La indumentaria colonial
Pintoresca y abigarrada por su diversidad de trajes era la multitud de gente que transitaba por las calles de la Muy Noble y Muy Leal Ciudad de México, Capital y asiento del virreinato de la Nueva España.
La miseria y la opulencia, descubriendo la una su desnudez entre los harapos de trajes usados o haciendo ostentación la otra en la riqueza y lujo de sus vestidos.
En el siglo XVI los indios vencidos ofrecían por las calles el curioso espectáculo de ir, unos, vestidos con su antigua indumentaria, sin sombreros, y otros, ya con los trajes españoles que se habían mandado hacer los ricos caciques y las indias nobles. Al lado de ellos, los conquistadores pobres con sus capas y vestimentas raídas, y los conquistadores poderosos y los afortunados encomenderos con ropas de terciopelo, cadenas y hebillas de plata u oro o con armaduras de repujado acero en los días de gala o de alardes y revistas.
Todavía entonces los obispos vestían humildes hábitos de frailes, calzaban sandalias y caminaban a pie o en mulas. Los frailes presentaban también modestia en sus hábitos, pero daban nota de variados matices por el color, en las calles y en las plazas, según la Orden a que pertenecían.
En los siglos XVII y XVIII, la miseria y desnudez de criollos arruinados y de indios y castas envilecidas por la esclavitud o por los vicios, arrastraban sus hilachas por las calles y dejaban ver sus carnes sucias y morenas. En cambio, altivas pasaban junto de ellos las negras esclavas, deslumbrando por sus sedas y joyas; y por en medio de las rúas rodaban las carrozas ostentosas, llevando dentro, con diversos atavíos y ropas, damas encopetadas, canónigos estirados, oidores desdeñosos, virreyes venerados o tiranos, y obispos y arzobispos, ya por estos tiempos, aunque no todos, de capas y mitras deslumbrantes por sus valiosos bordados de oro y pedrería.
I
La historia de la indumentaria colonial, es asunto variadísimo y pintoresco, que podría formar un libro de amena lectura y de ilustración profusa.
Los reyes de España, para sus dominios peninsulares y de ultramar, expidieron Cédulas, Reales Provisionales y Pragmáticas que fijaban los trajes y joyas que habían de portar sus vasallos, a fin de refrenar el lujo que desplegaban y el derroche que hacían éstos cuando abundaban las riquezas y sobraba la vanidad.
No poca es la documentación escrita y pictórica que, relativamente a esta materia, tenemos en obras impresas, en manuscritos, en colecciones de cuadros y de láminas que se conservan en los museos.
Los trajes de los conquistadores, los podemos ver y estudiar en el famoso «Lienzo de Tlaxcala», en el que los indios aliados pintaron con mucha exactitud y colores los vestidos, sombreros, armaduras y arneses de los hombres, mujeres y caballos de los castellanos, con una minuciosidad que admira por la observación conque reprodujeron lo que ante sus ojos tenían.
Para no citar lo que permanece aún inédito, mencionaremos el precioso «Códice Kingsborough», o sea el memorial de los indios de Tepetlaztoc, publicado en Madrid, por el Sr. Francisco del Paso y Troncoso, que reproduce admirablemente algunos de los trajes usados, hacia la primera mitad del siglo XVI, por los oficiales reales y sus sirvientes, así como muchas de las joyas indígenas que tan artísticamente labraban los conquistados.
De esta primera mitad del siglo mencionado y de años inmediatos, debemos recordar el valioso «Códice de Osuna», o sea la Pintura del Gobernador, Alcaldes y Regidores, publicado también en Madrid, en 1871, anónimo y en edición de cien ejemplares numerados, que contiene los trajes de los Oidores y de sus esposas; y el curioso «Códice Sierra», o sea el fragmento de una pintura de gastos del pueblo de Santa Catarina Texupan (Mixteca baja, Edo. de Oaxaca), publicado aquí en México el año de 1906 por el Dr. D. Nicolás León, en el que pueden verse trajes seglares y religiosos usados en esa región durante los años de 1550 y 1554.
El interesante y hasta ahora no bien estudiado Plano de la Ciudad y Valle de México de mediados del siglo XVI, que formó el célebre cosmógrafo Alonso de Santa Cruz, proporciona materia para el estudio de los trajes de los primeros pobladores hispanos de aquella centuria.
