La Plaza del Volador
I
Antes y ahora
Hace años México sufre una transformación lenta, pero visible. Por todas partes el espíritu moderno modifica lo antiguo. Costumbres, tipos, trajes, monumentos y edificios, cambian por completo la fisonomía secular de los tiempos coloniales.
Las costumbres de nuestros antepasados, mitad españolas, mitad criollas, desaparecen sustituidas por una mezcla de europeas, y ahora en una misma casa se reza a la antigua, se viste a la francesa y se come a la italiana; se monta a caballo o en coche a la inglesa, y se trata a la gente a lo yankee para no perder el tiempo.
Las fuentes de agua, aquellas viejas fuentes de la época colonial, se han cambiado por llaves o surtidores en cada esquina, y el tipo legendario del aguador se eclipsó triste, melancólico y meditabundo bajo su carga acuática, para refugiarse allá en los barrios en donde se proyectan las sombras de la luz eléctrica y en donde el precioso líquido no sube por sí solo, sino cuando al cielo le place inundar las calles y callejas.
La china ha muerto para vivir en los bellísimos romances del popular Fidel; la chiera cede su alegre y pintoresco puesto de aguas frescas, a la cursi señorita que calza alto tacón y ciñe apretado corsé, para brindarnos bebidas refrigerantes en vasos de fino cristal; el sereno con su sombrero de luciente charol, su escalera al hombro y su linterna en la diestra, retírase avergonzado delante del gendarme o técnico, y así otros tipos que ahora únicamente encontrará el curioso en las litografías de olvidados libros.
¿Quién recuerda los hábitos de los humildes frailes que atravesaban la ciudad en medio de los respetuosos saludos de los creyentes?
Los coches de sopandas, las calesas, los ómnibus; todo se va, todo se olvida con el trajín ruidoso de los carruajes ingleses o americanos, el tranvía que se desliza rápido por acerados rieles y los autos y camiones cotidianos asesinos de los buenos habitantes de la ciudad.
México se transforma, principalmente en su parte material. Las casas viejas se derrumban diariamente, las fachadas cambian y los techos de madera se sustituyen con láminas de hierro.
Las calles se prolongan, y sus recuerdos históricos y tradicionales se relegan a los versos de nuestros poetas.
La ciudad nacida entre los escombros de la heroica Tenochtitlán, la ciudad capital del Virreinato de Nueva España, que en cada calle tenía una capilla o un templo, o el retablo siquiera de un santo, muestras devotas de la piedad de sus moradores, ahora se rejuvenece, destinando edificios consagrados a determinado objeto, a servir a otros muy distintos, desde la época de la Reforma.
Lo que fue una iglesia es ahora biblioteca; lo que fue convento, un cuartel; lo que fue aduana, un Ministerio; un corredor se hace galería; un patio almacén, un refectorio caballeriza.
Antes de que desaparezca por completo esta fisonomía especial de aquellos tiempos, antes de que la barreta derrumbe las últimas fachadas, antes de que el andamio se levante frente a las casas que se desploman, y antes, en fin, de que oigamos al cantero, indiferente a todo, cantar o silbar, a la vez que labra con tesón la nueva piedra que cambiará el aspecto de lo que vieron nuestros antepasados, venimos a evocar sucesos, fechas y costumbres que pasaron, para que las futuras generaciones no tengan que excavar entre las ruinas del olvido.
El asunto no carece de interés: el sitio es histórico como otros muchos. Un juego azteca que le dio el nombre popular a la plaza; las corridas de toros celebradas durante el coloniaje; los autos de fe del Santo Oficio; el mercado primitivo; los incendios que reflejaron sus devoradoras llamas en los muros del Palacio, de la ex Universidad y de la iglesia de Porta Coeli; el antiguo canal que lo limitaba hacia el Norte; la estatua de Santa-Anna y otros pormenores, son los que primero exhumará el cronista, para hablar, por último, de la nueva construcción, que como imagen del presente, nos oculta allá atrás mucho del pasado.
Estamos seguros que no carecerá de interés esta excursión por los tiempos viejos, para asistir a una fiesta primitiva en la que nos daremos cuenta de cómo era el juego del volador; oiremos las francas y alegres risas de los estudiantes de la Universidad; veremos atravesar las canoas casi hundidas en las aguas del canal por el peso de las frutas y de la verdura; presenciaremos desde uno de los balcones de Palacio, en la grata compañía de la virreina, las lides de toros y las corridas de liebres, o escucharemos con paciencia la lectura interminable de cien causas formadas a brujas, luteranos, judaizantes y blasfemos, por el muy Santo Tribunal de la Inquisición.
Y por último, iremos a los mercados, nos mezclaremos entre la multitud, soportaremos tranquilos los gritos de las verduleras, el regateo fastidioso de los compradores, para volver cansados a la casa, cerrar los ojos, y figuramos con la imaginación lo que será en lo porvenir ese edificio que surgía ahí, entre el viejo fortín del Palacio y las vetustas casas de la esquina de la calle de Flamencos, hoy Pino Suárez.
