Capítulo 16

Todos hacían bromas sobre «el submarino amarillo», pero a Fiona parecía gustarle bajar al Centro de Datos, en el tercer sótano de Whitehall. De vez en cuando, a mí también me agradaba pasar un rato allí. El aire era cálido, deshidratado, filtrado y purificado y el cielo siempre de un azul pálido, de modo que daba la sensación de que la vida se había detenido temporalmente para darle a uno tiempo de recobrar el aliento y pensar con calma en los propios asuntos. Por eso el personal del centro daba muestras de tan condenada lentitud y por eso también, cuando necesitaba algo con urgencia, bajaba a buscarlo yo mismo.

Al Centro de Datos sólo se podía acceder a través del Foreign Office, y como tanta gente usaba esta entrada, los agentes enemigos lo tenían muy difícil para identificar y situar a nuestro personal de computadoras. El centro ocupaba tres niveles subterráneos: uno para las computadoras grandes, otro para el software y personal de mantenimiento y el inferior y más secreto para los datos. Crucé la sala de seguridad de la planta baja y pasé los habituales tres minutos dejando que el guardia uniformado obtuviera mi fotografía y descripción física en su pantalla de video para comprobación de mi identidad. El viejo me conocía, claro, pero no por ello prescindíamos de las formalidades. Cuanto mayor era la veteranía, tanto más tiempo requería satisfacer al control de seguridad y tanto mayor era el interés de los guardias por impresionar a sus superiores. Me había fijado en que los empleados jóvenes parecían pasar con sólo un guiño o una inclinación de cabeza.

Perforó una ficha para decir a la computadora que yo entraba en el centro y sonrió:

—Aquí tiene, señor —Lo dijo como si su impaciencia hubiera sido mayor que la mía—. ¿Va a ver a su esposa, señor?

—Esta noche es nuestro aniversario —contesté.

—Entonces será champaña y rosas, supongo.

—Dos Lagers y un plato indio precocinado.

Se rió; prefería creer que yo llevaba aquellos trajes viejos porque era un espía.

Fiona estaba en Datos Secretos, en el nivel 3, una habitación muy grande y vacía, como un área de apartamiento bien iluminada. A lo largo de una pared, los jefes tenían asignados espacios marcados con una alfombra minúscula, una librería alta hasta la cintura y una silla para visitantes que nunca venían. Había interminables estantes de metal y enfrente, unidades de discos magnéticos. El suelo estaba cubierto por la alfombra antiestática especial cuyo color gris plateado reflejaba el despiadado resplandor de la iluminación fluorescente.

No me vio enfilar el pasillo de paredes de cristal que atravesaba el centro. Empujé la puerta transparente y miré a mi alrededor: no había nadie aparte de mi mujer. Se oía el zumbido de la electricidad y el chirrido constante de los discos. De improviso sonó el gemido de una máquina al ponerse en marcha a toda velocidad antes de estabilizarse en una pauta regular de latidos intermitentes.

Fiona estaba de pie ante una de las máquinas, esperando que se detuviera con un gemido final. Entonces pulsó el botón y un cajón se abrió con un leve zumbido; después dejó caer una tapa sobre el disco y encajó las grapas antes de volver a cerrar la máquina. Se jactaba de saber reemplazar a cualquier miembro del personal del Centro de Datos.

—Así no pueden decirme que es un trabajo muy lento u otro de los cuentos de hadas que se inventan para llegar temprano a casa.

Me dirigí a la terminal cercana, un teclado de máquina de escribir provisto de una pantalla giratoria y una impresora. Delante había una silla de mecanógrafa con ruedas de goma y una papelera de plástico a rebosar del ancho papel verde pálido de la impresora.

—Te has acordado —dijo Fiona, cuya cara se iluminó al verme—. Te has acordado, es maravilloso.

—Feliz aniversario, cariño.

—¿Sabes que vamos a la escuela para ver ganar una carrera a nuestro hijo?

—Me he acordado también de esto.

