Capítulo 5

Los fines de semana con tío Silas seguían siempre la misma rutina: un almuerzo informal el sábado, una partida de billar o bridge hasta la hora del té y una cena de etiqueta. Aquel sábado cenaron catorce comensales: nosotros; los Cruyer; Rensselaer y su amiga; la hermana de Fiona, Tessa, quien, por ausencia de su marido, era la pareja de tío Silas; un matrimonio americano llamado Johnson, que se encontraba en Inglaterra comprando muebles antiguos para su tienda de Filadelfia; un arquitecto joven y audaz que transformaba casitas de campo en «casas de ensueño» y hacía el dinero suficiente para mantener a una vistosa esposa nueva y un vistoso Ferrari viejo, y un rubicundo agricultor local que sólo pronunció dos palabras en toda la velada y fueron para pedir a su mujer de pelo encrespado que le pasara el vino.

—Tú lo has pasado bien —dijo Fiona con petulancia cuando subieron a acostarse al pequeño dormitorio de la buhardilla—, pero a mí me ha tocado sentarme al lado de Dicky Cruyer, que sólo quiere hablar de ese maldito barco a bordo del cual dice que irá a Francia el mes próximo.

—Dicky no sabe distinguir entre el pasador y la vela mayor. Se matará.

—No digas eso, querido —advirtió Fiona—; mi hermana Tessa le acompaña. Y Ricky, ese arquitecto joven y guapo, y su divertida mujer, Colette.

Su voz tenía una nota agria; no le eran simpáticos y aún seguía enfadada por haber sido excluida de la conferencia en la sala de billar.

—Debe ser un barco de grandes dimensiones — observé.

—Segú me ha dicho Daphne, pueden dormir seis... u ocho, si son amigos. Ella no va; se marea.

La miré con cierto sarcasmo.

—¿Tiene tu hermana una aventura con Dicky Cruyer?

—Qué inteligente eres —dijo Fiona con una voz de la que había eliminado cuidadosamente todo indicio de admiración—, Pero no estás al día, cariño. Me ha dicho que se ha enamorado de alguien mucho mayor.

—Es una zorra.

—La mayoría de hombres la encuentran atractiva —replicó Fiona.

Por alguna razón le procuraba una satisfacción secreta oírme condenar a su hermana y no dejaba de provocarme para que lo hiciera.

—Pensaba que se había reconciliado con su marido.

—Fue un tormento —dijo Fiona.

—Desde luego —convine—. En especial para George.

—Tú estabas sentado junto a la anticuaria... ¿es divertida?

—La propietaria de una tienda de antigüedades —corregí su descripción y ella sonrió—. Me ha dicho que no me fíe de las cómodas; lo más probable es que sean modernas por arriba y antiguas por abajo.

—!Qué extraño! —exclamó Fiona, riendo—. ¿Dónde puedo encontrar una?

—Aquí mismo —contesté, saltando a la cama con ella—. Dame esa maldita bolsa de agua caliente.

—No hay bolsa de agua caliente. !Soy yo! Oh, tienes las manos heladas.

Me despertó el ladrido de uno de los perros de la granja y la respuesta de otro perro de una granja situada en la ribera opuesta del río. Abrí los ojos para ver la hora y vi que la lamparilla estaba encendida. Eran las cuatro de la madrugada. Fiona se había puesto la bata y bebía té.

—Lo siento —se disculpó.

—Ha sido el perro.

—Nunca puedo dormir bien fuera de casa. He bajado a hacerme un poco de té y he traído otra taza. ¿Te apetece?

—Sólo media taza. ¿Hace rato que estás despierta?

—Me ha parecido oír a alguien bajar las escaleras. Es una casa lúgubre, ¿no crees? Aquí hay una galleta, si la quieres. —Acepté sólo el té y bebí algunos sorbos. Fiona añadió: ¿Has prometido ir? A Berlín... ¿lo has prometido?

Era como si mi decisión fuera a revelarle la importancia que tenía ella para mí en comparación con mi trabajo.

Meneé la cabeza.

—Pero la partida de billar fue para eso, ¿no? Lo presentía.

