Los puentes de las calles

I

La ciudad colonial conservó o reconstruyó con el tiempo los puentes que en la ciudad indígena, como después en la española, servían para el tránsito interior y la comunicación exterior con los pueblos de los alrededores.

Los puentes en la ciudad azteca fueron casi todos de madera y muchos de ellos continuaron así en los primeros tiempos de la dominación hispánica, hasta que se construyeron los de piedra sobre vigas o de bóvedas.

En la época de la conquista muchas fueron las luchas que en ellos sostuvieron combatientes españoles e indígenas, principalmente en los que atravesaban las cortaduras de la calzada de Tacuba, que recuerdan la memorable derrota de la Noche Triste.

El buen Bernal Díaz del Castillo, cuando pasados muchos años recordaba en su pintoresca Historia los nombres de cada una de las víctimas de aquella jornada lamentable, siempre decía: «Murió en las puentes».

Y no sólo en la Noche Triste, sino en otras acciones, los puentes fueron teatro de heroicas y reñidas bregas, como la que sostuvo Diego Valdés en uno de ellos para defenderlo y contener así el paso de los innumerables indios guerreros que lo acosaban tenazmente desde las canoas.

Memorable fue también la toma del puente que conducía a una de las puertas del Palacio o Casa de Moctecuhzoma, como se le llamaba entonces a esa residencia real. Recogidos muchos principales indios guerreros en dicha casa para hacerse fuertes contra de los españoles que la sitiaron en su costado sur, «había una acequia, y en ella, de un cabo a otro, una viga de anchor de palmo e medio, la cual estaba ardiendo a grandes llamas, y de la otra parte estaba un patio grande, adonde había mucha gente de guerra para defensa de la casa, y queriendo los españoles acombatilla, llegó allí Juan González de León, con una dalla y una rodela, e con ánimo determinado se arrojó por la dicha viga ardiendo, y pasó a la otra parte el primero de todos y se metió entre los dichos indios que defendían la entrada, y los desvió de allí buen rato hasta que tuvieron lugar los otros españoles que con él estaban, de entrar seguramente, y les tomaron la dicha casa…».[29]

Tal hazaña y otras de Juan González de León, valieron a su hijo, Diego Ordaz de León, que en 1558 le concedieran un escudo en que estaba representada «la viga ardiendo» del primitivo puente incendiado aquel día, y que andados los años fue reconstruido y subsistió hasta el último tercio del siglo XVIII dándole el nombre de Puente de Palacio a esa calle.

Los puentes de la ciudad colonial dieron nombre a más de cincuenta calles, y a la vez fueron origen de estos nombres los apellidos de vecinos notables, los colores conque estaban pintados los puentes, los edificios civiles o religiosos, los gremios de los artesanos y otras circunstancias de las calles contiguas en que estaban situados aquellos puentes.

Así, por los apellidos se llamaron los puentes de Amaya, de Garavito, de Leguízamo, de Manzanares, de Monzón, de Roldán y de Solano; por los edificios de la Alhóndiga, de la Aduana Vieja, del Coliseo, del Correo Mayor, de los Gallos y de Palacio; por un título de Castilla se ennobleció el Puente de la Mariscala; un prelado incógnito mitró al Puente del Obispo; los colores blasonaron, como en los escudos nobiliarios, a los puentes Blanco y Colorado; se hicieron famosos por la leyenda, la tradición y la historia, el Puente de Alvarado, el Puente del Clérigo y el Puente de las Guerras; no pasaron de humildes artesanos el Puente de Curtidores y el de Juan Carbonero; descendieron a la categoría de animales los del Cuervo, de los Tecolotes y el de las Vacas; y sirvieron de mercados los puentes del Blanquillo, de la Leña, del Fierro, de Cantaritos, del Marquesote, y el del Zacate.

En cambio las instituciones benéficas, caritativamente, dieron su nombre a los puentes de Jesús, de San Lázaro, de San Antonio Abad, del Espíritu Santo y de la Misericordia.

Las parroquias bautizaron a los puentes de Santa María, de Santa Cruz, de San Sebastián, de Santa Ana y de San Pablo; los conventos de monjas y de frailes vivieron en comunidad con los puentes de Balvanera, del Carmen, de Jesús María, de San Francisco, de Santo Domingo, y de la Merced. Un colegio hizo célebre al Puente de San Pedro y San Pablo. Santos patrones de barrios o de ermitas, canonizaron a los puentes de San Marcos, San Dimas, Santiaguito y Santo Tomás, y el culto a la Divinidad perduró en el Puente del Santísimo.