Una de las convenciones de nuestro matrimonio establecía que yo era el exhausto y olvidadizo, pero Fiona dedicaba más horas que yo a su trabajo. Siempre hacía viajes misteriosos y mantenía largas entrevistas con personas no identificadas. Hubo un tiempo en que me sentí orgulloso de tener una esposa lo bastante veterana para ser casi imprescindible, pero ahora ya no estaba seguro de ella. Me preguntaba con quién estaría y qué haría durante las noches que yo pasaba solo en mi fría cama.

Me besó. La abracé con fuerza y le dije cuánto la amaba y cuánto la echaba de menos cuando nos separábamos. Nos vio una chica que empujaba un carrito cargado de cajas marrones de nuevas cintas magnéticas, la cual debió pensar que había descubierto una aventura incita. Le guiñé un ojo y ella sonrió con nerviosismo.

Fiona empezó a ordenar los papeles esparcidos sobre su mesa de metal; detrás de ella, la estantería era apenas suficiente para los montones de ficheros, libros y manuales de instrucciones. A fin de poder sentarse, tuvo que trasladar un grueso fajo de papeles. Pareció que iba a hablar, pero cambió de idea y esperó a que una cinta próxima adquiriera de pronto una gran velocidad antes de detenerse en silencio.

—¿Has telefoneado a Nanny para que anticipe la cena de los niños?

—Estaba haciendo algo en el jardín, así que di el encargo a Billy.

—Ya sabes lo despistado que es Billy. Me gustaría que Nanny estuviera con los niños y no haciendo cosas en el jardín. —Probablemente se ocupaba de tender su ropa.

—Tenemos una lavadora que centrifuga muy buena —dijo Fiona.

Nanny prefería tender la ropa en el jardín, pero decidí no mencionarlo. Centrifugar o no era un constante motivo de desacuerdo entre las dos mujeres.

—Llámala otra vez, si quieres —sugerí.

—¿Vas a tardar mucho?

—No, es sólo una copia personal.

—Si vas a quedarte aquí media hora o más, yo podría hacer otro trabajo.

—Diez minutos —dije.

Me senté ante la terminal y pulsé el botón de ABIERTO. La máquina zumbó y en la pantalla apareció la frase luminosa: «Escriba su nombre, grado y departamento.» Obedecí y la pantalla se oscureció mientras la computadora comprobaba mi respuesta con el fichero del personal. Después: «Asegúrese de que ninguna otra persona puede ver la pantalla o la consola. Ahora escriba su número secreto de acceso.» Así lo hice y la pantalla añadió: «Escriba fecha y hora.» Obedecí y la pantalla solicitó a continuación: «El código de hoy, por favor.» Se lo di.

—¿A qué hora empieza el espectáculo deportivo? —preguntó Fiona desde su sitio.

Estaba inclinada sobre su mesa, consagrada a la tarea de pintarse las uñas de color rojo pasión.

La pantalla preguntó: «¿Programa?» y yo respondí con «KAGOB» para obtener la sección del KGB.

—A las siete y media, pero esperaba tener tiempo para tomar un trago rápido en la taberna de enfrente.

La misma chica que nos había visto besarnos pasó por nuestro lado con un enorme rollo de papel de computadora apretado contra su pecho. Había muchas otras cajas de basura secreta, pero por lo visto quería observar más de cerca a los amantes.

Mecanografié las otras claves, «Rojilandia de Ultramar» y el nombre de «Jlestákov» y la pantalla preguntó: «¿Sólo pantalla?» Era una «pregunta capciosa», pues significaba que el material pasaría por la impresora a menos que el operador especificase lo contrario.

La terminal emitió un fuerte zumbido. Funcionaba a alta velocidad porque desechaba millones de palabras que no se referían a Jlestákov. Entonces, de repente, la impresora carraspeó, hipó dos veces y vomitó con ruido de matraca cuatro líneas de texto antes de que la máquina volviera a acelerarse.

—Y no tires de la cinta —advirtió Fiona desde su mesa—. El nuevo lote tiene algún defecto de perforación en la pista magnética y esta tarde ya hemos sufrido tres atascos.

—Jamás tiro de la cinta.

—Si no admite entradas, llama al 03 por el interfono y vendrá el ingeniero de guardia.

—Y me despido de llegar a alguna parte antes de medianoche.

—No des tirones y no se atascará —repitió ella, que aún no había levantado la vista de sus uñas.

