. Ahora las ocupan sus hijos, que son muchos, y no degeneran de la honradez de su padre».

Pero sea que las calles que nos ocupan hayan tomado su nombre del Reloj de Palacio o del de las casas del Doctor Pedro López, lo cierto es que en 1565 todavía se llamaba a esas calles con la designación primitiva de Itztapalapan, que desde a raíz de la Conquista tuvieron todas las que corrían desde San Antonio Abad, hasta Santiago Tlaltelolco, y donde según refiere el propio Cervantes Salazar, ostentaron en ambas aceras sus casas, «los nobles e ilustres Mendozas, Zúñigas, Altamiranos, Estradas, Ávalos, Sosas, Alvarados, Sayavedras, Avilas, Benavides, Castillas, Villafañes y otras familias…».

Para terminar diremos que tampoco hemos podido saber cuándo y cómo fue quitado el vetusto reloj virreinal, y respecto a la campana de la Independencia, que existe ahora encima del balcón principal de Palacio, no fue colocada sino hasta el 14 de septiembre de 1896.