En todos estos Códices pueden examinarse en detalles los vestidos que todavía perduraban de los que habían usado los indios en su gentilidad, y que poco a poco fueron desapareciendo, por la costumbre y aun por haberlos prohibido algunas leyes, pues no sólo a los indios sino a sus descendientes y castas alcanzaron estas prohibiciones como consta por la Ordenanza de 31 de julio de 1582, en la que se prevenía «que ninguna mestiza, mulata o negra ande vestida en hábito de india, sino de española, so pena de ser presa, y que se le den cien azotes públicamente por las calles, y pague de pena cuatro reales al alguacil que la aprehendiere; y que esto no se entienda con las mestizas, mulatas y negras que fueren casadas con indios». (Montemayor y Beleña, Recopilación sumaria de todos los autos acordados de la Real Audiencia y Sala del crimen de esta Nueva España, etc., México, 1778, tomo primero, pág. 11).
No obstante la excepción hecha en la Ordenanza de 1582 el traje español predominó en negros, indios, mulatos, mestizos y sus castas hasta el siglo XVIII, como puede verse en un antiguo lienzo y en una serie de pinturas que representan estos tipos, publicada esta última en los «Anales del Museo Nacional de México», y en otras colecciones de cuadritos, en tela o en lámina, que conservan en su poder particulares y museos, tanto en México como en el extranjero, y que era muy frecuente pintar en los tiempos coloniales.
La indumentaria mexicana, desde la época de la conquista hasta la consumación de la independencia y retratos de conquistadores, oidores, virreyes, gobernadores, empleados del virreinato, misioneros, frailes, obispos, doctores de la Universidad, colegiales, etc., se hallan representados con sus propios trajes de civiles y religiosos, y se pueden ver en muchos cuadros.
Esta documentación se completa con la hermosa galería de retratos de los virreyes de la Nueva España, que se exhibe en nuestro Museo Nacional y la colección del Ayuntamiento, que en algunos retratos supera a la del Museo; con otras dos colecciones de retratos de los arzobispos de México, que se guardan respectivamente en las salas Capitular y de juntas de la Archicofradía del Santísimo de la Catedral; con las cromolitografías publicadas en el tomo segundo de México a Través de los Siglos, que reproducen con minuciosidad y color los hábitos religiosos de los frailes y monjas de la época colonial y con un cuadro de grandes dimensiones, que fue propiedad del rico coleccionista guanajuatense D. Ramón Alcázar, y que es una curiosísima reproducción de la gran plaza de la ciudad de México, en la que figuran toda clase de tipos del siglo XVIII con sus trajes propios.
La colección de virreyes, aunque de medio cuerpo, permite reconstruir todos sus trajes, escudos, condecoraciones, peinados y sombreros. Los que gobernaron durante los siglos XVI y XVII, llevan los sencillos vestidos usados por ellos a la moda de las Cortes de la Casa de Austria, compuesto en su mayoría de jubones, calzas, gregüescos, calzón corto, medias, zapatillas, capas y ferreruelos, ostentando en sus pechos las cruces de Santiago. Los que gobernaron en el curso del siglo XVIII, visten a la moda francesa, introducida en España por la Casa de Borbón, consistente en grandes casacas y chupas muy bordadas, y medias y calzón corto y chinelas con hebillas. En fin, los que gobernaron después de la invasión napoleónica, llevan los trajes de capitanes generales.
En tocados, cuellos y peinados, la galería nos ofrece variados modelos. Hernán Cortés está revestido de armadura a lo Carlos V. D. Antonio de Mendoza y D. Luis de Velasco, el primero, cubren sus cabezas con boinas o gorras de la época, están barbados, y con cuellos encarrujados. D. Gastón de Peralta, lleva fieltro de alta copa, y D. Martín Enríquez una especie de bonete eclesiástico. Es raro el sombrero de D. Lorenzo Suárez de Mendoza, único en su género y que marca la transición entre el sombrero de copa y las antiguas boinas, y en su cuello ya aparece la gorguera, aunque de moderadas dimensiones. Desde el caballeroso D. Luis de Velasco, el segundo, hasta el ceñudo Marqués de Gelves, todos portan altos sombreros de copa encarrujada y con toquillas y gorgueras almidonadas, que llegan a alcanzar desmesuradas dimensiones en el Marqués de Montes Claros. Los marqueses de Cerralvo y de Cadereyta inician los fieltros de copa moderada y de anchas alas con toquillas y hebillas de metal a la siniestra, e inician también los cuellos lisos anchos. Desde el Duque de Escalona hasta el Duque de Alburquerque, llevan cabelleras largas, unos lacias, otros ligeramente rizadas, y el Conde de Gelves gran peluca, como precursora de las que se habían de usar pocos años después. Casi todos estos gobernantes de las grandes cabelleras, se ven afeitados, uno u otro, con bozos o bigotes y perillas, que recuerdan a Quevedo, y visten trajes más o menos lujosos de las épocas de los Felipes o de Carlos el Hechizado.