La impresora cobró vida súbitamente y produjo una larga lista de datos sobre Jlestákov, mientras la rueda de margarita corría con un zumbido hacia delante y hacia atrás. Siempre me llenaba de asombro verla imprimir hacia atrás una de cada dos líneas; era un poco como la escritura en el espejo de Leonardo da Vinci. Sin duda sus diseñadores querían hacer sentir inferiores a los operadores humanos. La impresión terminó con un pequeño tatuaje de códigos finales para indicar que se habían investigado todos los datos relevantes y la impresora enmudeció. La luz roja de la consola se encendió en SISTEMAS OCUPADOS, que en lenguaje de computadora significa no hacer nada.

Fiona se aproximó desde su mesa agitando los dedos extendidos de un modo que me habría parecido amenazador si no la hubiera visto nunca secándose las uñas.

—Tuviste buen tiempo para tu excursión a Berwick House. Deberías haber llevado el Porsche.

—Cuando ve un coche como ése, todo el mundo espera grandes propinas.

—¿Cómo estaba el pobre Giles?

—Compadeciéndose de sí mismo.

—¿Tomó una dosis letal o fue sólo un grito de socorro?

—¿Un grito de socorro? Ya has vuelto a mezclarte con sociólogos.

—Pero ¿lo ha sido?

—¿Quién puede saberlo? El frasco estaba vacío, pero quizá sólo contenía dos tabletas. Gracias a la rápida actuación de su hermana, vomitó antes de darles tiempo a disolverse.

—¿Y qué dijo el médico?

—Era un muchacho imberbe y se adivinaba que Dicky le había abrumado con insinuaciones sobre el Servicio Secreto. No creo que supiera lo que hacía; fue la hermana de Trent quien aplicó el tratamiento médico. Sólo llamó al facultativo porque las enfermeras (incluso las retiradas) han sufrido un lavado de cerebro que las impulsa a llamar a un médico que las mire con aprobación mientras ellas toman las decisiones y hacen todo el trabajo.

—¿Crees que lo volverá a intentar? —preguntó Fiona, soplándose las uñas.

—No, si sabe lo que conviene a su hermana. Le dije que me cuidaría de enviarla ante un tribunal si él huía en cualquier dirección.

—Le odias, ¿verdad? Hacía mucho tiempo que no te veía así. Apostaría algo a que pusiste los pelos de punta al pobre Giles.

—Lo dudo mucho.

—No sabes el temor que puedes inspirar. Haces esas bromas tuyas tan crueles con una cara que parece un bloque de granito. Supongo que me enamoré de ti por eso, porque eras un condenado bruto.

—¿Yo?

—Cariño, no digas siempre «¿Yo?». Sabes que puedes ser despiadado.

—Detesto a los Giles Trent de este mundo y si a esto lo llamas ser despiadado, me gustaría que hubiera más despiadados como yo. Odio a los comunistas y a los estúpidos de este país que les hacen el juego y piensan que son «personas conscientes, filantrópicas y maravillosas». Yo les he visto de cerca. Olvida a los cerditos de voz melosa que vienen aquí a visitar el Congreso de Sindicatos o a dar conferencias sobre amistad internacional. Les he visto en su propia salsa, donde no tienen que enseñar sonrisas de plástico ni ocultar los nudillos de hierro.

—No se puede gobernar a la Unión Soviética como si fuera la Exhibición de Flores de Chelsea, cariño.

Gruñí; era su respuesta habitual a mis diatribas contra el KGB. Fiona, por mucho que hablara de justicia social y teorías para mitigar la pobreza del Tercer Mundo, era feliz aceptando, cuando le convenía, que el fin justifica los medios. En esto podían reconocerse las enseñanzas de su padre.

—Pero Trent no es realmente material para el KGB, ¿verdad?

—Le dijeron que sólo le necesitarían durante tres años.

—Supongo que sería para facilitarle las cosas.

—Trent lo creyó.

Ella se echó a reír.

—No puedo imaginarme que tú lo creas sólo porque Trent se lo haya creído a pies juntillas.

—No es un completo idiota. En mi opinión, se lo dijeron en serio.

—¿Por qué? ¿Qué sentido tiene?