II
El juego Azteca
Clío, la Musa de la Historia, ha conservado cuidadosamente los antiquísimos sucesos que consignará el cronista de esta ciudad que flotaba en un tiempo sobre las aguas tranquilas del extinguido lago.
Reinaba como dueño absoluto el segundo de los Motecuhzoma, el orgulloso Xocoyotzin, y corría tranquilo el año de Ome Calli, correspondiente al 1507 de la cronología cristiana, memorable en los anales jeroglíficos de los aztecas, porque fue el último en que celebraron la fiesta del fuego nuevo, que cada 52 años y al fin de cada periodo cíclico acostumbraban conmemorar.
Fue aquella una fiesta característica que todos esperaban con espanto para despedirla con alegres regocijos, pues como dice el señor Orozco y Berra, «llevaba en sí una mezcla extraña de ansiedad, luchando el ánimo entre la esperanza de la vida y el terror de la muerte».
Podía entonces abrirse una tumba inmensa para sepultar el cadáver de la humanidad; mas podía también aparecer una aurora que prometiese muchos años de nueva vida.
En efecto, los aztecas estaban persuadidos de que, al finalizar uno de sus periodos seculares de 52 años, el mundo acabaría para siempre, y por este motivo el nuevo sol que aparecía en el siguiente siglo, era para ellos el anhelado anuncio de que la existencia se prolongaría aún otras tantas primaveras.
La fiesta a que aludimos se llamó Toxiuhmolpia, esto es, atadura de los años, y en ella se verificaba la renovación del fuego de un modo solemne y peculiar.
Desde la víspera, desde la vigilia, como dicen los antiguos cronistas en su tecnicismo religioso, los vecinos de Tenochtitlán y de los pueblos limítrofes se consagraban a celebrarla.
Los dioses penates, los idolillos de barro de los hogares y los utensilios domésticos se hacían mil pedazos, arrojando sus fragmentos en las aguas de los pozos, de los canales y del lago.
A la caída de la tarde cuando el último Tonatiuh se hundía en el ocaso, todos subían a las azoteas de las casas en la ciudad, y a las cimas de las montañas en los alrededores, por temor de que los Tzitzimes, fantasmas feísimos y espantables, se comiesen a los hombres. Sólo las mujeres grávidas quedaban encerradas en los graneros, cubiertos los rostros con máscaras de penca de maguey, para evitar, si el fuego no se encendía, que se convirtieran en feroces animales que devorarían a la gente. Se evitaba a la vez, con estrujones y pellizcos, que los niños se tornaran en ratones si se dormían.
Los sacerdotes, vestidos como dioses, se encaminaban en lenta y silenciosa procesión hacia el cerro de Ixtapalapan, y uno de ellos, el del barrio de Copolco, ensayábase en el camino para sacar el fuego, pues a él tocaba esta ceremonia.
La comitiva salía de la ciudad, casi a la puesta del astro rey, pero con pausado andar para que llegase al cerro a la media noche. En caso contrario, la inmensa multitud compuesta de nobles y plebeyos, de sacerdotes y devotos, esperaba callada y ansiosa que las Pléyades atravesaran por la mitad del estrellado cielo.
Únicamente los rumores misteriosos de la tranquila noche interrumpían el silencio majestuoso de aquella muchedumbre, de aquel pueblo que, lleno de temor y espanto, con las miradas clavadas en la cima de la montaña, aguardaba el fíat lux de su nuevo periodo secular. Los corazones palpitaban ávidos de continuar latiendo, y el frío de la muerte helaba la sangre en las venas de los tímidos.
De súbito, allá en el punto más alto de la montaña, se oía el grito sofocado de la víctima a quien arrancaban el corazón, y sobre la caliente herida el frotamiento apresurado de los palillos, que humeantes primero, producían después la anhelada chispa, que era saludada por todas partes con inmensos y prolongados gritos de júbilo.
Se encendía una grande hoguera, el fuego era repartido a todos, y todos poseídos de entusiasmo volvían gozosos a los hogares, plenamente convencidos de que aquel fuego renovado sería el símbolo de cincuenta y dos años de futura vida.
Para celebrar tan fausto acontecimiento, el pueblo se entregaba a toda clase de diversiones; pero principalmente al famoso juego del volador, al que asistían lo mismo nobles que plebeyos, sacerdotes que guerreros.
Procuremos dar idea breve de este regocijo simbólico y popular.
Elegido el sitio, levantábase en el centro un altísimo árbol, desnudo de ramas y corteza, terminado con un aparato en forma de tambor, del que pendían cuatro cuerdas que sostenían un marco de madera. Enrolladas en el árbol otras cuatro cuerdas que pasaban por otros tantos agujeros del bastidor, se trepaban sucesivamente, un indio en la parte superior del árbol, varios en los barrotes del cuadro, y cuatro atados a las extremidades de las cuerdas, vestidos con el traje característico de los caballeros águilas. Éstos se lanzaban al aire, ponían en movimiento aquella máquina, describían, al desarrollarse las cuerdas círculos progresivos de menor a mayor, entretanto que el primer indio guardaba su equilibrio allá en la punta del árbol, bailando al son del huehuetl y empuñando una bandera; mientras que los otros bajaban por las cuerdas apresurados, pasando de unas a otras para llegar a la vez abajo, al tiempo mismo que los atados a las cuerdas.