El Duque de Linares, el Marqués de Valero y el de Casa Fuerte, llevan grandes pelucones a la Luis XIV y Luis XV, pero desde el Duque de la Conquista comienzan las pelucas y peluquines, los bucles y las coletas y aun los peinados con el cabello natural, y los trajes cuajados de bordados y condecoraciones, y con grandes bandas, hasta ser verdaderamente ostentosa por sus bordaduras la casaca de D. Miguel José de Azanza. Iturrigaray y los que le sucedieron portan uniformes militares y sólo el virrey Venegas lleva peinado de «furia».
Las dos colecciones de arzobispos de la Catedral se distinguen por reproducir los hábitos y trajes talares de cada uno de los prelados, principalmente la de la Sala de la Archicofradía del Santísimo, pues en ella, aparte de ser de cuerpo entero, las figuras son de gran mérito artístico, por los pinceles que las pintaron y por la vida que las anima, entre otras la del seráfico Zumárraga, la del dominico García Guerra, la del agustino Payo de Rivera y la del escuálido y cadavérico benedictino Lanciego y Eguilaz.
Las cromolitografías de México a Través de los Siglos, ejecutadas por el modesto artista catalán R. Cantó, son una fiel copia de los hábitos religiosos que mandó hacer exprofeso el general D. Vicente Riva Palacio para que, vestidos con ellos varios individuos y agrupados convenientemente, les tomase del natural el mencionado artista.
En la primera cromolitografía figuran un benedictino, con su hábito negro; un cosmita o descalzo viejo, con su hábito blanco y cerquillo; un congregante de San Vicente de Paúl, de negro, con sombrero acanalado; un fernandino (Propaganda fide) de café oscuro con cerquillo; un juanino, con hábito semejante; un lego franciscano, de azul con sombrero redondo, alforja al hombro y una alcancía en la mano; un hermano de la caridad, después hipólito, de gris con cerquillo; un dieguino de café con cerquillo; un agustino de negro con cerquillo; un franciscano de azul con cerquillo (debiendo advertirse que primitivamente los frailes de esta Orden usaban hábitos pardos, pero habiéndose acabado, tuvieron que rehacerlos y teñirlos de azul y continuar aquí en la Nueva España vistiéndose de ese color); un dominico, de blanco y capa negra y cerquillo; un betlemita, de café oscuro, con el escudo de su Orden en el lado izquierdo de la capa, y sombrero; un mercedario, de blanco, cruz roja en el escapulario y cerquillo; un carmelita, de café y cerquillo; y aunque no aparece la capa blanca, fue costumbre que la usaran los frailes de esta Orden; un camilo, o padre agonizante, de azul, cruz roja en el lado derecho del pecho y de la capa, con sombrero acanalado; un antonino, de azul con cruz del mismo color más claro, en el hombro izquierdo y calada la capucha; un congregante de San Felipe Neri, de negro, con sombrero acanalado; y un jesuita, de negro, con bonete de picos encorvados.
La segunda cromolitografía representa a cada una de las monjas con sus hábitos, tocas y escapularios; con los colores propios de las Órdenes similares de frailes cuyas reglas seguían; así, en las concepcionistas se nota el color azul, en las dominicas el negro, en las carmelitas el café; y órdenes en que profesaron, y que no tuvieron representantes masculinos en México.
Cifra y compendio de todos los trajes usados por hombres y mujeres en el último tercio del siglo XVIII, es el cuadro que perteneció al Sr. Alcázar. En él se agrupan y pueden examinarse los vestidos de todas las clases sociales de la Nueva España militares y civiles, religiosas y populares, desde el erguido virrey hasta el atento alabardero, desde la dama linajuda hasta la mujer humilde; desde el caballero orgulloso hasta el lépero timador.
II
Para confeccionar los trajes de la multiforme y policroma indumentaria colonial, hacer los sombreros, los zapatos, las pelucas y los peinados, se empleaban infinidad de maestros, oficiales y aprendices, quienes formaban asociaciones que llamaban gremios, por lo que se refería a las artes u oficios que se ejercían, y cofradías, por lo concerniente al culto religioso que tributaban a los santos bajo cuyo amparo trabajaban.
