Capítulo 3
Richard Cruyer era el controlador de las estaciones alemanas, el hombre a quien presentaba mis informes. Tenía dos años menos que yo y sus disculpas por este hecho le brindaban ocasiones de recordarse a sí mismo su rápida promoción en un servicio que no se caracterizaba precisamente por sus promociones rápidas.
Dicky Cruyer tenía los cabellos rizados, le gustaba llevar camisas de cuello abierto y tejanos gastados y ser el Wunderkind entre todos los trajes oscuros y corbatas de Eton. Pese a ello, bajo su jerga moderna y aires informales era la persona más estirada y pomposa de todo el Departamento.
—Piensan que el mío es un trabajo fácil, Bernard —observó, removiendo el café—, y no se dan cuenta del asedio a que me somete el controlador adjunto (para Europa) ni se enteran de las interminables reuniones que he de sostener con cada maldita comisión de este edificio.
Incluso las lamentaciones de Cruyer tenían la misión de demostrar al mundo lo importante que era, pero sonrió para probarme lo bien que soportaba sus responsabilidades. Le habían servido el café en una exquisita taza de porcelana Spode y lo removía con una cucharita de plata. Sobre la bandeja de caoba había otra taza y otro platillo Spode, un azucarero del mismo juego y una jarrita de plata para la crema de leche que tenía la forma de una vaca. Era una pieza antigua muy valiosa —Dicky me lo había dicho muchas veces— y de noche la guardaban en el archivador de seguridad, junto con el libro de registro y las copias del último correo.
—Creen que todo son almuerzos en el Mirabelle y un fino con el jefe.
Dicky decía siempre fino en vez de brandy o coñac. Fiona me contó que lo decía desde que había sido presidente de la Sociedad de Vinos y Viandas de Oxford en su época universitaria. La imagen de Dicky como un gourmet no era fácil de reconciliar con su silueta, pues era un hombre delgado de brazos flacos, piernas flacas y manos y dedos flacos; con uno de estos últimos se tocaba continuamente los labios delgados y exangües. Se trataba de un tic nervioso provocado, según aseveraban algunos, por la hostilidad que le rodeaba. Esto era una tontería, claro, pero debo admitir que el pequeño chinche me daba grima.
Sorbió su café y luego lo saboreó con detenimiento, moviendo los labios mientras me miraba como si hubiera ido a venderle la cosecha anual.
—Tira un poco a amargo, ¿no crees, Bernard?
—El Nescafé me sabe siempre a lo mismo —respondí.
—Éste es chagga puro, molido justo antes de hacerlo. —Lo dijo con calma, pero inclinó la cabeza para reconocer mi pequeño intento de molestarle.
—Bueno, no compareció —le expliqué—. Aunque nos pasemos aquí toda la mañana bebiendo chagga, Brahms Cuatro no vendrá por el hilo telefónico.
Dicky guardó silencio.
—¿Ha restablecido el contacto? —inquirí.
Dicky dejó la taza sobre la mesa mientras hojeaba los papeles de una carpeta.
—Si. Hemos recibido un informe rutinario. Está a salvo. —Dicky se mordió una uña.
—¿Por qué no apareció?
—Ningún detalle sobre el particular. —Sonrió. Su apostura era la que atribuyen los extranjeros a un corredor de bolsa inglés con bombín. Su rostro severo y huesudo aún no había perdido el bronceado de sus vacaciones navideñas en las Bahamas—. Lo explicará a su debido tiempo. No atosigues a los agentes... tal ha sido siempre mi política. ¿De acuerdo, Bernard?
—Es la única manera, Dicky.
—¡Dios mío! ¡Cuánto me gustaría volver a la actividad! La vuestra es la mejor parte.
—Yo no figuro en la lista de los activos desde hace casi cinco años, Dicky. Ahora soy un oficinista, como tú. —«Como has sido siempre tú», debería haber dicho, pero lo dejé pasar. Cuando volvió del ejército se llamaba a sí mismo «capitán» Cruyer, pero pronto se dio cuenta de lo ridículo que sonaba aquel título a un director general que había llevado el uniforme de general. Y se dio cuenta asimismo de que el «capitán» Cruyer nunca sería un candidato idóneo para tan ilustre puesto.
