CAPÍTULO 8
Interacciones tóxicas:
la violencia cruzada
Sara tenía un novio muy pijo, muy pijo, y un poco alérgico al compromiso, que se llamaba Nacho. Después de cuatro años de tortuosa relación, Sara puso fin a la historia. Sara no estaba resentida ni amargada, y el novio pijo pasó a ser uno de sus mejores amigos. Al año, Sara conoce a Iker e inician una relación. Durante tres años Nacho va dejando mensajes en el perfil de Facebook de Sara: «Esta canción que sé que te gusta», «Buenos días preciosa, me acuerdo de ti», «¿Cómo está la más guapa de mis amigas?». Sara no los borra porque cree que así se valida frente a Iker. Que sepa Iker que él no la tiene tan segura como cree. En la boda de unos amigos, Nacho acaba sentado en la misma mesa que Iker y Sara. A los postres, cuando todo el mundo ya ha bebido mucho, alguien comenta que Sara prácticamente no ha comido. «Es que es vegetariana», aclara Iker. «Pues eso será ahora —dice Nacho—, antes de estar contigo se las comía dobladas». Iker que ha bebido bastante, se levanta y se abalanza sobre Nacho. Sara se mete en medio para separarlos. Iker le pega un empujón a Sara, que va a caer encima de la mesa. La mesa se cae, y Sara acaba con un moratón enorme en el muslo y un corte en la frente porque se le ha caído un vaso encima.
Joel salía con Elena y después empieza a salir con Laura. Viven en una ciudad de provincias, en la que es fácil coincidir. Una noche, a las tantas de la mañana, en el garito de turno, Joel, Elena y Laura coinciden en la barra. «¿Sabes, Laura? —dice Elena—. Cuando te veo, recuerdo lo que me decía mi madre de que hay que ser buenas y darle nuestros juguetes usados a las niñas que han tenido menos suerte que nosotras…». Laura le pega un bofetón a Elena. Elena le tira del pelo a Laura. Joel intenta separarlas y agarra a Elena. Elena le pega un mordisco a Joel para que la suelte. Joel le pega un bofetón a Elena.
Rosa es una chica muy guapa, con un trabajo estupendo y muchísimos amigos. Es una mujer de bandera, según el pescadero, o le sobran diez kilos, según diría una directora de revista de modas. Desde luego, tiene curvas, pero las tiene muy bien puestas. Empieza a salir con Álex, un tipo guapo, pero con un trabajo no tan estupendo y que no tiene tantísimos amigos. Un día Álex le dice a Rosa que a los hombres les gustan las mujeres delgadas, y que ella se sentiría mejor si perdiera unos kilos. A muchos hombres les vuelve locos Rosa, y Álex lo sabe, como también sabe que Rosa es muy insegura y que ya tiene una madre que le dice de vez en cuando que debe adelgazar. Álex ha identificado el punto débil. Rosa inicia una dieta, que Álex boicotea a menudo. Le regala sus bombones favoritos, o la invita a cenar a restaurantes carísimos. En presencia de Rosa, Álex no se reprime a la hora de alabar el físico de otras mujeres (actrices, modelos, presentadoras de televisión, etc.) que no se parecen en nada a Rosa, todas ellas escuálidas. Después Álex empieza a criticar la forma de vestir de Rosa. A veces Álex y Rosa están charlando tranquilamente y de repente él suelta un comentario sarcástico que deja helada a Rosa: «Deja de comer patatas fritas con esa ansia, que te vas a poner hecha una foca». Al rato, Álex dice que era una broma o que no le haga caso, porque es un gruñón. Más tarde empieza a criticar a las amigas de Rosa: ésta es tonta, aquélla una maleducada, y la tercera un putón. Tras ellas, a sus familiares: su hermano es un inculto y su madre es una metomentodo. Y por último a la propia Rosa. «Cállate, que tú de esto no tienes ni idea» se convierte en un ritornello en el discurso de Álex. Poco a poco Rosa va engordando cada vez más, pese a que se pasa el día a dieta (las acaba rompiendo por ansiedad), se aísla, deja de ver a sus amigas porque a él no le caen bien, y se deprime.
Gema y José llevan diez años casados. Durante los últimos tres apenas han tenido relaciones sexuales, porque ella no quiere. Tampoco quiere acompañar a su marido a ninguna parte, ni hacer nada con él. Poco a poco, él empieza a sospechar que ella ya no le quiere. Cuando plantean el divorcio, la abogada de ella le amenaza a él: si no accede a pagar una altísima pensión compensatoria, le van a hacer la vida imposible. Finalmente, él accede. Después de eso, Gema va contando a todos los amigos y familiares de José que él le pasa poquísimo dinero en concepto de manutención de su hijo. Lo cuenta con voz temblorosa y lastimera y casi llorando. Poco a poco, va creciendo la fama de José como avaro y cicatero, y todo el mundo siente compasión por Gema, la pobre víctima.
En el primer caso, si Sara presenta una denuncia contra Iker acompañada por un parte de lesiones, quizá pueda decir que Iker la ha maltratado. Pero no ha habido maltrato. Ha existido una interacción tóxica.
En el segundo caso, Elena puede ir contando que Joel le arreó un bofetón y habrá quien diga que la maltrató. Pero no ha habido maltrato. Ha existido una interacción tóxica.
En el tercer y en el cuarto caso, sin embargo, nadie habla de maltrato, cuando lo hay. Un maltrato psicológico, desde un hombre a una mujer y desde una mujer a un hombre.
Una interacción tóxica es una relación en la que hay un patrón de violencia cruzada acción-reacción.
Para poder clasificarla de este modo es necesario que exista simetría en los ataques y paridad de fuerzas físicas y psicológicas en ambos miembros de la pareja. El maltrato recíproco puede ser verbal y/o físico. Sara, en el primer ejemplo, está ejerciendo violencia psicológica contra Iker jugando a provocar celos. Iker acaba respondiendo con violencia física, y no la dirige contra ella sino contra otro.
En el segundo caso, es Laura la que inicia una cadena de violencia que siguen Elena y Joel.
En el tercer caso, el maltrato va de Álex a Rosa.
En el cuarto, de Gema a José.
Voy a poner un ejemplo. Cuando estaba escribiendo este libro, una amiga intentaba convencerme de que su novio había sido maltratado por su exmujer. Voy a llamarla Daniela. A ojos de mi amiga, la exmujer de su novio era una bruja víbora, y su novio un santo. Para convencerme, Daniela me hizo escuchar la grabación de una conversación telefónica entre su novio y su exmujer. En esa conversación la exmujer perdía completamente los papeles. Le gritaba a su ex y le insultaba con un montón de calificativos (cabrón, hijo de puta, mal hombre) en el fragor de una discusión. La discusión tenía que ver con el hecho de que él le había puesto en el pasado cuernos a ella (presumiblemente, con mi amiga).
«¿Ves? ¿Ves cómo le maltrata?», decía Daniela.
Pero yo allí no apreciaba maltrato ninguno, y sí una interacción tóxica de violencia recíproca. En primer lugar, ya resultaba raro que el hombre grabara la conversación sin informar de ello a su exmujer, y que luego pasase una copia de esa conversación a su nueva novia.
Yo podía suponer que quizá si la bronca hubiera tenido lugar entre cuatro paredes y no estuviera siendo grabada, él habría gritado también. Lo que sí se apreciaba en la grabación es que durante toda la conversación él apenas dijo palabra. Sólo «síes» y «noes». Nada de «oye, querida, deja de gritarme por favor que no creo merecer ese trato», o «es verdad que te fui infiel, y siento haberlo hecho», o «no, no es cierto que te fuera infiel». Él no decía nada y por eso su exmujer, visiblemente ofendida ante su silencio hostil, cada vez gritaba más. Era un caso clarísimo de violencia cruzada: el silencio hostil funcionaba como gasolina que avivaba el fuego del conflicto.