Las alas extendidas de los caballeros águilas, el girar vertiginoso, los prodigios de equilibrio y el dar cada uno de los atados precisamente trece vueltas, para conmemorar el periodo cíclico de cincuenta años, constituían el mérito esencial del juego simbólico, que por haberse verificado en muchas ocasiones, antes y aun después de la Conquista, en aquel sitio, éste fue llamado desde entonces la Plaza del Volador.
III
Al través de los tiempos
No están de acuerdo los historiadores sobre la extensión que tuvo el Palacio o casa nueva de Motecuhzoma el menor, pues mientras unos afirman que se hallaba entre las calles de la Moneda y la de Porta Coeli, don Alfredo Chavero lo limita al terreno que hoy ocupa el Palacio Nacional.
Fundábase el inteligente anticuario, en que no podía estar atravesada la residencia del antepenúltimo monarca azteca, por el canal que hacia el Sur venía desde el Puente de la Leña, y en que se ha dado una mala interpretación a los términos en que fija los límites la cédula de 1529.
No es nuestro propósito entrar en una disquisición histórica acerca de estas opiniones, pues para nuestro fin principal, nos bastará saber que la Plaza del Volador, haya o no formado parte de la casa nueva de Motecuhzoma, fue cedida a D. Hernándo Cortés por la Majestad Católica del Emperador D. Carlos V.
Los herederos del conquistador vendieron el edificio que es ahora Palacio del Supremo Gobierno de la República; la venta fue el año de 1562, y se reservaron la parte en que se edificó después la Universidad y el mercado del volador.
Transcurrido algún tiempo, quedáronse también sin el terreno de la ex Universidad, a pesar de litigios y reclamaciones continuas, hasta quedar limitada su posesión sólo al lugar de que nos ocupamos.
Aun este sitio, la Plaza del Volador, fue causa de disputas judiciales, por haber pretendido el Ayuntamiento construir allí una fuente pública, contra lo cual protestó el apoderado de D. Pedro Cortés, que entonces poseía el título de Marqués del Valle.
Por auto de 21 de febrero de 1620, la Real Audiencia de Nueva España mandó suspender la obra emprendida por la Ciudad, continuó el pleito, y no fue sino al cabo de cuatro años cuando D. Pedro Cortés obtuvo la propiedad legal, por sentencia pronunciada a 12 de enero de 1624 y «confirmada en revista» el 9 de julio del propio año.
Desde esta fecha comenzó a servir la Plaza del Volador para diversos usos.
Allí se verificó el pomposo y célebre Auto General de Fe de la Inquisición de Nueva España, el 11 de abril de 1649, Dominica in Albis.
También desde entonces la Plaza del Volador fue lugar de cita para los comerciantes de frutas y legumbres, y sirvió muchas veces para las corridas de toros.
Para verificar éstas, los mercaderes eran trasladados a otros puntos y se levantaban de madera circos taurinos provisionales; pero con el preciso requisito de ceder lumbreras gratis al juez conservador del Marquesado del Valle, «al Gobernador y a los demás empleados en señal de Dominio».
Unas veces desde palcos construidos en los balcones del Real Palacio, y otras en tablados que conducían desde éste al redondel, los virreyes de Nueva España asistían a los sangrientos espectáculos de los toros, diversión bárbara, pero favorita del pueblo de aquel entonces y del de ahora.
Las corridas de toros en la Plaza del Volador se verificaron allí desde hace muchos años, y continuaron hasta principios del presente siglo, a pesar de haberse construido cosos en otros lugares.
Sería curioso y deleitable, principalmente para los aficionados, hacer la crónica de cada una de las corridas que se dieron en aquel sitio; pero tal vez regalaríamos al paciente lector con un capítulo de cuernos.
Hablaremos de dos, que tienen cierto interés por sus pormenores; mas antes es preciso que conste que las corridas se hacían con motivos tan plausibles como los desposorios de los monarcas, los natalicios de los príncipes, los tratados de paz firmados entre la Madre España y alguna de las potencias europeas, o la entrada de los virreyes y los días del santo de éstos y de sus excelentísimas esposas.
Para celebrar el feliz natalicio del Serenísimo Señor Infante Felipe Pedro, hijo de la Católica Majestad del Rey D. Felipe V y de su «muy cara y amada esposa» la reina Doña María Luisa Gabriela, hubo memorables corridas de toros, carreras de liebres y peleas de gallos en la Plaza del Volador.
