CAPÍTULO 7
El cuarto mandamiento o ¿de dónde vienes tú?
Una lee las memorias de Isabel Sartorius[13] —la que fuera durante años la novia oficial del Príncipe de España— y descubre a una madre que nunca cuidó de sus hijos porque para eso había «señoritas». No una señorita, no: señoritas, en plural. Una madre que enviaba a sus hijos a pasar las vacaciones solos en un hotel, al cuidado de las susodichas señoritas, porque ella se iba a vivir un mes de ensueño en un yate con su novio. Una señora que enviaba a su hija a los catorce años a comprar cocaína. En coche oficial, eso sí. Una señora que a los cuarenta o cincuenta años seguía dependiendo de su hija económica y emocionalmente. Una señora que a ojos de esta lectora —yo— es un monstruo de egoísmo que le ha destrozado la vida a su hija, como su propia hija, en realidad, admite. Y, sin embargo, las memorias de Isabel Sartorius son un canto de amor a su madre. La justifica en todo momento. Culpa de todo a la adicción de su madre, sin darse cuenta de que el episodio de los niños abandonados en un hotel en vacaciones junto con las señoritas tuvo lugar antes de que la adicción surgiera. Pero hay una necesidad desesperada no sólo de perdonar a la madre, sino de eximirla de culpa.
Isabel Sartorius se define a sí misma como «codependiente». Ha pasado por todo tipo de terapias. A día de hoy, después de años de intenso sufrimiento, parece feliz. Ella misma reconoce que si está sola ha sido por su incapacidad de crear vínculos íntimos y estables con hombres, y por su terror al compromiso, derivado de la historia de codependencia que creó con su madre.
La hermana de un exnovio me contaba la historia del padre. Voy a llamarla Ángela, porque tiene un aspecto muy angelical. Yo sabía que el padre era un maltratador psicológico, su propio hijo me lo había contado cuando mantuvimos una relación. Lo que no sabía era que también era un maltratador físico. A su hija no sólo la insultaba y despreciaba, sino que la pegaba a la mínima, palizas completamente injustificadas. La hija, de mayor, aquejada de una fobia social muy seria, acudió a un terapeuta. El terapeuta le hizo ver la responsabilidad de la madre en el asunto. La madre nunca se había enfrentado al padre, muy al contrario, le había justificado y había, de paso, culpabilizado a la niña: «Pero no le provoques, ¿no ves cómo se pone luego?». Esa niña continuó siendo siempre una niña, pese a que ya tenga cuerpo de adulta. A día de hoy, sigue justificando a la madre. «Tenía miedo. No sabía hacer otra cosa», dice. Tampoco se ha enfrentado nunca directamente al padre. Sigue yendo a comer a casa de los padres todos los domingos. No tiene valor para decir simplemente «me habéis destrozado la vida, ahí os quedáis», y cortar el vínculo. Imposible.
Esta mujer tiene cuarenta y cinco años. Nunca ha tenido una relación estable con un hombre. Casi no tiene amigas. Vive centrada en su trabajo. Está altamente medicada. Va a terapia.
Cenando con mis amigos David y Eloy, apareció un chico aparentemente muy inteligente. Le llamaré Hugo porque olía a Hugo Boss desde la distancia. Hablaba cuatro idiomas y había estudiado una ingeniería. Nos contó su vida. Cuando tenía diecisiete años, su madre descubrió por casualidad que él era homosexual. Le prohibió salir de casa, le gritaba todos los días. Le enviaron a una psicóloga. La psicóloga le aconsejó al chico que aguantara estoicamente la actitud de su madre y que confiara en sí mismo, que no se culpabilizara, que él tenía derecho a elegir qué hacer con su vida sentimental y sexual. También le dijo al chico que no le contara nada a su madre sobre las sesiones. Pero el chico acabó por hacerlo y lógicamente la madre dejó de pagar a la psicóloga. Me ahorro relatar todo el calvario subsiguiente. El caso es que a día de hoy este chico, ahora un hombre, sigue viviendo con su madre, cuyo comportamiento justifica: «Mi madre es buena, sólo que es muy conservadora». Miente a su madre y le dice que sale con mujeres.
Este hombre ha ido encadenando una relación desgraciada tras otra.
Yo he vivido muy cerca la historia de un niño que vio cómo su madre le usaba para obtener dinero, cómo amenazaba al padre usando a su hijo como arma para conseguir una pensión alta; cómo su madre mentía repetidas veces en todo, cómo manipulaba y extorsionaba; cómo mentía sobre su padre, sobre su propia enfermedad, sobre sus relaciones; cómo invadía su correo electrónico en busca de cartas de su padre que luego usó —manipuladas y convenientemente retocadas— en un juicio. A mí me sacaba de quicio ver que, pese a todo, ese niño mantenía una dependencia enfermiza hacia su madre, tan enfermiza como la de su madre hacia él. Pero poco a poco comprendí que no se podía hacer nada, que el niño no podía cambiar lo que sentía.
