Una dedicatoria a modo de prólogo
Cuando le conocí, acababa de cumplir treinta años, había montado una pequeña empresa de reformas con dos compañeros de facultad y básicamente se dedicaban a instalar cocinas y baños en los barrios residenciales de chalés adosados que entonces proliferaban como hongos en la sierra norte de Madrid. Vivía con sus padres no porque lo necesitara —ganaba bastante dinero— sino porque le era cómodo. Su madre, que nunca había trabajado fuera de casa, no tenía problema en hacer de criada para sus dos hombres y a su padre no le importaba que de vez en cuando se llevara chicas a dormir, más bien se sentía orgulloso de ello. Vivía pues a pensión completa y gratuita, así que se podía guardar todo el sueldo para él. Pero no ahorraba. Tenía una moto muy llamativa y salía todos los fines de semana con sus amigos a cenar en restaurantes caros y de copas por los antros de modernidad, hasta la amanecida, con alguna que otra ayudita extra (usted me entiende) para mantenerse despierto. El resto del dinero lo gastaba en ropa cara, ordenadores, videojuegos, cine, conciertos y viajes. Era, y aún es, un hombre muy guapo y parecía que lo tenía todo en la vida. Yo acababa de separarme del padre de mi hija y estaba libre.
Si más adelante, en otro de los capítulos del libro, lees los rasgos que definen a un individuo con personalidad narcisista, te adelanto que él puntuaba en todos: padre tiránico, madre sumisa y victimista, corte de admiradores que dependía de él, manera de hablar pausada y despaciosa que te obligaba a prestarle atención, una forma de vestir muy peculiar, un encanto increíble, una capacidad intuitiva muy destacada de detectar las necesidades de otros y adaptarse (era un gran vendedor de cocinas y un increíble seductor de mujeres), una dependencia exagerada del alcohol a la hora de socializar que él encontraba perfectamente normal, una concepción exagerada de su propia valía… Hace falta explicar que una estructura de personalidad no es un trastorno, es simplemente una armadura, una coraza defensiva que un individuo fabrica para enfrentarse al mundo.
A punto estuvimos de vivir una historia de amor en serio, pero la diferencia de edad y de posturas vitales parecía insalvable. Así que me convertí en una mezcla de madre confesora y amiga. Llegué a escribir un artículo inspirado en él y su corte de amigos: trataba de los kidults o adultescentes, esos tipos de treinta años que viven como niños; que tienen iPad y zapatillas Converse; que se saben el nombre de todos los personajes de Los Simpson y son fanáticos de StarWars; que ven más Cartoon Network que Fox News o CNN; que se van de marcha con su grupo de colegas, al que siguen considerando su «pandilla»; que no saben comprometerse en relaciones afectivas estables y monógamas; que adoran el desayuno de su mamá y que llevan camisetas con la efigie de Naranjito, Darth Vader o La Abeja Maya.
Entre nosotros se estableció una relación muy rara. Fuimos amantes, y más tarde amigos, yo me convertí en algo así como en su mentora y él en mi chevalier servant. Ambos éramos confidentes y paños de lágrimas del otro. Fue el fotógrafo de mi boda.
Pero nuestra relación de amigos tenía muchos problemas. Él jamás aceptaba una crítica. Y saltaba por cualquier cosa, de una manera muy fría. Manteníamos una conversación sobre cualquier tema, y se despedía amigablemente. Pero a los dos días te llegaba un mail, exquisitamente redactado y muy bien razonado, en el que te decía que no le gustaba aquello que dijiste sobre su amigo o sobre su nueva novia o sobre su forma de vida y te acusaba de prepotente, soberbia, engreída. En lugar de decir «me sentó mal lo que dijiste», te colocaba inmediatamente una etiqueta. Se notaba que se había esforzado mucho en la redacción y el contenido. No se trataba de lo que habías hecho o dicho, sino de lo que eras. No habías dicho algo que no le había gustado, eras esto o lo otro. Ser su amiga era como avanzar sobre un campo de minas, nunca sabías qué paso en falso iba a dar, qué es lo que le iba a molestar. Cuando conocí a su hermana, me dijo que con ella se comportaba exactamente igual. Con el tiempo, aprendí a hacer caso omiso de los mails. Ya ni los leía. Los respondía de forma automática: «Querido X, he leído tu mail y reflexionaré sobre él. Puede que tengas razón. Nos vemos pronto». Ese «puede que tengas razón» implicaba también un «puede que no la tengas», pero él no advertía el pequeño detalle. Y así se quedaba tranquilo, y yo también. Evidentemente nuestra relación funcionaba porque no era exageradamente íntima, pero habría sido imposible convivir con él o verle más a menudo. Eso sí, cuando era amable y seductor —esto es: la mayor parte del tiempo—, era el hombre más encantador del mundo y daba gusto estar con él.