«A este fin, dice un cronista contemporáneo, se levantó un vistoso y bien formado circo, dejando dentro de él la principal Azequia, por la parte más cercana al Real Palacio; dieron a sus estrutura, material los montes en robustas bigas y fornidos quartones, dióles la forma el arte, en aquella antigua disposición, y traza que esta Ciudad acostumbra, por la parte inferior las barreras, y entre ellas dos toriles seguros, y bien dispuestos, sobre estas hazia lo alto primera y segunda lumbrera, cuyo techo servía de quarto asiento, en horden, para dar vista a la plaza; en este estrivadas, y afianzadas sobre puntales derechos se tendían cinco gradas que venían a ser quintos asientos, y siendo lo más eminente del tablado, crecía hasta ellas desde el suelo en diez y siete varas de altura, tan bello theatro, que aun en la pura madera, servía de apacible recreación a los ojos…».
Llegó el día 13 de febrero de 1773 —¡cifras fatalísimas!— y desde en la mañana se hizo el aseo y compostura del taurino circo, adornando los tablados de «ricas colgaduras, preciosas alcatifas y vistosos tafetanes». Poco después de medio día una inmensa muchedumbre invadió las lumbreras, «negociando a fuerza de reales los asientos», según las palabras del cronista; vestidos hombres y mujeres con los mejores trajes y engalanados con las más valiosas joyas.
«Bajó a su tablado por vna puerta o ventana desde su Real Palacio, el Excelentísimo Señor Duque de Linares, seguido de la Ilustre comitiva, que en tales casos haze lado a semejantes personas; ya a este tiempo estaban llenos los cosos de generosos brutos y valientes toros, de nobles castas y alcuña conocida, por ser todos de los Brabos; dieron las tres, y creciendo el fervoroso rumor de la gente, al sonoro aliento de los templados clarines, esperaban ansiosos el principio del certamen. Hizo seña el Alguacil de la guerra al torilero, que tan presto, como obediente abrió la puerta de el coso, y al punto de su obscuro vientre, como de nube preñada se abortó un rayo animado, que encendió colérico los relámpagos de sus ojos, formando en sus bramidos el trueno; no bien avia ollado la caliente arena el animado bruto, quando valiente quadrilla de rejoneros, y lijera tropa de toreadores de capa, acordonándole el sitio, le avian embarazado los pasos, provocábanle con señas, y sylvos, que atendía furioso, reportándose impaciente bramaba al estímulo de su enojo, y airado escarbava la arena, temerosas señas de sus mortales iras».[18]
Esta tarde lidiáronse catorce bichos; y las corridas continuaron por seis días, alternándose la del primero con las carreras de liebres, que eran perseguidas por perros; pero lo curioso del espectáculo de esa tarde fue, que al verse aquéllas rabiosamente acometidas por los canes, astutas y ligeras se arrojaron a la acequia o canal que había quedado, como dijimos, dentro del coso; percance que dejó burlados a los lebreles y produjo gran contento entre la chusma popular que asistía a la diversión. En fin, otro día se alternó la corrida con pelea de gallos, «Aves del Sol», como los llama el viejo cronista.
Para celebrar la toma de posesión de los virreyes, también se daban, como hemos dicho, corridas de toros. Espléndidas fueron las que se hicieron en la Plaza del Volador, en tiempo de Don José de Iturrigaray, para festejarlo por su ingreso al Gobierno de Nueva España.
«La tarde del 21 de febrero (1803) —dice D. Carlos María de Bustamante— se presentó un fenómeno, que aunque común, se hizo singular por las circunstancias que referiré. En el acto de partir la plaza los granaderos del Comercio, comenzó a ocultarse el sol que estaba eclipsando; obscurecióse casi de todo punto: multitud de gentes que no bajaban de doce mil personas, comenzaron a chispar con sus eslabones desde las lumbreras, tendido y demás asientos, lo que presentaba un aspecto sorprendente; mayor fue cuando comenzó a aclarar, semejante al crepúsculo de la mañana: entonces reapareció el sol brillante, como si saliera victorioso y ufano de un reñido combate: este tránsito de las tinieblas a la luz causó una sensación tan agradable como pudiera producir su aparición en la Noruega: todos comenzaron a felicitarlo con repetidos palmoteos: sonó la música de la tropa, ésta concluyó sus evoluciones, y comenzó la corrida de toros…».[19]
Mas ya el lector estará harto de ellas, y es preciso que vayamos a los mercados.
IV
El mercado primitivo
Volvamos algunos instantes a repasar los pasados siglos. El lugar en que combatían toros y gallos estaba en abandono completo, fangoso y sucio. Se le conocía con los nombres de la Plazuela de las Escuelas, Plazuela de la Universidad, porque ya por entonces se levantaba este edificio hacia la parte del Oriente; pero aquellos nombres no subsistieron y continuó siendo designado por Plaza del Volador.
Es muy probable que en el mismo sitio volviera a efectuarse el juego azteca, pues antiguos cronistas aseguran que los indios prosiguieron celebrándolo aún después de la Conquista. No falta quien afirme que hasta como costumbre idolátrica y supersticiosa, continuó entre los indígenas.
