Capítulo 11

Aún recordaba las fiestas de Frank Harrington en los tiempos en que mi padre me llevaba a la gran casa del Grunewald y yo lucía mi primer esmoquin. Las cosas habían cambiado desde entonces, pero la casa seguía siendo la misma, y contando con jardinero, cocinera, ama de llaves y el asistente que había tenido Frank durante la guerra.

Compartí la velada con Frank —«ponte cualquier cosa, será una cena informal»— con una docena de los ciudadanos más ricos e influyentes de Berlín. En la mesa me colocaron al lado de una mujer joven llamada Poppy, recién divorciada de un hombre que poseía dos fábricas de cerveza y otra de aspirinas. Los demás comensales eran: un hombre del Bundesbank y su esposa; un director de la Deutsche Opera de Berlín occidental acompañado por una bellísima mezzosoprano; una directora de museo que pasaba por ser una autoridad mundial en alfarería de la antigua Mesopotamia; un funcionario del Polizeiprásidium berlinés que me fue presentado simplemente como a... de Tehpelhofer Damm», y Joe Brody, un americano de voz apagada que prefería ser descrito como un empleado de la fábrica de electricidad Siemens. Estaba presente la esposa de Frank Harrington, una impresionante dama de unos sesenta años, con grandes dientes y la clase de ondulado permanente que se ajustaba a su cabeza como un gorro de baño. El hijo de los Harrington, oficial de British Airways en la ruta de Berlín, también asistió: un joven amable, de bigote rubio y fino y una tez tan sonrosada que daba la impresión de que su madre le había frotado a conciencia antes de dejarle bajar al comedor.

Todos iban vestidos de punta en blanco, claro. Las damas llevaban traje largo y la mezzosoprano lucía joyas en el pelo. La esposa del hombre del banco central iba recamada en oro y la directora de museo llevaba un modelo de Pucci. Los hombres vestían de oscuro, con la clase de galones en el ojal y corbatas rayadas que suministraban toda la información necesaria a quienes tenían derecho a saberla.

Durante la cena la conversación giró en torno al dinero y a la cultura.

—Rara vez hay fricciones entre Frankfurt y Bonn —dijo el hombre del Bundesbank.

—Ni las habrá mientras usted revierta sus beneficios al gobierno. Diez billones de marcos alemanes... ¿es esto lo que dará nuevamente a los políticos este año? —preguntó Frank.

Sin duda todos habían adivinado quién era Frank Harrington o tenían una idea de cómo se ganaba la vida.

El hombre del Bundesbank sonrió pero no confirmó el dato. La directora de museo terció en el diálogo:

—¿Y si usted y Bonn se quedaran sin dinero al mismo tiempo?

—El papel del Bundesbank no es mantener al gobierno ni ayudar a la economía, remediar el paro o equilibrar el comercio. El principal cometido del Bundesbank es mantener la estabilidad monetaria.

—Quizá usted lo vea así —dijo la mezzosoprano—, pero sólo se requiere una mayoría parlamentaria en Bonn para que el papel del banco central cambie a capricho a los políticos.

El banquero se cortó otro trozo del oloroso Limburge y cogió una rebanada de pan negro antes de contestar:

—Estamos convencidos de que la independencia del Bundesbank es considerada ahora una necesidad constitucional. Ningún gobierno ofendería a la opinión pública intentando dirigirnos por medio de una mayoría parlamentaria.

El hijo de Frank Harrington, que había estudiado historia en Cambridge, observó:

—Es indudable que funcionarios del Reichsbank debían decir lo mismo cuando Hitler cambió la ley con objeto de emitir todo el papel moneda que necesitaba.

—¿Como hacen ustedes en Gran Bretaña? —inquirió el funcionario del Bundesbank en tono cortés.

La señora Harrington se apresuró a volverse hacia la mezzosoprano y para preguntarle:

—¿Qué ha oído sobre la nueva producción de Parsifal ?

«Du síehst, mein Sohn, zum Raum wird bier die Zeit.» Estas palabras: «Verás, hijo mío, aquí el tiempo se convierte en espacio», facilitaron a la señora Harrington, a la mezzosoprano y a la experta en alfarería mesopotámica una ocasión de buscar en el tema de Parsifal alusiones y símbolos filosóficos. Era una rica fuente de material para la conversación de sobremesa, pero yo me cansé de escucharla y encontré más divertido hablar con Poppy de los relativos méritos del alcohol blanc y de cuál era más delicioso, el poire, el framboise, el quetsche o el mirabelle, cuestión que un entusiasta experimento con la bien provista colección de licores de Frank Harrington no había dirimido cuando Poppy se levantó, anunciándome:

—Las damas se retiran. Venga conmigo.