Silas se empeñó demasiado en no dejarnos entrar. A veces me pregunto si se ha enterado de que ahora también yo soy una veterana. —Todos están preocupados por el asunto de Brahms Cuatro. —Pero, ¿por qué enviarte a ti? ¿Qué razones te han dado?

—¿Quién más podría ir? ¿Silas?

Le conté la esencia de la conversación mantenida en la sala de billar. Los perros se pusieron a ladrar otra vez. 0í cerrarse una puerta de abajo y luego a Silas intentando calmar a los canes. Les hablaba con voz ronca y en el mismo tono que a Billy y Sally.

—Vi el memorándum que Rensselaer mandó al DG —dijo Fiona, hablando más bajo, como si temiera ser escuchada—. Cinco páginas. Me lo llevé a la oficina y lo leí todo. —La miré con sorpresa. Fiona no era la clase de persona que desobedece el reglamento de modo tan flagrante—. Tenía que saberlo —añadió.

Yo seguí bebiendo el té y no dije nada. Ni siquiera estaba seguro de querer saber qué me reservaban Rensselaer y Dicky Cruyer.

—Brahms Cuatro podría haber perdido el juicio —habló ella por fin—. Tanto Bret como Dicky lo consideran una posibilidad real. —Esperó a que las palabras me hicieran efecto—. Creen que podría tratarse de una especie de trastorno mental. Por eso están tan preocupados; podría cometer cualquier disparate.

—¿Eso es lo que decía el memorándum? —pregunté, riendo—. No es más que un truco de Bret y Dicky para cubrirse las espaldas.

—Dicky sugiere que un equipo de médicos eminentes elabore un diagnóstico basándose en los informes de Brahms Cuatro, pero Bret ha descartado la idea.

—Suena a una de las brillantes inspiraciones de Cruyer —comenté—. Deja que se reúnan los cerebros y saldremos en la primera plana de todos los periódicos dominicales de la semana próxima, incluyendo citas inexactas, nombres equivocados y artículos escritos «por nuestros propios corresponsales». Gracias a Dios que Bret la rechazó. ¿Qué forma reviste la locura de Brahms Cuatro?

—La clase habitual de paranoia: enemigos en todos los rincones, nadie en quien confiar. ¿Podemos facilitarle una lista completa de todas las personas que tienen acceso a sus informes? ¿Sabemos que hay filtraciones a alto nivel de todo lo que nos envía? Los usuales desvaríos del agente que está perdiendo la chaveta.

Asentí. Fiona no tenía la menor idea de lo que era la vida de un agente. Dicky y Bret tampoco; ninguno de aquellos bastardos burócratas lo sabía. Mi padre solía decir: «El precio de la libertad es la paranoia eterna. La vigilancia no basta.»

—Tal vez Brahms Cuatro tiene razón —argüí—, tal vez donde él está en cada esquina hay enemigos. —Recordé una explicación de Cruyer sobre cómo el Departamento había ayudado a Brahms Cuatro a congraciarse con el régimen. Debió hacer muchos enemigos—. Quizá no está tan chalado.

—¿Y las filtraciones a alto nivel? —inquirió Fiona. —No sería la primera vez, ¿verdad?

—Brahms Cuatro ha pedido que vayas tú. ¿Te lo han dicho?

—No.

Oculté mi sorpresa. De modo que era ésta la causa de toda la ansiedad que flotaba en la sala de billar.

—Ya no quiere más contactos con su control regular. Les ha dicho que no tratará con nadie más que contigo.

—Apostaría cualquier cosa a que esto convenció al DG de que está majareta. —Dejé la taza vacía sobre la mesa y apagué la luz de mi lado de la cama—. Tengo que dormir —murmuré—. Ojalá pudiera funcionar con sólo cinco horas por noche, como tú, pero el caso es que necesito un sueño prolongado

—No irás, ¿verdad? Prométemelo.

Emití un gruñido y hundí la cara en la almohada. Siempre duermo boca abajo; así dura más la oscuridad.