En la vieja ciudad de Tenochtitlán, hasta el siglo XVII, subsistió el Puente de Cozotlan, posteriormente llamado de la Leña, y nosotros alcanzamos todavía el Puente de Tezontlale y el Puente de Tepito.

Sólo el nombre del Puente de Chirivitos es enigma que dejamos a los ingeniosos etimologistas que, cuando no aciertan, adivinan.

Pero antes de hacer historia de los canales o acequias que atravesaban los puentes mencionados y fijar la ubicación de ellos en la ciudad colonial, recordaremos la tradición del Puente del Clérigo y la crónica del Puente de las Guerras, que la leyenda del Puente de Alvarado ya la hemos desvanecido en el volumen anterior de Las Calles de México.

No se sabe qué nombre tendría el puente en el siglo XVI, pues sólo cuenta la tradición popular que, hacia el primer tercio del siglo XVII[30] vivía por aquellos tiempos un hombre de la clase humilde del pueblo, que era muy celoso, aunque no estaba seguro de la infidelidad de su mujer; pero como los celos le tenían de continuo desazonado, resolvió salir de dudas y vengarse si de sus averiguaciones resultaba engañado.

Pretextando cierto día ir a ver a un amigo que estaba gravemente enfermo, le dijo a su mujer que lo acompañase, pero que antes pasarían por la parroquia de Santa Catarina, con el fin de llevar un clérigo para que confesara a su amigo, pues la dolencia de éste era mortal y tenía necesidad urgente de los auxilios espirituales.

Todo se verificó a gusto del celoso, y el clérigo, marido y mujer, encamináronse rumbo al puente, que entonces estaba en sitio despoblado, pues no existía la calle que llevó después el nombre conque se le conoció; apenas una casa solitaria por la parte oriental podía verse en aquel barrio triste y árido.

Bajando el puente, que a la sazón era de bastante altura, detuvo el marido celoso al clérigo y a su mujer, y sin rodeos ni disculpas les manifestó airado y amenazante la duda que tenía y la venganza que pensaba realizar.

Obligó al clérigo a confesar, como en efecto lo hizo, a la presunta infiel, y concluido el acto, con un puñal desnudo y empuñándolo con la diestra mano, quiso obligar al clérigo a que le revelase lo que en la confesión le había dicho la mujer, y de no hacerlo así, le aseguró indignado, que lo mataría con aquel agudo puñal.

Vaciló el clérigo entre el deber y la muerte y entre el temor de no poder salvar a la mujer amenazada y así salvarse él abandonándola, pues la noche se venía encima, y en aquel sitio despoblado nadie acudiría a los gritos de socorro.

Cuenta la tradición popular, que tuvo el clérigo un soplo de inspiración divina y comenzó por decir al criminal marido que a los ministros del altar les estaba vedado revelar lo que oían en las confesiones; pero que le ocurría un medio de satisfacer sus deseos sin quebrantar el sigilo a que estaba obligado, y para ello le rogaba lo oyese en confesión.

Ardía el marido en ansias de saber la verdad y nada objetó al sacerdote. Suplicóle éste se sentase en el antepecho del puente, e hincándose de rodillas el clérigo, en actitud de humilde penitente, cuando el celoso estaba más descuidado y lleno de ansiedad, tomóle violentamente de los pies y lo arrojó de espaldas a la acequia; y luego, cogiendo de la mano a la mujer, huyó a todo correr rumbo a la ciudad.

Y cuenta la tradición que, divulgando el suceso, el pueblo llamó desde entonces a ese lugar Puente del Clérigo.

Sobre la misma acequia de Tezontlale en que estuvo el Puente del Clérigo, existió también el Puente de las Guerras, cuya historia se remonta hasta antes de la venida de los españoles.

Sabido es el odio que tuvieron los llamados reinos de México y Tlatelolco, que a la postre terminó con la conquista de éste, por aquél; pero los odios no concluyeron sino pasados siglos, y los dos barrios, de cuando en cuando, eran teatro de reñidas contiendas a pedradas, principalmente entre los muchachos, el día de San Juan de cada año, hasta que las autoridades decretaron penas de cárceles y azotes, los cuales dieron fin a los antiguos odios y a los juegos de fingidos combates que dieron nombre al Puente de las Guerras.

II

Veamos ahora sobre qué acequias o canales estuvieron los puentes enumerados, pues como ya no existen en la ciudad moderna, es bueno conservar su recuerdo en este libro consagrado a la historia de las calles de México.

Las acequias que quedaron como restos de los antiguos canales o acalotes de los indios, fueron muchas, pues las había cercando como fosos a los templos, a los palacios, a las casas, a los huertos y jardines paralelas a las calzadas y como límites del recinto amurallado.