Se levantó, se alisó la camisa y sorbió más café, con la mano libre bajo la taza por si goteaba. Advirtió que yo no había bebido mi chagga.
—¿Preferirías té?
—¿Es demasiado temprano para un gin tonic?
No respondió a la pregunta.
—Creo que te sientes obligado con nuestro amigo Be Cuatro.
Aún le estás agradecido porque volvió a Weimar a buscarte. —Acogió mi mirada de sorpresa con una expresión sagaz—. Leo los archivos, Bernard. Estoy al corriente de todo.
—Fue un acto muy decente —observé.
—En efecto —convino Dicky—. Fue algo muy decente, pero él no lo hizo por esto. Al menos, no del todo.
—Tú no estuviste allí, Dicky.
—Be Cuatro se dejó llevar por el pánico, Bernard. Huyó. Se hallaba cerca de la frontera, en un lugar desolado del Thilringerwald, cuando los nuestros le interceptaron y dijeron que no iba a ser interrogado por el KGB... ni por nadie.
—Esto es historia pasada —repliqué.
—Le hicimos dar media vuelta —prosiguió Cruyer. Me fijé en que ahora hablaba en primera persona del plural—. Le dimos un poco de pienso y le dijimos que volviera y se hiciera el inocente ofendido, que cooperara con ellos.
—Nombres de personas que ya habían escapado, de casas seguras abandonadas hacía tiempo... sólo para que el KGB le considerara inofensivo.
—Pero atraparon a Busch, el hombre que me dio cobijo. Cruyer apuró con lentitud la taza de café y se secó los labios con una servilleta de hilo de la bandeja.
—Sacamos a dos de vosotros. Yo diría que no es mal resultado en una crisis coma aquélla... dos entre tres. Busch volvió a su casa para salvar su colección de sellos... ¡Colección de sellos! ¿Qué se puede hacer con un hombre semejante? Lo pescaron, naturalmente.
—Es probable que la colección representara los ahorros de toda su vida —objeté.
—Tal vez y por eso lo pescaron, Bernard. Con esos cerdos no hay segundas oportunidades. Yo lo sé, lo sabes y él también lo sabía.
—De modo que éste es el motivo de que a nuestros agentes no les guste Brahms Cuatro.
—Si, en efecto, éste es el motivo,
—Creen que delató a aquella red de Erfurt.
Cruyer se encogió de hombros.
—¿Que podíamos hacer? No íbamos a difundir el rumor de que habíamos inventado esa historia para que ese individuo fuera persona grata a los ojos del KGB. —Fue hacia el armario de las bebidas y vertió un poco de ginebra en un gran vaso de cristal de Waterford.
—Mucha ginebra y no demasiada tónica —instruí. Cruyer se volvió para dirigirme una mirada ausente—. Si es que me lo servías a mi —agregué.
De modo que había sido una trampa; dijeron a Brahms Cuatro que revelara las señas del viejo Busch y el pobre infeliz volvió a buscar sus sellos y cayó en los brazos de una brigada de arresto del KGB.
Dicky puso más ginebra en el vaso y añadió cubitos de hielo muy despacio para que no salpicaran. Me lo tendió junto con una botella de tónica, que no utilicé.
—No necesitas preocuparte más por este asunto, Bernard. Has hecho lo que debías yendo a Berlín. Deja que ahora se encargue otro.
—¿Está en un apuro?
Cruyer volvió al armario y se atareó limpiando los tapones y la varilla para mezclar. Entonces cerró la puerta del improvisado bar y preguntó:
—¿Sabes qué clase de material ha estado suministrando Brahms Cuatro?
—Inteligencia económica. Trabaja para un banco alemán oriental.
