Capítulo XV

El matrimonio de Blis y Jianna Hanmen Alacar anunciaba —afortunadamente, según los videntes y augures— un año tranquilo y sin sobresaltos. La fiebre de primavera se cobró muy pocas víctimas, y éstas sobre todo entre los ancianos y débiles, lo cual era de esperar. A medida que avanzaba el verano, las provincias se dedicaron a sus rutinas usuales de la estación, sin que hubiera grandes alteraciones que marcaran los largos y cálidos días.

La única pequeña desilusión en las clases altas de la sociedad durante aquel agradable verano, y el otoño e invierno que vinieron a continuación, fue que todavía no había nuevo heredero en el palacio de la Isla de Verano. Se esperaba con ansiedad un anuncio, pero, transcurrido un año, no había embarazo real. Sin embargo, todo el mundo estaba de acuerdo en que el Alto Margrave y su esposa eran aún lo bastante jóvenes y que las cosas seguirían su curso y —excepto en algunos lugares proclives siempre a los rumores— la preocupación por los asuntos del Margraviato desapareció.

La vida también era tranquila en la Península de la Estrella; en algunos aspectos incluso demasiado tranquila, puesto que la pelea entre Tirand y Karuth, aunque aparentemente olvidada, parecía haber dejado una cicatriz. Nunca se decía nada, pero ambos eran conscientes de que su relación se había alterado de una manera sutil, creando ligeras tensiones que antes nunca habían existido. Por mucho que lo intentaran, les resultaba imposible desprenderse totalmente de los efectos de la vieja querella para volver a la normalidad. Los amigos íntimos y aquellos miembros del Círculo con mayor sensibilidad psíquica también notaron el cambio, y eso arrojaba una pequeña pero tangible sombra sobre la atmósfera dentro de los muros del Castillo.

Pero, aunque aquel problema sin resolver los incomodaba, Tirand y Karuth estaban decididos a que no tuviera un efecto contraproducente en sus responsabilidades y deberes. Si acaso, ambos se dedicaron con más devoción que nunca, sumergiendo los sentimientos personales en la distracción del trabajo. A la primavera siguiente, un año después de la boda de su hermano y de alcanzar la mayoría de edad, Calvi Alacar superó —con sobresaliente— sus exámenes de filosofía y ciencias naturales. En la fiesta para celebrar su éxito y el de sus compañeros de estudios, Calvi se puso en pie sobre la mesa del comedor y pronunció un discurso entusiasta, aunque no demasiado sobrio, en el que agradeció al Sumo Iniciado en particular la ayuda prestada sin regatear esfuerzos y su guía durante los años de estudiante. Tirand, aunque terriblemente avergonzado, se sintió emocionado en lo más íntimo por el elogio de Calvi. En los últimos dos años se había tomado verdadero interés en el progreso del joven, porque creía que Calvi tenía madera para ser un gran filósofo y maestro; además, entre los dos había surgido una gran amistad y aumentado el respeto mutuo. Tirand estaba contento al ver que su opinión sobre Calvi se confirmaba, y se sintió doblemente satisfecho cuando Calvi anunció su propósito de permanecer en el Castillo y seguir estudiando para conseguir más altos honores.

Y así pasó otra primavera, y otro verano floreció y comenzó a agostarse. Lejos, en el sur, en la pequeña isla que el resto del mundo creía deshabitada, Ygorla Morys había demostrado ser también una estudiante más que aplicada, aunque en un campo muy distinto. Sabía que su padre estaba satisfecho con sus progresos. Y, aunque las visitas de éste al escondite de la Isla Blanca se habían hecho menos frecuentes últimamente, ella esperaba cada ocasión con creciente ansiedad porque sabía que antes de que transcurriera mucho tiempo se producirían grandes cambios en su vida.