Porque él, con su silencio hostil, conseguía incrementar el enfado de ella, que cuando veía que él no le hacía ni puñetero caso, iba alterándose más y más. Y eso era precisamente lo que él buscaba. Porque ella acababa perdiendo los nervios y entonces él aprovechaba para llamarla histérica y crear un nuevo problema (el presunto histerismo de su exmujer) que desviaba la atención del conflicto original (su infidelidad). Cuando ella gritaba e insultaba, se estaba pasando. Mucho. No lo debía de hacer. Pero al menos estaba expresando lo que le pasaba, lo que hubiera dado cierto pie a la resolución del conflicto. El silencio hostil impedía la resolución del conflicto. El conflicto se originaba en una infidelidad. Eran comprensibles el dolor de ella, su confusión, su desesperación ante la traición de él. Él podía haber ofrecido una excusa, una justificación, al menos. No la daba. Sólo daba silencio.
Y, sin embargo, mi amiga había sido incapaz de identificar el silencio hostil como violencia psicológica. Mi amiga Daniela estaba manipulada, claro. Y enamorada, también.
MALTRATO EN FEMENINO, MALTRATO EN MASCULINO
Una relación de maltrato es una relación en la que los episodios de maltrato son continuados. Es decir, que alguien insulta, denigra, golpea, abusa piscológicamente… o inicia cualquier tipo de cadena de acciones cuyo resultado daña a otra persona. Y lo hace en el marco de una relación afectiva o laboral. Es decir, si mi portero me grita y me insulta un día, me está maltratando, pero no mantenemos una relación de maltrato. Pero si mi novio o mi jefe día sí y día también me estuviera insultando, hablaríamos de una relación de maltrato.
Para que una persona pueda sojuzgar a otra de tal manera que esa segunda persona se quede en la relación y no la abandone, se tienen que dar unas circunstancias particulares. La más clásica es que una de las personas dependa de la otra, económicamente. Si hablamos de una señora que tiene tres niños y que sabe que si su marido se va será complicado que los tres niños sobrevivan, entonces se quedará. Las pensiones que se pagan en España son muy bajas comparadas con las de otros países. En España se están pagando unos trescientos euros por niño, y cualquier madre os explicará que resulta complicado sobrevivir así. Sí, vale, ahora me vendrá alguien contándome que conoce a fulanita de tal que consiguió muchísimo dinero de su exmarido. Pues ella pudo, cierto. Quizá su exmarido era rico. Pero, en general, la mujer de clase media o baja que se divorcia pierde poder adquisitivo, y sabe que eso repercutirá en sus hijos, y según y como sea la situación, decide quedarse.
Pero la principal razón por la que una mujer se queda en una situación de maltrato es por un condicionamiento psicológico. Porque tiene una autoestima cero. Porque vive con la estúpida creencia de que su amor es tan grande que podría cambiar a la persona que ama; bajo el influjo de la impronta de cuentos y mitos que le han condicionado desde la infancia, en los que los personajes femeninos eran rescatados por un príncipe azul; con la idea de que su futuro o valía dependen de que pudiera encontrar y mantener a su lado a ese príncipe encantador; con la convicción de que es mejor tener a alguien, sin importar lo malo o tóxico que sea, que no tener a nadie; con el miedo a la soledad; cegada en muchos casos por una peligrosa tendencia a querer cuidar y rescatar a cualquiera que se presente como alguien con problemas, sean perritos o gatitos abandonados o amantes con un pasado tormentoso; abrumada por la incapacidad de poner límites… y paralizada por el miedo.
Sobre todo, por el miedo.
A día de hoy, la sociedad no es igual para niños y niñas. Mi hija tiene muñecas Monster High y los niños de su clase camisetas del Real Madrid. Mi hija ha estado —a mi pesar— muy condicionada por las historias de princesas de Disney, cuando los niños de su clase querían vestirse todos de Spiderman. Cuando mi exnovio se enfadaba me llamaba «puta», y una de las cosas que me echaba en cara era mi pasado promiscuo. No era más promiscuo que el suyo (me di cuenta más tarde), pero él tenía muy interiorizado que él sí podía ser promiscuo y yo no. Lo peor es que yo también lo había interiorizado así, de forma que me podía creer lo que me decía.
A las niñas se nos educa en el cuidado y en la idea de que para realizarnos debemos tener un hombre al lado (basta con hojear un poco de prensa del corazón para entender que es así) y a los niños no. Por lo tanto, las mujeres, por un condicionamiento cultural, tendemos más a permanecer en relaciones abusivas, con la estúpida creencia de que «mi amor le salvará».
¿Cuándo puede maltratar una mujer? Cuando es madre. En ese momento está situada en una posición en la que puede ejercer maltrato físico y psicológico contra el niño o la niña que depende de ella. Por eso algunas mujeres cuando quieren vengarse de un hombre, utilizan a los hijos, dado que están en posición de manipularlos.
¿Puede una mujer agredir físicamente a un hombre? Pues excepto en casos como los de Sophie Dahl y Jamie Cullum (ella es mucho más alta y más fornida), es complicado, dado que en las parejas heterosexuales el hombre suele ser más fuerte que la mujer. Por lo tanto, si un novio me pega a mí una bofetada, me puede aterrorizar. Puedo imaginar que lo siguiente puede ser algo más serio, así que me quedaré calladita. No es tanto que me haya hecho daño físico como el hecho de que él está creando un sistema de coerción y control. Si yo le pego una bofetada a un novio en plan Gilda, se lo puede tomar a risa o enfadarse mucho, pero desde luego no le voy a infundir ningún terror. La bofetada tiene por lo tanto diferente significado en un caso que en el otro.
En cuanto a la agresión psicológica, ¿las mujeres pueden ejercerla contra un hombre? Claro que pueden. Y, en general, debido a los condicionamientos culturales anteriormente citados, ejercen la agresión pasiva.
LA AGRESIÓN PASIVA
La agresión pasiva nunca es directa. Se produce sin violencia visible, pero muchas veces es tanto o más dañina que la activa. Hablaré de «agresora» porque esta violencia, debido a un condicionamiento cultural, la suelen ejercer las mujeres, pero puede ser un agresor. La agresora pasivo-agresiva domina o controla, pero de forma sutil, secreta o bastante engañosa para esconder sus intenciones verdaderas y evita cualquier demostración abierta de la agresión. Es el caso antes citado de Gema y José.
El mejor ejemplo de mujer pasivo-agresiva que he visto retratado jamás es el personaje que interpreta Mia Farrow en Maridos y mujeres, de Woody Allen. Allen presenta a su mujer en la ficción como una pasivo-agresiva que a través del victimismo acaba siempre consiguiendo lo que quiere. «Pensaba que eras diferente —le dice a Mia /Judy en una conversación de alcoba—, pero en tu serena manera de ser estás tan loca como los demás». Mia/Judy es una manipuladora nata, una mosquita muerta que en realidad esconde a una mantis religiosa.
Una mujer pasivo-agresiva puede recurrir a la mentira, por ejemplo, e irá contando historias de su pareja o expareja a amigos y familiares con el fin de desacreditarla. Puede manipular el sentido de culpa de su pareja para obtener dinero o atención. Lo de fingirse enferma o llegar a creerse una enfermedad es un clásico. También está el «con todo lo que he hecho yo por ti» pronunciado en tono lastimero, que no suele fallar. Todo lo que una manipuladora tiene que hacer es sugerir a la persona manipulada que no se preocupa bastante, que es demasiado egoísta, etc., y el manipulado inmediatamente comenzará a sentirse mal. Por el contrario, si el manipulado intentara que la manipuladora se sintiera mal por su comportamiento hiriente, reconociera su responsabilidad, o admitiera su maldad, jamás lograría absolutamente nada. La manipuladora pasivo-agresiva se retratará como una víctima inocente a fin de ganar la compasión, conmover la lástima y así conseguir algo del otro.
Una ventaja con la que cuentan las personalidades agresivas encubiertas es el hecho que las personalidades menos hostiles y crueles por lo general no pueden soportar ver a alguien sufrir. Por lo tanto, la táctica es simple. Convenza a sus víctimas de que está sufriendo de algún modo, y ellos tratarán de aliviar su angustia.
