Capítulo 26

—No se preocupe, Frau Doktor von Munte —le dije—; su esposo volverá pronto.

Miré por la ventana. Los pequeños huertos de árboles frutales y hortalizas se extendían en todas las direcciones por el campo llano y el curioso surtido de casitas y cobertizos ofrecía un aspecto aún más extraño que durante el día. Por doquier se veían montones de arena, bolsas de cemento y pilas de ladrillos, bloques de piedra y madera para más construcciones de aficionado.

Era el mes de mayo y los árboles frutales, las flores de enredadera, los arbustos y los matorrales casi ocultaban los edificios. Había lilas —cuya fragancia lo invadía todo—, níveos cerezos en flor y macetas de rosas y rododendros enanos. Pero la vegetación no era suficiente para ocultar la casa de una sola planta que el vecino había pintado de rojo brillante antes de trazar laboriosamente sobre la pintura trémulas líneas amarillas a fin de conseguir el efecto de un castillo medieval.

La casita de los Munte era menos chillona. Estaba pintada de verde oscuro, para que armonizara con el ambiente, y los postigos de madera ostentaban anticuados dibujos de flores. En un lado había un minúsculo invernadero con tiestos de hierbas, lechugas y algunos claveles, en hilera para que les diera bien el sol. También el jardín concordaba más con una pareja madura; todo estaba limpio y aseado, como una ilustración de un manual de jardinería.

—¿Por qué le indicó usted que dijera que se encontraba indispuesto? —preguntó la señora Munte, una mujer de aspecto severo que llevaba un vestido negro con cuello de encaje blanco. Iba peinada con los cabellos muy tirantes hacia atrás, recogidos en un moño, y su cara tenía los pómulos altos y ojos rasgados que caracterizaban a las comunidades alemanas de los estados bálticos. Los ojos azules y los cabellos entre rubios y rojizos son corrientes en Estonia—. ¿Por qué lo hizo?

Era un rostro inescrutable, pero también tranquilo, la clase de rostro que, aparte de unas cuantas arrugas y manchas, permanece inalterado desde la adolescencia hasta la vejez.

—Para que nadie se sorprenda cuando se ausente un par de días de la oficina.

—Ojalá nos hubiéramos quedado en el apartamento de Erkner. Aquí no tenemos televisión y me aburro mucho.

—Su vecino está tomando el sol. ¿Por qué no pasa usted media hora fuera?

El propietario del Schloss (Castillo) de al lado había extendido una toalla sobre su minúsculo trozo de césped y ahora se aplicaba loción al pecho desnudo y escudriñaba el cielo por si aparecían nubes oscuras.

—No; me daría conversación —respondió la señora Munte—. Es un conductor de autobús jubilado y vive solo. Cuando empieza a hablar, no hay forma de pararle. Cultiva tulipanes. Yo los odio. ¿y usted? Parecen de plástico. —Estaba ante la diminuta ventana, contemplando sus rosas y rododendros—. Walter ha trabajado mucho con sus flores. Las echará de menos cuando estemos lejos.

—Tendrán otros rododendros y rosas —sugerí.

—Esta misma mañana ha salido a rociar las rosas. Le he dicho que era inútil, pero él ha insistido en hacerlo.

—Lo necesitan en esta época del año. Las mías tienen manchas negras.

—¿Nos acompañará usted?

—Les seguiré de cerca.

—Supongo que ya ha hecho esto otras veces.

—Estará muy segura, Frau von Munte. Será incómodo, pero no peligroso.

—Lo dice para tranquilizarme —contestó con nerviosismo—; considera su deber darnos ánimos.

—Cuando llegue el doctor Munte, será el momento de pensar en marcharnos.

—¿Por qué le hace venir hasta aquí? ¿No sería mejor encontrarnos con él en la ciudad?

—Lo hemos planeado así —contesté.

Me miró y meneó la cabeza.

—Es para que usted pueda examinar los papeles que ha de traerle y tenga ocasión de suspenderlo todo. Walter me ha contado lo que le dijo.

—¿Por qué no lee el libro? —pregunté. Era una antología titulada Más relatos de Polonia. Había empezado a leerlo dos o tres veces y siempre lo dejaba. Tenía la mente en otras cosas—. No sirve de nada dar vueltas y más vueltas al mismo tema.

—¿Cómo puedo saber que mi marido no ha iniciado ya el viaje?

—¿A Occidente?

—Sí. ¿Cómo puedo saber que no se ha ido ya?

—No iría a ninguna parte sin usted, Frau von Munte.