D. Cayetano de Cabrera y Quintero, en su obra Escudo de Armas de México, proporciona curiosos pormenores respecto a dicha idolatría y señala el lugar en que se graduaban los volatines.
«La escuela en que se recibe este grado —dice— por lo que mira a estos contornos, es una Cueva impenetrable (de que han sacado innumerables Ídolos, e Idólatras) en el Monte que dicen de Joco, o Ajuzco; donde ocurre el que se ha de graduar de Volador: llega hasta la entrada sin más compañía que su audacia: aparécele el Demonio varias veces: la primera a la boca de la Cueva en figura de un horrible Ethyope: otra a distancia, en la de un León, y la última en la de una Serpiente espantosa. En todas le rinde adoración, y él le halaga, propiamente para matar al que le adora».
Refiere el citado Cabrera, que en agosto de 1736 y en la Plazuela de San Juan, murieron nueve infelices por haberse «tronchado el Palo» del juego, lo que prueba que todavía en el siglo XVIII se acostumbraba la diversión que dio nombre a la plaza que historiamos.
Desde época remotísima comenzó ésta a servir de mercado. El 2 de enero de 1659, se ordenó que se trasladaran a la Plaza del Volador las panaderas, fruteras y tocineros que se hallaban diseminados en la plaza principal.
El sitio siguió así, sirviendo alternativamente de coso y de mercado; pero el ilustre e inolvidable Virrey, D. Juan Vicente de Güemes Pacheco de Padilla, segundo Conde de Revilla Gigedo, deseando despejar la plaza principal y aun el mismo patio del palacio, de los muchos e inmundos mercaderes que invadían estos lugares, resolvió construir de madera un mercado especial en la Plaza del Volador, con cajones de anverso y reverso y tinglados; aquéllos con ruedas para que se pudieran llevar de un punto a otro.
Al efecto, expidióse para éste y los otros mercados un Reglamento que lleva la fecha de 11 de noviembre de 1791.
«Se prevenía —habla el Sr. Orozco y Berra— que la Plaza del Volador era el mercado principal, que los cajones cerrados de 1 al 24 servirían para mantas, rebozos, cintas, sombreros, algodón, y otros efectos semejantes; del 25 al 48, dulces, fruta pasada y seca, bizcochos, quesos y mantequillas; del 49 al 72 fierro, cobre, herraje y mercería de nuevo y de viejo, excepto llaves y armas prohibidas; del 73 al 96, especias, semillas y otras cosas de esta naturaleza de los puestos fijos; del número 97 al 144, verduras, frutas y flores; del 145 al 168, carnes, aves vivas y muertas, pescado fresco y salado, y aguas compuestas como de chía y otras; del 169 al 192, loza, petates, jarcia, cueros curtidos y al pelo, zapatos, sillas de montar, etc. Los tinglados se destinaban para puestos movibles de los pobres y para vendimias en comestibles de todas clases, y por último, del número 194 al 205 y del 292 al 303, era para el maíz introducido por los indios. Las casillas de los extremos de los tinglados se destinaban para barberos, y en las que quedaran vacías se podría vender ropa hecha, nueva y vieja: no se consentían figones ni tampoco que se hiciera lumbre».
El 19 de enero de 1792 se estrenó el mercado, al cual se entraba por ocho puertas, cuatro situadas en las esquinas y cuatro en la mitad de cada lado. Los cajones de madera tuvieron de costo la suma de 34,307 pesos, y con lo gastado en empedrado, atarjeas, etc., importó toda la construcción la cantidad total de 44,000 pesos.
Al hablar de la inauguración del mercado, lo describe la Gaceta en los siguientes términos:
«Compónese por la parte exterior de noventa y seis caxones cerrados de madera, que hacen frente a uno de los costados del Real Palacio y calles de la Universidad, Porta Coeli y Flamencos, y por la interior de otros tantos puestos fixos situados a la espalda de aquellos, todos los quales pueden trasladarse a otro sitio en caso necesario. A más de los expresados, tiene otros ochenta puestos movibles en los tinglados que forman una segunda calle en el centro, y veinte y nueve casillas construidas a semejanza de los primeros puestos para los Barberos; y en el centro una Fuente dispuesta con tal artificio que solo ministre la agua necesaria al que ocurra a sacarla, para así evitar las conseqüencias de los derrames. Se ha asignado a cada clase de efectos, frutos y manufacturas su lugar respectivo para evitar confusión y facilitar el comercio diario; y para que en todo se observe un orden constante y se pueda ocurrir con prontitud al remedio de todo lo que lo exija, se ha de nombrar anualmente por Juez de dicho mercado a uno de los individuos del Excmo. Ayuntamiento, a fin de que asistiendo en él a las horas asignadas por mañana y tarde, pueda decidir verbalmente las qüestiones y quexas que se susciten, y en el caso de cometerse culpa digna de castigo, providenciar la aprehensión de los delinqüentes y su remisión a la Cárcel de la Diputación a disposición del Señor Corregidor. Se abren las puertas de dicho Mercado al amanecer: se ilumina todo el centro en las noches obscuras hasta la retreta, y a esta hora se cierra, quedando con la competente custodia».