Las personalidades pasivo-agresivas son expertas en encantar, alabar, adular o apoyar abiertamente a otros a fin de conseguir bajar sus defensas y rendir su confianza y lealtad. Las pasivo-agresivas manejan la necesidad de aprobación, tranquilidad y, más que nada, el sentido de ser valorado, reconocido y necesitado por su pareja.
Este tipo de mujeres (que supongo habéis reconocido ya) atacan de esta manera a sus parejas y a sus hijos e hijas. Se trata de una agresión psicológica, pero está socialmente muy legitimada, y es muy difícil de identificar. Estas mujeres (a veces, repito, pueden ser hombres) son muy machistas; creen que los hombres han venido al mundo para suplir sus necesidades y suelen adoptar el papel de desvalida, sumisa, princesita… que la sociedad machista legitima y valora.
En cualquier caso, lo que quiero dejar claro es que un agresor, sea hombre o mujer, que agrede a su pareja, siempre parte de la base de que su pareja no es su igual, de que está ahí para atender sus necesidades. El concepto del amor del agresor o agresora es «amor = posesión». Por lo tanto, como mi pareja es mía, tengo derecho a hacer con ella lo que yo quiera. Como éste es el concepto imperante en nuestra sociedad, no es de extrañar que las agresiones dentro de las parejas sean tan frecuentes.
LA MUJER TÓXICA, LA VÍCTIMA-VERDUGO: OS PRESENTO A LA MUJER PASIVO-AGRESIVA
¿Cómo tener a los demás pendientes de uno las veinticuatro horas del día?
Resultados garantizados.
Proponemos cinco tácticas que garantizan que tus seres queridos vivirán permanentemente pendientes de ti. Puedes utilizarlas de una en una, pero producen mejor efecto combinadas, amén de que la estrategia combinada es mucho más divertida. Estas tácticas han sido testadas y su efectividad está garantizada.
- Ejerce de madre veinticuatro horas al día (incluso si
nunca has parido).
Sólo hay tres períodos de nuestra vida en los que necesitamos amor y cuidados de forma constante: la infancia, la senectud y la enfermedad. El resto del tiempo debemos desarrollar nuestra capacidad innata de cuidarnos a nosotros mismos. Pero tú, pese a todo, puedes tratar a los que te rodean como niños pequeños e incapaces, sea a tu pareja o a tus hijos que hace tiempo dejaron de tener siete años, incluso a tus amigas íntimas. Llámalos seis veces al día, protégelos innecesariamente («¿Pero vas a salir sin jersey con el frío que hace?»), regáñalos («¡No puedes salir sin jersey con el frío que hace!»), sé innecesariamente mimosa e intrusiva, usurpa los derechos de los demás, léeles el correo electrónico y los mensajes del móvil si hace falta (especialmente si tus hijos son adolescentes, te sorprenderá ver la enorme cantidad de gente que te apoya). El resultado está garantizado: los tendrás bailando al son de tus caprichos, completamente inútiles y dependientes, no sabrán vivir sin ti y, con suerte, tus hijos o tu pareja vivirán en tu casa, a tu lado, hasta que fallezcas.
- Hazte la mártir
Este método da unos resultados impresionantes. Es increíblemente efectivo porque evoca culpa, y la culpa es como un pegamento Loctite que mantendrá a los demás pegados a ti. Te garantizamos que los demás se sentirán impotentes y acabarán regidos por tus acciones y tus juicios. Conviértete en la eterna víctima infeliz, nunca asumas la responsabilidad de tu vida porque todo lo que te pasa es, obviamente, culpa de los demás. Bajo ningún concepto asumas responsabilidades y aporrees a los demás con tus suspiros lánguidos y tus caras de pena hasta la sumisión desde la culpa. No importa lo que los demás hagan por ti: nunca lo consideres suficiente.
- Hazte la inválida
No me refiero a esos que la sociedad llama «inválidos» y que son perfectamente válidos e incluso heroicos porque utilizan sus limitaciones físicas para madurar y para engrandecer sus fronteras. No, nada de eso. Tú debes utilizar la enfermedad para escapar de la vida y manipular a otros, en la confianza de que nadie le va a negar todos sus caprichos a una persona que está incapacitada.
Si uno de tus hijos se prepara para dejar la casa o sospechas que tu marido/novio sale demasiado, hazte la enferma. Que tu salud se torne precaria. En el preciso instante en que alguien no esté de acuerdo contigo, pon como pretexto una migraña horrible o un ataque de asma, y guarda cama. Asegúrate de que desde el salón te oyen jadear o suspirar, intentando respirar, y que se culpen porque el ataque ha sido causado por lo que hayan dicho o hecho. Si puedes, consigue una enfermedad crónica. Puedes fingirla claro, pero también puedes provocártela tú misma: no infravalores el poder del subconsciente.
- Sé venenosa
Si cuentas con el maravilloso don de una lengua viperina, úsalo. Regaña, quéjate, humilla, critica todo lo que puedas. Si puedes identificar los puntos débiles de los demás para darles donde más les duela en el momento en que menos se lo esperen, no dudes en hacer uso de esa arma. Fíjate en el cachorrito que juega con una media vieja gruñendo y desgarrándola y tómalo como ejemplo. Asegúrate de que los demás te temen tanto como para cumplir con tus caprichos por miedo a tu lengua. Sé despiadada. Si Angela Channing podía, tú también.
- No crezcas
Sé una niña mujer que necesita ser cuidada, protegida y apadrinada. Di que te da miedo dormir sola o incluso que te da miedo dormir con la luz apagada. Divulga la idea de que eres incapaz de cuidarte a ti misma y de que no puedes vivir sin alguien que te proteja. Habla con vocecita suave y aniñada.
No te dejes llevar por la común idea de que la niña-mujer no puede ser tóxica y viperina. Puede. Y si lo dudas, recuerda lo crueles que podían ser las niñas en el patio del colegio. Puedes criticar a la espalda de alguien todo lo que quieras y jugar a la niña desvalida en su presencia. También puedes manipular desde el llanto infantil, que se ha probado como particularmente útil. Y puedes ser tan gruñona como pueda serlo una niña con una rabieta, sin perder el aura de niña que no ha crecido. Confía en tu imaginación.
Estas cinco tácticas se resumen en una:
Nunca hagas nada que puedas hacer por ti misma.
Vive completamente dependiente de los demás y así te garantizarás que los demás no se atreverán a abandonarte, atados como estarán a ti por la culpa y por el miedo.
No expreses jamás tu fuerza personal.
Muy al contrario, asegúrate de adoptar tácticas subterráneas y deshonestas para detentar el poder sin que se note que eres tú quien lo detenta. Que tus estrategias sean siempre sutiles y secretas. Debes ser la perfecta víctima-verdugo y te garantizo que tendrás a los demás bailando al son de tus caprichos.
I. MI HISTORIA CON UNA PASIVO-AGRESIVA MUY TÓXICA Y OTRAS HISTORIAS
Como no quiero que este libro se dedique exclusivamente a contar qué malos son los hombres os paso el relato en primera persona de lo que me ocurrió a mí con una mujer tóxica que me envenenó la vida.
Esta mujer aparece en mi vida vía el padre de mi hija. Él apenas tenía amigos en España. A través, sin embargo, de esa red de amigos, o más bien conocidos, entra en contacto con una chica. Ella le cuenta que se ha quedado sin casa porque su novio la maltrata y que no le ha quedado más remedio que salir huyendo.
En aquellos momentos yo no trabajaba en casa sino en una oficina. Esta oficina estaba situada en un piso enorme en el barrio de Lavapiés. Yo ocupaba dos habitaciones y sobraban otras dos, que estaban vacías. Así que cuando mi novio me pidió que alojáramos temporalmente allí a aquella chica, me pareció bien. Yo estaba muy sensibilizada con el tema de las mujeres maltratadas y me creí a ciegas la historia. No firmamos ningún contrato. Acordamos que ella pagaría parte de los gastos de la casa y que se quedaría allí en tanto encontrara un trabajo y un sitio donde quedarse. Se suponía que era una solución provisional.