El deseo de flirtear con ella formaba parte de los temores y dudas que me atormentaban acerca de Fiona. Quería probarme a mí mismo que yo también sabía desenvolverme en aquel terreno y Poppy habría sido la conquista ideal, pero estaba lo bastante sobrio para comprender que no era el momento apropiado ni, desde luego, la casa de Frank Harrington el lugar idóneo.

—Poppy, querida —balbucí, con las venas encendidas por un exceso de diferentes clases de eaux de vie—, no puede dejarme ahora. Soy totalmente incapaz de levantarme sin ayuda.

Fingí estar muy borracho. La verdad era que, como todos los espías supervivientes, había olvidado qué es estar realmente borracho.

—Poire es el mejor —decidió Poppy, cogiendo la botella—. Y un frambuesa para usted, amigo mío —y colocó la botella de framboise delante de mi sobre la mesa.

Se marchó abrazada a la botella medio llena de licor de pera, a su copa vacía y a sus zapatos. La seguí con una mirada nostálgica; Poppy era mi tipo de mujer. Bebi dos tazas de café negro y crucé la habitación para acorralar a Frank.

—Anoche vi a Werner —le dije.

—Pobre chico. Deja que te sirva más brandy si has de tocar este tema. —Se alejó unos pasos para coger el brandy, pero yo tapé mi copa con la mano— ¡Qué idiota soy! —exclamó Frank—. Estás bebiendo eso que beben las señoras.

Hice caso omiso de su ironía y continué:

Cree que le has vuelto la espalda.

Frank se sirvió brandy y frunció el ceño, como absorto en sus pensamientos. Luego dejó la botella sobre una mesita antes de contestar:

—Tenemos una instrucción en su expediente. Tú lo sabes, Bernard, lo has visto.

—Si, he vuelto a mirarlo. Hace cinco años que está allí. ¿No sería hora de darle otra oportunidad?

—¿Quieres decir algo de poca monta? Humm.

—Se siente aislado.

—Y no me extraña —dijo Frank—. Los americanos ya no le utilizan y nunca ha hecho gran cosa para nadie más aquí.

Miré a Frank con una expresión que daba a entender lo tonta que consideraba su respuesta: los americanos tenían copias del pliego en que constaba que no utilizábamos a Werner. Ellos tampoco le utilizarían sin una razón muy poderosa.

—Cree que tienes algo personal contra él.

—Te ha dicho por qué?

—Dice que no comprende el motivo.

Frank miró a su alrededor. El funcionario de policía estaba hablando con Poppy y sonrió cuando su mirada se cruzó con la de Frank. El hijo de éste escuchaba a la mezzosoprano y la señora Harrington daba órdenes a la camarera —uniformada con la cofia blanca y el delantal que sólo he visto en fotografías antiguas— para que trajera el champaña semiseco muy frío. Frank se volvió de nuevo hacia mí como lamentando que nada más exigiera su atención inmediata.

—Quizá debería haberte hablado de Werner antes de ahora —dijo—, pero siempre intento mantener estas cosas sobre una base de «sólo cuando es necesario».

—Comprendo —respondí.

Poppy se rió de una frase del policía. ¿Cómo podía encontrarle tan divertido?

—Una noche de septiembre de 1978 puse a Werner a cargo de la vigilancia de la sala de comunicaciones. Habia mucho tráfico de señales. La banda BaaderMeinhof había secuestrado un Boeing de la Lufthansa y Bonn estaba convencido de que volaban hacia Praga.. Pregunta a tu mujer: seguro que recuerda aquella noche. Nadie pegó un ojo. —Bebió un sorbo de brandy—. Hacia las tres de la madrugada entró un empleado de claves con una interceptación de un transmisor del ejército soviético en Karlshorst. Era un mensaje del general en jefe ordenando mantener alerta un aeródromo militar del sudeste de Checoslovaquia las veinticuatro horas del día hasta nuevo aviso. Yo sabía a qué se refería aquel mensaje porque había visto otras señales y por eso sabía también que no tenía nada que ver con los de la BaaderMeinhof, de modo que ordené su retención. Mi unidad interceptora fue la única que archivó la señal aquella noche y la he comprobado a través de la OTAN.