No tengo una bola de cristal para saber cómo acabará este chico. Lo que puedo decir es que durante los tres años que le conocí me fue imposible tender hacia él ningún tipo de puente. Tenía sus emociones blindadas. Y su lealtad hacia su madre era inquebrantable.
No debería ser lo normal, pero lo normal es que la gente sienta una lealtad potentísima hacia sus padres. Las consultas de los terapeutas están llenas de pacientes que sufren por culpa de padres excesivamente críticos o degradantes, o abusivos, o intrusivos, a los que no soportan, y cuya aprobación, sin embargo, siguen buscando y necesitando.
No debería ser lo normal, pero es lo normal.
No debería asombrarnos tanto.
Las investigaciones sobre vínculos tempranos, tanto en humanos como en primates, muestra que estamos muy ligados a los lazos afectivos, incluso a aquellos que no son buenos para nosotros.
Los hijos de padres o madres tóxicas —lo que se llama en jerga «padres narcisistas», aquellos que no anteponen el bien de su hijo al propio— crecen como mujeres y hombres que viven con un eterno dilema: ¿debo visitar y quizá perdonar a mi padre/madre, o protegerme a mí mismo, cortar todo tipo de relación y vivir el resto de mi vida con sentimiento de culpa, si bien injustificado?
El tema tiene poca o ninguna presencia en los libros de texto o en la literatura psiquiátrica, lo que quizá refleje la noción común y equivocada de que los adultos, contrariamente a los niños y los ancianos, no son vulnerables al abuso emocional.
Otra creencia muy dañina y muy extendida es la de asumir que los padres están predispuestos a amar a sus hijos de manera incondicional. Esto no es cierto, así de simple. Hay padres que se acaban convirtiendo en una amenaza psicológica para sus hijos y hay hijos que deberían evitar la relación con sus padres. Es cierto que se trata de una medida drástica, como amputar un miembro gangrenado para salvar la vida de un paciente. Pero a veces no hay otra.
El problema es que incluso los padres más abusivos pueden ser afectuosos. De hecho, padres extremadamente abusivos, manipuladores o intrusivos son muy afectuosos, porque si no manipulan a su hijo o hija es difícil que él o ella tolere la crítica, el desprecio o las palizas. Este tipo de relación se llama «relación de doble vinculación» (en cristiano: una de cal y otra de arena), y confunde enormemente a quien la sufre. En muchos casos, incapacitándole de por vida para establecer vínculos emocionalmente sanos.
Para explicar cómo funciona la doble vinculación me remito a Akiva Tatz, que en uno de sus libros, Vivir inspirado, busca respuestas en la Torá: «¿Por qué este árbol del paraíso es llamado árbol del conocimiento del bien y del mal? ¿Debió haber sido llamado árbol del conocimiento del mal? Si él constituye la fuente del mal en el mundo, ¿por qué lo del bien y del mal?»[14].
Ésa es la idea. Si el árbol fuese sólo del mal, a nadie se le ocurriría probar sus manzanas, que sabrían ácidas. ¿Cómo iba a tentarte una manzana ácida? No, el árbol es el árbol del Bien y del Mal y por lo tanto sus manzanas son dulces y apetitosas. Es el conocimiento del bien y del mal combinado, confundidos entre sí, lo que constituye el problema.
En hebreo el conocimiento (daat) siempre denota una asociación íntima, un nexo intrínseco: el árbol une tan completamente el bien y el mal que después de que la fruta ha sido ingerida, la naturaleza humana se convierte en un embrollado nudo de ambos elementos. Y desde entonces ninguna situación será totalmente clara.
Los vínculos tóxicos, decía, nacen en hogares donde todo indica —aparentemente— grandes dosis de amor. Esa madre tan española que les repite una y otra vez a sus hijos que ella, para sentirse bien, sólo necesita que ellos estén bien, y por lo tanto cría a unos hijos que vivirán constantemente culpabilizados en cuanto ella suelte unas lagrimitas porque si algo le pasa a ella, y ella sólo vive en función de sus hijos, lo lógico será pensar que ellos son los responsables del sufrimiento de su madre. Ella vive por y para sus hijos, ella espera que ellos la completen. Y eso no es amor, es vampirismo.
La consecuencia más visible de los dependientes sumisos que son hijos de padres tóxicos es que fueron preparados para ser niñeros y niñeras de los demás.
Según afirma Emilia Faur, psicóloga social organizadora del «Primer Encuentro Interdisciplinario sobre Codependencia»:
No podrían establecer una relación con alguien que esté bien, porque necesitan ser necesitados para sentirse valorados, necesitan sentir que sirven para algo. Suelen elegir parejas que de algún modo ocupan el lugar que tenía alguno o ambos padres: personas compulsivas, adictas al alcohol, al juego, las drogas, violentos, inmaduros, maltratadores. Esto no se vive de forma consciente, pero el planteamiento es: lo que no logré con mi mamá o mi papá lo voy a conseguir con este hombre o esta mujer. Ser hijo de padres tóxicos explica perfectamente bien conductas emocionales dependientes en la vida adulta: sólo sirvo si otro me necesita. Un padre tóxico tiende a ver la disensión o simplemente las preferencias personales de sus hijos como un ataque personal. Aunque con las mejores intenciones, dañan a sus hijos de tal modo que producen efectos traumáticos profundos en su vida de relación[15].