—Quizá esto le ha decepcionado a usted —dijo, con un matiz de satisfacción en la voz—. Quería que Walter se marchara solo, ¿verdad?

—No.

—Oh, sí, claro que sí. Lo dispuso todo para una persona sola. Iba a dejarme aquí.

—¿Es eso lo que le ha dicho el doctor von Munte? —Confía en mí. Nuestro matrimonio se ha basado siempre en la confianza mutua.

—¿Qué más le ha confiado? —inquirí, sonriendo para suavizar la pregunta.

—Sé para qué ha vuelto a la oficina, si se refiere a eso.

—Dígamelo, entonces.

—A buscar un documento escrito a mano por un agente comunista, alguien situado en un escalafón muy alto del Servicio de Inteligencia británico.

No negué que fuera cierto.

—Sí —prosiguió—, y de este modo usted reconocerá la letra y sabrá quién es.

—Así lo espero —dije.

—Pero me pregunto qué hará entonces. ¿Revelará su identidad o utilizará el descubrimiento para sus propios fines?

—¿Por qué dice esto?

—Lo considero evidente —respondió—. Si su única intención fuese revelar la verdad, podría hacer enviar el documento a Londres. En cambio, usted quiere verlo, quiere tener el poder en su mano.

—¿Sería tan amable de hacer más café?

—Mi marido es muy bueno; jamás usaría el poder para progresar en su carrera. Hace lo que hace movido sólo por sus ideales. —Yo asentí y ella fue a un fregadero minúsculo, que podía desaparecer dentro del armario cuando no se usaba, llenó un pote de agua y lo enchufó—. Compramos esta Laube durante la guerra. Walter decía que las bombas eran menos peligrosas si caían en la tierra blanda. Plantamos patatas, puerros y cebollas. Entonces no había electricidad, claro, y teníamos que andar mucho para obtener agua potable. —Hablaba de un modo compulsivo, con los brazos en jarras, mientras contemplaba la cafetera. Me fijé en sus manos pequeñas y rojizas y en los codos huesudos y también enrojecidos cuando se frotó los brazos como si sintiera frío. Hasta ahora había ocultado su nerviosismo, que de repente se traducía en destemplanza. Esperó a que el agua del pote rompiese a hervir antes de verterla en la cafetera—. ¿Está casado? —preguntó. Tapó la cafetera con una funda y la cogió con ambas manos para sentir el calor—. ¿Se queda su esposa todo el día en casa, aburriéndose?

—No, sale a trabajar —contesté—. Trabaja conmigo.

—¿Así es como se conocieron? Yo conocí a Walter en la mansión que sus padres poseían cerca de Bernau. Son una familia antigua e importante, ¿sabe?

—Conocí al padre de su marido —expliqué—. Era un anciano notable. A pesar de mi corta edad, me habló como a un igual. Pocos días después me envió un ejemplar encuadernado en piel de Die schbne Müllerin (La bella molinera ). Procedía de su biblioteca y en la tapa había su nombre repujado en oro y dentro un ex libros grabado. Mi padre me dijo que sólo una docena de libros de su biblioteca habían sobrevivido a la guerra. Todavía la conservo.

—Usted vivió en Berlín de niño. Esto explica su perfecto acento berlinés. —Parecía más relajada ahora que sabía que yo había conocido al viejo Von Munte—. Centenares de personas acudieron al funeral del anciano caballero; le enterraron en la finca, con el resto de la familia. Mi padre era médico rural y le atendió hasta el último momento. ¿Y su padre, en qué trabajaba?

—Empezó como oficinista y en los años treinta estuvo sin empleo durante mucho tiempo. Luego se alistó en el ejército y durante la guerra obtuvo el grado de oficial. Cuando cesaron las hostilidades, siguió en el ejército.

—Yo soy la segunda esposa de Walter, ¿sabe? Ida murió en uno de los primeros bombardeos. —Llenó las tazas de café—. ¿Tiene usted hijos?

—Si, dos. Un niño y una niña.

—Es el hijo de Ida, claro, el que tanto desea ver.

Me alargó la taza de café negro con un gesto que contenía un elemento de amargura.

—¿El que vive en Sao Paulo?

—Es su único hijo, por eso Walter siente adoración por él. Espero y rezo para que no le defraude.

—¿Por qué ha de defraudarle?

—Ha pasado mucho tiempo —murmuró, como si este hecho hiciera inevitable un desengaño mutuo entre los dos hombres.

—Seguramente estará agradecido —insinué—. Walter le ha dado mucho.