—No estoy seguro de saber adónde quieres ir a parar, Frank.

—El maldito mensaje volvió a Karlshort con avisos de «tráfico interceptado». Werner era la única persona que conocía su contenido.

—No era el único, Frank. Estaba el empleado de claves, el operador, el que archivó la señal, tu secretaria, tu ayudante... muchas personas.

Frank desvió hábilmente la conversación.

—De modo que anoche estuviste hablando con el querido y viejo Werner. ¿Dónde os citasteis... en la estación Anhalter? Leyó la sorpresa en mi rostro.

—Vamos, Bernard, usaste aquel viejo documento militar que te facilité y que fuiste demasiado perezoso para devolverme cuando perdió vigencia. Sabes que esos documentos falsos llevan números que nos aseguran una llamada de la policía cuando ésta los encuentra en un informe. Le di el visto bueno, como es natural, ya que adiviné que se trataba de ti. ¿Quién podía estar en el café de Leuschner a aquellas horas de la noche excepto traficantes de droga, proxenetas, rameras, vagabundos y ese incurable romántico de Bernard Samson?

Joe Brody, el americano de Siemens, se acercó a nosotros.

—¿Qué clase de calaverada estáis tramando? —inquirió.

—Hablábamos de la estación Anhalter —contestó Frank.

Joe Brody exhaló un suspiro.

—Antes de la guerra era el centro del universo. Incluso ahora, los berlineses viejos van para contemplar esa destrozada obra de mampostería e imaginar que oyen los trenes.

—Joe vino aquí en el año 1939 y en el 1940 —explicó Frank—vio Berlín cuando los nazis estaban en su apogeo.

—Y volví con el ejército americano. ¿Y queréis que os diga otra cosa sobre la Anhalter Bahnhof? Cuando nos llegaron copias de la orden de Stalin de hacer converger el frente de Bielorrusia con el frente ucraniano para tomar Berlín y terminar la guerra, el punto especificado para la reunión de los dos grandes ejércitos era la Anhalter Bahnhof.

Frank asintió y dijo:

—Joe, cuenta a Bernard lo que hicimos con respecto a aquella señal de Karlshorst... la que ordenaba que el aeródromo permaneciese abierto para el general en jefe soviético. ¿Lo recuerdas?

Joe Brody era un americano calvo, de ojos brillantes, que se apretaba la nariz cuando reflexionaba, como un hombre a punto de zambullirse en aguas profundas.

—¿Qué quiere saber, señor Samson?

Frank Harrington contestó por mí:

—Cuéntale cómo descubrimos quién había divulgado aquella interceptación.

—Debe comprender que la cuestión no tenía gran importancia —respondió Brody con lentitud—. Sin embargo, Frank le atribuyó la suficiente para suspender la salida de todos los que estaban de guardia aquella noche hasta que hubiéramos averiguado algo.

—Interrogamos a todos los que conocían la existencia del mensaje —continuó Frank—. Yo no tenía nada contra Werner; de hecho, sospechaba del empleado de claves, pero salió limpio.

—¿Manejaba Giles Trent el tráfico de señales por aquel entonces?

—¿Giles Trent? Sí, estaba aquí en aquella época.

—No, no —negó Brody—. Imposible achacar esto a Trent. Tengo entendido que carecía de acceso al tráfico de señales.

—¿Tan bien lo recuerda? —pregunté.

Las gafas con montura de oro de Brody centellearon cuando volvió la cabeza para cerciorarse de que nadie le oía.

—Frank me dio carta blanca; me dijo que indagara cuanto quisiera. Supongo que su intención era que yo, una vez de regreso en mi país, pudiera decir a todos que los británicos no estaban dispuestos a tratar futuras filtraciones a la ligera. —Frank se humedeció los labios y sonrió para demostrar que escuchaba, aunque ya conocía la historia desde hacía tiempo—. Así que investigué a fondo —prosiguió Joe Brody— y resultó ser el tal Werner no sé qué más...

—Werner Volkmann —completé.

—¡Eso es, Volkmann! —asintió Brody—. Eliminamos a los otros, uno a uno. Ese otro sujeto (Trent, Giles Trent) requirió más tiempo porque Londres era reacio a dejarnos leer su expediente. Pero estaba limpio. —Volvió a apretarse la nariz—. Volkmann fue la filtración, créame. He realizado centenares de estas investigaciones.