Fácil es imaginarse el bullicio y animación que tendría aquel mercado primitivo. Todos los tipos coloniales, principalmente de las clases inferiores, se reunían allí. Los alegres estudiantes de la Universidad, con sus raídos manteos; los doctores, con sus borlas, y con su eterno entrecejo, los bedeles; los frailes dominicos, con sus hábitos blancos y sus capas negras; los barberos, de chupa y calzón corto, provistos de bacías, sanguijuelas y gallos amarrados a las estacas de las puertas; las indias de las pintorescas chinampas, que en canoas surcaban el canal para venir hasta el Colegio de Santos,[20] daban a aquel mercado un aspecto singular y característico.
Allí podían el filólogo y el etnógrafo estudiar las lenguas y las castas del país, con sus modismos especiales y sus diferentes colores y estaturas. Allí estaban el español, el criollo, el indio, el mestizo, el negro, el mulato, el coyote, el chanizo, el morisco, el alvino, el tornatrás, el tente en el aire, el lobo, el abarazado, el barcino y el chino cambujo; cada uno con su caló, su traje y su fisonomía distintos, vendiendo o comprando las cosas de su afición o gusto.
¡Qué multitud aquella tan abigarrada! ¡Qué estrujones, qué gritos tan especiales para pregonar las mercancías! Todos los frutos nacidos o trasplantados en la tierra, los géneros importados o tejidos en el país; todas las industrias que escapaban a la suspicacia del gobierno colonial o que no estancaba el monopolio, todos se encontraban allí, en cajones y tinglados. La vista sentíase fatigada con tanta diversidad de objetos; los oídos se ensordecían con los pregones en lenguas adulteradas y corrompidas, y el visitante concluía por separarse de aquel sitio sofocado por el calor y los olores nada gratos de la muchedumbre, para volver al siguiente día al mismo bullicio y a la misma brega.
Pero nos divagamos. Una de las aceras de cajones de aquel mercado primitivo fue presa de un incendio, a las nueve y tres cuartos de la noche del 9 de octubre de 1793, incidente que, unido a que en noviembre de 1798 fueron trasladados los puestos y mercaderes al cementerio de la Catedral (con el objeto de dar corridas de toros para las fiestas celebradas en el recibimiento del Virrey, D. Miguel José de Azanza), contribuyó no poco a que el citado mercado perdiese mucho de su vida y movimiento anteriores.
Empero, con corridas y todo, el comercio continuó efectuándose en la Plaza del Volador, hasta verse sustituidos los puestos portátiles de madera, con un edificio de sólida manipostería.
V
El nuevo mercado
Hemos llegado a los tiempos modernos de la historia de la Plaza del Volador, y aunque suponemos que el lector estará cansado de seguirnos, reclamamos todavía su atención para que nos acompañe hasta concluir esta ya larga y pesada crónica.
Consumada la Independencia, el terreno continuó como propiedad del Duque de Monteleone, uno de los últimos herederos de los bienes del Conquistador; pero en 1837 resolvió comprárselo el Ayuntamiento para edificar un nuevo mercado, y lo adquirió en la cantidad de 32,000 pesos, midiendo la plazuela, al decir del arquitecto de la ciudad, 104 varas de Norte a Sur, y 118½ de Este a Oeste.
Para construir el moderno mercado, se presentó el 30 de abril de 1841, D. José Rafael Oropeza, y discutidas sus proposiciones en el seno de la Corporación Municipal, se admitieron después de los trámites de estilo y de convenir en que se levantaría el edificio en vista de los planos del arquitecto y director D. Lorenzo de la Hidalga. El Ciudadano General D. Antonio López de Santa-Anna, entonces Presidente provisional de la República, expidió el decreto fechado a 16 de diciembre de 1841, en el cual aprobaba el proyecto de Oropeza, y se comenzó la obra el 31 del mismo mes y año, día en que se puso la primera piedra.
El Sr. D. Enrique de Olavarría y Ferrari, publicó en El Nacional un curioso e interesante artículo relativo a la solemnidad, basado en la relación que insertó el Diario del Gobierno, correspondiente al 1.º de enero de 1842; y como los pormenores se perderían si extractáramos dicha relación, nos vamos a permitir copiar los siguientes párrafos:
«Después de las cuatro y media de la tarde de ayer —dice el citado Diario— se ha colocado la primera piedra en los cimientos de la construcción de la nueva plaza del mercado, que va a elevarse en la llamada del Volador de esta capital, conforme al decreto de la materia.