En este tipo de familias, los hijos suelen callarse, no se enfrentan, no hablan de los problemas, no confían en nadie, ni siquiera en ellos mismos. Su propia identidad se va desdibujando y devaluando a partir de su experiencia: sólo se llega a ser alguien si los demás necesitan de uno y si se hace algo bueno por el otro.
Los padres tóxicos son padres inmaduros emocionalmente, que se sirven de sus hijos para que asuman roles que en verdad les corresponderían a ellos, y que aprendieron esto de sus propios padres. Madres de hijas adolescentes que en lugar de acompañar el crecimiento de las chicas compiten con ellas; padres que se visten y actúan como muchachos y se ponen en pie de igualdad con sus propios hijos… Son esos padres que se enorgullecen diciendo que sus hijos son sus amigos. Los hijos no deben ser los amigos de sus padres. Los hijos deben tener sus propios amigos; y los padres, los suyos. Cuando un progenitor y su hijo o hija son amigos y no padre/madre frente a hijo/hija la relación es disfuncional, y el vínculo, de dependencia mutua. En el futuro, esos hijos e hijas sólo sabrán establecer un tipo de relación afectiva, una relación en la que lo único que pueden hacer es vivir pendientes de su pareja.
La dependencia afectiva es más frecuente entre las mujeres según Emilia Faur:
Porque la posición de la mujer está mucho más legitimada socialmente en la función de rescatar al otro. Por ejemplo, muchas mujeres al hablar de un marido adicto afirman que si no lo cuida ella nadie lo cuidará. Y, socialmente, si deja de hacerlo se vuelve una mala mujer. Sin embargo, ni se ayuda ni ayuda al otro. En realidad, justificando sus actitudes y apañándolo sólo se convierte en una facilitadora de las conductas autodestructivas de esa persona. En ese rol de rescatadora no le permite hacerse cargo de los efectos de su propia conducta[16].
La persona que depende emocionalmente es siempre rescatadora, perseguidora y víctima, aunque sus intentos de control y salvación están condenados al fracaso.
En las familias tóxicas hablar de la conducta compulsiva de alguno o ambos padres está tácita o explícitamente prohibido. Emilia Faur ilustra:
El hijo de un alcohólico probablemente fue muy perseguido porque no hacía los deberes o no tenía un rendimiento apropiado en la escuela. Es una forma de desviar el foco del problema, pues el problema no está allí[17].
Cuando en una familia el padre tiene alguna adicción y la madre corre todo el día detrás de él procurando en vano salvarlo, los hijos suelen asumir funciones para las que aún no están preparados. Así crecen hijos que cubren o compensan las faltas de esos padres: hijos muy exigentes consigo mismos, con baja autoestima y muy necesitados de los demás.
No hace falta la adicción a una sustancia para que exista un padre tóxico. Un padre o madre tóxico es aquel que no puede cubrir ninguna demanda emocional que le planteen sus hijos[18],
aclara Emilia Faur.
Hay vínculos tóxicos entre padres e hijos en muchos hogares en los que —aparentemente— reina el amor:
Es el clásico caso de la madre ultraposesiva que les expresa a los hijos que ella, para sentirse bien, sólo necesita que ellos estén bien. Porque la idea implícita es que si les da todo, ella podrá exigirles todo. Hay un mensaje de culpabilización tácito. Ella espera que sean sus hijos quienes la completen. Los hijos nunca podrán hacerlo. Pero siempre se sentirán culpables de no haber podido hacerlo…[19]
A la consulta de Emilia Faur suelen acudir personas deprimidas, que padecen fobias o ataques de pánico (tan comunes en los últimos años) y que, sobre todo, experimentan una sensación similar a la de estar anestesiados:
No es difícil entender por qué sienten eso. Es que como saben que no pueden desprenderse de esa relación que sostienen, aunque eso les haga mucho daño, se acostumbran a amordazar sus sentimientos. Para soportar el nivel de abuso se habitúan al dolor, se callan, como cuando eran chicos y cualquier pequeño problema podía hacer estallar una discusión que terminaba a gritos y a golpes. La intimidad no consiste en ser absorbido por el otro, sino conocerlo y dejar disponible lo que es propio de cada uno para el encuentro[20].
Lo que probablemente asombre más a quien me lea es que la vinculación con un padre tóxico es mucho más fuerte e intensa que la que se establece con un padre sano. No extrañará a quien haya leído la historia de Isabel Sartorius el hecho de que ella prácticamente cortó la relación con su padre —sanísimo— para ocuparse en exclusiva de su madre, y que no retomó esa relación hasta ya pasados los treinta años de ella.