Para que se vea lo ingenua que yo era, sin conocer de nada a aquella chica di por buena la palabra de mi novio que en realidad —yo entonces no sabía eso— tampoco la conocía mucho. Nunca supe siquiera su apellido, no pedí referencias, no pregunté sobre su vida. De haberlo hecho, me habría enterado de que no había trabajado nunca y de que tenía antecedentes penales por estafa. Es importante recalcar esto porque enseña hasta qué punto yo era ingenua a los casi cuarenta años. Me dejé engañar por el aire frágil de la chica, y por lo que contaba.
Ella rápidamente intentó hacerse mi amiga. Una tarde me contó un lacrimógeno relato según el cual ella era huérfana y había crecido en un centro regido por monjas en el que su madre, incapaz de mantenerlas, las había dejado a su hermana y a ella después de que el padre las abandonara. Aquel relato dickensiano, visto ahora, no tiene pies ni cabeza, pues ya hace muchos años que en España no existen orfanatos regidos por monjas, sino casas de acogida. El caso es que me lo creí.
Lo cierto es que a mí me venía bien que alguien viviera en aquella casa. Lavapiés es un barrio extremadamente conflictivo en el que no se puede dejar una casa sola, pues corre uno el peligro de que la ocupen o la roben. Como yo sólo pasaba por allí por las mañanas, me daba tranquilidad que alguien se quedara allí. De esa forma, el que iba a ser un acuerdo provisional se alargó durante dos años. Durante ese tiempo, más gente se quedó en la casa.
Y entretanto yo me separé del padre de mi hija. En aquel momento, le pedí a aquella chica que dejara la casa. Ella se puso a llorar y me dijo que no tenía adónde ir. A mí me resultaba muy incómodo tenerla allí porque a fin de cuentas ella era —eso creía yo— amiga del padre de mi hija, no mía, y no quería mantener red de amistades comunes con él. Además, había empezado a notar cosas raras. En mi oficina desaparecían papeles, las cosas aparecían movidas de sitio y en el ordenador había entrado alguien.
Para colmo, había algo que llamaba mucho la atención. La chica decía que cobraba cuatrocientos euros de ayuda por desempleo. Y que trabajaba en negro como camarera en locales de Madrid. Sin embargo, en la casa aparecían artículos carísimos. Frascos de colonia, muchos, de los de a cien euros cada uno. Chocolates de lujo, zapatos carísimos. El dueño de uno de los bares en los que ella trabajaba me dijo que la había tenido que echar porque robaba en la caja. Para colmo, la chica no hacía más que fumar porros de forma constante, y yo me encontraba colillas de porros por toda la casa.
La gota que colmó el vaso llegó cuando el padre de mi hija, en plena disputa por la custodia, me amenazó con sacar en el juicio algunas fotos eróticas mías recientes, que él no había tomado. Las fotos estaban tomadas en Marruecos, y las guardaba en mi ordenador. La única persona que podía haber tenido acceso al ordenador era precisamente la chica que vivía en casa. Tuve una enorme confrontación con ella y le di un mes para que se fuera.
El siguiente lunes me iba yo a Roma, y ella lo sabía. Ella sabía que iba a estar fuera de Madrid diez días. En el último momento, cancelé el viaje a Roma. Decidí retrasarlo precisamente para sacar las cosas de la oficina. Mientras ella estuviera dentro, no quería que mi ordenador estuviese allí. Así que el lunes me presenté en la oficina. Mi ordenador no estaba. Tampoco varios ficheros. Me personé en comisaría, denuncié el robo y cambié la cerradura. Y me senté a esperar a que la chica llegara. Cuando llegó, y no pudo abrir la puerta, le abrí yo. Nada más verme, salió corriendo. Evidentemente, era ella la que se había llevado el ordenador, probablemente para llevar a hacer una copia del disco duro o algo así.
Llamé a mi amigo Valentín y nos pusimos a buscar en la habitación de ella. Para nuestra sorpresa, nos encontramos con un montón de cosas que no esperábamos. Cajas y cajas con frascos de perfume sin abrir, aún envueltos en celofán. Más cajas y cajas con ropa que llevaba la etiqueta puesta. Todo apuntaba a que se trataba de material robado.
Sacamos todas las cosas de allí y llamamos a una amiga de la chica, que era, oh casualidad, policía. Le entregamos todo lo que había y dimos por zanjado el tema. Por cierto, después de dos años yo ni siquiera sabía cómo se apellidaba ella. Nunca me había enseñado un solo papel, nada, sobre su vida.
Al poco tiempo me llegó una citación judicial. La chica me había demandado por lesiones, robo, amenazas y coacciones. Se admitió a trámite la demanda incluso sin haber una sola prueba de lo que decía. En realidad, fueron varias demandas. Me demandaba por amenazas sin un solo mail, SMS o llamada grabada. Me demandaba por robo diciendo que le había robado un anillo de oro blanco, brillantes y esmeraldas y un collar de piedras preciosas, sin presentar una sola prueba de compra o foto con las joyas. Me demandaba por lesiones presentando dos partes de lesiones diferentes entre sí pero ningún testigo. Resulta increíble que el juez creyera que a una mujer que se acogía a la justicia gratuita porque oficialmente llevaba años sin trabajar (recibía una prestación social) y porque no poseía, oficialmente, ni casa, ni coche, le pudieran haber robado joyas valoradas en doce mil euros. Resulta increíble que la demanda se admitiera a trámite. O no tan increíble en este país. El juez era afín al PP, y yo ya estaba muy significada políticamente.
Hubo varios juicios, cinco sin ir más lejos. El juez acabó por inhibirse al reconocer finalmente que había admitido a trámite varias denuncias sin pruebas. Se trasladó el caso a una jueza. De todos los cargos sólo quedó el de lesiones e, incomprensiblemente para cualquiera que no viva en un país en el que la justicia está corrupta, se me condenó a mí pese a que los dos partes de lesiones eran contradictorios entre sí y pese a que el propio testigo que ella llamó para ratificar su versión reconoció ante el juez que él no había visto nada y que cuando ella le contó la historia ella no tenía una sola marca.
No puedo ni quiero escribir su nombre, del cual, por desgracia, sí puedo acordarme, pero si quiere saber más de la historia basta con que teclee «Bofetadas en casa de Lucía Etxebarria» en Google y encontrará la historia narrada según su versión, porque ella (A.) llevó su historia al diario El Mundo y a varios medios más. Intentó ir a televisiones, pero nadie estuvo dispuesto a pagar por su testimonio.
Más tarde, como no conseguía dinero, volvió a demandarme asegurando que yo «había lesionado su honor» (pese a que era ella la que había concedido declaraciones a Interviú, El Mundo, la televisión de El Mundo y algún medio más). Gané el juicio y se la condenó a pagarme las costas (casi tres mil euros por mor de las tasas judiciales de Gallardón). Se declaró insolvente y nunca las pagó. Recurrió, con lo cual hubo que pagar aún más tasas. Unos seis mil euros en total.
Tuve que pasar por siete juicios, siete, que me costaron, en tasas de abogado y procuradores, unos siete mil euros. Ella siempre se atuvo a la justicia gratuita, dado que no trabajaba y que, según su vida laboral, pocas veces lo había hecho. Entonces ¿de qué vivía? Según ella, de la prestación social. Ésa es la versión oficial. Y, a tenor de lo que encontré en las cajas, puede que viviera también de lo que robaba, o eso es lo que yo sospecho. Debo añadir aquí, por supuesto, un «presuntamente».
La historia constituyó una de las peores pesadillas de mi vida y me costó cara en dinero, en tiempo, y en estabilidad mental. Amén de todo lo que me costaron los juicios, tuve que hablar mucho de ella en terapia porque la historia me dejó secuelas. No me atrevía a pasar por mi oficina, y lloraba en cuanto escuchaba la más mínima referencia a aquella casa o al nombre de la susodicha.