—¿Y nunca ha cometido un error? —pregunté.

—No esta clase de error —aseveró Brody—. No suelo retener a nadie por razones de seguridad sólo para sentir que mido dos metros de estatura. Fue Volkmann. No Trent ni ninguno de los otros, a menos que todos mintieran. Puede usted decir a su gente de Londres que aquel caso quedó cerrado.

—¿Y si le dijera que Trent tiene ahora una mancha en su expediente? —pregunté.

—¡Por Júpiter! —exclamó Brody sin excesiva emoción—. ¿Vamos a tener en las manos un caso parecido?

—Es pronto para saberlo —dije—, pero le costaría mucho convencerme de que Trent no estuvo envuelto en su problema.

—Conozco este sentimiento, joven —dijo Brody—. La investigación sirve de muy poco si no da la razón a los prejuicios por los que siempre nos hemos guiado.

—Cualquiera menos Werner, ¿verdad? —me espetó Frank.

—¡No! —exclamé, levantando demasiado la voz—. No es eso.

—Bernard fue a la escuela con Werner —explicó Frank a Brody.

—Su lealtad le honra, muchacho —encomió Brody—. ¡Dios mío! Conozco a tipos en su posición que intentarían imputarlo a su esposa.

Frank Harrington se echó a reír y Brody le imitó.

A la mañana siguiente desayuné con Lisl en la habitación que ella llamaba su estudio y desde cuyo pequeño balcón se podía contemplar el tráfico de la Kantstrasse.

Era una habitación maravillosa y yo la recordaba de cuando era pequeño y se me permitía entrar con mi padre, que iba a pagar la cuenta mensual. Aparte de las paredes cubiertas de pequeñas fotografías firmadas, había otras mil maravillas para la vista de un niño: mesitas atestadas de cajas de rapé de marfil; un cenicero de bronce hecho con un trozo de granada de la primera guerra mundial, con las palabras «recuerdo de Berlín» cinceladas en el bronce y botones rusos soldados alrededor del borde; dos abanicos abiertos, con paisajes japoneses; un pequeño zepelín de porcelana, con las letras «BerlinStaaken» en un costado; gemelos de ópera hechos de amarillento marfil y un reloj de plata que representaba un carruaje y no funcionaba. Y algo aún más deslumbrante para el niño pequeño que era yo entonces: una medalla prusiana concedida al abuelo de Lisl, una magnífica joya militar montada sobre descolorido terciopelo rojo en un marco de plata que las camareras de Lisl conservaban siempre resplandeciente.

El desayuno fue servido en la mesita situada frente a la ventana, que estaba entornada de modo que el aire sólo movía el visillo de encaje pero no el mantel de hilo almidonado. Lisl ocupaba la alta silla de comedor que le permitía levantarse sin ayuda. Llegué a la hora exacta; sabía que nada malogra tan completamente un encuentro con un alemán como la falta de puntualidad.

—Mein Liebchen —saludó Lisl—, dame un beso. No puedo saltar arriba y abajo con esta maldita artritis.

Me incliné para besarla, cuidando de evitar la espesa capa de polvos, colorete y lápiz labial. Me pregunté a qué temprana hora debía haberse levantado para preparar su peinado y su maquillaje.

—No la cambies nunca —dije—. Tu preciosa habitación sigue encantadora como siempre.

—Nein, nein —contestó, sonriendo.

Su acento berlinés era inconfundible: yo sabía que había llegado a casa cuando oía aquel «naiyen, naiyen».

—Está igual que en vida de mi padre —añadí.

Le gustaba oír cumplidos dedicados a su habitación.

—Está exactamente igual que en vida de mi padre —respondió, mirando a su alrededor para convencerse de que decía la verdad—. Durante años tuvimos una foto del Führer sobre la chimenea (una foto firmada), pero fue un alivio sustituirla por la del kaiser Guillermo.

—Aunque no esté firmada —observé.

—¡Malo! —recriminó Lisl, pero se permitió una pequeña sonrisa—. De manera que has terminado tu trabajo y ahora vuelves al lado de tu guapa mujer y tus adorables niños. ¿Cuándo me los traerás para que los vea, querido?

—Pronto —dije, sirviéndome más café.

—Mejor que sea pronto —replicó con una risita ahogada— o tu Tante Lisl será pasto de las margaritas. —Partió su panecillo y añadió—: Werner dice que los alemanes tenemos demasiadas palabras para designar a la muerte. ¿Es cierto?