—Walter lo ha dado todo a su hijo, hasta el último céntimo de lo que ha ganado con ustedes, además de la vida que era mía por derecho propio.

Bebió unos sorbos de café. Sus palabras eran amargas, pero su semblante no perdió la serenidad.

—Y ahora su hijo tendrá ocasión de agradecerlo a ambos.

—Seremos unos extraños para é. No aceptará la carga de cuidar de nosotros. Y Walter ya no podrá ganarse la vida.

—Todo irá bien —prometí vagamente.

—Nuestra presencia le recordará su obligación y estará resentido. Entonces empezará a sentirse culpable de abrigar tales sentimientos y nos asociará con esa culpabilidad. —Bebió más café; resultaba evidente que había pensado mucho en todo ello—. Siempre soy pesimista. ¿Lo es también su esposa?

—Tuvo que ser muy optimista para casarse conmigo —respondí.

—Aún no me ha contado cómo se conocieron —dijo la señora Munte.

Murmuré algo sobre nuestro encuentro en una fiesta y fui a mirar por la ventana. Fiona había llegado con otras dos chicas. Dicky Cruyer sabía su nombre, así que me acerqué inmediatamente a ella con una botella de Sancerre y dos copas vacías. Bailamos al compás de un tocadiscos estropeado y hablamos de nuestro anfitrión, un joven funcionario del Foreign Office que celebraba su traslado a Singapur.

Fiona mecanografiaba cartas en una agencia de viajes de Oxford Street. Era un trabajo temporal, que terminaba la semana siguiente. Me preguntó si sabía de algún empleo realmente interesante para una taquimecanógrafa experta que conocía tres idiomas. Al principio pensé que no hablaba en serio; ni su ropa ni las joyas que llevaba le daban aspecto de necesitar mucho un empleo.

—Me dijo que estaba sin trabajo —expliqué.

Por aquella época Bret Rensselaer organizaba una operación confidencial que se montaba en un bloque de oficinas de Holborn, procesando datos seleccionados de la oficina de Berlín. Necesitábamos personal y Bret ya había decidido no utilizar el procedimiento normal de reclutamiento del servicio civil, que requería demasiado tiempo y un exceso de formularios y entrevistas; para colmo, el servicio civil sólo nos enviaba candidatos ya desechados por el Foreign Office como poco competentes para ellos.

—¿Cómo iba vestida? —preguntó la señora Munte.

—No llevaba nada especial —contesté.

Era un ceñido suéter de lana de angora. Lo recuerdo porque fueron precisos dos servicios de tintorería y mucho cepillado para eliminar la última pelusa de mi único traje decente. Le pregunté dónde había aprendido mecanografía y taquigrafía y ella hizo una broma tonta para dejar bien claro que se había graduado en Oxford y yo fingí no comprender tal sutileza. En aquel momento Dicky Cruyer intentó cortarnos a medio baile, pero Fiona le preguntó si no veía que ella estaba bailando con el hombre más guapo del salón.

—Pero, ¿volvió a verla? —inquirió la señora Munte.

Nos citamos para la noche siguiente: yo ansiaba poder decirle que ya le había encontrado trabajo. Era una idea atractiva tenerla en la oficina conmigo. A Bret Rensselaer no le gustaba mucho emplear a alguien que no había sido debidamente investigado, pero cuando descubrimos que estaba emparentada con Silas Gaunt —que se había convertido en algo semejante a una leyenda en el Departamento—, consintió de mala gana. Al principio puso como condición que sólo trabajara en mi oficina, sin acceso al material realmente sensible o a cualquier contacto con nuestra gente de Berlín. Pero unos cuantos años, un trabajo arduo y muchas horas extras le proporcionaron una serie de ascensos que la hicieron acreedora a una mesa en Operaciones.

—Le conseguí un empleo —dije.

—Quizá le interesaba el empleo y no usted —sugirió la señora Munte, ladeando la cabeza para demostrarme que no hablaba en serio.

—Quizá.

Vigilaba a dos hombres que estaban al final del estrecho sendero que partía de la iglesia de Buchholz. Ambos iban de paisano, pero eran sin lugar a dudas de la Stasis. La política gubernamental decretaba que la policía secreta no llevara nunca barba ni bigote y vistiera trajes de un tipo que la identificaba inmediatamente ante cualquier alemán oriental que le echara la vista encima. Todos menos los más ingenuos comprendían que había otros policías de paisano que no eran tan fáciles de reconocer, pero ¿dónde diablos estaban?