Existe una explicación a este hecho aparentemente tan absurdo.
El síndrome de Estocolmo describe una reacción inducida por el estrés o el terror. Supongo que todo el mundo sabe de qué hablo. Las víctimas de secuestros que han sido tomadas como rehenes desarrollan un lazo emocional y un sentido de lealtad muy fuerte hacia sus captores. El síndrome de Estocolmo también describe el comportamiento de las víctimas después de que el incidente haya terminado. En muchos casos, las propias víctimas abrazan al secuestrador y ruegan a los jueces indulgencia para quienes los secuestraron. Uno de los casos más conocidos de víctimas de este síndrome fue el de Patricia Hearst, secuestrada por el Ejército Simbiótico de Liberación. Patricia no sólo perdonó a sus secuestradores, sino que se acostó con ellos. Más tarde se unió al ejército y, ya convertida en guerrillera, participó en el atraco a un banco. Precisamente en el juicio uno de los argumentos de la defensa fue que Patricia sufría de síndrome de Estocolmo.
Los sobrevivientes de abuso sexual, como los rehenes, suelen formar lazos emocionales con sus abusadores. Crean vínculos tan intensos y tan enfermos como para que sea posible que el sobreviviente mantenga durante años en secreto el abuso por lealtad al agresor y que incluso, protectoramente, salga en defensa de quien abusó de él o ella. Por alucinante que llegue a parecer a quien lo lea y no lo haya vivido, es bastante común entre los sobrevivientes de abuso sexual infantil mostrar un mayor grado de apego al progenitor abusivo que al no abusivo. La furia normalmente se desplaza al otro progenitor, al que le culpan por no haberlo protegido. Casi siempre —no siempre— el abusivo es el padre. Las reacciones de furia suelen dirigirse a la madre. Nunca diciendo «tú has permitido que papá abusara de mí» —porque, como ya he dicho, los abusados y abusadas protegen al padre y guardan el secreto—, pero sí en forma de peleas y enfrentamientos continuos. Esa madre probablemente nunca sepa por qué, de pronto, su hija comenzó a odiarla de semejante manera.
María, la exnovia de Gerard, dice:
Nunca sabré si era precisamente por eso por lo que yo me peleaba tanto con mi madre. No porque la culpara del abuso de mi padre —que no existió—, pero sí quizá de su desatención, de su ausencia total. Y de sus cambios de humor apocalípticos, de sus rabietas absurdas, de sus gritos desaforados. Al menos, mi madre estaba presente para presenciar mi rabia y mi frustración. Con él no había pelea posible. Normalmente no estaba allí. Y cuando estaba, yo le tenía demasiado miedo como para iniciar un enfrentamiento directo.
Tanto en casos como el de Isabel Sartorius (madre drogadicta y negligente) como en el de Ángela (padre maltratador), como en el de Hugo (madre intrusiva), como en el del niño al que he citado (madre intensamente manipuladora), ese vínculo extremo con el progenitor tóxico se desarrolla como una habilidad de supervivencia. Si uno se siente muy cercano a ese progenitor, se protege contra el dolor. Se engaña a sí mismo porque piensa que en realidad no ha pasado nada, que él o ella controla, que es él o ella el que está a cargo de la situación. El vínculo enfermo se crea también porque el padre tóxico ha destruido de tal manera la autoestima, la confianza y el sentido de la realidad de su hijo o hija que realmente el hijo o hija acaba por pensar que merece ese trato y que su padre o madre tenían toda la razón.
Richard A. Friedman, profesor de Psiquiatría del Weill Cornell Medical College, habla de los «padres tóxicos» y enfatiza que si bien uno se puede divorciar de un cónyuge o amante maltratador, abusivo, invasivo o manipulador, poco se puede hacer cuando el origen del problema son los propios padres. Los terapeutas encuentran una resistencia numantina cuando sugieren a sus pacientes que deben cortar la relación con sus progenitores. Friedman asegura que como el estrés prolongado puede matar células en el hipocampo, la relación con un padre tóxico no es sólo nociva a nivel psicológico sino a nivel neurológico también. Y por eso este terapeuta intenta hacer ver a sus pacientes que a veces, por horrible que suene, hay que desobedecer el cuarto mandamiento («Honrarás a tu padre y a tu madre») y cortar por lo tanto lazos familiares: «La esperanza que los terapeutas mantenemos es que los pacientes lleguen a ver el costo psicológico de una relación dañina y que actúen en consecuencia».
No se sabe quién acuñó el bonito término «padre tóxico», pero parece que se lo debemos a la psicóloga estadounidense Susan Forward[21]. Ella los describe como aquellos que, por diferentes razones, causan sufrimiento a sus hijos a través de la manipulación, el maltrato y las demandas abusivas. Estos adultos, según Forward, crecen en un entorno inseguro en términos emocionales y eso afecta sus futuras relaciones afectivas. Según Forward y según cualquiera. Creo que es de cajón.