Lo que podéis aprender de mi historia es lo siguiente:
En primer lugar, llama la atención mi ingenuidad. ¿Cómo no indagué sobre el pasado de la chica? ¿Cómo no me sorprendió el hecho de que sin trabajar pareciera manejar tanto dinero? ¿Por qué no pregunté en su entorno sobre sus antecedentes y así podría haber averiguado, como más tarde averigüé, que estaba condenada por estafa, y que el novio —el que según ella la había maltratado— la había echado de casa precisamente al enterarse de que robaba? ¿Cómo me creí a pies juntillas la dickensiana historia del orfanato? ¿Cómo es que después de dos años ni siquiera conocía su apellido?
La respuesta la he obtenido mediante terapia. Yo soy la última de siete hermanos. Recibí una educación católica y muy conservadora, y durante años, hasta que dejé mi casa, básicamente me limitaba a hacer lo que me decían, tanto mis padres como mis hermanos mayores. No se me educó en la asertividad ni en la autonomía. Y sí en una rígida educación católica de colegio de monjas en la que se me metió a hierro candente en la cabeza que mi función en la vida era la de hacerme cargo de los demás, ayudar al que tuviera menos que yo. Ella supo manipular mi poca asertividad y mi complejo de culpa a partir de su victimismo. Parecía que a mí me iba todo bien (había ganado un premio literario importante, tenía una hija maravillosa) y a ella todo le iba mal (no tenía novio, ni trabajo, ni familia), y ella estaba continuamente haciéndomelo notar. Como buena pasivo-agresiva, era extraordinariamente capaz de identificar los puntos débiles de los demás para dar donde más dolía. En mi caso, en mi complejo de culpa católico. Una ventaja con la que cuentan las personalidades agresivas encubiertas es el hecho de que las personalidades menos hostiles y crueles por lo general no pueden soportar ver sufrir a alguien. Por lo tanto, la táctica fue simple. Se hizo la desprotegida (la historia del orfanato y de la cruel madre que las abandona), se hizo la niña (era mayor que yo, pero aparentaba casi la mitad de su edad) y se hizo la víctima (la historia del ex-novio maltratador) para convencerme de que necesitaba ser cuidada, protegida y apadrinada.
Recurrió a la mentira y fue contando todo tipo de historias sobre mí al padre de mi hija (le decía que yo me había acostado con otros hombres en la oficina y le pasó las fotos de las que he hablado) y a mí sobre él, de forma que nos enfrentó y así no pude contar con su ayuda (de hecho, el padre de mi hija la apoyó a ella). También fue contando las mismas historias a terceras personas, incluso convenció a algunas de ellas para que declararan a su favor con el fin de desacreditarme (lo único que pudieron declarar es que ella vivía allí, pero jamás habían visto una pelea ni mucho menos anillos de esmeraldas o collares de piedras preciosas). Manipuló mi sentido de culpa y consiguió quedarse a vivir en una habitación a cambio de prácticamente nada. Consiguió hacerme sentir mal sólo porque estaba en mejor situación que ella. Y siempre, siempre, se retrató a sí misma como una víctima inocente a fin de ganar la compasión y conmover la lástima. De la misma manera en la que logró convencerme a mí de que su exnovio la había maltratado, logró convencer a muchos de que yo la había pegado. Una muestra de su increíble capacidad de fabulación y persuasión: en el juicio llegó a decir que yo «la había arrastrado del pelo por el suelo». En el año en que según ella ocurrieron los hechos, ella llevaba el pelo corto, pero, además, yo soy asmática: no puedo arrastrar pesos.
Aquella mujer era experta en encantar, alabar, adular, pelotear… Hasta el último momento, hasta el día en que quedó claro quién había estado pasándole fotos al padre de mi hija, no hizo más que ponerle verde a él y decirme a mí lo estúpido que era él y qué gran persona era yo, y lo que él había perdido al dejarme.
Las personalidades encubiertas agresivas son expertas en encantar, alabar, adular, pelotear y apoyar abiertamente a otros a fin de conseguir bajar su defensa y ganarse su confianza y lealtad. Los agresivos encubiertos son también muy conscientes de que la gente que es hasta cierto punto emocionalmente necesitada y dependiente (y esto incluye a la mayor parte de personas que no tienen desórdenes de personalidad) busca aprobación y que les mueve un sentido de ser valorada y necesitada. El fingimiento de que está atenta a esas necesidades se convierte en la mejor estrategia de una manipuladora para obtener un poder increíble sobre otros. A mis espaldas, A. malmetía todo lo que podía, de forma que me puso en contra de todo aquel que hubiera estado en situación de ayudarme. Y era una consumada actriz: en el juicio se puso a llorar a lágrima viva mientras relataba cómo le robé un anillo de esmeraldas y brillantes que nunca tuvo. Fue entonces cuando me di cuenta de que todas aquellas veces en las que me había llorado cuando compartíamos espacio, hablándome de su desdichada infancia y su tormentosa relación, también mentía.
La cuestión es que durante dos años jamás sospeché ni lo más mínimo de sus intenciones. Nunca. No me di cuenta de nada. De la misma forma que tantos hijos, maridos, novios y a veces hijas, novias y amigas de mujeres pasivo-agresivas no se dan cuenta de nada. Un familiar mío estuvo casado con una pasivo-agresiva de libro. Era la típica mosquita muerta (muy parecida, por cierto, físicamente a A.: delgadita, poca cosa, lacia, muy poco vistosa) de la que no podías pensar otra cosa que «inofensiva». Siempre se estaba quejando de todo. Ella era profesora en un colegio y, según decía, el director le tenía manía, los alumnos le hacían la vida imposible y su marido no la ayudaba en nada. Para colmo de males, padecía todo tipo de enfermedades. Día sí, día no, la criatura se pasaba la vida en la consulta de un especialista por todo tipo de problemas: taquicardias, ataques de ansiedad, gripes, alergias, desmayos, dolores de cabeza. Al tiempo, su marido decide separarse. Ella se pasa el día contándole a toda la familia todo tipo de horrores sobre el susodicho. No le pasa la pensión, ella casi no tiene de qué vivir, él la acosa… La creímos todos. ¿Cómo no la íbamos a creer? La pobrecita, tan esmirriada, tan apagada, tan calladita, era lo más opuesto que te puedas imaginar a una mujer de rompe y rasga. Finalmente, un día el marido, harto de toda la historia, saca los papeles. Ella ganaba más que él, pero había conseguido de él una pensión desaforada. Yo misma vi el convenio de separación, las pruebas de las transferencias… y me quedé a cuadros. Ella era tan buena actriz que yo me había creído perfectamente la triste historia de la Madre Coraje que bregaba como podía para mantener a su único hijo, sin poder comprarse ropa o cortarse el pelo. Y resulta que la Madre Coraje vivía con cuatro mil euros al mes, teniendo la casa pagada y al niño en el colegio público.
Las manipuladoras son muy listas, listísimas, pero no son personas maduras. No saben resolver los problemas de una forma creativa, no son capaces de valerse por sí mismas, sólo pueden parasitar. La manipuladora usará los defectos o cualidades de sus «huéspedes» (aquellas personas a las que parasite) para conseguir lo que desee. Si una persona es ingenua, si carga con un complejo de culpa, si está educada en el ideario católico de la ayuda a los más desfavorecidos, si tiene ideales de justicia social, la manipuladora se valdrá de ello para obtener lo que busca. Son expertas en obtener información personal de los demás (A. se pasaba el día preguntando, y lo que no supo de mí por vía directa lo obtuvo curioseando en mis cosas) y, sobre todo, en mentir. Son muy buenas mentirosas. Ya he dicho que A. llegó a llorar en el juicio con lágrimas y sollozos, cuando yo —que he trabajado años en cine y acudo regularmente al teatro— les puedo garantizar que muy pocas actrices profesionales consiguen un llanto creíble en escena o en plató. A las manipuladoras resulta muy difícil pillarlas mintiendo. Las manipuladoras —siendo personalidades agresivas encubiertas— son propensas a mentir de modos sutiles y encubiertos. Casi nunca lo hacen de forma directa. Las manipuladoras a menudo engañan reteniendo una cantidad significativa de la verdad o deformándola. No responden a preguntas directas y son hábiles en mentir por omisión.