El lunes por la tarde fui a la oficina de Bret Rensselaer, que estaba en la última planta, no lejos de la suite ocupada por el DG. Todas las oficinas de la última planta estaban decoradas al gusto personal de sus ocupantes; era una de las ventajas de la veteranía. La de Bret, «moderna», con cristal, cromados y una moqueta gris, era dura, austera e incolora, un hábitat muy adecuado para él, con su traje de estambre oscuro de Savile Row, camisa blanca almidonada, corbata de su club, cabellos rubios ya un poco plateados y la sonrisa que parecía tímida y fugaz pero que era en realidad una acción refleja de su indiferencia.

La inclinación de cabeza, la sonrisa y el dedo que señalaba el sofá de cuero negro no interrumpieron la conversación que sostenía por su teléfono blanco. Me senté y esperé a que acabara de decir a su interlocutor que no podría almorzar con él aquel día, ni al siguiente, ni ningún otro día en el futuro.

—¿Juegas a póker, Bernard? —preguntó, mientras colgaba el teléfono.

—Sólo si se apuestan cerillas —respondí, cauteloso.

—¿Te has preguntado alguna vez qué será de ti cuando te retires?

—No.

—¿Ningún plan de comprar un bar en Málaga o una huerta en Sussex?

—¿Son éstos tus planes? —pregunté.

Bret sonrió. Era rico, muy rico. La idea de que trabajara en una huerta en Sussex resultaba cómica. En cuanto a Málaga y sus plebeyas diversiones, antes desviaría el avión que entrar en su espacio aéreo.

—Supongo que tu mujer tiene dinero —dijo Rensselaer e hizo una pausa—, pero yo diría que eres el tipo de esnob invertido que nunca tocaría un penique de su fortuna.

—¿Me convierte esto en un esnob invertido?

—Si fueras lo bastante listo para especular con su dinero y doblarlo, no harías daño a nadie, ¿verdad?

—¿Por las noches, quieres decir? ¿O sería en vez de trabajar aquí?

—Cada vez que te hago una pregunta, me contestas con otra pregunta.

—No sabía que esto fuera un interrogatorio —dije—. ¿Acaso soy objeto de una investigación?

—En este negocio nunca está de más examinar de vez en cuando las cuentas bancarias ajenas —contestó Rensselaer.

—En la mía sólo encontrarás polillas.

—¿Ningún patrimonio familiar?

—¿Patrimonio familiar? No tuve niñera hasta los treinta años.

—Los agentes activos como tú siempre almacenáis dinero y valores en algún sitio secreto. No me extrañaría que tuvieras cuentas bancarias numeradas en una docena de ciudades.

—¿Qué pondría en ellas: vales para el almuerzo?

—Buena voluntad —respondió—. Buena voluntad. Hasta que llegue el momento.

Cogió el breve memorándum que yo le enviara sobre el negocio de exportación e importación de Werner Volkmann. Así que era esto; sospechaba que yo cobraba beneficios de aquel negocio.

—Volkmann no gana el dinero suficiente para andar repartiendo comisiones espléndidas, si es esto lo que piensas —me anticipé. —Pero tú pretendes que el Departamento le forre de billetes, ¿no?

Continuaba en pie detrás de su mesa; le gustaba estar en pie, moviéndose como un púgil, descansando ya sobre una pierna, ya sobre la otra y ladeando el cuerpo como si esquivara golpes imaginarios.

Será mejor que te encargues unos bifocales nuevos —dije—. El Departamento no lleva trazas de darle ni un penique.

Bret sonrió. Cuando se cansaba de jugar a ser el tímido señor Buenazo, se lanzaba de improviso a la confrontación, a la acusación y el insulto. Menos mal que casi nunca lo hacía a espaldas de uno.

—Quizá lo leí demasiado por encima. ¿En qué diablos consiste una garantía de fondos, ahora que lo pienso?

Bret era como esos jueces del Tribunal Supremo que se inclinaban para preguntarte al oído qué es un chovinista masculino o una computadora de alta velocidad. Lo saben muy bien, pero quieren una definición por mutuo acuerdo y que conste en el acta del tribunal.

—Volkmann consigue dinero en efectivo para poder pagar con prontitud a las compañías germanooccidentales después de exportar mercancías a la Alemania del Este.