Los gremios fueron a modo de los sindicatos modernos, exclusivistas, intransigentes; no dejaban ejercer su arte u oficio a individuos que no perteneciesen a sus agrupaciones, que llegaban a constituir verdaderas tiranías, tanto para los artesanos como para el público, pues imponían a su antojo precios y modas, al grado que las autoridades tuvieron que intervenir, nombrando alcaldes y veedores, a fin de vigilar que se cumpliese lo prevenido en los aranceles y ordenanzas que hubo que expedir con este objeto.
A la vez que los tales gremios ejercían un monopolio perjudicial para los compradores, eran una rémora para el progreso de las artes y oficios que estancaban y una servidumbre para los aprendices, que servían gratis a los maestros durante el aprendizaje, barriéndoles los talleres, haciéndoles mandados y empleándose en otras tareas poco honestas e indecorosas.
Ya con los conquistadores vinieron a la Nueva España los primeros sastres, y el ingenuo y puntual cronista Bernal Díaz del Castillo nos conservó los nombres de algunos de ellos. Dice que con Hernán Cortés vino Juan Brisca, sastre; con Pánfilo de Narváez vinieron un tal Martín, o Martín Méndez, como le llamaban otros; Álvaro Gallego, Pedro Hernández, Francisco Pérez de Sevilla y Juan Pérez, sastres; y Pedro Nájera Moreno, zapatero; y con Ponce de León, Francisco Comillen, calcetero; fuera de otros que no pertenecían al arte de la indumentaria ahora única en este artículo.
De antaño estaban, sin duda, constituidos en la ciudad de México los sastres en gremios, pues en el Acta del Cabildo celebrado a 5 de enero de 1526, consta que «a pedimento de Francisco de Olmos e Juan del Castillo, sastres e alcaldes del dicho oficio, los dichos señores justicias e regidores, los eligieron de nuevo por alcaldes, e les dieron poder e facultad para usar el dicho oficio e para que puedan poner pena e penas e las executar en los oficiales, que sin ser examinados ante ellos pusieren tiendas para usar los dichos oficios».
Pronto también, instituyeron su Cofradía, porque en el Acta de 9 de enero del mismo año, se lee: «Este dicho día de pedimento de Francisco de Olmos e Juan del Castillo, Alcaldes de los Sastres de esta Ciudad, los dichos Señores les hicieren merced de los dos solares que son en esta Cibdad en la calle que va de las Atarazanas, fuera de la traza, para en que dixeron que querían hacer una hermita de la adbocación, del Señor San Cosme e San Damián e San Amaro, e un Espital a su costa, donde se alberguen pobres e miserables personas que tuviesen necesidad, e para de donde saliesen sus oficios el día del Corpus-Cristi, los quales dichos solares dixeron que les daban e dieron sin perjuicio de tercero, con tanto en que empiecen luego a poner por obra la dicha hermita e ospital, e les mandaron dar el título de ellos en forma».
La construcción de la ermita, se puso en obra a 23 del propio mes y año, y andando el tiempo se convirtió en la iglesia de la Santísima Trinidad, y el hospital, en el de sacerdotes dementes, estableciéndose ahí además la cofradía de S. Pedro y la de los Trinitarios, que salían en las procesiones de la Semana Santa.
Las primeras ordenanzas formales que se dieron por la Nobilísima Ciudad de México, relativas a los calceteros, jubeteros y sastres, fueron expedidas el 25 de febrero de 1590, y confirmadas por el virrey don Luis de Velasco, el segundo, a 16 de julio de dicho año.
El texto de estas ordenanzas, prevenían la siguiente: «Que ninguno se pueda examinar de sastre, jubetero y calcetero sin precedente información de haber estado cuatro años de aprendiz en casa de oficial trabajando, pena de diez pesos a los veedores, para gastos de la Cofradía que tiene en la Santísima Trinidad.
»Que el que hubiese de examinarse, sea de una capa, sayo o ropilla u otra cualesquier cosa, y sepa las varas que entran, y lo que hay fraude, y le diferencien por todos tamaños y señal y el que esto no supiere, no se le dé Carta de examen.
»Que el que se examine sea de una lova, capuz, capocete, ropilla, ropa de levantar, herreruelo, balandrán y otras que se usasen; y den cuenta de las varas en paño, seda; y señale, corte y cosa, y el que no supiere que no se le dé Carta de examen.