Todos nosotros tenemos debilidades e inseguridades que un manipulador inteligente podría explotar. A veces, somos conscientes de estas debilidades y de cómo alguien podría usarlas para aprovecharse de nosotros. Pero casi siempre somos inconscientes de nuestra vulnerabilidad. No nos damos cuenta de nuestros puntos débiles. Las manipuladoras aprenden a conocernos mejor que nosotros mismos. Y saben qué botones presionar, cuándo y con qué fuerza. Somos fáciles de engañar y explotar porque no nos conocemos bien a nosotros mismos.
El problema con las mujeres manipuladoras es que desafían todo lo que nos han enseñado a creer sobre la naturaleza humana. A la mayoría nos han enseñado que los malos y malas son de cierta manera, a partir de los estereotipos que se reproducen en novelas, series de televisión, películas… Cuando tratamos con una manipuladora despiadada jamás vemos a la persona cruel y fría que en realidad es, sino a una pobre víctima. Incluso cuando empezamos a sospechar, queremos concederles el beneficio de la duda, y asumir que ellas realmente no abrigan las intenciones malévolas que sospechamos. ¿Cómo va a ser mala ella, tan débil, tan pasiva, tan apocada, tan poca cosa? Y entonces, en un bucle perverso, nos sentimos aún peor por haber dudado de ellas. Eso es lo que me pasó a mí. Hasta el final, no me podía creer lo que estaba viendo. Tenemos más tendencia a dudar y culparnos por atrevernos a creer lo que nuestro instinto nos dice sobre el carácter de la manipuladora. Las manipuladoras pelean, pelean siempre. Pelean para mantener una posición, para ganar poder, para eliminar obstáculos, pero no pelean directamente. Rehúyen el enfrentamiento directo y lo hacen todo por vías indirectas: mentiras, engaños, chantajes emocionales, lágrimas. Por eso nos hacen dudar tanto.
Las manipuladoras son a menudo expertas en utilizar el complejo de culpa de sus víctimas para mantener a éstas en la duda sobre sí mismas, ansiosas y sumisas. Cuanto más conciencia católica o social tenga la víctima potencial, más eficaz será el uso de la culpa como arma.
Las personalidades agresivas encubiertas de todos los tipos (esto es: las que son muy agresivas pero nunca agreden de forma directa) usan la creación de culpa como táctica manipuladora con tanta frecuencia y con tanta eficacia, que se puede decir que ése es el rasgo fundamental que los diferencia de otro tipo de personalidades, como las personalidades neuróticas por ejemplo. Todo lo que una manipuladora tiene que hacer es sugerir a su víctima que no se preocupa bastante por ellas, que es demasiado egoísta… (A. lo hizo conmigo de forma constante; por ejemplo, si me quejaba de que no pagaba los gastos de la casa ella me hacía sentir mal por pedírselo). Pero al contrario, las manipuladoras jamás admiten que su comportamiento ha sido equivocado, ni reconocen responsabilidades.
Las manipuladoras se presentan siempre como víctimas inocentes de circunstancias o del comportamiento de otra persona a fin de suscitar la compasión y así conseguir algo del otro. Como ya he contado, A. se presentó como una huérfana y una mujer maltratada, y ambas historias eran falsas. Una ventaja con la que cuentan las personalidades agresivas encubiertas es el hecho que las personalidades menos hostiles y crueles por lo general no pueden soportar ver sufrir a alguien. Por lo tanto, la táctica es simple: convencer a la víctima de que sufre de algún modo, y la víctima tratará de aliviar esa angustia. Los agresivos encubiertos usan esta táctica para encubrir sus egoístas motivos, propósitos y objetivos.
Un buen ejemplo de manipuladora despiadada nos lo presenta Joseph L. Mankiewicz en su obra maestra, Eva al desnudo.
Karen, esposa de Lloyd, autor teatral, conoce a Eva a la salida del teatro en que la famosa actriz Margo Channing está representando una obra. Eva parece la misma esencia de la dulzura, la bondad y la pureza: fina, poca cosa, con cara de buena. Eva acude cada noche a las representaciones, pues es una fan incondicional de la actriz. Gratamente sorprendida, Karen lleva a Eva al camerino de Margo.
Eva narra la historia de su vida a los personajes con quien comparte el camerino. Su marido falleció en la guerra, un auténtico héroe. Ella está sola en el mundo, perdida, confusa, desorientada. Despierta pues la admiración y la compasión de todos los presentes, entre ellos Bill Simpson, el prometido de Margo.
Margo, conmovida por la historia, decide tomar a Eva a su cargo, en calidad de asistente.
Poco más tarde, Margo se despierta en mitad de la noche al recibir una extraña llamada. Es el cumpleaños de Simpson, y al final de la secuencia se revela que Eva se había permitido la libertad de concertar una llamada a las doce de la madrugada al señor Simpson de parte de Margo, porque es el cumpleaños de él. Como Margo no estaba advertida, queda claro y evidente que ni siquiera sabía que era su cumpleaños. Además, Eva se ha permitido el lujo de organizar una fiesta en honor de Simpson. Todo esto, sin decirle nada a Margo.
Ya notamos en el transcurso de la secuencia que Eva se está introduciendo tímidamente en la vida privada de Margo. Es un pequeño indicio para el espectador, que de ninguna manera desmiente la imagen de pureza y bondad de Eva.
Ya de día, Margo, mientras le traen el desayuno, muestra su enojo con respecto a las acciones de Eva. Como Eva sigue pareciendo una mosquita muerta, Margo queda como una auténtica desagradecida que no valora lo que Eva hace por ella.
Previamente a la fiesta de cumpleaños, Margo sorprende a Eva y Simpson charlando muy animados y se pone celosísima porque cree ver que Eva está coqueteando descaradamente con Simpson. Margo queda como una celosa histérica porque ¿quién iba a dudar de la cándida y dulce Eva?
Cuando van llegando los invitados, todos coinciden en admirar las muchas cualidades de Eva (servicial, dulce, formal, un encanto de chica) que se convierte en el centro de las conversaciones. Margo, frustrada y claramente celosa, acaba por emborracharse y parece así que Eva es calmada y tranquila y Margo una borracha insoportable y caprichosa.
Margo le pide a Max, un famoso productor, que le dé un trabajo a Eva en su oficina.
Paralelamente, Eva le pide a la señora Richards la oportunidad de ser la nueva sustituta para la obra de Max. Porque, claro, a Eva le gusta taaanto el teatro y admira taaanto a Margo… que sustituirla sería su gran sueño.
Al final de la fiesta, la borrachera de Margo es épica y la diva está de un pésimo humor. Margo acaba discutiendo con todos. De manera que los invitados se ponen a favor de Eva, que en ningún momento pierde la compostura.
Eva consigue ser nombrada sustituta de Margo a espaldas de ésta. Esto le sienta francamente mal a Margo. Como siempre, Margo pierde los papeles ante lo que considera una traición y Eva en ningún momento se sale de su rol de dulce e inofensiva. El entorno de Margo se posiciona a favor de Eva. Incluida su mejor amiga, Karen Richards, que decide gastarle a Margo una broma, siempre en connivencia con Eva.
Los Richards invitan a Margo a un fin de semana en la casa de campo. Un supuesto fallo de coordinación a la hora de llenar el depósito de gasolina los deja tirados en la carretera. Margo no llegará a tiempo para la obra, Eva tendrá que sustituirla. Margo ni siquiera sospecha que Karen y Eva han planeado todo.
Eva, para la ocasión, ha llamado a toda la crítica teatral de Nueva York para que sean testigos de su debut.
En el camerino Eva le declara a Bill Simpson su amor, y aquí se ve claramente el intento de adquirir, por parte de Eva, todo lo relacionado con Margo. Él la rechaza.
Karen se da cuenta de que ha sido manipulada por Eva y corta toda relación con ella, pero coinciden casualmente en un restaurante. En el transcurso de la cena, Eva envía una nota a Karen con el fin de hablar con ella a solas. Se ven en el tocador del restaurante (esos tocadores enormes de las películas de Hollywood, nada que ver con los diminutos cuartos de baño de los restaurantes actuales). Eva chantajea a Karen: o consigue que su marido le dé el papel principal en la obra que está escribiendo, o le revelará a Margo que juntas idearon la broma pesada de estropear el coche.
