Capítulo 21
Estaba muy, muy oscuro y Frank Harrington tenía un cuidado especial y sólo usaba la linterna eléctrica para enseñarme un foso de seguridad en el que podía caerme, o grandes charcos, o los rieles cuando tuvimos que cruzar al otro lado de la vía férrea.
Hay un olor curioso en el sistema de ferrocarriles subterráneos de Berlín que recuerda las historias sobre ingenieros que volaron las esclusas del canal entre los puentes de Schoneberger y Múckern para ahogar a civiles y soldados alemanes y rusos sin distinción. Algunos dicen que no hubo inundación, sólo filtraciones por las grietas del deteriorado muro de contención que protege la estación de metro de la Friedrichstrasse de las frías aguas del Spree. Pero no se pueden negar estas pesadillas a nadie que haya sorteado las traviesas en la oscuridad después de detenerse los trenes, porque entonces habla de los fantasmas que ha visto allí. Y el olor curioso persiste.
Frank avanzaba con mucha lentitud, hablando muy bajo pero sin cesar para que yo supiera dónde estaba.
—La mitad de los pasajeros del metro que va de la Moritzplatz a la Voltasttrasse ignora que recorre un trecho bajo Berlín Este antes de volver al sector occidental.
—¿Hemos llegado ya a Berlín Este? —pregunté.
—Pero los de esta línea lo saben, claro. Los trenes se detienen en la estación de Friedrichstrasse para controlar a los pasajeros. —Se paró a escuchar, pero sólo se oía el goteo en una hendidura húmeda y el distante zumbido de los generadores eléctricos—. Cuando lleguemos, verás las marcas en la pared del túnel. Están hechas con pintura roja y señalan los límites.
Dirigió la luz hacia el lado del túnel para enseñarme dónde estarían las marcas. Ahora sólo había haces de alambradas que se combaban entre soporte y soporte, ennegrecidos por décadas de suciedad. Cuando apagó la linterna, tropezó con un trozo de tubería rota y profirió una maldición. Él iba bien equipado, con botas de goma y ropa vieja bajo su mono de ingeniero del ferrocarril; en cambio yo llevaba bajo el mono el único traje que tendría que servirme para toda mi estancia en Berlín Este. Ambos habíamos decidido que ir con un maletín o un paquete en plena noche equivalía a pedir que nos detuvieran y registraran.
Caminamos lentamente por la vía férrea durante un tiempo que se me antojó interminable. A veces Frank se paraba a escuchar, pero sólo oíamos repentinos arañazos de ratas y el zumbido incesante de la electricidad.
—Esperaremos aquí un rato —dijo Frank, manteniendo el reloj de pulsera muy cerca de la cara—. Algunas noches, ingenieros del sector oriental hacen un recorrido de la línea para comprobar los instrumentos de la terminal, lo que antes era la estación de Kaiserhof. Ahora la llaman Thálmannplatz. A los comunistas les gusta dar a las calles y estaciones nombres de héroes, ¿no te parece?
Mantuvo la linterna encendida el tiempo suficiente para iluminar un hueco en la pared del túnel que contenía una caja pintada de amarillo con un teléfono dentro. Era uno de los lugares adonde tenían que ir los conductores si su tren se paraba entre dos estaciones. También había un banco y Frank se sentó. No estábamos muy por debajo del nivel de la calle y sentí una corriente de aire frío que bajaba por el pozo de ventilación.
—¿Alguna vez te has preguntado por qué el Muro de Berlín sigue esta absurda línea? —dijo Frank—. Se decidió durante una conferencia en Lancaster House, en Londres, mientras aún estábamos en guerra. Dividieron la ciudad en zonas para su ocupación por los ejércitos aliados. Se envió a toda prisa a buscar un mapa de Berlín, pero lo único que Whitehall pudo suministrar fue una guía de la ciudad que databa de 1928 y tuvieron que contentarse con ella, a falta de otra cosa mejor. Trazaron líneas siguiendo los límites de las zonas administrativas de 1928, pero como sólo era un acuerdo temporal, no les pareció muy importante que partiera tuberías de gas, alcantarillas y trenes de superficie o subterráneos. Esto fue en 1944 y aún seguimos igual.