Una espléndida mañana, cuando el otoño empezaba a imponer su influencia en el mundo, Narid-na-Gost la visitó. Ygorla lo había estado esperando, sabiendo que vendría, aunque sin poder determinar con exactitud cuándo. Su intuición, afinada en el transcurso de más de seis años hasta tener una exactitud casi felina, todavía no podía equipararse con el impredecible y caprichoso carácter de su padre y, por mucho que se esforzaba, tan sólo podía sentir su presencia unos minutos antes de que la puerta resplandeciente entre el mundo mortal y el del Caos apareciera en la caldera del cráter.

Pero esta vez, aun antes de que Narid-na-Gost llegara, supo que algo sería distinto. Lo sintió como un cosquilleo que se insinuó como arañas de hielo que corrieran por su columna vertebral, y, cuando salió de su cueva en el momento en que los rayos del sol comenzaban a acariciar las cimas del cráter, volvió a sentirlo: algo casi visible, que flotaba en el aire. En la periferia de su visión aparecían colores extraños, las perspectivas se presentaban deformes, y entre las paredes de roca se veían destellos y muecas de rostros a medio formar, que siempre desaparecían como espejismos que eran cuando ella intentaba encararse con ellos y retarlos. La atmósfera rezumaba poder y, por una vez, no era suyo.

De pie ante el altar roto que en otros tiempos había sostenido la lámpara votiva de Aeoris, Ygorla sonreía. Algo se estaba tramando. Algo estaba cambiando en el mundo de su padre. Aunque todavía no sabía qué forma adoptarían, o cuál era su propósito, sentía las corrientes moverse a su alrededor y el eco de respuesta en la pulsación de su propia sangre medio humana.

Cuando llegó Narid-na-Gost no hubo, para sorpresa de Ygorla, ni ceremonia ni espectáculo. Dio la espalda al altar un instante para mirar de reojo el sol y, cuando volvió a mirar la piedra, él estaba allí, su figura deforme entre los dos fragmentos de roca. Durante unos segundos que parecieron interminables se contemplaron mutuamente. Ella se fijó en su fealdad, que con los años de conocerlo había adquirido a sus ojos una especie de perversa belleza; él, a su vez, la contempló, sopesando la criatura en que se había convertido.

Ygorla era toda una mujer. Con veinte años, había adquirido una belleza por la que muchas mujeres normales habrían matado. El cabello le llegaba casi hasta las rodillas, como una resplandeciente cascada de color negro azulado; brillaba y se ondulaba como agua, de una manera que ningún cabello mortal habría hecho. Sus ojos eran fríos zafiros en el marco de su delicado rostro; su cuerpo, pequeño, con pechos totalmente desarrollados, pero esbelto, y las piernas y los brazos de una delicada hermosura. Parecía el epítome de la perfección humana y —para cualquiera que no se fijara demasiado en aquellos brillantes ojos azules— de la ingenuidad, y su visión satisfizo grandemente a Narid-na-Gost. Los hombres morirían de buena gana por su hija, sólo por verla. Encontró aquella idea muy divertida.

Se adelantó y, cogiéndole la mano, se la llevó a los labios en un viejo gesto caballeresco mientras se inclinaba ante ella.

—Hija mía, eres la encarnación de la belleza. ¡Realmente, eres una emperatriz!

Ygorla lo miró asombrada.

—¡Padre! —exclamó, confundida, pues aquello era impropio de él—. ¿Qué ha ocurrido?

Los carmesíes ojos del demonio brillaron con aprobación.

—Ah, entonces ¿lo sientes?

—Siento algo, pero no puedo darle un nombre.

Narid-na-Gost le soltó la mano y giró lentamente para contemplar el desolado paisaje del cráter con una mezcla de disgusto e interés distante.

—Has estado sola en este lugar largo tiempo, Ygorla —dijo al cabo—. Sé que tu vida aquí no ha sido nada fácil. —La miró de nuevo y sus labios se torcieron en una rápida sonrisa de complicidad—. Has sido paciente y obediente, y ya falta poco para que recojas la recompensa que te prometí hace mucho tiempo.