Existen diferentes perfiles de padres tóxicos que aparecen repetidamente en los relatos de los pacientes en consulta:
A) Padres Barbazul. Padres autoritarios y descalificadores que actúan desde el «yo exijo». Crean hijas sumisas y excesivamente complacientes. Las hijas reproducen ese patrón de vínculo y lo trasladan a otras figuras de autoridad (profesores, jefes, sus maridos) con los que repetirán la misma forma de relacionarse, es decir, desde la sumisión. Como adultas, serán mujeres en extremo complacientes, incluso obviando sus propias necesidades.
B) Madres de Rapunzel. Madres culpabilizadoras que actúan no desde el «yo exijo» sino desde el «yo te suplico». Es decir, que actúan desde el chantaje sentimental, para que sus hijos tomen determinadas decisiones y continúen respondiendo a sus requerimientos. En el futuro, sus hijos tendrán conflictos con sus parejas debido a la intromisión periódica de estas madres en sus vidas, y les será muy difícil crear vínculos afectivos estables.
C) Mamás de Pulgarcita. Mamás intrusivas y sobreprotectoras que se niegan a que su hijo o hija crezca. En lugar de acompañar su desarrollo, están constantemente supervisándolos, espían su cuenta de correo o de redes sociales, se hacen «compinches» de sus amigos y suelen generar en sus hijos e hijas un sentimiento de inferioridad que los acompaña hasta la edad adulta.
D) Madrastras de Blancanieves. Madres competitivas respecto a sus hijas, que se visten como ellas e intentan incluso seducir a sus amigos. La hija suele desarrollar problemas de peso y se convierte en una chica muy tímida en un intento inconsciente de satisfacer a la madre y no brillar más que ella.
En su libro Padres que odian, la psicóloga estadounidense Susan Forward sugiere los siguientes patrones de actuación:
- Enfrentar a los padres desde la perspectiva de dos adultos conversando.
- Explicar a los progenitores con la mayor claridad posible lo que piensas, lo que está mal en la relación, lo que la daña, lo que hace sufrir.
- Preguntar al padre o a los padres si cree o creen que hay algo que el hijo o la hija pueda hacer para contribuir al problema que tienen ambos en esa relación.
- Preguntar si existe una razón para el maltrato, para las descalificaciones, para la falta de cariño, si es el caso.
- Si ellos responden que la culpa es del hijo o hija y no reconocen que hay un problema, es una señal poderosa de que ellos no quieren contribuir a tener una relación saludable.
- Si eso no es suficiente para cambiar el trato, limitar el contacto. Si el padre o madre se queja, retomar la conversación desde el punto en que le pides que cambie. Si nuevamente no lo hace, considerar la opción de abandonar por un tiempo ese lazo sentimental dañino.
Ahora que eres una persona adulta:
- ¿Estás inmerso en relaciones destructivas o abusivas?
- ¿Crees que si te acercas mucho a alguien, te harán daño y/o te abandonarán?
- ¿Esperas siempre lo peor de la gente? ¿De la vida en general?
- ¿Tienes miedo de que si las personas aprenden realmente a conocerte no te querrán?
- ¿Te sientes ansioso cuando conoces el éxito y al mismo tiempo temes que alguien encuentre que eres un fraude?
- ¿Eres perfeccionista?
- ¿Te resulta difícil relajarte o tener placer?
- A pesar de tus buenas intenciones, ¿te encuentras a veces actuando como tus padres?
Encontré este test en Internet (de Susan Forward) y mis respuestas fueron: sí, sí, no, sí, sí, sí, a veces, no, y no, nunca, gracias a Dios. Luego rectifiqué y me di cuenta de que a la 8, desgraciadamente, me tocaba responder: «Sí, muchas veces, pero me niego a reconocerlo de tal manera que he llegado a negármelo a mí misma».
Según Susan Forward, basta con que hayas contestado sí a una de las preguntas para deducir que tienes un problema.
Recuerdo que la psicóloga me hacía preguntas y me enfrentaba a situaciones. Me planteaba las historias que yo le había contado, me las repetía y me preguntaba: «Si una amiga te contara esa historia, tú ¿qué le aconsejarías?». «Separarse, por supuesto —decía yo—, le diría que le dejara ya mismo». Y luego me preguntaba: «¿Tú crees de verdad que alguien que quiere mucho a una persona utiliza como excusa para decir que la relación no funciona el hecho de que ella esté enferma? ¿No debería ser al contrario? ¿No debería en todo caso cuidar a su pareja enferma?».
Me resultaba tan difícil separarme porque tendía a reproducir lo que ya había vivido, y amado.
Atención: que tu padre o tu madre haya sido tóxico no significa necesariamente que sea una mala persona.
No es de eso de lo que hablo.