Estábamos sentados en la oscuridad. Yo sabía que Frank se moría por dar una chupada a su maldita pipa, pero no sucumbió a la tentación. En lugar de ello, hablaba.
—Hace años, cuando los comunistas empezaron a construir esa increíble ciudad satélite en Marzahn, querían que tuviera su propia administración y se convirtiera en un Stadtberirk, un municipio por derecho propio, pero los abogados comunistas conferenciaron con los hombres de Moscú y repasaron todos los viejos acuerdos de la guerra. El resultado fue que les prohibieron terminantemente crear un nuevo Bezirk. Si violaban el antiguo convenio, sentarían un precedente que permitiría a las potencias occidentales introducir otros cambios.
—Los abogados dirigen el mundo —observé.
—Voy a dejarte subir a la calle en la estación de Stadtmitte —dijo Frank. Ya me lo había explicado, enseñándome mapa y fotos, pero no le interrumpí cuando quiso repetírmelo todo—. Stadtmitte es una estación de correspondencia; por ella pasan tanto los trenes de Alemania oriental como los de la occidental. A diferentes niveles, claro.
—¿Cuánto falta ahora, Frank?
—Relájate. Tenemos que esperar hasta estar seguros de que los alemanes orientales no reparan la via férrea. No van armados, pero a veces llevan radios para hablar con los hombres que desconectan el fluido. Han de cerciorarse de que los empleados no mueren electrocutados cuando empiezan a trabajar.
Esperamos en la oscuridad un período de tiempo que se me antojó eterno. Luego volvimos a caminar despacio por el túnel.
—En 1945, el Ejército Rojo, que avanzaba hacia la ciudad, fue detenido en la estación de Stadtmitte —contó Frank—. La estación servía de cuartel general a la división de las SS Nordland. Eran las últimos soldados alemanes que se hacían fuertes y de alemanes que no tenían mucho, ya que la Nordland se había convertido en una colección de voluntarios extranjeros, incluyendo a trescientos franceses enviados de otra ciudad. Los alemanes disparaban desde donde nos encontramos ahora y los soviéticos no podían bajar a las vías. Ya conoces el antiguo dicho de que un hombre puede mantener a raya a un ejército si lucha desde un túnel. Pues bien, la última batalla que libraron los alemanes fue en un túnel.
—¿Qué ocurrió?
—Los rusos bajaron una pieza de artillería por la escalinata de entrada, la arrastraron por el andén y la colocaron sobre los rieles. Entonces dispararon hacia el túnel y allí terminó la historia.
Frank se interrumpió de repente y levantó la mano para advertirme que guardara silencio. Debía tener un oído sobrehumano por que hasta pasados unos momentos no pude oír el sonido de voces y un martilleo ahogado. Frank acercó su cabeza a la mía y susurró:
—Los ruidos se propagan muy lejos por estos viejos túneles. Es probable que esos hombres estén en el andén abandonado de la Franzi sischerstrasse. —Miró a su alrededor—. Aquí es donde me dejas. —Señaló otro pozo de ventilación. Arriba se veía un débil resplandor de luz gris a través de un enrejado—. Pero muévete sin hacer ruido.
Me despojé del mono y trepé por el estrecho pozo de ventilación, apoyando los pies en los travesaños de hierro fijos en el enladrillado. Algunos estaban oxidados y rotos, pero tenía las manos libres y subí con bastante facilidad. La rejilla estaba sujeta con barrotes cubiertos de herrumbre que parecían inamovibles.
—Levántala —me dijo Frank desde abajo—. Levántala y echa un vistazo a la calle. Entonces escoge el momento y sal.
Apliqué la mano a la reja y se movió sin ofrecer mucha resistencia. No la habían limpiado ni engrasado —Frank era demasiado sutil para un detalle tan obvio, pero la habían levantado hacía poco para facilitarme la tarea.
—Buena suerte, Bernard.