Ygorla sintió que el corazón le daba un vuelco de alegría. Abrió la boca para hacer una ansiosa pregunta, pero el demonio alzó una mano, obligándola a guardar silencio.

—No —declaró—. No estoy listo para explicar lo que he dicho, todavía no. No del todo. Falta por completar una fase de mi plan, la más crucial y la más peligrosa de todas. Cuando haya sido realizada, habrá grandes cambios, Ygorla. Habrá llegado entonces la hora de que abandones este lugar miserable en busca de un nuevo hogar más acorde con tu destino.

Los ojos de Ygorla mostraban avidez; el corazón le latía tan alocada y fuertemente que se sentía mareada.

—¿Cuál es esa fase crucial? —inquirió—. ¿Qué piensas hacer? ¿Qué papel puedo jugar yo?

—Tu papel, hija, es el más sencillo pero el más duro de todos —contestó el demonio—. Quiero que te retires a tu cueva y que allí me esperes. Nada más que eso. Estrictamente eso.

Ella frunció el entrecejo, disgustada.

—Pero…

—No. —Ygorla conocía bien aquel tono, que la hizo enmudecer al punto. Narid-na-Gost la miró unos instantes, durante los cuales Ygorla sintió en el estómago una sensación como de hielo y fuego a la vez, mientras que los ojos del demonio, que habían adquirido un color rojo sangre y brillaban como granates, se clavaban en los suyos. Por fin, él volvió a hablar.

—Te lo diré una sola vez, Ygorla, y sólo una vez te lo recalcaré. Para que todo aquello por lo que he trabajado no se pierda, debes obedecerme ciegamente, sin atreverte a preguntar. —Hizo una pausa—. No veré mi trabajo echado a perder, hija. Si me fallas en esto, tu alma dispondrá de milenios para lamentar su locura. ¿He hablado con claridad?

Ygorla palideció, hasta sus labios se quedaron sin color. Asintió.

—Bien. Entonces escucha y obedece. Te retirarás a tu cueva y permanecerás allí, no importa lo que suceda, hasta que yo regrese. No saldrás a la caldera del cráter; de hecho ni siquiera te atreverás a salir a los túneles. Por encima de todo, no practicarás tu arte. No hagas sortilegios, no invoques compañeros o juguetes. No hagas nada. Tan sólo espera a que yo vuelva.

Hubo un largo y tenso silencio. Ygorla sentía el cerebro a punto de estallar; preguntas furiosas se arremolinaban como una marea primaveral, y se sublevaba contra la restricción que le había impuesto, maldiciéndose a sí misma por temerlo, y casi odiándolo por el poder que tenía sobre ella. Entonces, de repente, Narid-na-Gost sonrió.

—No creas que no conozco tus pensamientos. Tu furia y tu frustración son como llamas que devoran el aire que te rodea; te preguntas por qué y el no tener una respuesta te enloquece. Bien, te daré una respuesta. Te exijo esto por una sola razón: porque mientras yo no esté es vital que no se detecte ni la más mínima huella de tu presencia aquí.

Ygorla estaba perpleja.

—¿Por qué habría de ser detectada? Llevo viviendo en esta isla casi siete años, y en todo ese tiempo…

—En todo ese tiempo nadie ha tenido un motivo para buscarte, ni siquiera para sospechar que seguías con vida. Pero eso puede cambiar en los días venideros. Y, si algo se acercara buscando, no quiero que nada llame su atención.

Hablaba con despreocupación, pero había algo subyacente en sus palabras —y en particular en la frase si algo se acercara buscando— que provocó un escalofrío en Ygorla. Estuvo a punto de preguntarle al demonio qué quería decir, pero en el último instante contuvo la lengua, porque de pronto no estuvo segura de querer saber la respuesta a semejante pregunta.

—Así que —añadió Narid-na-Gost en voz baja—, ahora que has comprendido, ¿puedo confiar en ti?