Pero las principales acequias que permanecieron más de dos siglos, sirviendo para el desagüe de la ciudad colonial, fueron siete, cuyos nombres conque eran conocidas, sus longitudes diversas, puentes que servían para atravesarlas y puntos de origen y término, se consignan en seguida.

Los nombres de las acequias y sus longitudes en 1637 eran:

Acequia Real, con 3,000 varas de extensión,

” de la Merced, con 2,139 varas.

” del Carmen, con 1,095 varas.

” del Chapitel, con 2,046 varas.

” de Tezontlale, con 1,646 varas.

” de Santa Ana, con 3,840 varas.

” de Mexicaltzingo, con 2,850 varas.

Todas siete tenían su desagüe hacia el lago de Tetzcoco, donde había siete compuertas que era costumbre abrir por las mañanas para efectuar el desagüe de la ciudad, e impedir por las tardes que en ésta metiesen el agua de la laguna los vientos nortes que solían soplar.[31]

El número y nombre de las citadas acequias subsistían hasta 1748, pero no así su extensión, pues de 16,616 varas que tenían en su totalidad el año de 1637, aumentó a 22,363 en la mitad del siglo XVIII.

Hacia esta época las aguas del lago de Chalco y sus manantiales corrían por las acequias llamadas Mexicaltzingo; y las de los ríos de Sanctorum y los Morales, por las conocidas con los nombres de Real de la Merced, del Carmen, del Chapitel, de Tetzontlale y de Santa Ana.[32]

La Acequia Real tenía su origen hacia el rumbo S.O. de la ciudad en el crucero del Calvario; pasaba después de O. a E. por las calles antiguas de la Providencia, Alconedo, Nuevo México, Rebeldes, hasta la bocacalle del Hospital Real; recorría una extensión de 1,598 varas, y desde aquí hasta el Puente de la Leña, donde terminaba, 1,800, que hacían un total de 3,398 varas.[33] La acequia pasaba primero por parte de la extremidad poniente de la calle de Zuleta, atravesaba por la acera norte de ésta, una calleja que entonces había entre el Colegio de Niñas y el extinto convento de San Francisco, en dirección de S. a E.; salía al Callejón de Dolores, extremidad oriental de la actual Calle del 16 de Septiembre y continuaba de O. a E. por las calles del Coliseo Viejo, Refugio, Tlapaleros, frente al Palacio Municipal, Portal de las Flores, costado S. del Palacio Nacional, calles de Meleros, y acequia. Los puentes que servían para atravesarla de S. a N. o viceversa, eran de O. a E. los conocidos con los siguientes nombres: Puente del Coliseo, Puente del Espíritu Santo, Puente de la Palma, Puente de los Pregoneros. (Bocacalle de la Monterilla), Puente de los Marquesotes (tal vez bocacalle de la Callejuela), Puente de Palacio, Puente del Correo Mayor, Puente de Jesús María y Puente de la Leña.[34] En 21 de mayo de 1654 se mandó construir de uno a otro lado de esta acequia un pretil de vara y media de alto, de cal y canto, desde el Puente de la Merced hasta el Colegio de Niñas.[35] Durante los años de 1753 y 1754, gobernando el virrey don Juan Francisco de Güemes y Horcasitas, primer Conde de Revilla Gigedo, se cubrió esta acequia de bóveda desde la esquina de la calle del Coliseo hasta frente a la Diputación; siendo virrey don Juan Vicente de Güemes Pacheco de Padilla, segundo Conde de Revilla Gigedo, por el mes de septiembre de 1791, se acabó de tapar y cegar hasta frente al Colegio de Santos, acera sur de la antigua calle de la Acequia. Más antes, en 1788, bajo el virreinato de don Manuel Flores, se había cegado y cubierto el tramo comprendido desde el Puente del Hospital Real, pasando por Zuleta, espalda del convento de San Francisco, Callejón de Dolores, hasta el Coliseo.[36]

Tan principal como la anterior, por su gran tráfico de canoas y por su extensión, fue la acequia de la Merced, igualmente conocida con el nombre de Regina, que tenía su origen en el puente del Hospital Real, seguía hacia el O. y SO. para el E., hasta incorporarse en uno de sus tramos con la de Mexicaltzingo, de que se hablará después. La acequia que nos ocupa se internaba subterráneamente bajo los edificios que sobre ella estaban construidos, aunque en algunos puntos se hallaba descubierta, hasta desembocar a espaldas del extinguido convento de la Merced, recorriendo una longitud de 2,005 varas.[37] Esta acequia atravesaba la manzana N. de la Calle de Zuleta, entre las casas números 6 y 7, el ancho de la calle de Ortega y la manzana N. de ésta, y continuaba en dirección de los rumbos marcados por las manzanas y calles esquinas de Mesones, Regina, Puente de Monzón, Puente Quebrado, Puente de Balvanera, hasta llegar a la Puerta Falsa de la Merced. Esta acequia se cegó e inutilizó en 1788.[38] Para atravesarla, en diversas direcciones, además de los puentes mencionados, tuvo los situados en las bocacalles del Puente de la Aduana Vieja, Puente de Jesús o de San Dimas y Puente del Fierro.

