Capítulo 27

Mi caja de claveles era lo bastante pesada para hacerme sudar en el camino hacia la iglesia de Buchholz; en cambio, la señora Munte no parecía acalorada. Quizá era más fuerte de lo que aparentaba o quizá había cargado con una caja más ligera.

Buchholz es el final de la línea 49 de tranvías. En la plaza adoquinada del pueblo estaban aparcadas las bicicletas de los que trabajaban en la ciudad y vivían algo lejos de esta última parada. Había centenares de ellas, en hilera, amontonadas, colgadas y superpuestas; los estrechos senderos que accedían a ellas formaban un intrincado laberinto. En medio de este laberinto se encontraba un hombre. Tenia un periódico en las manos y lo leía con talante preocupado que le permitía mirar a su alrededor y echar ojeadas a la calle como si esperase la llegada del tranvía. Era Werner Volkmann; resultaba imposible confundir su torso corpulento como el de un oso, sus piernas cortas y el sombrero plantado en la coronilla de su voluminosa cabeza.

No dio muestras de verme, pero yo sabía que había elegido aquel lugar para tener el coche en su línea de visión. Abrí las puertas, metí las plantas en el maletero y ayudé a la señora Munte a subir al asiento posterior. Entonces —cuando la señora Munte ya estaba dentro del coche no podía oírnos—, Werner cruzó la calle para hablar conmigo.

—Pensaba qua estarías al otro lado del pueblo —dije en voz baja, reprimiendo el impulso de gritarle.

—Creo que es mejor así —respondió, volviéndose a mirar hacia la calle.

Había un coche policial frente a la estafeta de correos, pero el conductor no mostraba ningún interés por nosotros y hablaba con un agente vestido con el largo abrigo blanco que sólo llevan los policías de tráfico.

—Esta mañana visitaron la oficina de tu hombre cuatro policías de paisano. Sólo se trataba de hacerle unas preguntas corteses, pero le dieron un susto morrocotudo.

—El mismo grupo que arrestó a Rolf Mauser está rastrillando las Lauben y preguntando a todos si le conocen.

—Ya lo sé. Les he visto llegar

—Gracias, Werner.

—No tenía sentido precipitarme a tu encuentro para ser arrestado con vosotros —explicó Werner—. Os seré más útil en libertad.

—¿Dónde está él, entonces?

—¿Brahms Cuatro? Salió de la oficina poco después de llegar al trabajo, cargado con una pequeña cartera; parecía muy nervioso. Yo no sabía qué hacer, aquí no había teléfono para avisarte, de modo que le hice detener por uno de mis hombres. Yo me mantuve alejado; no me conoce, y como no quería que viese el almacén, le hice llevar al Müggelsee. El camión irá por su cuenta. Entonces vine aquí para preguntarte si hemos de continuar con el plan previsto.

—Por lo menos realicemos la clase de intento que parezca plausible en el informe —contesté—. Llevemos a la anciana señora al Müggelsee y subámosla al camión.

—Has guardado bien a tu hombre —dijo Werner— Hace veinte años que opera en esta ciudad y no lo había visto hasta hoy.

—Máximo secreto —murmuré, imitando la voz más solemne de Frank Harrington.

Werner sonrió. Le divertía cualquier broma contra Frank. Se sentó al volante, puso el coche en marcha y tomó la dirección sur, hacia la Berlinerstrasse y el centro de la ciudad.

—La autopista sería más rápida para ir al Müggelsee, Werner —indiqué.

—Pero tendríamos que salir del sector oriental y entrar en la Zona —objetó Werner—. No me gusta cruzar las fronteras urbanas.

—Yo he tomado este camino para venir aquí. Es más rápido.

—Hoy es Himmelfahrt, el Día de la Ascensión, y mucha gente saldrá a nadar y tomar el sol. No es una fiesta oficial, pero habrá mucho absentismo; es la única clase de «ismo» realmente popular aquí. Las carreteras de salida de la ciudad estarán llenas de policías; tomarán nombres, arrestarán a borrachos y en general tratarán de evitar que la gente lo pase bien.