Ella vaciló, pero sólo unos segundos. Al fin y al cabo, era un precio pequeño.

—Sí, padre —repuso—. Haré exactamente lo que dices.

—Bien. —La expresión dura del demonio desapareció—. Será poco tiempo, hija. Quizás unos cuantos días, tal y como se mide el tiempo en esta dimensión. Cuando regrese, te traeré un regalo. Un gran regalo, mejor que todo lo que te he dado hasta ahora.

La luz hambrienta regresó a los ojos de Ygorla.

—¿Qué clase de regalo, padre?

Narid-na-Gost rió por lo bajo, con pereza.

—Oh, una bonita chuchería para complacerte. Una chuchería muy, pero que muy bonita. —La sonrisa, que seguía allí, se convirtió de pronto en una mueca feroz—. Y, cuando te la ponga en la mano, ¡sabrás que todos estos años de espera han valido la pena!

Había vivido en aquella caverna, en oscura y anómala estabilidad bajo la brillante y cambiante superficie del reino del Caos, desde que tuvo sus primeras sensaciones y recuerdos —de hecho, desde que comenzó su existencia— y en todo aquel tiempo sus obligaciones no habían variado. Ignorante de las mareas cambiantes del mundo que nunca había visto, olvidada por los otros habitantes del Caos, permanecía agazapada en su puesto, vigilando el acceso a otro nivel del reino de Yandros, obedeciendo la regla que era su único propósito en la vida. Era la centinela, la guardiana del portal. Sólo los dioses podían pasar ante ella y bajar por aquel camino al mundo más profundo. No sabía por qué había de ser así, ni qué había abajo que ella debía proteger con tanta diligencia, y, si se le hubiera ocurrido pensar en ello, no habría tenido a nadie a quien plantear semejante pregunta, puesto que sus amos nunca se tomaban la molestia de visitarla, o siquiera de mirar desde sus elevadas alturas para comprobar que cumplía con el deber que le habían asignado. Su lealtad y diligencia se daban por hechas; en realidad, habían sido inculcadas en su naturaleza. Se confiaba en ella y por lo tanto se la descartaba por irrelevante.

Pero, aunque era consciente de sus tristes limitaciones y nunca se rebelaba contra ellas, no era del todo inmune a algo que, de haber conocido la palabra, podría haber llamado emoción. Sabía que era hembra y sabía lo que eso significaba, no porque se lo hubieran dicho, sino porque lo sentía y reconocía instintivamente la esencia de la naturaleza femenina en su interior. A veces, también sentía los deseos innatos de una hembra, demasiado inocentes para ser lujuria, pero demasiado distorsionados e indefinidos para ser amor, y en esas ocasiones creía entender lo que significaba la tristeza, porque no tenía medios de satisfacer aquellos deseos ni esperanza de que su situación fuera a cambiar alguna vez. Su creación había sido el acto de un momento despreocupado de los grandes señores que gobernaban su mundo. Era la más ínfima de los seres inferiores, y tenía la sospecha de que, incluso para los idiosincrásicos y a veces extravagantes patrones del Caos, era demasiado deforme y poco atractiva para poder interesar a algún compañero potencial.

Aun así, tenía su sitio en el esquema de las cosas y, considerando lo que era, se encontraba en un buen sitio. Estaba contenta con aquello y no había buscado nada más.

Eso fue hasta que él entró en la esfera de su existencia.

Aunque sabía que era uno de los demonios inferiores, de todos modos su rango era muy superior al suyo, y la idea de que alguien semejante la encontrara agradable era como un trago de agua fresca para su alma sedienta. Él le llevaba regalos —cosas diminutas, pero ella era simple y eran suficiente para contentarla— y le hablaba de lugares que se hallaban fuera del alcance de su imaginación, mundos fuera de los confines cerrados y lóbregos donde ella moraba y cumplía con sus obligaciones. Y él consiguió emocionarla. Desde que había sido creada, ningún ser había hecho algo semejante, y estaba conmovida.