Eva consigue finalmente el papel, porque Margo decide casarse con Bill y dejar el teatro.
Como Eva no ha conseguido a Bill Simpson, el novio de Margo, seduce a Lloyd Richards. Lloyd no quiere dejar a Karen, así que Eva opta por una nueva táctica de ataque indirecto. Consigue que una amiga llame a Karen a las cuatro de la mañana y le diga que Eva ha intentado suicidarse, insinuando claramente que lo ha hecho por el amor que siente hacia Lloyd y desvelando así la relación.
Parece que Eva lo ha conseguido todo con sus manipulaciones. Es una actriz reconocida, Lloyd se va a divorciar y se va a casar con ella. Pero la chantajeadora es chantajeada a su vez. El crítico teatral Addison DeWitt, al que Eva ha utilizado como peldaño en su escalera hacia el éxito, se siente utilizado al descubrir la relación de Eva con Lloyd e indaga en el pasado de ésta. Tal y como descubrí yo con respecto a A., el pasado de Eva nada tiene que ver con lo que ella ha contado. Eva ha robado, estafado, engañado… y ha tenido que salir por patas de la pequeña ciudad donde vivía. Nunca estuvo casada con un héroe de guerra. En realidad, nunca ha estado casada.
Véase lo bien que cuenta la película el progreso de Eva, idéntico al progreso de A. e idéntico al progreso y modus operandi de cualquier manipuladora. Eva se inventa un triste pasado y una horrible situación para despertar la compasión, tal y como hizo A. Eva adula, y nunca, jamás, pierde la calma, tal y como actuaba A. Eva miente sin parar, tal y como lo hacía A., y Eva enfrenta a unas personas con otras, tal y como lo hizo A. No hay en Eva más sentimiento que el triunfo y el amor a sí misma; todo lo demás está al servicio de la meta que se ha marcado milimétricamente desde que asistiera a las actuaciones de su ídolo. De la misma manera, que, según me enteré después —porque A. se lo había dicho a más gente—, A. quería sacarme dinero desde el principio. De hecho, en realidad quería quedarse con la casa. La historia es tan parecida a la que yo viví que cuando vi la película —por enésima vez, pero después de haber pasado por la experiencia de A.— me quedé patidifusa y pensé: «Esto lo tiene que haber vivido en carne propia; si no, es imposible que lo cuente tan bien». Efectivamente, la historia está basada en un cuento corto: La sabiduría de Eva, de Mary Orr. Sí, autobiográfico.
Para poner un último ejemplo de hombre manipulado por una mujer predadora, cuento una historia corta.
Una amiga de Vitoria (Idoia, nombre supuesto) estuvo muchos años saliendo con un chico (Iñaki, nombre supuesto), hijo único, gestor y heredero de unas bodegas en La Rioja, un excelente partido. La relación no avanzaba por culpa de la madre de él, viuda. Él era hijo único. Las cosas no fueron tan complicadas mientras los dos eran adolescentes, pero empeoraron cuando se hicieron adultos. O más bien, Idoia se hizo adulta. Iñaki nunca dejó de ser un niño manipulado por la madre, que controlaba de tal forma a su hijo que él no se atrevía a dormir fuera de casa, puesto que si lo hacía la madre lo pasaba mal. Por otra parte, la madre no le dejaba llevar chicas a casa. Así que si Iñaki se quedaba a dormir en casa de Idoia, tenía que levantarse antes de la amanecida para presentarse en casa de su madre. Tampoco podían hacer planes juntos. Si preparaban algún viaje sucedía que, de forma matemática, la madre de Iñaki enfermaba la víspera de la partida. Sufría una crisis de ansiedad y se presentaba en urgencias, de forma que el viaje se frustraba. Por supuesto, al día siguiente la madre estaba como una rosa. Idoia se daba perfecta cuenta de la manipulación, pero Iñaki siempre defendía a la madre. Finalmente, Idoia dejó a Iñaki.
Poco después, muy poco después, Iñaki empieza a salir con una chica polaca. Como imagináis la chica es calladita, tranquila, sumisa. Tan buenísima es Kazia que incluso acompaña a la anciana madre de Iñaki a misa cada semana. Iñaki no hace otra cosa que colgar fotos en su perfil de Facebook en acarameladísimas situaciones con su nueva novia y llevarla allá donde va (ya hemos dicho que esto de colgar fotos en el Facebook es un clásico) para desesperación de Idoia, que no se ha desenganchado ni de Iñaki ni del perfil y que sigue en contacto con los amigos comunes (ya hemos dicho que no hay que seguir en contacto con amistades comunes por un tiempo ni mirar jamás perfiles de tu ex en redes sociales). Iñaki está jugando a despertar los celos de su ex, de la que seguía enamorado. Pero el juego le sale mal: Kazia se queda embarazada, según ella debido a un fallo de la píldora. Curioso que una católica que va a misa diaria mantenga relaciones extramatrimoniales y tome anticonceptivos, más curioso aún que la píldora, que tiene un porcentaje de fallos de 0,5%, le falle precisamente a ella. Iñaki, único heredero de las bodegas de su padre, se casa, precisamente por presiones de la madre. Kazia consigue la nacionalidad española. Kazia deja su trabajo —dependienta en Zara— durante el embarazo, arguyendo que está demasiado agotada como para trabajar, y nunca lo retoma. El final de la historia ya lo sabéis. Kazia tuvo otro hijo, nunca trabajó, más tarde se divorció y se llevó una altísima pensión que le permitirá vivir sin dar golpe durante muchos años. Poco después Iñaki descubrió que Kazia mantenía una relación paralela mientras estaba con él, y que no abandonó esa relación hasta que se quedó embarazada.
Por supuesto, si Iñaki fue fácilmente manipulado por Kazia fue porque ésta sembraba en terreno abonado. Iñaki ya había sido moldeado por una madre manipuladora, Iñaki era ingenuo, confiado y siempre dado a servir. Kazia no tuvo más que aprovechar esas debilidades.
Muy importante: Una sociedad que a día de hoy todavía tiende a repartir papeles por géneros (las niñas van de rosa, los niños de azul; un hombre promiscuo es muy hombre; una mujer promiscua una puta; el varón debe ser el proveedor, y la mujer la distribuidora; etc., etc.), es una sociedad que alienta la agresión abierta y activa como «masculina» y la pasiva y encubierta como «femenina». Pero nadie ha probado que este tipo de comportamiento sea genético. Si es cierto que hay más prevalencia de personalidades pasivo-agresivas entre mujeres, es igualmente cierto que hay hombres pasivo-agresivos. Seguro que tú que me lees has conocido a un varón que encaja perfectamente en las características que hemos expuesto.
EL FALSO MALTRATADO, LA FALSA MALTRATADA
Como ya he explicado, uno de los rasgos del dependiente dominante consiste en transferir y proyectar la culpa, de forma que cuando la relación se acaba, culpará a la pareja de la debacle. Es ahí donde aparece la historia del falso maltratado o la falsa maltratada.
Todos hemos escuchado contar historias de falsas denuncias de maltrato. Existen, por supuesto, como también existen estafas al seguro. Yo he sido víctima de varias, como he explicado. Pero en realidad no existe esa presunta epidemia de falsas denuncias que supuestamente vivimos.
El caso es que tú te puedes encontrar en una de estas situaciones:
- Acabas de empezar una relación con un hombre o una mujer. Sabes que ese hombre tiene una denuncia por maltrato, o llega a tus oídos la historia de una expareja de la mujer que asegura que ella era una maltratadora psicológica.
- Eras amigo de una pareja, sigues siendo amigo de ambos. Cada cual te cuenta su versión de la historia, y cada uno asegura que el otro le engañó, mintió, estafó, insultó, maltrató psicológicamente…
En el primer caso, si puedes, yo te aconsejaría que intentases tomar un café con la pareja anterior.