La acequia del Carmen tenía su origen en la llamada del Salto de Alvarado, que venía del rumbo SO. de la ciudad, seguía hacia el N., daba vuelta hacia el O. en el Puente del Zacate, continuando en dirección O. a E. por las calles de la Cerca de San Lorenzo, Estampa de la Misericordia, Puerta Falsa de Santo Domingo, Pulquería de Celaya, hasta la compuerta del Carmen, y de aquí a la ex-garita del Consulado, más conocida por barrio de Tepito. En su primer tramo medía 1,532 varas y en el segundo 2,377, o sean en total 3,909 varas, desde el Puente de Alvarado hasta la compuerta de San Sebastián, donde desaguaba.[39]

Los puentes que servían para atravesarla de S. a N., o viceversa, quedaban en las bocacalles del Puente del Zacate, Puente de la Misericordia, Puente de Amaya, Puente de Santo Domingo y Puente del Carmen. En 1794 se tapó el tramo comprendido entre los puentes del Zacate y del Carmen, parte siendo todavía virrey el segundo Conde de Revilla Gigedo y parte a principios del gobierno del Marqués de Branciforte.[40] En 1886 se cegó el resto.

La acequia conocida con el nombre del Chapitel, tenía principio en el Puente del Santísimo, seguía hacia el S. por el Puente de Peredo hasta el Salto del Agua, recorriendo en este tramo 2,024 varas; y desde aquí 1,493 hacia el E., por Monserrate, Necatitlán, hasta San Antonio Abad; así es que su longitud total alcanzaba 3,517 varas.[41] Ignoro cuándo se cegó esta acequia.

La acequia de Tetzontlale tenía su origen en el Puente de las Guerras, y seguía de O. a E. hasta la compuerta de Chapingo, recorriendo una longitud de 1,907 varas. Sus puentes para atravesarla de S. a N. o viceversa, se llamaban Puente de las Guerras, sin designación en antiguos planos, Puente del Clérigo, Puente de Tetzontlale y Puente Blanco.

La acequia llamada de Santa Ana se dividía en dos tramos: el primero, desde su origen, que era el Puente del Hospital Real, de S. a N., basta el Puente de Santiaguito, medía 2,188 varas; el segundo desde aquí, y de O. a E., hasta la compuerta de Tepito, tenía 1,216 varas, los cuales tramos daban una longitud total de 3,404 varas.[42]

Los puentes que servían para atravesarla de E. a O., o viceversa, eran los del Puente del Hospital Real, Puente de San Francisco, Puente de la Mariscala, Puente de los Gallos, Puente de Juan Carbonero, Puente de Villamil y Puente del Zacate, pues en este primer tramo seguía la acequia de S. a N., por las calles de San Juan de Letrán, Santa Isabel, Puente de la Mariscala, Rejas de la Concepción, Puente del Zacate, Calzada de Santa María y calle de Miguel López. Para atravesarla de S. a N., o viceversa, le servían el Puente de Santiaguito, Puente de los Tecolotes, Puente de Santa Ana y Puente de Chirivitos; de aquí hasta la compuerta de los Cuartos, del citado barrio de Tepito, no había puentes. En los años de 1792 y 1793 se tapó el tramo de esta acequia, que corría de S. a N., y se derribaron los puentes, entre ellos el de la Mariscala, que estuvo junto a la caja del agua del acueducto de San Cosme, situado frente a la bocacalle de San Andrés.[43] El otro tramo, de O. a E., cegóse en 1882.