Estaba esperándolo, puesto que él había prometido que acudiría con un nuevo regalo, mejor que todos los que le había llevado anteriormente. Agazapada en la achaparrada estalagmita de roca negra que había elegido como puesto de guardia, balanceaba de aquí para allá su cabeza azul de reptil, con su larga mandíbula y las hileras de dientes afilados, indecisa entre el deber y preocupaciones de tipo más personal. A su izquierda, se encontraba un pozo lleno de agua, rodeado por un muro bajo, cuya superficie reflejaba resplandecientes e inestables arcos iris en las paredes de roca. Aquél era el portal que debía vigilar, el acceso al nivel más profundo del reino del Caos. Como guardiana asignada allí, sabía que el portal no le estaba prohibido como a los demás, pero nunca había tenido el valor para explorarlo. A su derecha se hallaba el estrecho túnel que salía de su caverna y que, tras un tortuoso y traicionero recorrido, conducía finalmente a la visión arrebatadora de aquellos otros lugares de los que tanto le había hablado él. Nada la convencería nunca de ir en aquella dirección, pero era por allí por donde él llegaría. Esperaba, devorada por una ansiosa impaciencia, consumida por la añoranza, mientras dos de sus manitas acabadas en garras tamborileaban en la roca, provocando una sorda vibración.

Por fin oyó que se acercaba. Su cola erizada de escamas dio un latigazo nervioso y su lengua silbó, mientras usaba las restantes cuatro manos para descender desde su puesto al suelo de la caverna. Primero vio su sombra, convertida por la peculiar luz fosforescente en algo extraño y maravilloso. La criatura canturreó la canción de bienvenida que en sus largas horas de soledad había inventado para complacerlo.

Narid-na-Gost se detuvo en el umbral de la caverna y su deforme rostro se iluminó con una sonrisa. La criatura no era lo bastante inteligente para ver que la sonrisa no alcanzaba a los ojos del demonio, quien sintió un desprecio familiar ante su ingenuidad, seguido a continuación por una sensación igualmente familiar de asco. Dioses, era verdaderamente horrible: grotesca, deforme… Sus amos debían de haber hecho gala de todo su sentido del humor cuando la crearon, y aquel pensamiento volvió a traer el resentimiento que era su estímulo y consigna desde hacía tanto tiempo. Los feos y los deformes, frutos despreocupados de la imaginación de un instante, a los que se daba la vida y luego se dejaba de lado para que se defendieran como pudieran mientras que aquellos que se consideraban más elevados e importantes no les hacían caso y les negaban cualquier posibilidad de mejora. Narid-na-Gost conocía el dolor de ser una criatura semejante, y en otras circunstancias podría haberse compadecido, desde su posición relativamente elevada, de aquella fea esclava. Pero cualquier tipo de compasión se veía eclipsada por las dos grandes ansias que lo impulsaban: la ambición y el deseo de venganza. En aquello ella encontraría su realización, y su némesis.

—Ah, pequeña, qué hermosa me parece tu canción. —Se agachó para acariciarla entre los pequeños ojos brillantes, mintiendo con facilidad—. Cuánto he anhelado este momento, querida. Te he echado de menos y a duras penas he podido contener mi ansiedad —dijo, y le plantó un beso en la frente escamada; ella no se dio cuenta de que el demonio hacía un esfuerzo por vencer la repugnancia—. He traído el regalo que te prometí. Un regalo digno de mi apreciada criatura, un regalo para agradarla y deleitarla. Mira.

Ella siseó al verlo, y no pudo contener una expresión involuntaria de arrebato. ¡Era tan hermoso! Brillaba, resplandecía y oscilaba. Cuando lo cogió en sus deformes manos despidió mil colores exquisitos y le mostró escenas de tal belleza que los ojos se le llenaron de lágrimas.