—¿Y cómo lo hace? —preguntó Bret sin mirarme, hojeando unos papeles que tenía sobre la mesa.

—Las gestiones burocráticas son numerosas y complicadas —contesté—, pero la parte esencial es que mandan detalles del envío y los precios a un banco germanooriental, con firmas, sellos y el visto bueno de los importadores de la Alemania Democrática, además de las fechas de los pagos. Volkmann va a un banco o a un sindicato de bancos o a cualquier otra entidad bancaria de Occidente y usa este «aval» para descontar el dinero con que se paga la mercancía.

—¿Actúa como un intermediario?

—Es más complicado, porque hay que tratar con un montón de gente, burócratas en su mayoría.

—Y tu compinche Volkmann obtiene un margen por cada contrato. Maravilloso.

—Es un negocio duro, Bret —repliqué—. Hay muchos que se ofrecen a deducir del siguiente una fracción del porcentaje con objeto de hacerse con el negocio.

—Pero Volkmann no tiene experiencia bancaria. Es un buscavidas.

Inspiré lentamente.

—No hay que ser banquero para entrar en este negocio —expliqué con paciencia—. Werner Volkmann se dedica a estos contratos desde hace varios años. Tiene buenos contactos en el Este. Entra y sale del sector oriental con un mínimo de dificultades. Goza de simpatías porque saben que intenta fomentar las exportaciones germanoorientales...

Bret levantó la mano.

—¿De qué modo?

—A muchos bancos sólo les interesa el dinero en efectivo. Werner está dispuesto a buscar clientes en Occidente que acepten exportaciones germanoorientales. De esta forma puede aho rrarles buenas divisas o incluso conseguir un contrato en que el precio de exportación equivalga al dinero destinado a las importaciones.

—¿Ah, sí? —profirió Bret, pensativo.

—Volkmann podría sernos muy útil, Bret.

—¿Cómo?

—Moviendo dinero, moviendo mercancías, moviendo personas.

—Esto ya lo hacemos.

—Sí, pero, ¿cuánta gente tenemos que pueda ir y venir sin ser molestada?

—Entonces, ¿cuál es el problema de Volkmann?

—Ya conoces a Frank Harrington. No se lleva bien con Werner, nunca han congeniado.

—Y si una persona no gusta a Frank, Berlín la descarta.

—Frank es Berlín —repliqué —. Queda muy poco personal allí, Bret. Frank se empeña en aprobar cada maldito detalle.

—¿Y quieres que yo diga a Frank cómo debe dirigir su oficina de Berlín?

—¿Lees alguna vez mis informes, Bret? En ellos te digo que mi única pretensión es que el Departamento apruebe una garantía de fondos en uno de nuestros propios bancos comerciales.

—Y eso significa dinero —dijo Bret en tono triunfante.

—Sólo hablamos de que una de nuestras propias entidades bancarias utilice su propia experiencia para dar a Werner facilidades normales al tipo corriente de interés bancario.

—En tal caso, ¿por qué no se las dan?

—Porque la clase de bancos que avalan mejor estos negocios de refinanciación quieren saber quién es Werner Volkmann. Y este Departamento insiste en la anticuada regla de que los antiguos agentes activos no deben ir por ahí nombrando al DG como referencia o difundiendo que aprendieron el negocio de la refinanciación pasando a agentes a través del Muro desde que tenían dieciocho años.

—Entonces, dime cómo ha podido Volkmann mantenerse en el negocio.

—Operando fuera de la red bancaria normal, consiguiendo dinero en el mercado de valores. Pero esto significa recortar su sueldo de agente y complicarse mucho la vida. Si abandona el negocio, perderemos una buena oportunidad y un contacto muy útil.

—Supongamos que uno de esos contratos le sale mal y el banco no recobra su dinero.

—Oh, por el amor de Dios, Bret. Los chicos del banco ya tienen edad de cambiar sus propios pañales.

—Y de pedir a gritos que caigan cabezas.

—¿Para qué tenemos esos condenados bancos, sino para esta clase de negocios?