Una cosa importante que debes tener en cuenta: Lo «normal» no siempre es «lo sano». La sobreprotección y la sobreexigencia son comportamientos que se entienden como «normales» pero no son sanos. En general, las mujeres hemos crecido como niñas sobreprotegidas, y los hombres como niños sobreexigidos. Se esperaba de nosotras que nos casáramos y tuviéramos hijos, y se nos veía como más frágiles y necesitadas de protección. Y se esperaba de ellos que tuvieran un buen trabajo y mantuvieran a la familia. De forma que si la niña quería hacer piano o baile, no había problema, pero sí lo había si quería salir de fiesta hasta la amanecida o si flirteaba con muchos hombres. Y sin embargo, al niño que quería estudiar piano o baile se le disuadía y se le orientaba hacia una carrera más «viril», fuera ésta derecho, ingeniería, mecánica o una formación de tornero fresador, pero si tenía muchas novias desde joven eso no suponía un problema, más bien al contrario, era la confirmación de que el chico era «un hombre muy hombre».
El problema es que mujeres que han sido educadas como princesitas se encuentran un problema muy grande cuando de mayores deben trabajar en entornos laborales extremadamente competitivos, y hombres que han sido educados en el «ordeno y mando» son incapaces de mayores de utilizar el diálogo y la negociación.
Si en tu familia ha habido sobreprotección o sobreexigencia, eso no quiere decir que tus padres fueran necesariamente unos ogros, sino simplemente que funcionaban de acuerdo a las exigencias y a los modos de una sociedad que en pocos años ha dado un cambio radical, y ha cambiado de paradigma, de modos y exigencias. Nadie está aquí para responsabilizar a tus padres o para culparles. Pero sí que hace falta desmontar mecanismos y cambiar patrones. Si tú has llegado a caer en una relación tóxica, sea en el entorno laboral, en el familiar, en el sentimental o con un falso amigo/amiga que era en realidad un vampiro emocional, es porque no te han educado para ser asertivo o asertiva, para dialogar y negociar, para creer en ti mismo y para saber poner límites. El trabajo necesario para convertirte en una persona asertiva, con autoestima y capaz de establecer límites sanos es tuyo y exclusivamente tuyo, y ya no les corresponde a tus padres, porque eres un adulto, o una adulta.
CREENCIAS POTENCIADORAS Y CREENCIAS LIMITANTES
Las creencias pueden ser potenciadoras o limitantes.
Las creencias potenciadoras son aquellas que potencian nuestras capacidades y nuestra estima personal, y nos hacen sentirnos bien.
Las creencias limitantes son aquellas que limitan nuestro potencial y son un obstáculo para alcanzar nuestras metas.
Mis creencias limitantes, por ejemplo, eran: «No soy nada sin un hombre a mi lado», «Soy una fracasada si no tengo pareja», «Debo esforzarme para que me quieran; nadie me puede querer por mí misma».
¿Cuáles son las tuyas?
Te voy a dar algunos ejemplos…
«En el amor hay que esforzarse mucho».
«Los niños son más felices con los dos padres. Debo quedarme por el bien de la familia y del hogar».
«Yo no soy muy lista/o, yo no soy muy válida/o».
«Yo no sirvo para ocuparme de estas cosas (las tareas domésticas, en el caso de él; las tareas administrativas, en el caso de ella), por lo tanto necesito a alguien a mi lado que lo haga por mí».
«Necesito a alguien que me complete».
«Yo no valgo para estar solo/a».
«La vida es dura y luego te mueres».
«Las probabilidades están en mi contra».
«Todas las cosas buenas deben llegar a su fin».
«Tienes que trabajar muy duro para tener una pareja».
«Las buenas personas son difíciles de encontrar».
«Estoy demasiado gordo/a para tener pareja».
«No soy lo suficientemente educado, culto, rico, joven etc., etc. para hacer o tener lo que deseo».
«Yo no soy digno de ser amado. Yo no merezco el amor. Me merezco estar solo».
Etc., etc., etc.
Seguro que podrías ampliar hasta el infinito la lista de creencias limitantes.
¿Has identificado muchas dentro de ti?
Elimínalas.
Nunca te culpabilices. La culpa paraliza. No te encasilles en el papel de víctima. Nada de decir: «Si mis padres no hubieran instalado en mí este sistema de creencias limitantes…». Corta esos pensamientos de raíz. Piensa que cada uno de nosotros está en constante proceso de aprendizaje. Aprender y crecer es la parte más gratificante de la vida.
Pocos seres humanos han alcanzado el nivel del Dalai Lama. Los demás no somos tan sabios ni tan coherentes. Por lo tanto, sé amable y paciente contigo misma. Éste es un proceso y requiere tiempo y esfuerzo. Las creencias básicas limitantes están casi siempre profundamente arraigadas.
Adquiere el hábito de escuchar tus pensamientos. No pienses en «piloto automático». Recupera el control de los mandos.
Recuerda que tienes el dominio —aunque ahora no lo creas— sobre las creencias fundamentales que ocupan tu mente y que ¡tú y sólo tú tienes el poder para cambiarlas!