—¡Gracias! —Hasta su voz, pensó él, era repelente, un graznido gutural de garganta húmeda—. ¡Gracias, mi señor!

Estaba encantada con la chuchería, y Narid-na-Gost sonrió con desprecio. Escogiendo cuidadosamente el momento, de repente le arrebató el regalo y lo sostuvo fuera de su alcance. Ella emitió un sonido asustado, implorante, alzando los brazos en actitud de súplica, pero el demonio sólo sonrió un poco más abiertamente.

—Ah, no, mi pequeña —dijo con un tono dulce—. Tendrás tu regalo, claro que lo tendrás. Pero quiero algo a cambio.

Las manos de la criatura, todavía extendidas implorantes, se juntaron.

—¡Cualquier cosa! —exclamó—. ¡Lo que quieras, amado señor!

Él encontró algo divertida la completa ingenuidad de su promesa, pero lo dejó estar. Ella podría hacer lo que necesitaba; de hecho, estaba especialmente calificada para realizarla, por muy inadecuada que fuera para otras cosas.

—Bien. Entonces, querida, escúchame —dijo, agachándose de manera que sus caras quedaran al mismo nivel y clavando los ojos carmesíes en los pequeños ojos llorosos de la criatura—. Escúchame con atención. Esto es lo que quiero que hagas.

No quería decir que sí. No es que tuviera miedo de las consecuencias de ser descubierta, puesto que para ella no había prohibición y, además, su débil intelecto no le permitía considerar las posibles implicaciones de sus actos. Lo que le daba miedo era el pozo en sí. Nunca había tenido el valor para hacer nada más que pasar una mano por las oscuras aguas; no sabía qué había bajo la misteriosa superficie del pozo, y tenía un miedo ilógico a descubrirlo. ¿Y si el pozo no tenía fondo? ¿Y si nadaba y nadaba y nunca alcanzaba el lugar que él quería que encontrara? ¿Y si se perdía y no conseguía regresar?

Con habilidad y sin reparos, Narid-na-Gost rebatió sus argumentos, y con ellos derribó sus defensas. ¿No era capaz de nadar tan bien como cualquier pez surgido de una larva? ¿No era capaz de respirar con la misma facilidad en el agua que en el aire? ¿Y no era su inteligente amada, que no conocía el miedo y que había jurado luchar contra el fuego, la tormenta, las galernas y las aguas para agradarle? Él se había sentido tan orgulloso de ella, tan honrado de su amor… ¿Le destrozaría ahora el corazón diciéndole que se había equivocado al juzgarla?

Fue aquella última pulla, apenas escondida entre las mieles de su persuasión, la que acabó por perderla. Él había manipulado sus juramentos de amor y los había convertido en retórica, pero ella no lo sabía, no podía recordar los pequeños detalles de todo lo que le había dicho. Sólo sabía que lo había defraudado, le había fallado. Era malvada. Era cruel. Sólo quería hacer las paces, para que él dejara de estar triste y volviera a sentirse orgulloso de ella.

Cuando por fin se rindió, inclinando su monstruosa cabeza mientras sus lágrimas salpicaban el suelo de roca jaspeada, Narid-na-Gost le acarició la frente y esbozó una sonrisa de triunfo que la criatura no vio. La tenía exactamente donde quería; tendría éxito en la misión que le había encomendado, o perecería intentándolo. Si tenía éxito, para cuando sus amos supieran lo que había hecho, él estaría lejos, fuera del alcance de su venganza. Si fracasaba, no habría nadie que pudiera contar a los amos lo sucedido. Sí, pensó, una situación de lo más satisfactoria. En aquel momento, no podía pedir más.