»El Excmo. Señor Presidente se dirigió al lugar donde se hallaban las excavaciones para la fundación, frente a la Universidad Nacional, precedido del Excmo. Ayuntamiento bajo de mazas, y el señor Prefecto del Centro, el Claustro de Doctores y los Colegios, las comunidades religiosas, el Cabildo eclesiástico y el Illmo. Señor Arzobispo, la Excma. Junta y el Excmo. Señor Gobernador del Departamento, y los señores Generales, Jefes y oficiales de la Guarnición, con otras corporaciones y empleados, y la más numerosa y brillante concurrencia, cerrando la marcha los cuatro Secretarios del Despacho y el señor Presidente.
»Desde mucho antes se hallaba preparado un espacioso salón provisional sostenido por tres órdenes de hermosas columnas con airosas galeras y cortinaje, en cuya cabecera se situaron, bajo un dosel de terciopelo encarnado con flecos y galones de oro, las sillas para el Supremo Gobierno: al frente se veía el retrato del mismo señor Presidente, que se hallaba siempre en el Salón del Cabildo del Excmo. Ayuntamiento, y a un lado estaba dispuesto el lugar donde debía sentarse la primera piedra».
Ocupados los asientos por la concurrencia, dirigieron la palabra al Presidente D. Antonio López de Santa-Anna, el Síndico del Ayuntamiento, Lic. D. Manuel García Aguirre, y el contratista de la obra, Oropeza, en dos discursos llenos de frases aduladoras, que deben haber dejado satisfecho al Excelentísimo General.
«Tan luego como concluyó de hablar el Empresario —prosigue el mismo periódico—, presentó al Excmo. señor Presidente una pequeña caja de zinc, donde S. E. fue depositando las medallas y monedas destinadas para formar el tesoro o depósito de la nueva construcción.
»Las primeras fueron dos medallas de plata mandadas acuñar con este objeto en módulo mayor, con la siguiente inscripción latina:
»Anverso:
ET LIBERTATIS ET DECORIS PATRIAE FUNDAMENTA POSUIT
»Reverso:
SUPREMUS MILITIAE REIPUBLICAEQUE DUX ANTONIUS LOPEZ DE SANTA ANNA. ANNO MDCCCXLI.
»Traducción:
»Puso los fundamentos de la libertad y del ornamento de la patria el ilustre General Presidente de la República Antonio López de Santa-Anna. Año de 1841».
«Entre las medallas antiguas mexicanas de oro, plata y cobre, había algunas de fines del siglo pasado y principios del presente; la de plata de la proclamación augusta de la Independencia Nacional y algunas del Sr. Iturbide, y todas las monedas corrientes, desde la onza de oro mexicana hasta la nueva moneda de cobre.[21]
»Colocó también S. E. un calendario, las Bases del Plan regenerador de Tacubaya, el decreto de convocatoria al próximo Congreso Constituyente y el que manda edificar el nuevo Mercado. Cerrada la caja, se colocó en otra de madera, cuya llave se entregó a S. E., y colocada en el hueco de la piedra de mármol labrada para este objeto, el Señor Presidente recibió una cuchara de albañil, de plata, de manos del arquitecto encargado de la obra, D. Lorenzo de la Hidalga, que estaba acompañado de otros dos maestros de obras. De una cubeta de caoba que contenía finísima mezcla, tomó después S. E. la suficiente para sentar la piedra, y con un hermoso pichel de plata derramó encima agua, y en seguida se sentó la piedra, permaneciendo enfrente de ella hasta que se niveló y macizó. Volvió después con los Excmos. Señores Secretarios del Despacho, el Excmo. Cuerpo Municipal y séquito de su acompañamiento, que le había asistido durante la ceremonia hasta su asiento».
Acto continuo habló en nombre del Presidente, el Secretario de Guerra, D. José María Tornel, manifestando al Ayuntamiento y al pueblo mexicano, la satisfacción que S. E. tenía en colocar la primera piedra del Mercado del Volador.[22]
«Terminada esta solemnidad, concluye el Diario, la concurrencia volvió al Palacio en el mismo orden en que había salido. Una compañía de granaderos que estaba en el local hizo los honores a S. E. y otra de caballería cerraba la retaguardia; una música militar tocó selectas piezas en los intermedios y a la salida, y repiques a vuelo anunciaron la del Presidente, el acto de poner la piedra, y la terminación de la solemne ceremonia. Esto se ha verificado en medio de una concurrencia numerosísima, llena toda de satisfacción y de gratitud al Excelentísimo Señor Presidente, por mirar realizados los antiguos y reiterados deseos de la población de México, que va a ver sustituida una construcción mezquina, inmunda, desagradable, tan expuesta al incendio y que tanto afeaba un lugar de los más principales, con un mercado sólido, elegante, hermoso, digno de los otros edificios públicos que embellecen esta ciudad, y propio de la civilización del siglo en que vivimos».
El mercado completamente acabado no se entregó sino hasta fines de enero de 1844, pues si bien es cierto que se habían comprometido a concluir al terminar el año de 1843, «se concedió esta prórroga —dice el Sr. Orozco— por los días que paró la obra a consecuencia de haberse hecho allí el paseo del día de todos santos el mismo año de 43». Es preciso advertir, sin embargo, que los cajones se arrendaban a medida que eran entregados.