—¿De cuánto dinero estamos hablando?

—Una refinanciación de un millón de marcos alemanes sería lo ideal.

—¿Has perdido tu escaso juicio? —inquirió Bret—. ¿Un millón de marcos? ¿Y para ese inútil hijo de puta? No, señor. —Se rascó un lado de la nariz—. ¿Es Volkmann quien te ha metido en este lío?

—No me ha dicho una sola palabra. Le gusta demostrarme que es un genio.

—Entonces, ¿cómo sabes que va corto de pasta?

—En este negocio nunca está de más examinar de vez en cuando las cuentas bancarias ajenas —repliqué.

—Un día de éstos te picarás los dedos durante una de tus investigaciones extraoficiales con algo que no será de tu incumbencia. ¿Qué harías si empezara a sonar la alarma?

—Me limitaría a jurar que era una investigación oficial —contesté.

—Ni hablar de eso —dijo Rensselaer. Me dispuse a abandonar la oficina—. Antes de que te vayas —añadió—, ¿qué pensarías si te dijera que Brahms Cuatro ha pedido por ti? Que no se fía de nadie más del Departamento. ¿Qué dirías a esto?

—Diría que me parece un buen juez del carácter humano.

—De acuerdo, chico Listo. Ahora dame una respuesta para el archivo.

—Podría significar simplemente que confía en mí. No conoce a muchos miembros del Departamento desde un punto de vista personal.

—Muy diplomático, Bernard. Pues bien, abajo, en Evaluación, empiezan a pensar que Brahms Cuatro es un agente doble. La mayoría de personas con las que he hablado abajo dicen ahora que Brahms Cuatro podría haber sido ya un hombre del KGB cuando Silas Gaunt le conoció en aquel bar.

—La mayoría de personas de abajo —observé con paciencia—no reconocerían a un maldito veterano del KGB aunque se les acercara agitando una bandera roja.

Rensselaer asintió con la cabeza como si considerara por primera vez este aspecto de su personal.

—Tal vez tengas razón, Bernard.

Siempre pronunciaba Bernard con el acento en la segunda sílaba; era lo más americano de su persona.

En aquel momento, sir Henry Clevemore entró en la habitación. Era un personaje alto y hermético, un poco desarreglado, con esa apariencia algo anticuada que cultiva la clase alta británica para demostrar que no es nouveau riche.

—Lo lamento muchísimo, Bret —dijo, al verme, el director general—. No tenía idea de que estabas reunido. —Me miró con el ceño fruncido, tratando de recordar mi nombre—. Me alegro de verte, Samson —dijo al fin—; tengo entendido que has pasado el fin de semana con Silas. ¿Os habéis divertido? ¿Qué hay por allí, pesca?

—Billar —respondí—, casi siempre billar.

El DG esbozó una breve sonrisa y observó:

—Si, esto cuadra más con Silas. —Se volvió y examinó la mesa de Bret—. He extraviado las gafas —dijo—. ¿Estaban por aquí?

—No, señor. No ha entrado aquí esta mañana —contestó Bret—, pero creo recordar que guarda unas de repuesto en el cajón superior de la mesa de su secretaría. ¿Desea que vaya a buscarlas?

—Ah, sí, tienes razón —dijo el DG—. El cajón superior, ahora lo recuerdo. Mi secretaria no ha venido esta mañana; está enferma. Me temo que no puedo prescindir de ella.

Sonrió a Bret y después a mí, para que quedara perfectamente claro que se trataba de una broma inspirada por su natural modestia y buena voluntad.

—El viejo tiene muchos problemas en este momento —le disculpó lealmente Bret cuando sir Henry enfiló el pasillo murmurando que lamentaba haber interrumpido nuestra «conferencia».

—¿Sabe alguien quién le sucederá cuando se vaya? —pregunté a Bret.

«Por reblandecimiento cerebral», estuve a punto de añadir.

—No se ha fijado ninguna fecha, pero también podría ocurrir que el viejo recupere la forma y agote los tres años que aún le quedan. Miré a Bret y él me miró a mi y al final dijo—: Mejor malo conocido que bueno por conocer, Bernard.