Tiré los guantes de trabajo al pozo y salí del agujero lo más de prisa que pude, pero no debí haberme preocupado. La Friedrichstadt —el centro gubernamental del viejo Berlín— está vacía y silenciosa en comparación con las arterias occidentales, incluso en los días laborables. En aquel momento no había nadie a la vista, y sólo se oía un distante rumor de tráfico hacia el este de la ciudad. Porque el Stadtbezirk Mitte es una cuña comunista incrustada en Occidente. La rodea por tres lados la «barrera de protección antifascista» que el resto del mundo llama el Muro. Este se encontraba muy cerca de allí. Interminables baterías de potentes luces mantenían brillante como el día la abierta franja divisoria y el resplandor prestaba un tono grisáceo a la oscuridad del cielo, como la niebla que avanza tierra adentro desde un océano glacial.
Frank había elegido mi ruta con cuidado. La entrada al pozo de ventilación estaba oculta a los transeúntes por una pila de arena, montones de escombros, herramientas para la construcción y un pequeño remolque con generador que pertenecía a la compañía de electricidad. Las tapas de acceso al subsuelo de Berlín son de hierro fundido y muy pesadas y cuando hube colocado aquélla en su sitio, tenía el rostro encendido y estaba sin aliento. Descansé unos segundos antes de enfilar la Charlottenstrasse, con intención de caminar por detrás de la Opera Nacional, en sentido paralelo a Unter den Linden. Tendría que cruzar el Spree; no había manera de evitar aquellos puentes, porque del mismo modo que el Muro cercaba por dos lados esta parte del Mitte, el río Spree limitaba los otros dos lados, formando prácticamente una caja.
Al acercarme a la Opera, vi luces y gente. En la parte posterior del edificio había puertas abiertas y unos hombres transportaban enormes piezas de decorado y la estatua ecuestre que reconocí como la del ultimo acto de Don Giovvani. Crucé la calle para mantenerme en las sombras, pero dos policias que caminaban hacia mí desde el viejo edificio del Reíchshank —ahora las oficinas del Comité Central— me hicieron cambiar rápidamente de opinión. Si no hubiéramos tenido que esperar a que se detuvieran los trenes del metro, podría haberme mezclado con los turistas y esos grupos de visitantes occidentales que atraviesan el Puesto de Control Charlie sólo para acudir durante unas horas a los teatros o la ópera. Algunos iban vestidos de etiqueta, con pecheras almidonadas, mientras otros llevaban el vistoso uniforme de un regimiento acuartelado y todos acudían acompañados de mujeres con vestidos largos y peinados de gala. Estos visitantes dejaban entrever a los aburridos vecinos un ejemplo de decadencia occidental. A ninguno de ellos se les pedía documentos en la calle, pero semejante atuendo habría llamado demasiado la atención entre los obreros del lugar donde yo me dirigía.
Transitaba muy poca gente por la calle. Seguí caminando en dirección norte y me detuve bajo el arco de la estación de Friedrichstrasse.
Un par de sujetos discutían a voz en grito sobre el cabaret satírico de la otra acera, unos ferroviarios esperaban que empezara su turno y varios turistas africanos lo miraban todo con absorta atención. El puente del Weidendamm sería el mejor para mí; estaba más oscuro que los otros puentes que llevaban a la isla, ya que era preciso vigilar demasiados edificios gubernamentales en aquel lado de la ciudad.
Había recuerdos dondequiera que mirase y era imposible sustraerse al de la guerra. Los últimos fugitivos del búnquer del Fuhrer habían pasado por aquí y cruzado el río por el puente para peatones cuando falló todo lo demás, dejando a Martin Bormann muerto en la ribera.
El hospital Chanté. En el depósito de cadáveres de este sombrío edificio, el Ejército Rojo encontró los cuerpos de los hombres que intentaron derrocar a Hitler en el complot de julio de 1944. El propio Hitler había ordenado guardar allí sus cadáveres.
Un policía se acercaba desde el viejo teatro Brecht a orillas del Spree. Aceleró el paso al verme. Yo llevaba mis documentos en regla, pero comprendí demasiado tarde que no sabía cómo hablar a un policía.
—¡Eh, vosotros! —gritó.
¿Cómo se dirigían ahora a un policía los berlineses orientales? Esto no era Estados Unidos. Una familiaridad excesiva sería tan sospechosa como un respeto exagerado. Decidí fingirme un poco borracho, un obrero que había bebido dos vodkas antes de ir a su casa. ¿Cuántas vodkas podía beber un hombre actualmente sin peligro de ser conducido a la comisaría?