—En inglés decimos «carga muerta», «letra muerta», «de mala muerte», «silencio de muerte» y otras muchas expresiones. El alemán es más preciso y tiene una palabra distinta para cada significado.

—Werner dice que los alemanes tenemos mil palabras diferentes para la muerte, igual que los esquimales para la nieve y los judíos para el adjetivo «idiota».

—¿Ah, sí?

—«Schmo», «Schlemiel», «Schnook», «Schmuck».

Se echó a reír.

—¿Ves a menudo a Werner?

—Es un buen chico. Me siento sola ahora que no puedo andar y Werner entra a verme siempre que pasa por aquí. Tiene más o menos tu misma edad, ¿sabes?

—Es algo mayor, pero en el colegio estábamos en la misma clase.

—Recuerdo la noche de su nacimiento; era el 1 de marzo de 1943. Nos bombardeaban a conciencia y había incendios en Bachstrasse y el Sigmundhof. Unter den Linden sufrió desperfectos y el pasaje de la Friedrichstrasse quedó destrozado. Había bombas sin explotar en el recinto de la embajada italiana y en casa de la familia Richthofen. Una bomba detuvo el reloj de la iglesia del KuDamn, que desde entonces marca las siete y media. A veces le digo: «Paraste aquel reloj la noche de tu nacimiento.» La madre de Werner era nuestra cocinera y vivía con su marido en una buhardilla a cuatro puertas de distancia de esta casa. Fui a buscarla justo antes de que le empezaran las contracciones. Werner nació aquí, ¿lo sabías? Claro que sí; debo habértelo dicho más de mil veces.

—Werner —dije—. ¿Qué clase de nombre es éste para un simpático chico judío?

—Un nombre para el mundo y otro para la familia —contestó Lisl—. Es la costumbre.

—¿Escondiste a toda la familia, Lisl? ¿Qué hacía su padre?

—Era un hombre fuerte y corpulento (Werner ha heredado su constitución) y trabajó de sepulturero durante toda la guerra en el cementerio judío.

—¿Nunca fue arrestado?

Esbozó la clase de sonrisa que yo había visto en otras caras alemanas, reservada para aquellos que nunca comprenderían.

—¿Para que los nazis tuvieran que asignar a arios la tarea de cuidar las tumbas judías y enterrar a los muertos judíos? No, los trabajadores del cementerio de Weinssensee no fueron nunca arrestados. Cuando los rusos llegaron aquí en el 1945, aún quedaba un rabino en libertad, que trabajaba como sepulturero junto al padre de Werner.

Rió, pero yo no la secundé. Sólo los que estaban en Berlín cuando llegaron los rusos podían reírse impunemente de ello.

—Murió después de la guerra, como resultado de años de desnutrición.

—Werner tuvo suerte —dije—. Los huérfanos de cinco años no solían tenerla.

—¿Está en algún apuro? —inquirió Lisl, que había captado alguna imprudente inflexión de mi voz.

Vacilé.

—Es muy obstinado.

—Le he dado la mitad de mis ahorros, Liebchen.

—Jamás te estafaría, Lisl.

Movió los párpados cargados de pintura.

—No puedo perder ese dinero —dijo—. Lo tenía invertido, pero Werner me aseguró que aumentaría su rendimiento. Lo tengo todo por escrito. Soy fácil de manejar y Werner lo sabe.

Fue típico de ella usar la palabra de moda «pflegeleicht», que se suele aplicar a las prendas que no necesitan planchado. Pero Lisl no era pflegeleicht; era hilo del antiguo, con mucho almidón.

—No te estafará, Tante Lisl. Werner te debe más de lo que puede pagarte en su vida y él lo sabe muy bien. Pero si pierde tu dinero, no podrás recuperarlo por muy escrito que lo tengas.

—Es algo relativo a la exportación —explicó Lisl, como si una pequeña confesión pudiera persuadirme para ayudarla.

—Tendré que volver a Berlin —dije—; hablaré con él en mi próxima visita. Pero debes ser más cuidadosa con tu dinero, Lisl.

Sopló a través de los dientes con un mohín de desprecio.

—¿Cuidadosa? Algunas de las corporaciones mayores, más antiguas y más ricas de Alemania están amenazadas de ruina y me recomiendas que sea cuidadosa. ¿Dónde voy a invertir mis ahorros?

—Haré lo que pueda, Lisl.