I. LAS CREENCIAS LIMITANTES SON EL RESULTADO DE UNA INTROYECCIÓN
Introyección (de introyectar) es meter, es «tragar» sin masticar. En sentido figurado es como introducir sin asimilar y, por tanto, sin eliminar incluso. Es también apropiarme de «algo» que no es mío (creencias, valores, expectativas, deseos, sentimientos, necesidades, pensamientos), generalmente provenientes de mis padres o de otras personas. Y más tarde, de mi pareja. Apropiarse de ello y vivirlo como si todo eso fuese mío, sin cuestionarlo, sin analizarlo.
Claro está, que por repetición y con los años, puede parecer que ya es parte de mi propia vida. Es más, parece que es «genético». Y no es así. Tú no eres genéticamente tímida o insegura, tampoco naciste con una ansiedad o una fobia.
De hecho, este proceso de introyección va sucediendo y se va archivando después a nivel inconsciente como resultado precisamente de esas afirmaciones que has escuchado repetidamente toda tu vida. O de esos actos que has presenciado.
Por ejemplo, si durante toda tu vida tu madre ha cocinado, planchado y limpiado para ti, tú puedes crecer con la idea de «yo no sé cocinar» o «soy un desastre doméstico». Falso. Todo el mundo puede aprender a cocinar, de la misma forma en que todo el mundo puede aprender a conducir o a montar en bicicleta o a nadar o a hacer el amor. Cocinar es bastante fácil, de hecho. Claro que no vas a ser un Arzac, pero los platos simples son eso, simples. Pero resulta que esa creencia limitante forma parte ya, a determinada edad, de tus actitudes y comportamientos, que te seguirán a veces durante toda la vida. Tú crees que no sabes cocinar, en lugar de creer, simplemente, que nadie te ha enseñado a cocinar.
Yo crecí pensando que era muy torpe, que no servía para las cosas prácticas de la vida. En mi casa me decían siempre que era muy despistada, que tenía la cabeza llena de pájaros… Por esa razón, no cogí un taladro hasta los cuarenta y seis años. Tenía miedo a destrozar la pared, a cortarme un dedo, a hacer un estropicio. Pues no. Hoy puedo decir con orgullo que he colgado todos los cuadros de mi casa con mi Black and Decker. No soy tan torpe. Simplemente, me enseñaron a creerlo así.
Porque hay frases, expresiones y comportamientos que, silenciosamente, van limitando nuestro crecimiento, pues van cargadas de piedras pesadas como la culpa, el miedo y el resentimiento que nos hunden en el pantano de una autopercepción equivocada. Pensamientos y sentimientos, aislados o mezclados, que van conformando una buena parte de nuestra personalidad. «Los hombres no lloran». «Es tu cruz». «Debes ser fuerte». «Hay que ser hombre y no maricón». «Las chicas deben ser femeninas». Etc., etc.
Oriana, la que fuera novia de Anxo, me lo explica así:
Cuando llegué a Madrid estuve algún tiempo viendo a la terapeuta y ella me ayudó a identificar la manera en la que Anxo me manipulaba. Y entonces, pasados unos meses, tuve que ir a pasar la Navidad a Vigo con mis padres, y, de repente, empecé a entender por qué le había resultado a Anxo tan fácil manipularme. Era como si me hubieran entrenado, programado para ello. En realidad, llovía sobre mojado.
Por ejemplo, cuando yo era jovencita, cuando salíamos de noche, mi padre se empeñaba en venir a recogernos a mi hermana y a mí a la salida de la discoteca, cuando ya teníamos dieciséis o diecisiete años. Y yo no veía nada raro en aquello, pero cuando llegué a casa aquellas Navidades y oía a mi padre preguntar «¿Oriana, adónde vas, a qué hora vas a volver?», en tono nada cariñoso, sino controlador, y veía que me lo preguntaba cuando yo ya había cumplido los treinta años, me empecé a dar cuenta de que mi padre ha sido siempre terriblemente controlador. Si le decía que iba a salir con mis amigos, él me preguntaba: «¿Con qué amigos?». Y como le respondiera que eso no era asunto suyo… me empezaba a gritar y a decirme que a un padre hay que respetarlo. Cuando yo era joven organizaba la de San Quintín si me veía salir de casa con minifalda, hasta el punto de que a veces salía de casa con la falda larga y me cambiaba en el ascensor. Y tuve que dejar de escribir diarios porque mi madre me los leía.