—¿Qué estáis haciendo aquí?
La voz del agente era aguda y su acento revelaba que procedía del norte, tal vez Rostock, Stralsund o la isla de Rügen. En este lado del Muro prevalecía la teoría de que los reclutas provincianos eran más de fiar que los berlineses.
Continué andando.
—Levantaos —ordenó el policía. Me paré y di media vuelta. Se dirigía a un par de hombres sentados en el suelo a la sombra del puente. Les preguntó—: ¿De dónde sois?
El más viejo de los dos, un hombre barbudo que llevaba mono y una gastada chaqueta de cuero, contestó:
—¿Y tú de dónde eres, hijo?
—Vamos, os acompaño a casa —dijo el policía.
—Nos acompañas a casa, eso es —respondió el barbudo—. Nos llevas hasta Schüneberg. —Soltó una carcajada—. Yorckstrasse, por favor, muy cerca de la vía férrea.
El más joven se levantó, tambaleándose.
—Vamos —dijo a su compañero.
—Yorckstrasse, Schüneberg —repitió el de la barba—. Está sólo a dos estaciones de metro de aquí. Pero tú nunca has oído hablar de él y yo no lo veré nunca más. —Empezó a cantar con voz ronca—: «Das war in Schóneberg im Monat Mai.»
Cantando revelaba mucho más que hablando el grado de su embriaguez.
El policía se mostró menos conciliador.
—Tendréis que circular —dijo—. Levántate y enséñame la documentación.
El borracho estalló en una risa forzada y su compañero dijo: —Déjele en paz, ¿no ve que se encuentra mal?
Tenía la voz tan pastosa que las palabras resultaron casi incomprensibles.
—Si no os vais a vuestra casa dentro de dos minutos, os llevaré a la comisaría.
—Er ist polizeiwidrig dumm —farfulló el barbudo, riendo. Significaba criminalmente estúpido y era un chiste que habían oído todos los policías alemanes.
—Venid conmigo —ordenó el agente.
El hombre volvió a cantar, esta vez con más fuerza:
—Das war in Schóneberg im Monat Mai...
Me alejé de prisa por si el policía me pedía ayuda para llevarse a sus dos desobedientes borrachos. Cuando estaba a cien metros o más, aún seguía oyendo al viejo cantando sobre la niña que besaba a los chicos con tanta frecuencia y alegría como ellos en el Schüneberg del pasado.
En la Oranienburger Tor, donde la Chaussesstrasse conduce al campo de fútbol, me metí en un oscuro laberinto de calles laterales. Había olvidado lo que siente un agente «depositado» con documentación falsa y una historia de tapadera no demasiado convincente. Era excesivamente viejo para ello; cuando volviera sano y salvo a mi mesa de Londres, no me impacientaría por moverme de nuevo.
Aquellos bloques de apartamentos de cinco o seis pisos y aspecto sombrío, construidos hacía más de un siglo, se habían destinado al alojamiento de campesinos que iban a la ciudad en busca de trabajo en las fábricas, y habían cambiado muy poco. Rolf Mauser vivía en el segundo piso de un edificio ruinoso en Prenzlauer Berg. Tenía los ojos turbios e iba descalzo cuando me abrió la puerta, vestido con una bata de seda roja sobre el pijama.
—¿Qué diablos haces aquí? —preguntó, mientras quitaba la cadena de la puerta.
Ahora le tocaba a él recibir una sorpresa en plena noche y la revancha me satisfizo bastante. Me condujo a la sala de estar, donde me desplomé en un sillón sin despojarme del abrigo ni del sombrero.
—Es un cambio de planes, Rolf. Tenía la sensación de que la calle no era segura esta noche.
—Nunca lo es —contestó—. ¿Quieres una cama?
—¿Tienes una habitación para mí?
—Es lo único que tengo en abundancia. Puedes elegir entre tres. —Puso una botella de vodka polaca sobre la mesa y luego abrió la estufa de porcelana blanca para escarbar en el rescoldo—. Los alquileres de este lado del Muro son más o menos los mismos para un piso de dos habitaciones que para una gran casa destartalada, así que no hay razón para mudarse.
El olor acre del carbón encendido llenaba la habitación.