La séptima y última acequia fue conocida en la época colonial con el nombre de Mexicaltzingo, y en nuestros días con el de canal de la Merced, que se dividía en cuatro tramos, midiendo el primero desde su origen hasta el Puente de la Leña, 1,072 varas, y 1,323 hasta la compuerta de San Lázaro, o sean 2,395 en su longitud total.[44] El punto inicial de esta acequia estaba en el Puente de Santo Tomás, al S. de la ciudad de México, y en su confluencia con el canal de la Viga; seguía hacia el E. por las calles del Embarcadero, Puente de Roldán y la Alhóndiga, y aquí se desviaba hacia el NE., prosiguiendo por las calles del Puente de Solano, Soledad, Escobillería y San Lázaro, hasta desembocar en el lago de Tetzcoco. Los puentes de esta acequia para atravesarla de E. a O. o viceversa, fueron: Puente de Santo Tomás, Puente de San Pablo, Puente de Curtidores, Puente del Blanquillo, Puente Colorado, Puente de Santiaguito, Puente de la Merced, Puente de Roldán, Puente de la Leña, Puente de la Alhóndiga, y de S. a N., o viceversa, Puente de Solano, Puente de la Soledad y Puente de la Leña. Esta acequia fue cegada en 1902 desde la segunda calle del Embarcadero, hasta la Escobillería. Los tres ramales que corrían hacia el E., introduciéndose por los tulares y tierras de Pacheco, hoy Segunda Calle de Ampudia, medían, respectivamente 960i varas, 840½ y 297, y tenían tres puentes.[45]

Además de estas siete acequias principales, había otras menores en diversos sitios de la ciudad, y de una de ellas queda recuerdo en un plano antiguo formado por el P. Alzate,[46] y en los nombres de calles que aún subsisten. Esta acequia corría desde la esquina de San Pedro y San Pablo, de S. a N., penetraba desviándose de O. a E. por este edificio, y seguía por las calles de Girón y del Perro, de E. a N., hasta desembocar en la acequia de Tetzontlale, atravesando la del Carmen. Los nombres de los puentes de San Pedro y San Pablo, Puente del Cuervo y Puente de San Sebastián, quedaban hasta hace poco tiempo como testimonio perdurable de la existencia de esta acequia.

No es inoportuno mencionar la acequia de Nuestra Señora de Guadalupe, comenzada en 23 de marzo de 1780 y concluida en 12 de septiembre de 1781,[47] ni las que formaban la zanja cuadrada, proyectada en el siglo XVIII, y posteriormente llevada a cabo para evitar los contrabandos, y que sirvió de defensa a la ciudad cuando se temía fuera invadida por los insurgentes en tiempo de la guerra de independencia.

De todas las siete acequias mencionadas, la de Mexicaltzingo y la Real fueron las más concurridas por el tráfico de las canoas, y por ellas el comercio de los pueblos indígenas del sur era activísimo. ¡Contraste singular! Mientras el canal de la Viga, conectado con estas acequias, corría desde los pueblecitos pintorescos de Iztacalco, Chalco y Xochimilco, alegre, gozoso en medio de hermosos campos sembrados de flores y legumbres, cuajado de canoas y chalupas henchidas de mercancías e impulsadas por los remos de los indios, al penetrar a la ciudad por las citadas acequias todas aquellas pequeñas embarcaciones, tripuladas por sus dueños, que ensordecían con sus gritos al pregonar sus efectos, ocultaban las aguas pesadas, negras y cenagosas, que hacían difícil la navegación y envenenaban el aire con sus pestilentes miasmas.

Y sin embargo, por esas aguas recibieron nuestros abuelos las legumbres que se vendían en el Mercado de la Merced, las flores que dieron nombre al Portal situado en la Plaza, y las frutas que también lo dieron al que existió en la Calle del Coliseo. Al pie de las escalinatas de estos portales, que bajaban a las acequias, nuestros abuelos compraban las rosas aromáticas y las dulces frutas, productos de los jardines y chinampas de los pueblecillos meridionales del valle. Todavía nuestros padres, en el Puente de Roldán, modelo de las calles de tierra y agua de la antigua ciudad indígena, celebraron con las primeras luces de la aurora el bellísimo paseo del Viernes de Dolores, trasladado después al canal de la Viga; y todavía a mediados del siglo XVIII el virrey, la virreina, sus pajes y sus damas, se embarcaban en el costado sur de Palacio para ir a las representaciones del Coliseo.

Este tráfico bullicioso y constante; los residuos de los caños de las habitaciones grandes y pequeñas, que había de uno y otro lado de las acequias, entre las que se contaban muchas casas de vecindad; la multitud de desperdicios, hojas, cáscaras de fruta, etc., procedentes de los tripulantes de las canoas trajineras; las basuras y animales muertos, perros y gatos, que los vecinos arrojaban desde los balcones y ventanas, contribuían al continuo azolve de las acequias, que fuera de las horas en que se veían cubiertas por las canoas, presentaban el aspecto más asqueroso y repugnante y el foco más propicio de enfermedades endémicas y de epidemias que reinaron en la Nueva España.