—Una mujer sola está indefensa en estas cuestiones, querido.

—Lo sé, Lisl, lo sé.

Me sorprendí pensando de nuevo en Fiona. Recordé haberla llamado desde Berlin en el viaje anterior, tres o cuatro veces en plena noche, sin obtener respuesta. Luego me explicó que el teléfono estaba averiado, pero yo seguía con mis dudas.

Un sol acuoso se derramaba por la alfombra persa y formaba una burbuja dorada en el aire polvoriento. Lisl dejó de hablar para comer el panecillo y el teléfono sonó. Era para mí: Frank Harrington.

—¿Bernard? Me alegro de haberte encontrado. Te enviaré un coche para que te lleve al aeropuerto esta tarde. ¿A qué hora quieres salir de casa de la señora Hennig? ¿Deseas ir a alguna otra parte?

—Ya he encargado un coche, Frank. Gracias, de todos modos.

—No, no, no. Insisto.

—No puedo cancelarlo ahora, Frank.

Hubo una pausa en el otro extremo del hilo antes de que Frank dijera:

—Verte de nuevo anoche fue coma revivir los viejos tiempos. —Debí darte las gracias —contesté, aunque ya había enviado un ramo de flores a la señora Harrington.

—La conversación que sostuvimos... sobre quien tú ya sabes... espero que no escribas nada sobre ella en Londres.

De modo que era eso.

—Seré discreto, Frank —le tranquilicé.

—Sé que lo serás, muchacho. Bueno, si no me dejas facilitarte un coche...

Yo sabía que «el coche» resultaría ser él, que «por casualidad» iría en aquella dirección y que no cesaría de martillearme los oídos hasta la hora del despegue, así que proferí sonidos de disculpa y colgué.

—¿Era Frank Harrington? —inquirió Lisl—. Para pedir un favor, sin duda.

—Frank ha sido siempre un aprensivo, ya le conoces. —No te ha pedido dinero, ¿verdad?

—Me cuesta imaginarle corto de dinero.

—Mantiene una gran mansión en Inglaterra y su espectacular casa de aquí. Siempre está dando fiestas.

—Forma parte de su trabajo, Lisl —respondí, acostumbrado desde hacía tiempo a las lamentaciones de Lisl sobre el derroche de los funcionarios del gobierno.

—Y la amiguita que tiene escondida en Lübars... ¿también forma parte de su trabajo?

La risa de Lisl era más bien un conato de indignación.

—¿Frank?

—Yo me entero de todo, querido. La gente cree que soy una vieja estúpida, encerrada en su pequeña habitación, que se pasa el día frotándose las rodillas con linimento, pero nada escapa a mis oídos.

—Frank estuvo en el ejército con mi padre. Debe tener sesenta años.

—Ésa es la edad peligrosa, querido. ¿No lo sabías? También a ti te llegará, Liebchen.

Derramó una gotas de café al tratar de llevárselo a la boca sin reír.

—Has hablado con Werner —dije.

Sus párpados temblaron y clavó en mí unos ojos de acero.

—Piensas que lograrás sonsacarme quién me lo ha dicho; conozco tus pequeños trucos, Bernard. —Agitó un dedo ante mi cara—. Pero no ha sido Werner. Sin embargo, lo sé todo sobre Frank Harrington, que viene aquí haciendo ver que la mantequilla no se derrite en su boca. —Usó la expresión berlinesa equivalente a tener cara de no romper nunca un plato, que me pareció muy adecuada para el impecable Frank y su sonrosado retoño—. Su mujer pasa demasiado tiempo en Inglaterra y Frank ha encontrado otras diversiones en esta ciudad.

—Eres una mina de información, Tame Lisl —adulé con voz normal, para demostrarle que no me creía del todo lo de la vida doble de Frank y no me importaría demasiado aunque me lo creyera.

—Un hombre de su profesión debería ser más precavido. Un hombre con una amante en una bombonera de Lübars es un fallo en el sistema de seguridad.

—Si., supongo que sí.

Creí que iba a cambiar de tema, pero no resistió la tentación de añadir:

—Y Lübars está tan cerca del Muro... Allí arriba los «ruskis» se tienen a un paso.

—Sé dónde está Lübars, Lisl —dije de mal humor.

—Feliz cumpleaños, querido —me gritó cuando llegué a la puerta.

—Gracias, Lisl —contesté.

Jamás olvidaba mi cumpleaños.