—No sabía si te encontraría aquí, Rolf.
—¿Por qué no? Después de lo ocurrido en Londres, éste es el lugar más seguro, ¿no crees?
—¿Por qué te lo parece a ti? —pregunté.
—Las pruebas están en Londres y es allí donde buscarán al culpable.
—Así lo espero, Rolf.
—Tenía que hacerlo, Bernd, tenía que eliminarle. Aquel hombre de Londres iba a descubrir a toda la red.
—Olvidemos el asunto —dije, pero Mauser estaba decidido a conseguir que yo aprobara su acción.
—Ya había dicho al KGB de Berlín que preparara alojamiento para el personal y celdas individuales para más de cincuenta arrestados. La red Brahms había sido kaputtgemacht, así como varias otras redes. ¿Comprendes ahora por qué tuve que obrar como lo hice?
—Lo comprendo, Rolf, lo comprendo aún mejor que tú.
Me serví un poco de vodka aromatizada con frutas y la bebí de un trago. Era demasiado fuerte para que la fruta pudiera suavizarla mucho.
—Me vi obligado a ejecutarlo, Bernd.
—Urn die Ecke bringen... Esto es jerga de gángster, Rolf. Afrontemos la verdad: lo asesinaste.
—Lo ejecuté.
—Sólo los personajes públicos pueden ser ejecutados e incluso entonces las víctimas tienen que ser tiranos. Las ejecuciones son parte de un proceso legal. Afróntalo: lo asesinaste.
—Tú juegas con las palabras. Es fácil ser listo ahora que el peligro ha sido eliminado.
—Era un hombre débil y estúpido, vencido por la culpa y el miedo. No sabía nada importante. No había oído hablar del Sistema de Berlín hasta la semana pasada.
—Eso... —dijo Rolf— el Sistema de Berlín; eso es lo que les prometió. Pregunté a Werner acerca de ello y me dijo que se trataba de una desarticulación total de todas las redes y todos los contactos, incluyendo contactos de emergencia y contactos interdepartamentales, de toda el área de Berlín. Estábamos muy preocupados, Bernd.
—¿Dónde conseguiste el nombre y las señas de Trent? —inquirí.
No me respondió.
—A través de Werner, quien a su vez los obtuvo de la maldita Zena. ¿Verdad que sí?
—Preguntaste a Frank Harrington sobre una filtración en 1978. Frank adivinó que este individuo, Trent, estaba siendo investigado.
—¿Y lo comentó a Zena?
—Ya conoces a Zena. Se lo sonsacó.
—¿Cuántas veces tengo que decirte que Werner no es empleado del Departamento? ¿Por qué no te pusiste en contacto con el estadio Olympia?
—Me faltó tiempo, Bernd. Y Werner es más digno de confianza que vuestra gente del Olympia.
—¿Por qué no me dijiste lo que ibas a hacer aquella noche en Londres?
—No queríamos que lo supiera la Central de Londres —contestó Rolf, sirviéndose un trago de vodka.
Éste empezaba a sudar y no era por el calor de la estufa.
—¿Por qué no?
—¿De dónde sacaría Trent datos sobre el Sistema de Berlín? Contéstame a esto. Iba a sacarlos de alguien que está en Londres, Bernd.
—Correcto, maldita sea —me encolericé—. Iba a sacarlos de mí.
Le miré con fijeza, preguntándome hasta qué punto podía confiar en él.
—¿De ti, Bernard? Jamás.
—Todo era parte de una comedia, estúpido. Yo le ordené que lo prometiera a Moscú. Le prometí el Sistema porque quería mantenerle colgado del anzuelo mientras recogía el sedal.
—¿Quieres decir que era una comedia oficial?
—Eres un estúpido, Rolf.
—¿Maté al pobre infeliz por nada?
—Estropeaste mi plan, Rolf.
—Oh, Dios mío.
—Será mejor que me digas dónde voy a dormir. Me espera un día muy ocupado mañana.
Se levantó y secó el sudor de la frente con un pañuelo rojo.
—Yo no podré dormir. He hecho algo terrible. ¿Cómo puedo dormir con esto sobre mi conciencia?
—Piensa en todos los pobres infelices que mataste durante aquellos bombardeos de artillería y añade uno.