La plaza —según el mencionado historiador—, formaba un paralelogramo: los lados mayores corrían de Este a Oeste y los menores de Norte a Sur. Cada lado tenía una entrada defendida con rejas de hierro. Los cajones corrían por todo el perímetro, interior y exteriormente. Cada uno tenía una o dos puertas que correspondían a las ventanas con rejas del segundo piso, que servía para bodegas de mercancías o habitaciones. Todo el edificio contenía ciento cuatro puertas y otras tantas ventanas, «quedando veintiocho en los frentes más largos, y veinticuatro en los menores, la mitad a cada lado de las entradas principales».
La parte interior estaba dividida en calles con tinglados y puestos, y en el centro se erguía una columna con la estatua del general Santa-Anna.
La estatua se había colocado allí con algunos días de anticipación; pero fue inaugurada el 13 de junio de 1844, aniversario del natalicio de Santa-Anna. La descubrió D. Valentín Canalizo, quien pronunció un discurso contestación a otro de D. José Rafael Oropeza. En el acto de levantar el velo se hizo una salva de artillería, y una triple descarga de fusiles por una compañía de granaderos de la guardia de Supremos Poderes. La ceremonia se verificó entre doce y una y media de la tarde. El lugar estuvo adornado con franjas, banderas y flores, y asistió selecta concurrencia.
La estatua era de bronce dorado. Representaba al héroe de Tampico con su traje de general, provisto de condecoraciones y cruces, en pie, y con la diestra señalando hacia el Norte. En el pedestal había dos inscripciones.
La del lado de Palacio decía:
Al ilustre y benemérito General Santa-Anna, cuyas glorias son las de la patria.
Su memoria vivirá con la de la Independencia y la de la Libertad, el orden y el progreso nacional.
La del lado de Porta Coeli rezaba:
A su amor patrio y a su celo administrativo debe México el embellecimiento de sus poblaciones.
Los laureles que ha recogido en sus victorias coronan los monumentos que la gratitud pública le erige sobre estas obras.[23]
No duró mucho tiempo la estatua sobre su pedestal. El 6 de diciembre del mismo año de 1844, el pueblo se encontraba lleno de la mayor excitación. Hizo pedazos la efigie de yeso de Santa-Anna que se hallaba en el Teatro Nacional, destruyó el monumento sepulcral que contenía la pierna que se le había amputado al dictador después de la victoria de Veracruz, obtenida sobre los franceses, y arrastró frenético por las calles el miembro mutilado. Se temió que sucediera lo mismo con la estatua del Volador, y en la noche se la bajó del pedestal para encerrarla en sitio seguro.[24] Los albañiles que ejecutaban esta operación fueron rodeados de tropa, y como un lépero arrojase a uno de los soldados una piedra, éste tuvo que disparar, matando a una pobre mujer y a un niño. La estatua, arrumbada en una cochera de Palacio, no volvió a colocarse sino hasta por los años de 1852; pero a la caída del General Santa-Anna, la tuvo que enterrar D. Luciano González, empleado del Fiel Contraste, para salvarla de las iras populares. Calmadas éstas, se sacó de allí y no sabemos su último paradero.
Mas es preciso terminar nuestra prolija historia. El Mercado del Volador sufrió un voraz incendio la noche del 17 de marzo de 1870, y algún otro, aunque insignificante, hace pocos años. En sesión celebrada por el Ayuntamiento el 11 de febrero de 1890, se presentó un proyecto para reformar el Mercado y adaptarlo a otra clase de comercio y establecimientos, es decir, a un bazar. A consecuencia de dicho proyecto el Mercado se clausuró el 15 del mismo mes y año. Entretanto se destinó últimamente el local a la venta de los objetos usados que se realizaban los domingos en los portales del Coliseo, de la Fruta, de Agustinos y Puente de Palacio y al comercio especial de las temporadas de Todos Santos y Navidad.
El proyecto para construir un bazar en el ex Mercado del Volador se aprobó el 23 de octubre de 1891; fue formado por el Director de Obras Públicas, Sr. Torres Torija; se calculó el costo en 400,000 pesos y se comenzaron las obras el 16 de noviembre del propio año, y sólo se construyó el edificio de la esquina NO. que fue demolido juntamente con el resto de las construcciones del Mercado, y en su lugar se plantó un jardín que a fines del año de 1935 se quitó para levantar el Palacio de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y algunas oficinas judiciales.
Otras tres construcciones semejantes a la que se edificó en aquella esquina, atravesadas por dos calles centrales cruzadas en medio y cubiertas por cobertizos de cristal; y cuatro patios con jardines en el centro de cada uno de los edificios de los ángulos; tal era, en resumen, el proyecto que se proponía realizar el Sr. Torres Torija.
El cronista de los tiempos viejos se eclipsa ahora y cede la pluma al activo reportero del siglo de las luces.
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