—Y su contacto del KGB le aconsejó que ocultara la radio bajo el entarimado. Se le escapó mientras hablábamos y estoy seguro de que esto al menos es verdad.

—¿Y qué?

—¿Bajo el entarimado? Sólo lo recomendaría a uno de mis agentes si quisiera que le atraparan. Enterrar bajo el pavimento una radio clandestina es lo mismo que poner un anuncio en la primera plana del periódico local.

—Aún no sé a dónde quieres ir a parar.

—No le dieron ninguna clave de despido —añadí.

—¿Qué es eso?

—Números a los que llamar si le siguen o entran ladrones en su casa o encuentra a un miembro de Seguridad registrando su mesa una mañana en que llega algo más temprano. Ni siquiera le prometieron sacarle de aquí si algo salía mal.

—¿Te imaginas a Giles Trent viviendo en Moscú? ¡Vamos, cariño!

—Los procedimientos del KGB se determinan en Moscú. No permiten a ningún miembro decidir lo más idóneo para la personalidad del agente que tiene a su cargo. No comprendes a esos malditos rusos. Todos los agentes del KGB tienen claves de despido.

—Tal vez han decidido cambiar algunas cosas.

—Jamás cambian nada.

Fiona se tocó con mucho cuidado una uña pintada para cerciorarse de que estaba seca.

—Estoy lista, si tú lo estás.

—Muy bien.

Me levanté y volví a leer los datos sobre Jlestákov.

—No caigas en la tentación de sacar del edificio esa cinta de la computadora —me advirtió Fiona—. Los de Seguridad se enfurecerían.

—¿En nuestro aniversario de boda? No me atrevería a hacer una cosa así.

Introduje la cinta en una trituradora y contemplé caer los gusanos de papel en la bolsa de plástico transparente.

—Me has convencido —declaró Fiona—. ¿Por qué no le han dado claves de despido, sean lo que sean?

—Creo que han preparado a Trent como chivo expiatorio. Creo que querían que le atrapáramos y saben todo lo que le decimos.

—¿Por qué?

—La falta de cualquier preparativo para la huida, la mención de los tres años y, para colmo, aconsejarle esconder la radio bajo el pavimento, una radio que no necesitaba y que nunca le entrenaron para utilizar. Creo que ha sido un hombre de paja.

—¿Con qué objeto?

—La única razón que se me ocurre es para ocultar el hecho de que ya tienen a alguien entre nosotros.

Esperaba que se riera, pero no lo hizo; frunció el ceño.

—Hablas en serio, ¿verdad?

—Alguien de la cumbre.

—¿Has mencionado esta teoría a Bret?

—Dicky opina que debemos silenciarla.

—Así que él está en el secreto.

—Dicky puede tener muchos defectos, pero nadie creería en la posibilidad de que fuera un agente doble. Los rusos no emplearían jamás a un zoquete como él. Hemos convenido guardar en secreto todo lo referente a Trent.

—¿Todo?

—Todo lo importante.

Fiona movió la cabeza como si intentara verme desde otro ángulo.

—¿Estáis ocultando material a Bret? ¡Vaya!, esto es igual que ocultarlo al DG y al comité.

—En efecto, sí.

—Te has vuelto loco, cariño. Existe un nombre para lo que hacéis. Lo llaman traición.

—Ha sido idea de Dicky.

—Ah, esto lo cambia todo —replicó ella con sarcasmo—. Si es idea de Dicky, no necesitas decir nada más.

—¿Crees que es un disparate?

Meneó la cabeza como si le fallaran las palabras.

—No puedo creer que sea verdad. No puedo creer que esté aquí, oyéndote pronunciar semejante estupidez.

—Vamos a ver a nuestro hijo ganar la Olimpiada —propuse.

—Pobre Billy, está convencido de que va a ganar —dijo Fiona.

—Pero tú no.

—Es un encanto, pero estoy segura de que llegará en último lugar.

—No tenéis por casualidad un armario bar en este nivel, ¿verdad?

—Nada de alcohol en el submarino amarillo; órdenes del DG —contestó Fiona.

—En mi próximo cumpleaños traeré una petaca —prometí. Fiona simuló no haberme oído.