Antes de irse, la besó en la boca. Nunca lo había hecho antes, y ella se quedó mareada de asombro y adoración. Lo miró alejarse, hasta que incluso su sombra desapareció en el túnel, y repitió mentalmente y en silencio las instrucciones que le había dado, una y otra vez. Lo conseguiría. Haría el viaje y encontraría el regalo, y volvería con él y lo depositaría en sus manos. Él la amaría por ello, igual que ella lo amaba. Ante ella se abría un futuro nuevo, tan brillante como la luz del Caos que, según le había contado él, resplandecía cuando los dioses salían de sus santuarios para pasear por el mundo. Sabría lo que era la alegría. Sabría lo que era la pasión. Se vería colmada.

Narid-na-Gost salió de la boca del túnel y, agradecido, aspiró hondo el aire de la atmósfera más limpia del exterior. Los siete señores de aquel mundo habían escogido, por el momento, crear un paisaje colosal de llanuras verdes y ámbar, sobre las que discurrían finos jirones de nubes en un cielo púrpura. Una única estrella negra flotaba pulsante en el horizonte, enmarcada por géiseres en erupción que, dado que la perspectiva se convertía en una broma debido a la tremenda dimensión del terreno, podrían encontrarse a uno o a mil kilómetros de distancia del punto donde se encontraba el demonio. Oyó chisporrotear energía en alguna parte, seguida por un aullido agudo, extraño y estremecedor cuando algo cantó en respuesta, y miró instintivamente por encima del hombro. Pero no había nada interesante que ver, y tras unos instantes comenzó a descender la ladera de la colina en la que había salido a la superficie.

Resultaba interesante que entre el panorama siempre cambiante y siempre en movimiento del mundo que habían creado, los dioses hubieran tenido la poca imaginación de dar estabilidad a sólo un pequeño número de lugares muy precisos. Siete señales que nunca alteraban su forma; era una indicación de lo más evidente de que aquellos lugares tenían un significado especial. ¿Es que los señores del Caos tenían tal fe en su invulnerabilidad que nunca se les había ocurrido la posibilidad de que otras mentes reconocieran y sondearan su secreto? ¿Nunca habían pensado que el enemigo podía acechar dentro de sus muros, además de fuera de ellos? Narid-na-Gost se llevó un dedo a la boca para reprimir la risa y se preguntó qué habría dicho Aeoris del Orden si hubiera sabido de la imprudencia de sus adversarios. Yandros y sus hermanos, que se decían dioses, que se consideraban amos de Narid-na-Gost y de todos los de su raza, eran estúpidos. Estúpidos cortos de miras y pagados de sí mismos.

Estaba andando hacia el espejismo de un castillo de muchas torres que brillaba a cierta distancia cuando escuchó el aire agitarse a sus espaldas, anunciando que algo se aproximaba. Al volverse, vio un carro volador que se acercaba a toda velocidad, tirado por cinco enormes caballos negros con cuellos de serpiente y crines llameantes. El carro tenía una única ocupante, que sostenía un halcón de plata en su muñeca; por un instante, su penetrante mirada ambarina se encontró con la de Narid-na-Gost, quien la reconoció de inmediato. Se arrodilló, humillándose, y sintió la intensidad de su mirada mientras el carro pasaba de largo. Era la amante de Tarod, la mujer humana a quien Yandros había elevado de la mortalidad a un trono de grandeza al que no tenía ningún derecho. El demonio volvió a sentir la punzada interior del desprecio y los celos. Sin duda, ella iba a distraerse cazando las criaturas creadas por su propia imaginación. Otro pasatiempo sin sentido, mientras que el mundo mortal seguía su camino sin tropiezos y olvidaba el temor al poder del Caos. Se sintió asqueado, y se volvió para escupir. Un sapo de color amarillo y carmesí surgió allí donde cayó el escupitajo e intentó alejarse, pero se desintegró cuando el demonio consiguió controlar su momentánea ira. Paciencia, se dijo a sí mismo, paciencia. Había aprendido bien la lección con el paso de los años; podía aplicarla por un poco más de tiempo. Sólo un poco más. Y entonces no sólo el Caos, sino todos los mundos de dioses y hombres verían un cambio que debería haber ocurrido hacía tiempo.