—Me has convencido, Werner.

La señora Munte se asomó entre nuestros dos asientos.

—¿Han dicho que vamos al Müggelsee? Estará atestado. Es muy popular en esta época del año.

—Bernie y yo solíamos ir a nadar allí cuando éramos niños —dijo Werner—. El Gran Müggelsee es siempre el primero en calentarse en verano y el primero en helarse para patinar; sus aguas son poco profundas. Pero tiene usted razón, gnudige Frau, hoy estará atestado. Me abofetearía por haber olvidado esta fiesta.

—¿Mi marido estará allí?

—Su marido ya está allí —contesté yo—. Nos reuniremos con él y cruzaremos la frontera al anochecer.

No tardamos en ver a los primeros excursionistas: iban a docena o más en un carretón de cervecero. Estos vehículos tirados por caballos, con llantas neumáticas, son todavía comunes en la Europa oriental, pero éste estaba adornado con guirnaldas y ramilletes de hojas y flores y tiras de papel polícromo, mientras los hermosos animales de pelo gris moteado iban engalanados para la ocasión con alegres cintas en las crines. Los hombres del carretón llevaban graciosos sombreros —muchos, chisteras negras— y camisas de manga corta. Algunos lucían el status symbol favorito de la Europa oriental: pantalones vaqueros, y se veían, inevitablemente, camisetas occidentales, una con la frase estampada: «I love Daytona Beach, Florida» y otra «Der Tag geht...Johnnie Walker kommt». Los caballos avanzaban muy despacio y los hombres cantaban a pleno pulmón entre sorbos de cerveza, gritos a los transeúntes y silbidos a las muchachas. El paso de nuestro coche fue saludado con estridentes vítores.

Había muchos grupos como éste cuando llegamos a Kópenick. Corros de hombres estaban reunidos al borde de la carretera, bajo los árboles, fumando y bebiendo en silencio con una dedicación inequívocamente alemana. Otros reían y cantaban, otros dormían, amontonados como leños, y algunos borrachos vomitaban.

Werner detuvo el coche hacia la mitad del Müggelheirner Damm. No había otros vehículos a la vista. Plantaciones de altos abetos oscurecían la carretera. El tupido y extenso bosque continuaba hasta el borde de los lagos a cada lado de la carretera y mucho más allá. No se veía rastro del gran camión articulado de Werner, pero éste atisbó a su conductor de pie en la cuneta, cerca de uno de los estrechos desvíos que conducían a la orilla del Müggelsec.

—¿Qué ocurre? —le preguntó con ansiedad.

—Todo va bien —contestó el hombre, que era alto y musculoso, de cuello enrojecido, y llevaba un mono de peto y tirantes y un gorro de lana rojo y blanco como los de los hinchas de fútbol británicos—. Tenía el camión aquí, tal como habíamos convenido, pero una banda de esos chalados... —señaló a unos hombres agrupados en un área de aparcamiento al otro lado de la carretera— empezó a subirse encima, así que me vi obligado a cambiarlo de sitio —Tenía el acento berlinés más marcado que había oído en mi vida. Parecía uno de los anticuados comediantes que aún cuentan chistes berlineses en cabarets sin licencia de las callejuelas de Chariottenburg.

—¿Dónde está ahora? —preguntó Werner.

—Me he metido en uno de esos cortafuegos —respondió el conductor—. El terreno está blando por culpa de esa maldita lluvia de la semana pasada y el camión es pesado, ya lo sabe usted, si nos quedamos atascados, mal asunto.

—Ésta es la otra persona —dijo Werner, moviendo la cabeza para indicar a la señora Munte.

—Parece bastante ligera —observó el chófer—. Cuánto pesa, Fraulein? ¿Alrededor de cincuenta kilos? —Sonrió. La señora Munte, cuyo peso era obviamente el doble, no contestó—. No sea tímida —bromeó el conductor.

—¿Y el hombre? —inquirió Werner.