Y de pronto, su mundo se desmoronó. Llegó la crisis y cesaron los encargos. En su empresa cada vez facturaban menos hasta que hubo que cerrarla. Encontró trabajo en un estudio con jornadas maratonianas y sueldo de mileurista, y aún podía estar contento de no haber ido a engrosar las filas del paro. A su padre le dieron la jubilación anticipada y se dio cuenta de que no podía mantener los gastos de comunidad, luz y agua del enorme piso de Madrid, así que lo alquiló y se retiró a su pueblo natal de Cáceres, cumpliendo el sueño de su vida. Mi amigo se fue a vivir con otro a un piso compartido. Tuvo que aprender a limpiar y a cocinar, a poner lavadoras y a planchar camisas. Además, trabajaba más que antes, así que los fines de semana estaba agotado. Pero ésa no era la única razón por la que ya no salía de noche. Económicamente ya no podía permitírselo. Hacía vida diurna. Daba largos paseos por el Retiro, visitaba exposiciones gratuitas y veía películas en la Filmoteca, a dos euros la sesión. Me pedía prestados ensayos y novelas porque le había cogido el gusto a la lectura. Su vida sexual se redujo notablemente: a las chicas era más fácil convencerlas a las seis de la mañana, con muchas copas y muchas rayas en el cuerpo, que de día y sin estimulantes, porque le falla la labia, y ellas no se muestran tan desinhibidas. Además, no es tan fácil seducir a según qué féminas cuando ya no puedes invitarlas a restaurantes caros. Y poco a poco, su carácter arrogante y déspota comenzó a cambiar de forma gradual, y los mails bomba se fueron espaciando, hasta que prácticamente desaparecieron.
Después tuvo un accidente de moto. Pasó mucho tiempo en el hospital. Entró en una crisis depresiva, entre otras muchas razones, porque había perdido lo último que le quedaba del antiguo personaje: la belleza física. El abogado que gestionaba la reclamación al seguro le aconsejó que acudiera a un profesional que certificase la depresión, pues podrían incluir la depresión como daño y así exigir más dinero en concepto de daños y perjuicios. Y es así como nuestro amigo hizo lo que jamás pensó que iba a hacer: empezar a ver regularmente a una psicóloga. Él estaba convencido de que no tenía problema alguno, ni siquiera admitía que estuviera deprimido, pero hizo caso a su abogado. Le interesaba el dinero que podía recibir, no solucionar un problema que no creía que tuviera.
Antaño, frases como «dependes exageradamente de tu corte de amigos y eso no es sano», «eres incapaz de centrarte en una sola mujer porque tienes un miedo atroz a la intimidad y el compromiso», «bebes demasiado», «tus amigos beben demasiado», «sales demasiado», «tus amigos salen demasiado», «esa obsesión por salir de marcha es una huida de ti mismo», «en el fondo lo que te pasa es que estás deprimido y tú mismo no lo quieres admitir», y otras por el estilo, me costaban un tratamiento de silencio (me dejaba de hablar durante unos días o una semana) seguido del insoslayable mail bomba. Y de repente, una tarde, quedamos a tomar un café y ¡sorpresa!: «Creo que tenías razón en todo» me dice. Y me cuenta que en consulta se está dando cuenta de que no hacía sino escapar de una megadepresión que llevaba a cuestas como una mochila y que las juergas, las chicas, la corte de admiradores, no eran más que intentos desesperados de llenar el vacío de su vida.
Lo importante de la historia es que durante todo el tiempo que ha durado nuestra amistad (y durante el que espero que seguirá durando) yo jamás dejé de aceptarle como era, pese a sus arranques de silencio y sus mails despectivos. Había una parte de él que me hacía quererle, y esa parte también hacía que él, pese a todo, me quisiera y volviera siempre a llamar a mi número o a mi puerta.