—Es la fuente mejor protegida que tenemos en Alemania. Tú eres una de las pocas personas que le han visto la cara.
—Y eso fue hace casi veinte años.
—Trabaja a través del correo (siempre direcciones locales para evitar a los censores y el sistema de seguridad), enviando el material a diversos miembros de la red Brahms, En las emergencias usa una carta con dirección equivocada y sin remitente. Pero esto es todo... nada de micropuntos, papeles especiales, claves, micro, transmisores o tinta indeleble. Muy anticuado.
—Y muy seguro —apostillé.
—Muy anticuado y muy seguro, hasta ahora —convino Dicky—. Ni siquiera yo tengo acceso al archivo de Brahms Cuatro. Nadie sabe nada de él excepto que obtiene material del más alto nivel. Sólo podemos hacer conjeturas,
—Y tú has adivinado algo —apunté, sabiendo que Dicky iba a contármelo de todos modos.
—De Be Cuatro recibimos importantes decisiones del Deutsche Investitions Bank. Y del Deutsche Bauern Bank. Estos bancos estatales conceden créditos a largo plaza para la industria y la agricultura. Ambos son controlados por el Deutsche Notenbank, a través del cual pasan todas las operaciones de giros, pagos y compensación de todo el país. De vez en cuando recibimos buena información sobre las actividades del Narodny Bank de Moscú y también noticias regulares de las instrucciones del COMECON. Creo que Brahms Cuatro es secretario o ayudante personal de uno de los directores del Deutsche Notenbank.
—¿O un director?
—Todos los bancos tienen un departamento de inteligencia económica. Ser jefe de ese departamento no es un empleo codiciado por un banquero ambicioso, así que los turnan. Brahms Cuatro nos ha transmitido esta clase de información durante demasiado tiempo para ser otra cosa que un empleado o ayudante.
—Le echarás de menos. Es una lástima que tengáis que sacarle de allí —comenté.
—¿Sacarle de ahí? No es éste mi propósito. Quiero que se quede donde está.
—Yo creía...
—¡Venir a Occidente ha sido idea suya, no mía! Yo no quiero que se mueva de allí. No puedo permitirme el lujo de perderle. —¿Se ha asustado?
—Todos acaban asustándose —contestó Cruyer—. Es la fatiga de la batalla. La tensión termina por derrumbarles. Envejecen, se cansan y empiezan a soñar con el montón de dinero y la casa de campo con rosas en torno al umbral.
—Empiezan a soñar con las cosas que les hemos prometido durante veinte años. Esta es la verdad.
—¿Quién sabe lo que impulsa a esos malditos bribones? —exclamó Cruyer—. Me he pasado la mitad de la vida intentando comprender su motivación. —Miró hacia la ventana. Unos inclementes rayos de sol iluminaban de soslayo los tilos y en el cielo azul oscuro pendían, a gran altura, unos cirros deshilachados—Y aún no tengo la menor idea de cómo funcionan.
—Llega un momento en que es preciso soltarles —dije.
Se tocó los labios; quizá se besaba las yemas de los dedos o saboreaba la ginebra derramada.
—¿Te refieres a la teoría de lord Moran? Creo recordar que dividía a los hombres en cuatro clases: los que nunca se asustaban, los que se asustaban pero sabían ocultarlo, los que se asustaban no lo ocultaban, pero seguían haciendo su trabajo, y la cuarta... los que se asustaban y escurrían el bulto. ¿Cómo clasificas a Brahms Cuatro?
—No lo sé —respondí.
¿Cómo diablos puede explicarse a un hombre como Cruyer el significado de tener miedo noche y día, año tras año? ¿Qué había temido Cruyer en toda su vida, salvo un examen minucioso de su cuenta de gastos reembolsables?
—En todo caso, de momento debe quedarse allí y punto.
—Entonces, ¿por qué me enviaste a recogerle?
—Montó una escena, Bernard; una pequeña pataleta. Ya sabe cómo son a veces esos tipos. Amenazó con plantarnos, pero la crisis pasó. Amenazó con usar un viejo pasaporte falso y salir por el Puesto de Control Charlie.