—Ah, el Herr profesor. —Era la clase de alemán que llama profesor a cualquier compatriota bien vestido y de edad avanzada—. Le he mandado a aquel restaurante de orillas del lago a tomar una taza de café, advirtiéndole que alguien irá a buscarle cuando estemos listos.

En aquel mismo momento vi el Volvo negro el minibús bajar por la carretera desde Müggelheim. Debían haber ido a gran velocidad por la autopista, usando las luces intermitentes para obtener prioridad de paso en medio del tráfico o la sirena para tener libre el carril de la izquierda.

—Trae al profesor — me dijo Werner— Yo llevaré a la dama hasta el camión y volveré aquí a esperarte.

Mientras me dirigía a paso rápido hacia el lago por la senda del bosque, oí un sonido curioso. Era el murmullo regular de las olas al ser absorbidas por los guijarros de una larga playa pedregosa. El ruido se intensificó a medida que me acercaba al restaurante, pero no me preparé para la escena que se ofreció a mi vista.

El restaurante estaba cerrado los días laborables, pero había centenares de hombres en torno al Biergarten de la orilla en un ambiente de ebria confusión. Eran en su mayoría obreros jóvenes vestidos con camisas de colores y pantalones de dril, pero algunos llevaban pijama y otros un tocado árabe y muchos habían traído la chistera negra tradicional del día de la Ascensión. No vi mujeres, sólo hombres, formando largas colas ante un tenderete con el letrero Getrünke (bebida) y otro marcado Kaffee, donde sólo servían cerveza en vasos de plástico de medio litro. En las mesas había docenas y más docenas de aquellos vasos vacíos y también se veían diseminados por los arriates y a lo largo de las bajas paredes.

—Heiliger bimbam! (San Antonio Bendito) —exclamó un borracho a mis espaldas, tan sorprendido como yo ante el espectáculo.

Las oleadas de voces estentóreas provenían de las gargantas de los hombres que seguían las evoluciones de un balón lanzado al aire. Subía disparado por encima de sus cabezas y describía un arco en el cielo azul antes de bajar para ser lanzado de nuevo por una bota estratégicamente colocada.

Tardé varios minutos en localizar a Munte. Por milagro, había encontrado una silla y estaba sentado a una mesa al borde del lago, donde había menos aglomeración. Parecía ser el único que tomaba café Me senté en el poyete de la pared baja, ya que no se veían más sillas; sin duda el prudente personal las había retirado de la zona de peligro.

—Ya es hora de irnos —dije—. Su esposa está aquí. Todo va bien.

—Te lo he traído —contestó.

—Gracias. Sabía que lo haría.

—La mitad de empleados de mi departamento se ha tomado el día libre. No he tenido ningún problema para entrar en la oficina del director, encontrar el archivo y sacar lo que me interesaba.

—Me han dicho que le ha visitado la policía.

—Ha hecho una visita a la oficina —corrigió —. Yo me he ido antes de que me encontrara.

—También han ido a Buchholz —comenté.

—Yo trataba de hallar un modo de avisarte cuando un hombre me abordó por la calle y me trajo aquí. —Se metió la mano en el bolsillo y sacó un sobre marrón; que puso sobre la mesa. Yo lo dejé allí un momento. ¿No vas a abrirlo y mirar lo que contiene? —interrogó.

—No —respondí.

Cerca de nosotros se había reunido un sexteto de instrumentos de viento y ahora empezaron a producir todos los sonidos que los músicos suelen hacer antes de tocar.

—Tienes que ver la caligrafía. Tienes que averiguar quién es el traidor de la Central de Londres.

—Ya sé quién es.

—Querrás decir que lo has adivinado.

—Lo sé. Siempre lo he sabido.

—He puesto en peligro mi libertad para conseguir el sobre esta marrana —recordó.

—Lo siento —dije. Cogí el sobre y lo retuve entre las manos mientras decidía qué hacer con él. Finalmente se lo alargué—. Llévelo a Londres y entréguelo a Richard Cruyer. Es un tipo esbelto de cabellos rizados que se muerde las uñas; asegúrese de que nadie más lo vea. Y ahora debemos irnos. Al parecer, la policía nos ha seguido la pista. Son los mismos que han ido a Buchholz.