Pasé siete días en Vigo, en Navidades, y aquellos siete días fueron una tortura. Una noche llegué después de haber tomado unos vinos. No llegaba borracha, pero supongo que el aliento me olía a alcohol. Allí estaba mi padre esperándome para llamarme borracha y enferma. Evité discutir con ellos y darles discursos porque les entraban por un oído y les salían por el otro. Y entonces empecé a recordar mi adolescencia y los discursos controladores y sobreprotectores de mis padres. Me decían siempre que como ellos me mantenían tenían todo el derecho de establecer los límites permitidos en casa. Yo asumía esa frase como normal y ahora veo que es una monstruosidad. No tienes derecho a exigir nada sólo porque pagues. Me decían que debía vivir «una vida adolescente sana y sin vicios» con lo cual cada vez que me daba un beso con un chico o bebía una miserable caña, me sentía de lo más culpable porque pensaba que era una viciosa. Fue fácil que más tarde Anxo me hiciera sentir culpable, porque llevaba sintiéndome culpable toda la vida. Pero lo peor es que yo de jovencita realmente admiraba a mi padre, que era un hombre muy guapo, muy ingenioso y, si estaba de buenas, encantador. Mi padre utilizaba exactamente el mismo estilo de comunicación de Anxo: un día te pegaba un grito horrible porque llevabas una minifalda o porque habías llegado cinco minutos tarde de la hora, y al siguiente te llevaba a la Tahona Colmeiro a comprar bacalao con piñones, que es mi plato favorito, y te decía cuantísimo te quería y que sus hijas eran lo más importante de su vida. Sus estados de humor eran tan impredecibles como los de Anxo. Y era tan controlador, tan exigente y tan hipercrítico como él. Fue como una revelación, de verdad.
Recuerdo que el último día que pasábamos allí era Nochevieja. Yo iba a volver a Madrid el día uno por la tarde. Habíamos acordado cenar con mi hermana, y después yo había quedado en que me recogiera una amiga para salir de vinos. Mi padre me empezó a echar el mismo sermón de costumbre. No entendía por qué quería salir aquella noche, por qué no me quedaba con ellos. Yo no discutía con él, iba usando la táctica del disco rayado: «Entiendo que quieres que me quede con vosotros, pero he decidido salir esta noche», «Es posible que tengas razón, pero aun así no voy a dejar plantada a mi amiga», «Quizá debería estar con la familia, pero ya he quedado y no voy a anular la cita…». Entonces me llamó precisamente mi amiga. Me preguntó la dirección de la casa de mi hermana. Yo recordaba la calle pero no el piso pues se había mudado recientemente, así que se lo pregunté a mi padre. Él me dijo: el 4.º C.
Cuando llegamos a casa de mi hermana, se produjo una situación surrealista. Estábamos en el portal y cuando voy a llamar al portero automático se me había olvidado el piso, así que se lo pregunto a mi padre. Y él me dice: «Te lo he dicho antes, pero no me has hecho caso». «Lo sé, papá, lo he olvidado, ¿me lo puedes decir?». Y él: «¿Ves como nunca me haces caso a nada de lo que te digo, es que nunca me prestas atención?». Y yo: «Estás generalizando, papá, te presto muchísima atención, pero hoy se me ha pasado, ¿me dices el piso o no?». Y él siguió echándome un sermón sobre lo despistada que yo era, y lo mal que me iba a ir en la vida, pero sin decirme el piso, y sin presionar él mismo la tecla del piso de mi hermana. Me di perfecta cuenta de que quería culpabilizarme porque yo pensaba salir después de la cena. Y de pronto lo vi clarísimo: había soportado todas las tonterías de Anxo porque estaba acostumbrada a aguantárselas a mi padre. Y me había sentido atraída por Anxo porque se parecía a mi padre.
ALFRED MARTÍNEZ. La alta intensidad del vínculo hacia el abusador sirve de compensación por el dolor padecido. Dicho de otra manera: cuanto más fuerte sea el lazo afectivo hacia el maltratador más se puede justificar la aceptación del maltrato. Por eso, ante la pregunta de por qué se sigue en relaciones de maltrato, las personas suelen responder que porque les quieren mucho o están muy enamoradas. En cambio, es la incapacidad de aceptarse como no querida por esa persona lo que más la hace depender de esa relación. Como pasaba con sus progenitores. Sin una educación psicológica adecuada, es muy difícil aceptar no haberse sentido querido por los propios padres sin sentirse responsable, sin sentir que no se vale nada por uno mismo, sin creer que el valor propio depende de los demás.
Es la «transferencia del objetivo tóxico». Es el término que utilizo para definir la situación en la que una persona pasa de hacer lo posible para conseguir la aceptación y la valoración de sus progenitores —lo cual resulta imposible en determinados casos como los expuestos— a seguir insistiendo en conseguirlo en una pareja. Sin duda, en parte una persona acepta continuar con quien la maltrata porque está acostumbrada al maltrato, no se cree lo suficientemente valiosa para que tenga que ser únicamente cuidada, pero también porque ha crecido con el objetivo de ganarse el hecho de ser querida. Ha aprendido a relacionarse a través de conseguir ser valorada por los demás. Esto explica que muchas personas dependientes tengan «problemas» para relaciones con personas afectivamente sanas. Y con problemas me refiero a que no les interesan tales relaciones. Generalmente, las personas que establecen relaciones afectivas sanas son tachadas de fáciles o aburridas, son invalidadas. Sin duda, alguien que quiere y acepta sin exigencias no supone el reflejo del padre o la madre que no sabía enseñarle su valor, ni el estímulo ni el reto al que están habituadas las personas que se relacionan a través de la dependencia emocional.