—Frau von Munte —dije en tono normal—, una pareja de policías está subiendo por el sendero y entrando en cada una de las casas.

—Continué observándolos. Ahora vi que detrás de ellos iban otros dos (uno con uniforme de policía) y unos metros más abajo un Volvo negro avanzaba con cautela por el sendero, seguido a más distancia por un minibús con una luz en el fecho—. Cuatro policías —añadí—, tal vez más.

Se acercó a la ventana, pero tuvo la precaución de no asomarse.

—Qué clase de policías? —interrogó.

—Los que van en Volvo.

Dada la escasez de cualquier clase de divisas fuertes, sólo los de grado superior o las brigadas especiales podían ir en un coche importado.

—¿Qué hacemos?

No dio señales de temor. Supongo que durante varias décadas de matrimonio con un espía había pasado innumerables veces por esta pesadilla.

—Traiga dos cajas de plantas del invernadero —dije—. Mientras tanto, yo daré un vistazo por aquí antes de irnos.

—¿A dónde vamos?

—A mi coche.

—Tendremos que pasar por delante de ellos.

—Nos verán de todas maneras, así que será mejor salir con descaro.

Se encasquetó un absurdo sombrero de fieltro, en forma de fez, y se lo sujetó al pelo con horquillas de aspecto feroz. Miró alrededor de la habitación. Debía haber muchas cosas que se proponía llevar consigo, pero sólo cogió un abrigo de piel de una caja que guardaba debajo de la cama y se lo puso. Salió al invernadero, volvió, me entregó una caja de plantas y se quedó la otra. Cuando salimos, sonreí al vecino que tomaba el sol frente a su castillo: él entornó los ojos y fingió dormir. Cerré cuidadosamente la verja detrás de nosotros y seguí a la señora Munte por el sendero en dirección a los policías.

Trabajaban de forma sistemática, un equipo de dos hombres por cada lado del sendero. Uno entraba en el jardín y llamaba a la puerta y el otro vigilaba la parte trasera. El conductor del coche debía estar preparado para disparar contra cualquiera que intentase huir.

En la parte posterior del Volvo había otro hombre; era Lenin, el oficial del grupo que había arrestado a Rolf Mauser. Estaba tumbado sobre el asiento, tachando nombres y direcciones de un bloc.

—¿Quiénes son ustedes, adónde se dirigen? —preguntó uno de los policías cuando nos acercamos.

Era de nuevo el joven recluta sajón. Le habían asignado el trabajo de apartar los matorrales del borde del sendero que podían arañar la pintura del coche.

—A usted no le importa, jovencito —respondió la señora Munte, que ofrecía un aspecto incongruente a pleno sol, con sus plantas, su abrigo de piel y su sombrero para una tertulia de café.

—¿Viven aquí?

Se plantó delante, para bloquearnos el camino. Advertí que llevaba abierta la pistolera. Cruzó los brazos sobre el pecho, una postura que los policías suelen considerar amistosa.

—¿Que si vivimos aquí? —exclamó la señora Munte—. Por quién nos toma, por inquilinos ilegales?

Incluso los policías sonrieron. Fuera cual fuese el aspecto de la señora Munte, no podía confundirse con uno de los inquilinos ilegales, sucios y desgreñados, que tan a menudo se veían en los telediarios del sector occidental.

—¿Conoce a alguien de aquí llamado Munte?

—No conozco a nadie de esta gentuza —replicó ella en tono desdeñoso. Sólo vengo a este horrible lugar a comprar cosas que no encuentro en otra parte. Mi hijo me ayuda a llevar estos claveles. Es su día libre y hemos venido en su coche. Diez marcos por estas plantas; es un abuso. Deberían ocuparse de los especuladores que hacen su agosto aquí.

—Ya nos ocupamos —contestó el policía, que seguía sonriendo sin moverse del sitio.

La señora Munte se le acercó.

—¿Qué hacen? —murmuró en voz alta—. ¿Persiguen a los adúlteros o se han vuelto a mudar aquí las prostitutas?

Él sonrió y se hizo a un lado.

—Es usted demasiado joven para esas cosas, Mutti —contestó. Dio media vuelta y nos miró caminar, dando traspiés, con nuestras cajas de plantas—. Dejen paso a los atareados jardineros —gritó a los policías que iban detrás y éstos también se hicieron a un lado.

El hombre tumbado en el asiento trasero del Volvo continuó con la vista fija en el bloc y no dijo nada. Probablemente pensó que ya nos habían examinado la documentación.