—¿Mi esposa... está bien?

Se puso en pie, alarmado, y en aquel preciso momento la banda empezó a tocar una canción de taberna.

—Sí ya se lo he dicho. Pero debemos darnos prisa.

Ahora les vi Llegar, primero Lenin, con su largo abrigo de cuero marrón y su pequeña barba. También llevaba una gorra de cuero marrón y gafas de montura de metal. Su rostro tenía una expresión dura y ocultaba los ojos tras los brillantes reflejos de los lentes. A su lado caminaba el joven recluta sajón, de rostro blanco y ansioso, como un niño perdido en medio del gentío. No era corriente que un recluta figurara en un grupo de aquel calibre. La influencia de su padre debía ser considerable, pensé. Los cuatro policías se habían detenido de repente al principio de la senda, sorprendidos, como yo, a la vista de la multitud.

La banda de música tocaba con fuerza, demasiada para que la conversación fuera fácil. Agarré a Munte por el brazo y le arrastré hacia un corro de hombres que habían enlazado sus brazos y trataban de bailar juntos. Uno de ellos, un sujeto fornido, de bigote rizado, que llevaba un pijama de rayas encima del traje, cogió a Munte y le animó

—Komm, Vater. Tanzen (Ven a bailar, padre).

—No soy tu padre —oí decir a Munte mientras me ponía de puntillas para ver a los policías.

No se habían movido; permanecían en el otro extremo de la cervecería al aire libre, abrumados por la tarea de encontrar a alguien en medio de semejante muchedumbre. Lenin tocó con los dedos a uno de sus compañeros de más edad y le envió a la cola de hombres que esperaban para comprar cerveza. Luego mandó al cuarto policía a la carretera; sin duda a buscar refuerzos del minibús.

Munte se desasió por segunda vez del brazo del hombre que iba en pijama.

—Ich bin vaterlos (Soy huérfano de padre) —dijo este último con triste acento, fingiendo que lloraba. Sus amigos rieron y se movieron al compás de la desenfadada melodía. Volví a agarrar a Munte y nos abrimos paso entre los bailarines. Me volví a mirar y vi la gorra de cuero de Lenin, que se encaramaba a una jardinera de flores para ver por encima de las cabezas de la gente. El baile cesó a su alrededor y el balón de fútbol rodó por los escalones, sin que nadie lo recogiera.

—Vaya en esa dirección y adéntrese en el bosque —ordené a Munte—. Encontrará a un hombre de constitución ancha, más o menos de mi edad, que lleva un abrigo con cuello de astracán. En cualquier caso, camine por la carretera hasta que vea un camión muy grande cubierto por una lona amarilla marcada con el nombre «Underberg». Deténgalo y suba a él. Su esposa ya estará dentro.

—¿Y tú?

—Intentaré distraer a la policía.

—Esto es peligroso, Bernd.

—Dése prisa.

—Gracias, Bernd —dijo el anciano con voz serena. Ambos sabíamos que, después de Weimar, yo debía hacer esto por él.

—Camine, no corra —le llamé mientras se alejaba a buen paso. Su traje oscuro no tardaría en confundirse con la penumbra del bosque.

Me acerqué a empujones a la orilla del lago. Unos cuantos hombres se habían dirigido al corto malecón y subido a bordo de un pequeño velero. Uno de ellos trataba de soltar las amarras, pero era un trabajo difícil para la torpeza de un borracho. Un camarero les gritaba algo, pero ellos no le hacían caso.

Unos estridentes vítores me obligaron a fijar mi atención en la cervecería; tres jóvenes borrachos caminaban por el borde de la pared baja, llevando cada uno de ellos una jarra de cerveza y la chistera negra en la cabeza, pero nada más; iban completamente desnudos. Se detenían cada dos o tres pasos, hacían una profunda reverencia para agradecer las ovaciones y bebían de las jarras.