»Que dé cuenta de una ropa francesa el letrado, de paño y de cualquiera seda y la señale.
»Que dé cuenta y señale ropa de mujer basquiña, faldellín, refajo, conforme se usare en paño u otra cualquier seda.
»Que dé cuenta, y señale saya grande, de seda o tela, con falda, y en todos tamaños, y basquiña y faldellín francés.
»Que dé cuenta, y señale saya grande, de seda o damasco, u otra tela que tenga labores, siendo labores encontradas, flores arriba y las sedas al lustre y no al través.
»Que señale y dé cuenta de una sotana, manteo de todos tamaños, media sotana de paño y cualquiera otra seda.
»Que se le pidan todos los géneros de jubones y demás ropas, coletos en cuatro mangas, faldillas y también un jubón de hombre, de labores y sin labores de mangas de armas y francesa, y lo mismo de mujer.
»Que el jubetero se examine, pidiéndole señale y dé cuenta de todos los jubones conforme a los usos; de lino, de sedas y telas.
»Que el calcetero se examine en todo género de calcetas, calzas de seda, brocado, terciopelo, etc., y conste haber trabajado en esto, y dé razón y cuenta en todo género de paño y sedas.
»Que al sastre, calcetero y jubetero, los veedores les pidan todas las demás ropas que quisieren, especialmente las del uso que cada día se están mudando.
»Que antes del examen, los veedores hagan juramento de no estar rogados, y después del examen, hagan también el juramento de haberlo hecho en forma según conciencia.
»Que no tengan tienda los que no fuesen examinados en esta Ciudad, o en Ciudad cabecera del Reino, porque muchos se van examinando a la Puebla donde no hay tanto uso de vestidos, so la dicha pena, de los que usan oficios sin ser examinados.
»Que en los exámenes se lleve, en el de sastre, quince pesos; en el de calcetero, doce pesos, y en el de jubetero, doce pesos, pues durando seis días y en esos días pierden su trabajo los veedores, los seis pesos para la Cofradía».
Las anteriores ordenanzas las hemos copiado de un curioso libro manuscrito, que existe en nuestro poder, y se intitula: «Compendio de los tres tomos de la compilación nueva de las ordenanzas de la M. Noble Insigne y Muy Leal e Imperial Ciudad de México. Hízolo el Lic. D. Francisco de el Barrio Lorenzot, Abogado de la Real Audiencia y Contador de la misma, N. C.».
Semejantes a las ordenanzas de los sastres, jubeteros y calceteros, inserta el Lic. Lorenzot otras relativas a los sombrereros, boneteros, chapineros y zapateros; variando sólo el número de los años de aprendizaje, la cuantía de las penas, que a veces se trocaban de pecuniarias en corporales, cuando, por ejemplo, los sombrereros porfiaban en cambiar las marcas de sus tiendas por las de otras, o relujaban sombreros viejos o usados.
Poseemos también el original manuscrito de la cuenta o factura de un sastre del siglo XVIII, y es oportuno trasladarla aquí, para que se tenga idea de lo que importaba la hechura y compostura de algunas piezas de ropa en aquella época. Dice así: (Véase la página siguiente.)
A medida que las modas francesas predominaron en los trajes usados en los siglos XVII y XVIII, los sastres tuvieron como colaboradores en la indumentaria colonial a los barberos y peluqueros, a los sombrereros y peluqueros, a los sombrereros y a los bordadores, para completar la confección de los vestidos.
Como la moda relegó casi al olvido barbas, bigotes y cabelleras naturales, los barberos afeitaban los rostros y rapaban las cabezas, y los peluqueros hacían pelucas y peluquines y trenzaban las coletas.
Los sombrereros no sólo fabricaban fieltros y sombreros de copa, sino chambergos y tricornios, con plumas más o menos airosas, y los adornaban con hebillas incrustadas de piedras preciosas y los ribeteaban con galones sencillos u ostentosos.
Las casacas y casacones, la chupa y el calzón corto, requerían labor de bordadores, pues estaban aquellas cuajadas de bordados de seda, plata u oro.
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Pero el trabajo de los sastres superaba a todos. Confeccionaban ellos los vestidos de hombres y mujeres; las togas y garnachas de los oidores; las sotanas y capas de los clérigos; los trajes talares y mantos de los obispos y arzobispos; los mantos y becas de los colegiales; las ínfulas y capelos de los doctores y los uniformes de los pajes, lacayos, cocheros y militares de la servidumbre y del ejército del virreinato.
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