En este libro se habla a veces de mi exmarido. He preferido no contar nuestra historia en detalle y sí me he referido a historias de otras mujeres que permanecen bajo seudónimo. Mi exmarido, en el tiempo que le conocí, era muy parecido a mi mejor amigo, y de hecho, mantenían una extraña relación de amor-odio, complicidad-rivalidad. Mi amigo me confesó aquella tarde que había estado muy celoso de mi marido y que había hecho todo lo posible por ponerle celoso a él. Yo tengo una estructura de personalidad dependiente, como explicaré a lo largo del libro, que me ha hecho sentirme atraída desde siempre por hombres con estructuras de personalidad narcisista. Pero las estructuras de personalidad pueden cambiar, desde el preciso momento en que adquieres conciencia de que existen y te dispones a desmantelarlas. La estructura de personalidad se compone de dos partes: una congruente o consistente y la otra plástica o modificable. La primera es permanente y comprende la estructura biológica. La segunda se forma principalmente a partir de los aprendizajes y adecuaciones de comportamiento que una persona construye como reacción a las experiencias que ha vivido. Y esa segunda parte, de la misma manera que se construye, se puede deconstruir. Mi amigo ha empezado a cambiar, yo también, y este libro es el resultado de ese proceso de cambio. No sé si mi exmarido lo ha hecho, pero es posible que el fin de nuestra relación le obligara a plantearse muchas cosas. Lo importante aquí es decir que yo amaba y amo profundamente a mi exmarido, de la misma forma que quería y quiero tiernamente a mi amigo. Y le amaba a uno y le quiero al otro no por sus virtudes sino a pesar de sus defectos.
Mi exmarido nunca ha venido a decirme que yo tenía razón. En su opinión, no la tengo. No espero que rectifique, como tampoco lo había esperado nunca de mi amigo. Mi exmarido no es mejor ni peor que yo. Cuando estuvimos juntos era dependiente, inseguro, visceral, temperamental, muy sociable de puertas para fuera, muy deseoso de agradar, exageradamente tímido en el fondo. Yo también. No le culpo de nada. Me limito a pensar que éramos como dos espejos puestos frente a frente que repiten la misma imagen hasta el infinito y que así cada uno potenciamos y multiplicamos las inseguridades del otro en una relación fusional y extremamente dependiente. Entra muy dentro de lo posible que él ya tenga una nueva relación y que sea muy feliz en ella; a mí no me ha contado nada al respecto. Soy capaz ahora de desear lo que hace años no hubiera deseado jamás: que se estabilice y que sea feliz con otra persona. Sé que sus amigos y su familia le adoran, y que por esa razón no me tienen a mí precisamente en muy alta estima. Sé que una persona que hace daño a su pareja puede hacer enormes favores a amigos, conocidos, colegas y familia. Que el hombre que fue tóxico para mí fue y sigue siendo maravilloso para con ellos. También sé que el daño en realidad me lo hice a mí misma, porque no supe plantarme y poner límites. Siempre estuvo en mi mano la potestad de decir no. No supe, me faltaba información sobre mí misma. También es cierto que me atenía al ideal que la sociedad en la que vivo legitima y que cumplía a la perfección el papel que de mí se esperaba: la mujer que sacrifica mucho por amor.
Mi exmarido, cuando aún me hablaba, aseguraba que yo le hice mucho daño. Sé que hice tonterías de las que me arrepiento enormemente y sé que le dañaron enormemente aunque también sé que el daño en realidad se lo hizo a sí mismo, porque no supo cambiar de esquemas. Siempre estuvo en su mano la potestad de decir no. No supo, le faltaba información sobre sí mismo. También es cierto que él se atenía al ideal que la sociedad en la que vive legitima y que cumplía a la perfección el papel que de él se esperaba: el hombre «viril», seguro de sí mismo, dominante, fuerte, siempre al mando.
En definitiva, creo que finalmente entramos en una interacción tóxica, y cuando me di cuenta, me marché. Cuando intenté regresar, él no me aceptó, y probablemente hiciera bien.
Creo que en este libro queda claro que no quiero narrar historias de culpables y víctimas sino de causas y consecuencias, de batallas y supervivientes, de mecanismos que no funcionan y que hace falta desmontar y reparar, de estructuras que se derriban.
Y le dedico este libro a mi exmarido esperando que algún día podamos tener una conversación parecida a la que finalmente mantuve con mi amigo y deseándole toda la felicidad que no supo construir conmigo.