Lenin, con sus tres cohortes al lado, se abría camino a codazos por entre la hostil multitud de excursionistas, interrumpiendo la general algazara con su presencia. La alegre multitud, pensando que los policías habían ido a comprobar la identidad de quienes no habían acudido al trabajo y que ahora arrestarían a los funámbulos desnudos, estaba resentida. Se dejaron oír algunos silbidos y los cuatro policías recibieron codazos y empujones. Un adversario de tamaño poco corriente, un hombre barbudo que llevaba camiseta y pantalones vaqueros, se encaró con ellos, dispuesto a cerrarles el paso. Sin embargo, los policías estaban entrenados para hacer frente a tales situaciones. Como todos los de su profesión, sabían que una acción rápida y el justo grado de violencia son suficientes para controlar a una muchedumbre. Uno de los agentes uniformados derribó al barbudo con un golpe de porra, Lenin usó tres veces el silbato —para sugerir que contaba con muchos refuerzos— y se abalanzaron contra el gentío, que se hizo a un lado para dejarles pasar.

A estas alturas Munte ya se había internado unos cien metros en el bosque, poniéndose fuera del alcance de la vista, pero al parecer Lenin le había localizado porque, cuando hubo dejado atrás al grueso de excursionistas, empezó a correr.

Yo también eché a correr, eligiendo una senda que se cruzaba con la de los policías. Corrí paralelamente a ellos por la blanda maleza del bosque ya sumido en tinieblas. Lenin se volvió para ver quién le perseguía, me vio y volvió a mirar hacia adelante.

—¡Por aquí! —grité, dirigiéndome hacia un sendero que conducía a la orilla del lago.

Durante unos segundos, Lenin y sus tres subordinados continuaron por la senda tomada por Munte; el anciano ya debía haberles oído a sus espaldas.

—¡Eh, vosotros cuatro! —grité con arrogancia calculada para convencerles de mi autoridad—. Por aquí, malditos idiotas. ¡Se dirige al velero!

Los hombres siguieron corriendo detrás de Lenin, mientras yo corría por la otra senda. Era mi última oportunidad.

—¿No me habéis oído, idiotas? —grité con todas mis fuerzas—. ¡Por aquí, os digo!

Mi desesperación debió ser el factor decisivo, porque Lenin cambió de dirección y se acercó a grandes zancadas por entre la maleza, haciendo retemblar la tierra bajo sus botas; tenía los ojos fuera de las órbitas y el rostro congestionado por el esfuerzo.

—¡El barco está escondido! —grité para explicar la probable ausencia de cualquier embarcación cuando llegaran a la orilla.

Agité los brazos mientras me adelantaban y entonces volví a la senda, como si tuviera intención de indicar el camino a más policías.

Cuando hube recorrido unos cincuenta metros, Lenin ya había llegado a la orilla y visto que no había posibilidad de que hubiera ningún barco oculto, así que envió al joven recluta sajón en mi busca.

—Deténgase, señor —ordenó el policía con su acento inconfundible.

—¡Por aquí! —exclamé, disimulando hasta el final.

—Alto, señor —repitió él—. Alto o disparo. —Empuñaba su pistola y yo pensé que un muchacho capaz de discutir con el jefe de la brigada de arresto podía ser muy bien un tipo de los que aprietan el gatillo—. Su documentación, señor.

Vi a Lenin subir sin aliento por la senda, jadeando y retorciendo los dedos con gesto de ira. El juego había terminado.

—Sólo intentaba ayudar —dije—. Le vi andar en esa dirección.

—Regístrale —ordenó Lenin al muchacho sajón e hizo una pausa para recobrar el aliento—. Después te lo llevas y lo encierras—. Y, dirigiéndose al otro policía, añadió—: Iremos al Muggelheimer Damm, pero es probable que les hayamos perdido. Debían tener un coche esperando allí. —Se me acercó mucho y me miró a los ojos—. Lo averiguaremos todo interrogando a éste.