—¿De modo que yo estaba allí para detenerle?
—No podíamos perseguirle y armar el gran alboroto, ¿verdad? No podíamos dar su nombre a la policía y enviar mensajes por teletipo a buques y aeropuertos. —Quitó el seguro de la ventana trató de abrirla. Había estado cerrada todo el invierno y ahora le costó un gran esfuerzo destrabarla—. Ah, una bocanada de diesel londinense. Esto es otra cosa —dijo, cuando entró una ráfaga de aire gélido—. Pero aún nos está creando dificultades. No nos suministra información con la regularidad de antes y amenaza con cerrar el grifo.
—¿Y tú? ¿Con qué le amenazas?
—Las amenazas no son mi estilo, Bernard. Me limito a pedirle que aguante allí dos años y nos ayude a encontrar un sustituto.
¡Dios mío! ¿Sabes cuánto dinero nos ha sacado durante los cinco últimos años?
—Mientras no me hagas ir a mí... —dije—. Mi cara es demasiado conocida por aquellas latitudes y mis condenados pulmones ya no son lo que eran en una situación violenta.
—Disponemos de mucha gente, Bernard; no es necesario arriesgar a los veteranos. Y en cualquier caso, si el asunto se pusiera feo, necesitaríamos a alguien de Frankfurt.
—Esto me suena muy mal, Dicky. ¿A qué clase de «alguien» de Frankfurt te refieres?
Cruyer respiró hondo.
—No es necesario hacerte un diagrama, ¿verdad? Si Be Cuatro decidiera en serio ir a contarlo todo a los muchachos de la Normannenstrasse, tendríamos que movernos de prisa.
—¿Una muerte oportuna? —pregunté con voz normal y rostro inexpresivo.
Cruyer se mostró un poco incómodo.
—Tendríamos que actuar con rapidez, hacer lo que el equipo local considerase necesario. Ya sabes cómo funcionan estas cosas. Y nunca se puede descartar un RIP.
—Se trata de uno de los nuestros, Dicky. De un veterano que ha servido al Departamento durante más de veinte años.
—Y lo único que le pedimos —replicó Cruyer con una paciencia exagerada— es que continúe sirviéndonos del mismo modo.
—¿Qué ocurriría si perdiera el juicio y nos traicionara? Sólo podemos hacer conjeturas... conjeturas inútiles.
—Nos ganamos la vida haciendo conjeturas —contesté—. Este asunto me obliga a preguntarme que haría yo si alguien de Frankfurt viniera a darme el pasaporte para el otro mundo. Cruyer se echó a reír.
—¡Siempre fuiste un tipo gracioso! —Exclamo— Espera a que le cuente ésta al viejo.
—¿Queda algo de esa deliciosa ginebra?
Tomó el vaso que yo le alargaba.
—Deja a Brahms Cuatro para Frank Harrington y la Unidad de Berlin, Bernard. No eres alemán, tampoco eres un agente activo y además te sobran muchísimos años.
Vertió un poco de ginebra en mi vaso y añadió cubitos de hielo con unas pinzas de plata en forma de garra.
—Hablemos de alga más alegre —dijo por encima del hombro.
—En este caso, Dicky, ¿qué hay del dinero para mi coche nuevo? El cajero se niega a colaborar en la cuestión burocrática.
—Déjalo en manos de mi secretario.
—Ya he rellenado los impresos —le informé—; de hecho, los llevo encima. Sólo necesitan tu firma... dos copias. —Las dejé sobre una esquina de la mesa y le di la pluma con su labrado juego de escritorio.
—Este coche será demasiado grande para ti —murmuró mientras fingía que la pluma no escribía con la debida intensidad—. Lamentarás no haber elegido algo más compacto.
Le alargué mi bolígrafo de plástico y, cuando hubo firmado, miré la firma antes de meterme los impresos en el bolsillo. Supongo que fue la oportunidad perfecta.