Si esa pareja anterior se niega a hacerlo, no dice mucho en su favor. Podría querer decir que en realidad sigue unida por un vínculo de odio, rencor y celos.
Si a tu actual pareja le parece fatal que intentes contactar con su ex, tampoco dice mucho en su favor. Suena a que no quiere que conozcas más versión de la historia que la que él te suministra.
En el caso de que puedas quedar a tomar ese café, escucha con los oídos bien abiertos y fíate de tu intuición.
También debes escuchar con los oídos bien abiertos y fiarte de tu intuición si dos personas se están acusando la una a la otra. Puede ser un caso de violencia cruzada o recíproca. O no.
Voy a darte un ejemplo desgraciadamente muy conocido en España. El caso de José Bretón.
Su mujer, Ruth, sufría una depresión. Acudió al psicólogo. Éste, sospechando de un maltrato, la remitió al Centro Andaluz de Atención a la Mujer Maltratada. Por desgracia, se trataba de un servicio público, y la lista de espera era muy larga. Cuando por fin le dieron cita, Ruth estaba muy mal. Los especialistas del centro dictaminaron que Ruth sufría maltrato y aconsejaron que se separase. Desgraciadamente, el juez hizo caso omiso de la recomendación de los especialistas apuntando a que el padre no se quedara a solas con sus hijos porque había indicios de maltrato hacia ellos. Así que mientras se iniciaban los trámites de separación, el padre tenía derecho a pasar con ellos un fin de semana de cada dos. En uno de esos fines de semana, asesinó a los niños. Lo fuerte de la historia es que el padre había consultado a una abogada para reclamar la custodia de los niños, y su versión ante la abogada era que la maltratadora era ella.
Como he dicho, puede haber muchos casos de violencia cruzada e interacción tóxica en los que la relación es tóxica por ambas partes. Pero en otros hay claramente un agresor o agresora y una víctima. La víctima, intentando defenderse, puede recurrir a veces a comportamientos tóxicos: gritar, insultar, e incluso agredir. Pero no es la víctima la que inicia la agresión.
Lundy Bancroft alerta al respecto. En su libro narra cómo en muchos casos los agresores acosan a su pareja hasta que consiguen que ella pierda los nervios y los agreda, y en ese momento buscan un testigo, graban la escena o llaman a la policía. Por eso muchas veces consiguen que la víctima parezca la agresora. La propia víctima cree ser la agresora, y entra en un circuito de confusión y culpabilidad que la victimiza más aún.
Pero es fácil detectar quién es la víctima y quién el victimario cuando no se trata de una relación de violencia cruzada: es la víctima la que enferma. Es la víctima la que se deprime. Y en casi todos los casos suele ser la víctima la que toma la decisión de la separación. De forma que si un hombre empieza a quejarse de que su mujer le maltrataba psicológicamente, y se queja después de la separación, y no se quejaba antes, desconfía. El 99% de los hombres que maltratan a sus mujeres nunca admite su culpa, como bien explica Lundy Bancroft[22], y las culpan a ellas.
Las culpan de mentir, de exagerar, o en algún caso, de provocar la agresión.
Esto último es fácil. Si un hombre agrede físicamente a una mujer, lo normal es que ella se defienda. Casi siempre, le arañará. La misma chica a la que me he referido antes, Daniela, me contó un día que él se había presentado en su apartamento con arañazos en la cara. «Ha sido ella, su exmujer, está loca…». Tiempo más tarde, cuando él empezó a maltratarla a ella, Daniela comprendió, amargamente, que la exmujer no estaba loca, y que probablemente le había arañado intentando defenderse de una bofetada.
También desconfiaría yo mucho de una mujer que se pasase el día hablando mal de su ex. Una mujer que ha vivido una relación tóxica y la ha superado es capaz de explicar claramente por qué entró allí y qué es lo que pasó.
Yo os he dado tres ejemplos de tres testimonios, los de las exparejas de Gerard, Antonio y Anxo. Ninguna recurre a la descalificación personal. Ninguna dice de él «menudo hijo de puta, cabrón, miserable…». Todas argumentan fríamente y exponen hechos. No se presentan como víctimas, sino como supervivientes. La historia forma parte de su pasado, eso es todo. No exigen venganza ni compensación.
Pero cuando yo veo a una mujer que desde el victimismo intenta ganarse mi simpatía culpando y responsabilizando a su ex de lo mal que está ella, puedo sospechar que estoy frente a una mujer pasivo-agresiva de libro y, por si acaso, no me creo todo a la primera. Me suena al típico enganche de ira, rabia, odio, celos y envidia propio de quienes no han sabido asumir su responsabilidad en la historia para superarla y seguir adelante.
CUANDO ELLA VIVE EN UNA RELACIÓN TÓXICA
El noviazgo de Carmela fue corto y muy romántico. Ramos de rosas y cenas con velitas. La boda, precipitada: ella estaba embarazada. De novio a marido el carácter de él cambió. Se volvió distante, hipercrítico, iracundo. Esperando su segundo hijo, Carmela descubrió que él tenía una amante. Contra la opinión general («¿Adónde vas a ir con dos niños pequeños?»; «En un matrimonio hay que aguantar»), se divorció, en medio de una intensa niebla emocional de miedo y culpa. El padre trataba a la hija tan mal como antes trataba a la madre, y constantemente la comparaba (para mal) con su hermano. Pero tal y como hacía con la madre, alternaba las conductas abusivas y tóxicas con momentos de encanto letal: un día le gritaba por cualquier nimiedad, al día siguiente le compraba un regalo. Carmela nunca desautorizó la conducta de su marido. Su marido le chantajeaba. «¡Has destrozado un hogar!», y ella le creía, y aunque a veces la niña decía que no quería ver a papá, Carmela le obligaba a hacerlo.
Hoy esa niña tiene veinticinco años. Como suele suceder, se ha buscado un novio que es un clon de su padre (los patrones tóxicos se suelen reproducir) y está enganchada en una relación tóxica y abusiva. Cada vez que Carmela intenta decirle que esa relación no es sana, Míriam se revuelve como una gata panza arriba: «¡No te metas donde no te llaman! ¡Tú sólo quieres destrozar mi relación!».
Carmela está desesperada. Tan desesperada como tantos familiares o amigos que contemplan impotentes como mujeres muy válidas se anulan en manos de patanes que las tratan como felpudos, porque cada intento de intervención o consejo provoca una respuesta hostil por parte de la víctima. La tentación de «es asunto suyo y con su pan se lo coma» es muy fuerte, pero hay que resistirla y perseverar.
Nunca insistas en lo gilip… que él es (sí, lo es). Ella ya se siente agredida por su pareja, si te ve a ti en posición agresiva, no reaccionará bien. Nada de: «¡Menudo mam…! ¿Cómo puedes aguantarle?». Sino más bien: «Yo sé que le quieres, pero no te veo bien y me preocupas». Hay que tener en cuenta que ella, pese a todo, le ama, así que le defenderá y negará el abuso/maltrato. Es mejor no hablar de él. Nada de: «Pero ¿no ves que te manipula?». Habla de ella: «¿Me puedes decir cómo te sientes? ¿Crees que esto es bueno para ti?». Practica la escucha activa, deja que ella se desahogue, que verbalice lo que sucede.
Sé muy paciente. No intentes forzar una ruptura. Eso sería un intento de control, y a ella ya la están controlando. Según los especialistas en violencia de pareja, las víctimas intentan romper la relación entre cinco y diez veces sin éxito antes de separarse (ese círculo vicioso de amor-pasión-control-celos-amenazas-reconciliación-amor). Nunca digas: «Si vuelves con él, olvídate de mí, yo desisto». Di mejor: «Yo estoy siempre aquí para escucharte». Y recuerda que también hay mujeres maltratadas por mujeres, y hombres maltratados por hombres. Los casos de hombres físicamente maltratados por una mujer son estadísticamente mínimos, pero sí existen casos de hombres manipulados por mujeres controladoras y/o pasivo-agresivas. Las reglas se aplican exactamente igual: las relaciones tóxicas no entienden de géneros.